sábado, 20 de abril de 2024

La seriedad de la magia

Crecer consiste, en buena parte, en desprendernos de las ingenuidades mágicas de nuestra infancia. Opino, con escépticos como Richard Dawkins, que hay que tener el valor de abrir los ojos y sobre todo de mantenerlos abiertos, por difícil que resulte; y resistirse a la tentación de regresar a la magia y al animismo, como han hecho tantas personas a cambio de un cierto alivio para su angustia. 
Sin embargo, por materialistas que nos mantengamos, por racionales y científicos que sean nuestros criterios de verdad, hay que tomar en serio las creencias. No para rendirnos a ellas, al contrario: para que no nos irrumpan por sorpresa, que no nos perturben en secreto desde sus moradas inconscientes. 

No cabe duda de que una parte primitiva de nuestra mente funciona a través de las creencias. Una zona que probablemente sea más vasta y decisiva que el frágil envoltorio racional de nuestra corteza cerebral. En la primera infancia, sentimos y creemos antes de poder pensar. El sustrato de nuestra psique, tanto desde su origen filogenético como desde su desarrollo ontogenético, es mágico y mitológico (en esto, creo que Jung acertó más que Freud). Y sigue ahí, hundido en el inconsciente, entrometiéndose sin que nos demos cuenta en una vida que la voluntad cree controlar. 
La fantasía es el reducto de esa mente primitiva. La fantasía reside en una dimensión paralela cuyas leyes no coinciden con las de la realidad, y sin embargo influyen en ella. Las creencias son, a menudo, la traducción al mundo real de las desordenadas, ambiguas, confusas imágenes de la esfera fantástica. El cielo y el infierno están en algún lugar de nuestros sueños. Dios, sombra de nuestros padres, acapara los más hondos terrores y las más plácidas esperanzas. En nuestra infancia preverbal hubo quien nos trató con bondad, y lo hemos convertido en ángel; y quien vimos comportarse con maldad, y tememos como demonio. Dentro de nuestra cabeza hay un tumulto de voces que personificamos en los espíritus. 

Alan Watts reflexionó con mucha perspicacia sobre estos canales secretos entre lo consciente y lo inconsciente, lo material y lo religioso. En su libro El gurú tramposo, concibe un personaje que se hace pasar deliberadamente por sabio poderoso. Su engaño es tan feliz que convence a todo el mundo y acaba actuando como un verdadero profeta. Quizá los chamanes y los curanderos sean gurús tramposos que han llegado a creerse su papel; en ellos, la mente primitiva, la mente mágica, el inconsciente, se ha desbordado sobre la realidad y la ha configurado a su imagen y semejanza. Si los demás les veneran y les atribuyen poderes, ¿no es eso ya un modo de tenerlos? 
Así, cuando un sacerdote lanza una bendición, tal vez esté lanzando algo más que simples letanías. Puede que le esté hablando al hombre primitivo que el feligrés lleva dentro, y este sienta sus palabras como una caricia mental. Cuando un curandero asegura estar limpiándonos el mal de ojo, o los residuos del karma, o las heridas de nuestra infancia, quizá una parte de nosotros se vea realmente tocada por él, aunque solo sea porque así lo siente. Es posible que ni siquiera haga falta que lo creamos, que baste con que ejerza algún tipo de impresión sobre nuestro niño interior, sobre los ancestros que yacen en nuestras catacumbas. La emoción de su figura de autoridad, de sus cantos y sus rituales, podría estar alcanzando un lugar de nosotros que desconocemos. 

Así que no tomemos a la ligera las creencias, incluso si nos consideramos rigurosamente incrédulos. La magia existe, y está en nosotros. Hay otros mundos, y están en este.

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