viernes, 9 de septiembre de 2016

Conversaciones con los que se fueron

Sabemos que hemos de morir, aunque nunca lo aceptemos del todo; nuestra propia muerte no es una experiencia mientras vivimos, por lo que resulta una amenaza abstracta, una sombra que vemos de reojo entre la neblina. «Solo se mueren los otros», suele decirse, y Epicuro lo expresó con elocuente sencillez: «Mientras nosotros somos, la muerte no está presente, y, cuando la muerte se presenta, entonces no existimos». 

Sin embargo, en el caso de los demás, la finitud es un hecho que se nos impone con toda su crudeza. Los seres amados se van y ya no vuelven: en esa ausencia que «durará y durará», como dice Comte-Sponville, se resume el vacío demoledor que las pérdidas nos dejan para siempre. Son conocidas las etapas del duelo: primero nos rebelamos con la negación; luego, el tiempo y la implacable realidad van doblegándonos, hasta que vamos asumiendo la contundencia de la verdad. 
Pero quizá la herida jamás se cierre del todo. Vida y muerte se entrelazan misteriosamente, como nos muestran los mitos y tantas historias de espíritus. Orfeo bajó al submundo para rescatar a su amada Eurídice; pero la perdió por mirar hacia atrás: el inevitable recuerdo de los muertos los revive al tiempo que consolida su ausencia. Las sociedades ancestrales tenían muy presentes a los antepasados, pero mantenían con ellos una relación ambigua: por un lado, los amaban y honraban, y esperaban de ellos protección; pero al mismo tiempo los temían, y hacían bien, porque hay una parte de nosotros que anhela dejarlo todo y acompañarlos al más allá. 

Por supuesto, el más allá está en nosotros. Los muertos quieren morir, y no pretenden, como dice A. Grayling, «que los vivos se instalen en la pena». Si los muertos forman parte de la vida es porque los seres humanos, arguye el mismo autor, «somos criaturas de la memoria». Aunque habitemos en el presente, nos proyectamos siempre hacia atrás y hacia delante, impregnándolo de expectativas y recuerdos. Los ausentes permanecen entre las brasas del corazón. 
Ya que están, podemos hablar con ellos, y tienen mucho que decirnos. Lo principal: que un día nosotros estaremos a su lado, y nuestra sustancia se transformará a su vez en memoria. «Como te ves yo me vi, como me ves te verás», reza la inscripción en una ermita de Zamora. Una memoria que se irá apagando, erosionada por el tiempo, hasta suspenderse en el olvido. Resulta muy edificante sobreponerse al horror y mirar esa realidad cara a cara: los muertos como avanzadilla de nuestra propia muerte. Precursores, viajeros que nos confortan con su ejemplo, y nos alivian el miedo (a veces). Incluso para el no creyente, hay algo entrañable en pensar que nos ausentaremos en su compañía. 

Pero los muertos no tienen para nosotros solo confidencias de muerte. Como todo lo perdido, son un tesoro de estampas y evocaciones de lo que fuimos a su lado. Nos dan la oportunidad de ensanchar nuestro amor incluso a lo que ya no existe. También de perdonar lo que creíamos imperdonable, pues hay que disculpar a lo que ya no puede dañarnos. En vida, hay que luchar; pero la muerte debería reconciliarnos de un modo tan completo como su silencio. 
Y hay que dejarlos ir, aunque sigan formando parte de nosotros y a la vez se hayan llevado parte de nosotros. Hay que entender en ellos el dolor y la grandeza de los finales. Al dejarlos llevarse un trozo de nuestra alma, entendemos que vivir es consentir en un desmenuzarse sin pausa; hasta que no quede nada por entregar. Al decir adiós a los muertos vamos diciéndonos adiós a nosotros mismos. Hagámoslo con ternura.

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