sábado, 20 de abril de 2019

La muerte como escuela de vida

Me llamarán, nos llamarán a todos. Blas de Otero.

Estaba limpiando la casa, y dándole vueltas mientras tanto a los laberintos del trabajo, cuando suena el teléfono y me comunican que se ha muerto el padre de una compañera. No se trata de una persona próxima, y a su padre ni siquiera lo conocía, pero todos tenemos padres y sabemos que morirán, así que no es difícil ponerse en su lugar y hacer propio, si no el dolor, al menos los ecos que su dolor imprime en el nuestro.
En el instante de recibir la noticia, el impacto, de repente, impone el silencio en mi mente clamorosa, como cuando una orquesta interrumpe, a una señal del director, la cacofonía estridente de su ensayo. Hay un pulso de vacío en el que el pensamiento se detiene y el corazón vacila. La realidad de lo ineluctable se impone como una madre que llama al orden a sus hijos bulliciosos.
Por ese resquicio de silencio se cuela un rayo de luz, y por un instante vislumbro la verdad: la verdad de la muerte, que es verdad última de la vida. Todos nuestros desvelos cotidianos, todas nuestras angustias irrisorias, se acallan al despeñarse por el abismo limítrofe de la muerte. En ese punto, las cosas cobran su verdadera dimensión, que tiende a la trivialidad. La vida merece el apasionamiento un tanto atolondrado que le dedicamos, pero a condición de que no olvidemos que se trata de un juego, que no nos lo creamos del todo, como hacen los niños con sus fantasías. Porque un día, por hermosa o desafinada, por serena o arrebatada que sea la sinfonía, todo callará de repente y el sonido se disipará en un silencio definitivo.

¿Qué nos enseña eso? “Vanitas vanitatis”: que la mayoría de las consternaciones que nos abruman no tienen demasiada importancia, puesto que podrían acabar ahora mismo, en este instante, con la rigurosa ausencia del que las padece: no merecen, por tanto, que las tomemos tan a pecho. Lo mismo cabe considerar, por supuesto, de nuestros entusiasmos, pero al menos estos son placenteros, al menos están de nuestra parte y nos consuelan con su luz y calor, como las fogatas en las noches frías. Respondámosles poniéndonos nosotros de la suya. Demos la razón solo a lo que nos ilumina, como insistieron Epicuro y Spinoza. Aceptemos que el dolor ocupe su lugar inevitable, pero sin hurgar en él, sin jalearlo por calles y plazas. Seamos capaces de relativizarlo y ver más allá, a ese instante en que todo quedará fundido en una eternidad que ya no será nuestra. Digámosle, como Miguel Hernández:

Sigue, pues, sigue, cuchillo,
volando, hiriendo. Algún día
se pondrá el tiempo amarillo
sobre mi fotografía.

Hay que tener mucha presencia de ánimo para afrontar con tanta lucidez esa verdad (que en su crudeza tal vez resulte un poco inhumana), y por eso, aunque sea obvia, tenemos que recordárnosla una y otra vez: porque preferiríamos no saberla, porque ignorarla es nuestro modo mágico y trágico de alimentar la ilusión de que no existe. Montaigne y Séneca tenían razón: hay que pensar a menudo en la muerte, pero no para regodearnos morbosamente en ella, no para morir muchas veces, sino para que la vida cobre su verdadera relevancia y no nos la arrebaten las inquietudes vanas.
Es un buen ejercicio de lucidez saber que la muerte está ahí, por alguna parte, siempre más cerca de lo que desearíamos: comprender la fugacidad de la vida le restituye su medida, y, si sabemos ir más allá de la pena, comprendemos que la vida es, ante todo, alegría, como nos instaba Spinoza, que cada instante vale su peso en oro y no hay que regalarlo a la ligera a esos desvelos absurdos en los que tenemos tendencia a enredarnos. Eso es lo que nos dijo, con sinceridad y belleza tan conmovedoras, Jorge Manrique:

Ved de cuán poco valor
son las cosas tras que andamos
  y corremos,
que, en este mundo traidor,
aun primero que muramos
  las perdemos.
 
Cierto que él lo decía con la desolación de la pérdida, y a la vez, por esas paradojas de la religión, como argumento para despreciar la vida a favor de la prometida eternidad del Paraíso cristiano. Para los que no contamos con las mieles eternas, solo quedaría la tristeza. Sin embargo, puesto que es justa, ¿por qué habríamos de soslayarla? ¿Cómo no va inspirarnos pesar una pérdida tan absoluta, una vulnerabilidad tan grande? Mirarla a los ojos no nos consolará, pero pondrá las cosas en su sitio, y eso es un gran consuelo frente a las fútiles inquietudes en las que solemos sumirnos. Y, en cuanto al refugio de la religión, ya lo conocemos, y los que no tenemos fe ya hemos aprendido a refugiarnos en la materia, que es un cobijo frágil, pero no más que el religioso.

¿Nos sirven de algo estas reflexiones, y todas esas meditaciones vertidas por los filósofos durante milenios? Siempre de algo, nunca del todo. Luc Ferry, con una ligereza poco digna de un pensador, acusa a los filósofos de no haber resuelto convincentemente el problema de la muerte. “Tratan más bien de escurrir el bulto, de soslayar la dificultad, persuadiéndonos de que estamos locos por quejarnos de un acontecimiento necesario que, por otra parte, carece de importancia puesto que solo afecta a nuestra humilde persona. El problema es que esta humilde persona es la única que habitamos”. Me parece un sofisma, por otra parte bastante obvio: pretender que la filosofía nos cure de lo inevitable es pedirle demasiado. Naturalmente que la angustia siempre pervivirá, naturalmente que se trata de todo lo que tenemos. Y hasta los más lúcidos tendrán que reconocer con Derrida: “No he aprendido a aceptar la muerte… Sigo siendo ineducable en cuanto a la sabiduría del saber morir”. A la hora de la verdad, el pensamiento no puede redimirnos, probablemente ni siquiera puede hacernos más valientes. Pero tal vez sí pueda poner las cosas en su sitio y apelar al coraje de mirar cara a cara a la verdad. Saber no es poco. Eso es lo que creo que quería decir Montaigne cuando se proponía aprender el “bien vivir y el bien morir”.
La muerte es inevitable: la pena es ineludible. Contar con ello, no engañarse sobre ello, tenerlo presente a la hora de encarar nuestra vida, ya es algo. La resignación ante lo ineluctable tiene algo de liberación. Eso es la lucidez: el dolor transmutado en entereza por el trabajo de duelo, por la aceptación, por el coraje, por la amplitud de pensamiento y, sobre todo, en la apuesta devota por la vida tal como es. Rilke nos lo dijo con poesía: “Quizá todos los dragones de nuestra vida son princesas que esperan sólo eso, vernos una vez hermosos y valientes”. Nietzsche, que padeció muchas penas y jamás renegó del dolor, nos lo dijo con entereza: “Lo que no me mata me hace más fuerte”; mientras no me mata, cabe apostillar.

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