martes, 15 de enero de 2019

Compañeros de viaje


―Y si hemos dormido una noche bajo la misma manta, cambiando los calores,
es que ya somos amigos, ¿no le parece?
El viajero piensa que sí, pero no responde.
―Porque, ¿usted sabe de fijo cuándo nos vamos a separar?
―No.
Camilo José Cela: Viaje a la Alcarria


Los compañeros de trayecto, en un viaje dilatado, prodigan una chocante versión de la intimidad, lo que podríamos llamar una intimidad efímera. Un modo de intimidad que tiene sus propias reglas, sus glorias y sus defectos peculiares.
Suelen consistir en relaciones obligadamente acotadas en el tiempo, pero que ganan a veces una considerable intensidad momentánea y dispensan un generoso alimento a la imaginación. Meten en nuestras vidas compañeros de excepción, y ese carácter excepcional es el que les confiere el encanto de lo inesperado y la melancolía de lo fugaz.
Difícilmente se prolongarán en el tiempo, precisamente porque surgen muy ceñidas a un contexto determinado: unas horas de avión o de tren hoy ya difícilmente caminando detrás de un burro, como nos cuenta Cela, unos días en la habitación de un hospital, una semana de vacaciones en el mismo hotel… La brevedad instituye la intensidad: hay mucho que inquirir y presentar en poco tiempo, hay que mostrarse y explorar deprisa, hay que ser osado en las confidencias porque de lo contrario puede no haber ocasión de hacerlas, y a quién no le hace falta airear algunos flecos de su vida, quién no busca sentirse una vez más interesante y paladear la vieja excitación del exhibicionismo… Hay que desplegar precipitadamente sin que importe la indiscreción, resguardados por una distancia que nos pone a salvo de la comprometedora vida cotidiana, donde todos se conocen demasiado lo que uno es, o quisiera ser, o pudiera ser, o le convendría ser. Hay que tasar con rapidez qué cabe esperar del otro, qué es adecuado ofrecerle y qué conviene ser cuidadoso en ocultarle… ¿Hasta dónde vale la pena exhibirse, desde dónde es mejor prevenirse? ¿Qué podremos llevarnos como recuerdo inesperado, y qué querrán llevarse de nosotros?

Frente a la apelmazada consistencia del ser que experimentamos en la cotidianidad nuestra familia, nuestros amigos, nuestros compañeros de trabajo…, los compañeros de viaje nos ofrecen una levedad que tiene tanto de voluble como de estimulante. Nos brindan la ocasión de experimentar la intensidad de los encuentros sin el vértigo de la perdurabilidad; el juego de los comienzos sin el compromiso del futuro. Ese juego puede enseñarnos mucho, y además resultar ameno. Uno tiene la opción de experimentar con roles que no son los habituales, y en ese sentido escapar un poco de sí mismo, de ese yo sofocante en el que nos confinan los que ya tienen un concepto sobre nosotros.
Es cierto que no solemos llegar muy lejos con ese experimento, por falta de imaginación, por el ansia de mostrarnos, por la inseguridad que nos inspira distanciarnos de lo familiar. ¿O por simple cansancio? Simular cara a cara, incluso ante un extraño, no es fácil; y los roles nos arrastran. Pero, aunque se trate de pequeños detalles, tal vez nos sugieran mucho: el tímido puede jugar a ser un seductor; el severo puede probar a sonreír un poco; uno puede adornar sus verdaderas circunstancias con las mentiras más creativas. E incluso si uno se ciñe escrupulosamente a sí mismo a ese autoconcepto que nos persigue desde nuestra biografía, en esa sinceridad apócrifa se pueden rastrear novedades inesperadas.

Al final, incluso cuando se da mucho aparato de afectos e intercambio de teléfonos, lo más probable es que todo termine disipándose al abandonar el escenario en el que se desplegó. Al bajar del avión a cada cual le corresponde una cola distinta, nos esperan familiares o amigos por completo ajenos a esa precaria intimidad de los asientos. Para bien o para mal, el celoso relato de la cotidianidad nos reclama con todo su peso, y regresamos a ella como quien despierta de un sueño. 
Tal vez sea mejor así: necesitamos la rutina como refugio, como salvaguarda de la identidad; solo ella garantiza una cierta continuidad en esa historia de nuestra vida a la que llamamos yo, y que sabemos en realidad tan frágil, tan etérea. En los viajes, lo nuevo nos saluda como una promesa vaga, brillante pero poco consistente. Pero no por difusa deja de ser promesa: debemos guardarles gratitud a nuestros compañeros de viaje.

A ver si nos vemos.
Será lo que Dios quiera.
Y si no nos vemos…
Si no nos vemos, que haya suerte.

Camilo José Cela: Viaje a la Alcarria.


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