jueves, 15 de septiembre de 2016

Dulce olvido

La felicidad no es más que una mala memoria y una buena salud.
A. Schwaitzer.


No puedo quejarme de mi salud; el cuerpo lo aguantó casi todo hasta los cuarenta, y aún se mantiene tolerablemente bien. En cambio, por lo que respecta a la memoria, siempre la he tenido fatal (al menos desde que recuerdo). Así que, si Albert Schwaitzer tenía razón, debo ser bastante feliz. Aunque lo olvide a menudo.
La mala memoria me ha hecho algunas jugarretas, y siempre me ha parecido que empobrecía mi vida. Poca huella me queda de tantas lecturas, tantos estudios, tantos aprendizajes, y por eso me veo obligado a repetirlos, cuando no puedo o no quiero darlos por perdidos. Eso es bastante fastidioso, además de un desperdicio de esfuerzos y energías. Consuela un poco leer lo bien que Montaigne se tomaba este problema: “La memoria es un instrumento de extraordinaria utilidad, y sin él el juicio hace a duras penas su trabajo. Carezco de ella por completo”. Me temo que yo no sé afrontarlo con tanto desparpajo. Envidio a esas personas que memorizan a la primera el nombre de alguien al conocerlo, esos a los que les basta una lectura para fijar conceptos y fechas.
Hay gente que parece una enciclopedia andante; hay gente a la que no se le escapa detalle, que tiene siempre a mano aquella palabra que no nos sale, que completa nuestras frases y pone parches en nuestras lagunas. Es difícil discutir con ellos: la magia del dato hace que sus argumentos suenen más convincentes. Los números y los nombres tienen algo solemne y venerable, una ascendencia irresistible que casi parece más real que la realidad. Como nos asegura Saint-Exupéry en El principito: “Los adultos tienen gran afición y respeto por los números.”
Si se trata de una disputa sobre vivencias compartidas lo que cada cual hizo o dejó de hacer, típico episodio de las parejas, la superioridad es aún más contundente: no se puede convencer a quien refriega con detalle lo ocurrido, mientras nosotros intentamos recordar y titubeamos… Aunque su éxito, en parte, resida en manejar con habilidad la imagen que dan el equilibrio entre lo que aparentan saber y lo que realmente saben, entre lo que muestran y lo que ocultan, como los ilusionistas, no cabe duda de que hay quien tiene una memoria prodigiosa; irritantemente prodigiosa.
No es mi caso, decía. En buena parte, supongo, por falta de atención. La ansiedad llena el mundo de ruido y nos hace dispersos. También, según los neurólogos, corroe las áreas cerebrales encargadas de la memoria, en especial la amígdala y el hipocampo. No puedo evitar imaginarme mi hipocampo lleno de agujeros. Me presentan a alguien y rara es la vez que retengo su nombre; y, cuando al fin lo consigo, casi siempre se me desvanece entre las brumas de la distancia. Repito una canción hasta aprenderla, y entonces me doy cuenta de que ya no me acuerdo de otra que sabía. Me suenan los apuntes del tema que estoy estudiando, pero no me preguntéis ya por los del que estudié antes. “Para aprender tres versos, necesito tres horas”, exagera Montaigne con humor. A veces me da la impresión de que cuando consigo memorizar algo, lo hago a costa de borrar otra cosa, como pasaba en las cintas de cassette cuando grabábamos canciones de la radio (¿os acordáis?).

Esta es la cara ingrata del olvido. Pero no debe impedirnos valorar su cara amable. El olvido es pérdida, y hay cosas que no conviene retener. Hay cosas que está bien que se vayan, arrastradas por la ventolera del tiempo. Los recuerdos ingratos, si no nos sirven como señal de un aprendizaje, no hacen más que ocupar sitio y criar mugre, como los cachivaches que arrumbamos en el trastero. Así que a veces el olvido está de parte de la vida, limpiando aquello que la ensucia y la entorpece, aquello que enturbia su fresca luminosidad.
No hace falta buscarlo: llegará por sí mismo. En cambio, si nos esforzamos acabaremos por hacerlo imposible. “Como si el arte del olvido estuviese en nuestro poder… Nada imprime tan vivamente cosa alguna en nuestro recuerdo como el deseo de olvidarla”, arguye Montaigne. Nuestra mente está programada para retener lo que más nos afecta, y lo malo el miedo, la rabia, la vergüenza, la aversión nos afecta más que lo bueno. La mejor manera de olvidar lo que nos contraría es quitarle importancia y dejarlo amarillear en los desvanes de la memoria. En esto la vida también se pone de nuestra parte: tendemos a olvidar antes lo malo que lo bueno.

Sé que solo podemos habitar el presente, que únicamente en él reside la realidad, con sus gozos y sus sombras. Pero los caminos del presente están cubiertos por la hojarasca del pasado. Nuestra mente es narrativa, y eso nos convierte en criaturas de la memoria. Así que lo pretérito también tiene sus leyes del deseo. Hay olvidos malos que nos desmantelan, que nos roban lo amado, que nos dejan traslúcidos al vaciarnos de nuestras nostalgias. Deseamos regocijarnos aún con el hogar de la infancia, con nuestro primer beso, con los milagros de nuestro hijo, con las huidizas estampas de un sueño feliz, con los paseos al lado del amigo que perdimos. “Dulce es el recuerdo del amigo muerto”, escribe Epicuro. Dulce el don de traer al presente, aunque sea con la imaginación, la dulzura que ya se desvaneció. Se discutirá, con razón, que recordar lo bueno tiene siempre el sabor amargo de la pérdida: “Pues acordarse del bien redobla el dolor”, escribe Montaigne citando a Ludovico Dolce. Sin embargo, eso solo nos sucede si nos resistimos a la pérdida, si nos centramos más en el lamento o la rabia por la fugacidad de la dicha que en la gratitud por haber tenido la oportunidad de disfrutarla.
Pero también hay olvidos benévolos, que no harán mejor nuestro pasado ¿acaso hay manera de cambiarlo?, pero sí más fresco el relato que nos contamos sobre él. Eso ya es algo, puesto que lo que queremos es ser felices, lo que buscamos es la alegría. Alguien me infligió mucho daño: no voy a colaborar con él reavivando sus brasas. Fui yo el que perjudicó: también merezco mi perdón. Se agotan las fuerzas de la juventud: mejor que me acostumbre, porque he de perderlo todo. Ayer me equivoqué: tomo, si puedo, lo que eso me enseña y luego lo dejo ir. Hoy he hecho el ridículo: ¿cómo no va a hacerlo a menudo un tipo como yo?
Tenemos que estar a favor del dulce olvido. Tenemos que ponernos de su parte y dejarlo tranquilo con su trabajo silencioso, que nos erosiona para limpiarnos, como la lluvia. Schwaitzer tiene razón: hay que olvidar mucho. Hay que desaprender lo que aprendimos mal, para darnos la oportunidad de aprender bien. Hay que deshacerse del dolor que no nos deja vivir, atravesando el duelo de admitir lo inevitable. Dejemos de revolver en el basurero del pasado, y, si hemos de evocar algo, que sea solo lo que esté de parte de la alegría.

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