El agua de este
torrente de montaña baja fresca, vigorosa, sonora. No busca nada y lo puede
todo. Llega sin cesar, se va sin detenerse. Tiene la fuerza y la pureza del
mundo.
Pongo en ella mis
temores, mis inquietudes, mis rabias, mis reticencias. Me baño en ella y dejo
que se lleve todo lo que me sobra, todo lo que me daña en balde. El polvo de
los caminos y el barro de los pantanos. Lo dejo todo en el agua y salgo limpio
y nuevo, como hacía los brahmanes con sus abluciones sagradas, o los primeros
cristianos cuando se bautizaban en los ríos.
Y estoy tan limpio
que me siento otro. Y eso es una alegría y un temor. Porque me da miedo no
tener ya los viejos miedos para refugiarme en ellos a sufrir. Porque no estoy
acostumbrado a no sufrir (o sea, a sufrir menos de lo acostumbrado), como
tampoco lo estoy a vivir a pecho descubierto. Este será mi aprendizaje
definitivo: el más difícil, el más hermoso, el más necesario.
Disfrutar lo que se
tiene, ignorar lo que no se tiene (por ejemplo, como si perteneciera a un
universo paralelo, que puede despertar curiosidad pero no nos concierne),
excepto en lo que ataña a un proyecto apasionado pero paciente (y eso sí se
tiene): ahí está lo más parecido a la felicidad con que podemos contar. Alegría
desesperada, como dice Comte-Sponville, porque no espera; dolor sereno, porque
aguanta. Placeres de hecho porque ya están aquí ―se permite la imaginación como aderezo o como
juego, jamás como condición―
y no reclaman más que aquello por lo que trabajan. Sufrimientos reales ―¡prohibida en esto la
imaginación!―, los justos, sin
adorno, curando lo que se pueda, aceptando lo que no haya más remedio.
Eudemonía (alegría), ataraxia (aceptación): lo sabemos al menos desde
Aristóteles, desde Epicuro, desde Séneca. Y desde Buda, claro. Ahí está
resumido todo lo que hay que saber.
Porque todo está ya
aquí: el atardecer apacible, el silencio rumoroso, el olor de los bosques, las
alturas distantes. Los caminos, las canciones, el recuerdo de los viejos
compañeros, el presentimiento de los que llegarán. La salud que aún resiste y
la que empieza a ceder y reclama cuidados. El amor a los que amo ―la pasión candente
por mi hijo―, y el amor, también,
a los que no amo, porque al menos les aprecio, o al menos les compadezco, o al
menos les admiro, o al menos les respeto. O, al menos, deseo su bien.
Y aquí están los
antiguos maestros, los que abrieron caminos para que yo los recorra. Y aquí
están mis pasos torpes y mis reflexiones aún más torpes, pero que entrego en
ofrenda a quien puedan servirle. Me gustaría sentir más que entender; me
gustaría conmover más que convencer. Me gustaría que entre todos nos hiciésemos
la vida más llevadera y más luminosa. Bien está lo sufrido si nos enseñó algo,
si nos hizo más fuertes, como quería Nietzsche, si nos hizo más tolerantes,
como quería Alain, si nos hizo más pacientes, como quería Séneca, si nos hizo
más desprendidos, como quería Buda. Y si no hizo nada de eso, si solo fue dolor
y no nos dejó nada, no nos lamentemos: también el dolor nos pertenece, también
nos corresponde, también debe acontecer y ocupar su sitio; no se nos pide que
le amemos, solo que lo encajemos como parte de nuestra condición.
Aún quedan tarde y paseo. Relájate: la alegría está en
ti.
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