Es un tópico ya
manido, pero solo aparentemente sabio, aquello de que aprender consiste en
sustituir la idea de casualidad por la exploración de la causalidad. No
conformarse con el callejón sin salida del mero azar y esforzarse por hallar
esa pista casi invisible, esa salida inesperada que pueda sugerirnos una
hipótesis. Holmes frente a Watson. Sin embargo, el jueguecito de palabras, a
fuerza de repeticiones, ha pasado de ingenioso a redicho, de lúcido a
petulante, de sugerente a superficial. Porque expresa una verdad que, como casi
todas la fórmulas fáciles, tiene algo que suena a hueco.
Los adalides de la
causalidad (con la u antes de la ese) están proclamando el viejo sueño del
conocimiento pleno, el mito del progreso perdurable en dirección al punto omega
de la perfección (casi) absoluta. Aquella aspiración, tan humana como
inagotable, de que lo único que media entre el desvalimiento y el control pleno
es el tiempo y el esfuerzo: dar tiempo a nuestra inteligencia para responder a
todas las preguntas. Pero, ¿cuánto control es ese control? ¿Cuántas preguntas
son todas las preguntas?
Todo sucede por
alguna causa, de hecho por más de una, como ya nos hizo ver Aristóteles. Lo que
no se nos antoja nada claro es que alguna vez podamos abarcar la infinita
complejidad de causas entrecruzadas, como para dar cuenta de todos los sucesos.
La causalidad lineal ha quedado ya justamente desprestigiada: todo apunta a que
las cosas, y dentro de ellas las personas, se mueven a través de grandes
armazones de fenómenos que interaccionan y evolucionan constantemente.
Ese es el postulado
de la ya veterana Teoría de Sistemas: el todo es más que la suma de las partes.
El mundo, en fin, se revela como algo mucho más heterogéneo y complejo de lo
que esperaría nuestro antiguo sueño de descifrarlo. En el tablero de billar del
universo, las bolas corren todas a la vez, a distintas velocidades,
entrechocando unas con otras, con los bordes y hasta con cosas que caen vaya a
saber de dónde. Más que la fenomenología de cada bola, quizá lo que importe —y
lo que debería interesarnos, y lo que habría que explicar, si se puede y hasta
donde se pueda— sea la naturaleza y el comportamiento de esos conjuntos, y de
las interrelaciones que se dan en ellos. O sea, más que las cosas, su
movimiento.
El azar es, sin duda,
un concepto absurdo, entre otras razones porque nos sume en la impotencia: ni
puede comprenderse, ni puede explicarse. No sabemos si existe el azar como tal,
pero sí sabemos que, a partir de un cierto grado de complejidad, nuestra mente
no puede manejar el alud de causas más que como azar. Jamás podremos predecir
cuál será el siguiente número que saldrá en el dado, por mucho que estudiemos
las características del cubilete, la fuerza y el movimiento de la mano que lo
agita y las irregularidades del propio dado. No digamos ya cuando se trata de
un número de lotería. Al jugador le gustaría distinguir pautas en ese azar, y
de hecho a veces cae en la ilusión de identificarlas. Pero se engaña, como lo
demuestra el fracaso en la siguiente apuesta. La casa, lamentablemente, siempre
gana, y un dios perverso ríe en su rincón del firmamento.
El futuro, a nuestros
ojos, se parece a una tirada de dados: es comprensible que esa incertidumbre
nos angustie, y que nos esforcemos por sortearla mediante atajos como la magia.
Todas las tradiciones esotéricas han prometido sondear a través de la bruma de
lo desconocido, inventando causalidades fantasiosas allá donde la razón se da
de bruces con sus límites. Hemos inquirido sobre los designios de los dioses,
con la esperanza de que al menos ellos nos salvaran del puro azar, o sobre el destino,
que es un dios en sí mismo, con la esperanza de que todo condujera hacia él.
Para interrogarles hemos usado huesos, caracolas, cartas o posos de café. Los
gobernantes de la antigüedad no tomaban ninguna decisión sin escuchar antes las
ambiguas premoniciones que les procuraban los delirios del oráculo de Delfos o
el hígado de los pájaros. Muchos siguen cediendo a esa tentación de la magia,
para regocijo de los bolsillos de adivinos de tres al cuarto.
Al final, nos guste o
no, hemos de admitir que el futuro, como las causas últimas del universo, se
nos resiste, y que sus designios, como repite el viejo adagio cristiano, son
inescrutables. Einstein insistía en que Dios no juega a los dados, pero fue
incapaz de descifrar la fórmula que explicara el todo. En la práctica, nuestra
vida está marcada por una complejidad tan descomunal que equivale al azar.
La ignorancia de las
causas, bien mirada, nos libera: seguimos pudiendo elegir, seguimos
experimentando nuestras decisiones como fruto de la voluntad, y eso ya es
libertad. También nos permite concebir el conocimiento como una tarea siempre
inacabada e inacabable, y por tanto siempre apasionante. Si no podemos alcanzar
certezas, siempre nos quedará la sugerencia de las probabilidades. Porque el
conocimiento no cesará de ensancharse, pero el universo ―según parece― siempre lo hará más
deprisa. ¿Causalidad o casualidad? Nuestra vocación es la primera, la segunda es
nuestro límite.
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