es que ya somos amigos, ¿no le parece?
El viajero piensa que sí, pero no
responde.
―Porque, ¿usted sabe de fijo cuándo nos vamos a separar?
―No.
Camilo
José Cela: Viaje a la Alcarria
Los compañeros de
trayecto, en un viaje dilatado, prodigan una chocante versión de la intimidad,
lo que podríamos llamar una intimidad efímera. Un modo de intimidad que tiene
sus propias reglas, sus glorias y sus defectos peculiares.
Suelen consistir en relaciones obligadamente acotadas en el tiempo, pero que ganan a veces una
considerable intensidad momentánea y dispensan un generoso alimento a la
imaginación. Meten en nuestras vidas compañeros de excepción, y ese carácter
excepcional es el que les confiere el encanto de lo inesperado y la melancolía
de lo fugaz.
Difícilmente se
prolongarán en el tiempo, precisamente porque surgen muy ceñidas a un contexto
determinado: unas horas de avión o de tren ―hoy ya difícilmente caminando detrás de un
burro, como nos cuenta Cela―,
unos días en la habitación de un hospital, una semana de vacaciones en el mismo
hotel… La brevedad instituye la intensidad: hay mucho que inquirir y presentar
en poco tiempo, hay que mostrarse y explorar deprisa, hay que ser osado en las
confidencias porque de lo contrario puede no haber ocasión de hacerlas, y a
quién no le hace falta airear algunos flecos de su vida, quién no busca
sentirse una vez más interesante y paladear la vieja excitación del exhibicionismo… Hay que desplegar precipitadamente ―sin que importe la indiscreción,
resguardados por una distancia que nos pone a salvo de la comprometedora vida cotidiana,
donde todos se conocen demasiado― lo que uno es, o quisiera ser, o pudiera
ser, o le convendría ser. Hay que tasar con rapidez qué cabe esperar del
otro, qué es adecuado ofrecerle y qué conviene ser cuidadoso en ocultarle…
¿Hasta dónde vale la pena exhibirse, desde dónde es mejor prevenirse? ¿Qué
podremos llevarnos como recuerdo inesperado, y qué querrán llevarse de
nosotros?
Frente a la
apelmazada consistencia del ser que experimentamos en la cotidianidad ―nuestra familia, nuestros
amigos, nuestros compañeros de trabajo…―, los compañeros de viaje nos ofrecen una
levedad que tiene tanto de voluble como de estimulante. Nos brindan la ocasión
de experimentar la intensidad de los encuentros sin el vértigo de la perdurabilidad;
el juego de los comienzos sin el compromiso del futuro. Ese juego puede
enseñarnos mucho, y además resultar ameno. Uno tiene la opción de experimentar
con roles que no son los habituales, y en ese sentido escapar un poco de sí
mismo, de ese yo sofocante en el que nos confinan los que ya tienen un concepto
sobre nosotros.
Es cierto que no solemos
llegar muy lejos con ese experimento, por falta de imaginación, por el ansia de
mostrarnos, por la inseguridad que nos inspira distanciarnos de lo familiar. ¿O por simple cansancio? Simular cara a cara, incluso ante un extraño, no es fácil; y los roles nos
arrastran. Pero, aunque se trate de pequeños detalles, tal vez nos sugieran
mucho: el tímido puede jugar a ser un seductor; el severo puede probar a
sonreír un poco; uno puede adornar sus verdaderas circunstancias con las
mentiras más creativas. E incluso si uno se ciñe escrupulosamente a sí mismo ―a ese autoconcepto que
nos persigue desde nuestra biografía―, en esa sinceridad apócrifa se pueden
rastrear novedades inesperadas.
Al final, incluso cuando
se da mucho aparato de afectos e intercambio de teléfonos, lo más probable es
que todo termine disipándose al abandonar el escenario en el que se desplegó.
Al bajar del avión a cada cual le corresponde una cola distinta, nos esperan
familiares o amigos por completo ajenos a esa precaria intimidad de los
asientos. Para bien o para mal, el celoso relato de la cotidianidad nos reclama con todo su peso, y regresamos
a ella como quien despierta de un sueño.
Tal vez sea mejor así: necesitamos la
rutina como refugio, como salvaguarda de la identidad; solo ella garantiza una
cierta continuidad en esa historia de nuestra vida a la que llamamos yo, y que
sabemos en realidad tan frágil, tan etérea. En los viajes, lo nuevo nos saluda
como una promesa vaga, brillante pero poco consistente. Pero no por difusa deja
de ser promesa: debemos guardarles gratitud a nuestros compañeros de viaje.
―A ver si nos vemos.
―Será lo que Dios quiera.
―Y si no nos vemos…
―Si no nos vemos, que haya suerte.
Camilo
José Cela: Viaje a la Alcarria.
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