La soledad, que tanto
nos aligera, también agobia a veces… La convivencia con uno mismo tiene sus
desencuentros, que dan mucho trabajo. No por familiares se nos hacen más
llevaderas nuestras manías, y es más difícil dejar de tomarlas en serio que
cuando se trata de las de los demás. Con nadie somos más exigentes: de nadie
nos molestan más las estupideces y las mezquindades.
A veces me encantaría
ser capaz de ignorarme. Escuchar mis lloriqueos y mis gruñidos como quien oye
llover. O bien apelar a eso que algunos llaman “el maestro interior”, una voz
predominante sobre el resto, capaz de imponer calma sobre el griterío, capaz de
infundir serenidad y apaciguar a mis niños amedrentados. Suena un poco a
esquizofrénico eso de sentirse dividido por dentro, pero, ¿acaso no lo estamos
todos un poco? ¿Qué es la voluntad, sino una fuerza que se impone sobre la indolencia?
¿Qué es la conciencia (moral), sino una voz que nos recuerda lo correcto cuando
nos vemos tentados de ignorarlo? ¿Qué es la conciencia (identidad), sino esa
“mirada interior” de la que habla Nicholas Humphrey, capaz de desgajarse de sí
misma y tomarse como objeto observable, eso que llamamos “Yo”, para cumplir la
máxima griega de conocerse a uno mismo? Todos estamos constantemente
alentándonos, juzgándonos, educándonos, criticándonos…
Yo ya conozco bien
qué es eso de observarse y juzgarse. Lo he practicado mucho y torpemente, en
realidad diría que demasiado y mal. Lo que he conocido, de resultar certero, no
me ha servido de mucho; sobre todo, me ha servido poco para ser mejor, es
decir, más bueno y más feliz. No me ha hecho más sereno, más alegre, más
paciente o más amoroso, más valiente o más firme, más fiel a mí mismo o más
honesto con los demás. A veces creo que sí, que he hecho algún avance, que sé
enfocar mejor las cosas. Tampoco quiero ser injusto con mi esfuerzo: algo he
logrado. Pero cuando las cosas se ponen un poco difíciles, cuando tengo que
afrontar verdaderos problemas, las ideas no me sirven para mucho, los viejos
tiranos son los que mandan y lo que consideraba sabiduría (por escasa que
fuera), más me sugiere un patético guerrero vencido que en su celda se debate
con fantasmas.
¿De qué han servido
entonces tantas reflexiones, tantas lecturas, tantos esfuerzos? “He trabajado
duro”, alega Comte-Sponville como razón de haber ganado al menos algo de entendimiento.
“Me he trabajado mucho”, repetía como un mantra una vieja conocida,
profundamente neurótica (y afortunadamente perdida ya en el limbo de las
lejanías, que es a veces bondadoso), como argumento de que era ella, sin duda
posible, la que tenía ―debía tener― razón siempre. ¡Como
si trabajar mucho fuera equivalente a trabajar bien! ¡Como si el esfuerzo fuese
garantía de resultados! ¡Como si la estupidez se curara con mera voluntad! Se
puede trabajar mucho e inútilmente, dando vueltas, todo lo costosas que se
quiera, pero en círculo. “Mucho ruido y pocas nueces”, dice con acierto el
refrán, ¡y cuánto ruido he hecho! Y en cuanto a la experiencia, a menudo nos
alimenta la ilusión de que hemos aprendido, solo porque ha dolido y estamos más
viejos y cansados.
Ningún trabajo
garantiza la sabiduría. Ningún esfuerzo asegura el éxito. Lo que cuenta es ir
bien dirigido. ¿Y dónde están los mapas? Los sabios nos sugirieron algunos,
deberíamos revisarlos más a menudo. Para adentrarnos en ellos hace falta valor,
y resolución para ponerse a caminar, sí, pero sin perder la brújula. Me parece
que me ha faltado sobre todo eso: valor y brújula.
Decía que me encantaría ser capaz de ignorarme, cuando
mi inquietud es ridícula o desmedida; como quien hace caso omiso del ruido.
Para ello debería contar con esa voz sabia que supiera discernir, convencer y
calmar; y debería también confiar en esa voz, entregarme, cumplir sus orientaciones.
Como no tengo esa voz, procuro tomarla prestada. A menudo eso no me ayuda
mucho. Pero gracias a ello las noches oscuras de mi soledad se salpican de
luces. Como anoche: mi cielo de montaña estaba cuajado de estrellas. Por un
instante sentí un gozo indefinible ante el espectáculo, como si la cúpula celeste
me abrazara. Y me dije: “Todo irá bien. Hay que confiar y seguir conociendo”.
Eso procuraré.
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