sábado, 23 de marzo de 2019

Casualidad y causalidad


Es un tópico ya manido, pero solo aparentemente sabio, aquello de que aprender consiste en sustituir la idea de casualidad por la exploración de la causalidad. No conformarse con el callejón sin salida del mero azar y esforzarse por hallar esa pista casi invisible, esa salida inesperada que pueda sugerirnos una hipótesis. Holmes frente a Watson. Sin embargo, el jueguecito de palabras, a fuerza de repeticiones, ha pasado de ingenioso a redicho, de lúcido a petulante, de sugerente a superficial. Porque expresa una verdad que, como casi todas la fórmulas fáciles, tiene algo que suena a hueco.
Los adalides de la causalidad (con la u antes de la ese) están proclamando el viejo sueño del conocimiento pleno, el mito del progreso perdurable en dirección al punto omega de la perfección (casi) absoluta. Aquella aspiración, tan humana como inagotable, de que lo único que media entre el desvalimiento y el control pleno es el tiempo y el esfuerzo: dar tiempo a nuestra inteligencia para responder a todas las preguntas. Pero, ¿cuánto control es ese control? ¿Cuántas preguntas son todas las preguntas?

Todo sucede por alguna causa, de hecho por más de una, como ya nos hizo ver Aristóteles. Lo que no se nos antoja nada claro es que alguna vez podamos abarcar la infinita complejidad de causas entrecruzadas, como para dar cuenta de todos los sucesos. La causalidad lineal ha quedado ya justamente desprestigiada: todo apunta a que las cosas, y dentro de ellas las personas, se mueven a través de grandes armazones de fenómenos que interaccionan y evolucionan constantemente.
Ese es el postulado de la ya veterana Teoría de Sistemas: el todo es más que la suma de las partes. El mundo, en fin, se revela como algo mucho más heterogéneo y complejo de lo que esperaría nuestro antiguo sueño de descifrarlo. En el tablero de billar del universo, las bolas corren todas a la vez, a distintas velocidades, entrechocando unas con otras, con los bordes y hasta con cosas que caen vaya a saber de dónde. Más que la fenomenología de cada bola, quizá lo que importe —y lo que debería interesarnos, y lo que habría que explicar, si se puede y hasta donde se pueda— sea la naturaleza y el comportamiento de esos conjuntos, y de las interrelaciones que se dan en ellos. O sea, más que las cosas, su movimiento.
El azar es, sin duda, un concepto absurdo, entre otras razones porque nos sume en la impotencia: ni puede comprenderse, ni puede explicarse. No sabemos si existe el azar como tal, pero sí sabemos que, a partir de un cierto grado de complejidad, nuestra mente no puede manejar el alud de causas más que como azar. Jamás podremos predecir cuál será el siguiente número que saldrá en el dado, por mucho que estudiemos las características del cubilete, la fuerza y el movimiento de la mano que lo agita y las irregularidades del propio dado. No digamos ya cuando se trata de un número de lotería. Al jugador le gustaría distinguir pautas en ese azar, y de hecho a veces cae en la ilusión de identificarlas. Pero se engaña, como lo demuestra el fracaso en la siguiente apuesta. La casa, lamentablemente, siempre gana, y un dios perverso ríe en su rincón del firmamento.

El futuro, a nuestros ojos, se parece a una tirada de dados: es comprensible que esa incertidumbre nos angustie, y que nos esforcemos por sortearla mediante atajos como la magia. Todas las tradiciones esotéricas han prometido sondear a través de la bruma de lo desconocido, inventando causalidades fantasiosas allá donde la razón se da de bruces con sus límites. Hemos inquirido sobre los designios de los dioses, con la esperanza de que al menos ellos nos salvaran del puro azar, o sobre el destino, que es un dios en sí mismo, con la esperanza de que todo condujera hacia él. Para interrogarles hemos usado huesos, caracolas, cartas o posos de café. Los gobernantes de la antigüedad no tomaban ninguna decisión sin escuchar antes las ambiguas premoniciones que les procuraban los delirios del oráculo de Delfos o el hígado de los pájaros. Muchos siguen cediendo a esa tentación de la magia, para regocijo de los bolsillos de adivinos de tres al cuarto.
Al final, nos guste o no, hemos de admitir que el futuro, como las causas últimas del universo, se nos resiste, y que sus designios, como repite el viejo adagio cristiano, son inescrutables. Einstein insistía en que Dios no juega a los dados, pero fue incapaz de descifrar la fórmula que explicara el todo. En la práctica, nuestra vida está marcada por una complejidad tan descomunal que equivale al azar.

La ignorancia de las causas, bien mirada, nos libera: seguimos pudiendo elegir, seguimos experimentando nuestras decisiones como fruto de la voluntad, y eso ya es libertad. También nos permite concebir el conocimiento como una tarea siempre inacabada e inacabable, y por tanto siempre apasionante. Si no podemos alcanzar certezas, siempre nos quedará la sugerencia de las probabilidades. Porque el conocimiento no cesará de ensancharse, pero el universo según parece siempre lo hará más deprisa. ¿Causalidad o casualidad? Nuestra vocación es la primera, la segunda es nuestro límite.

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