domingo, 2 de diciembre de 2018

Rondando la locura

Hay un vértigo profundo en la línea que separa la realidad de la demencia. Un vértigo que a nadie le es desconocido, porque todos nos hemos asomado alguna vez a las simas de nuestra mente. Por suerte, la mayoría regresamos de allá sin haber perdido la lucidez, o al menos eso creemos. Pero se nos quedó grabada esa zozobra, tan parecida a la ambigüedad pavorosa de los terrores infantiles, que remiten a la infancia de la especie, al presagio de muerte que nos imponían, allá en la Prehistoria, la expulsión de la tribu y la soledad ante el mundo.
Quizás la locura no sea más que el derrumbamiento de la armazón que nos sostiene y el resquebrajamiento de los márgenes que nos contienen. Cuando la razón se rinde en su tarea de dar sentido a lo que vivimos, el mundo nos invade como el mar por una brecha, perdemos la noción de identidad y la psique se desarma o se hunde en las espumas del sinsentido.
Quizás la locura sea la rendición del alma aislada, el canto inconexo de un espíritu demasiado solo. Ni nuestro cuerpo, ni nuestras emociones, ni nuestra razón están preparados para una soledad demasiado severa. El solitario más aislado tiene que sentir aún el sutil hilo que lo une al universo: a la humanidad, a sus recuerdos, a los planetas o a Dios. Si uno se queda solo frente a todo lo demás, se siente inmediatamente aplastado por eso todo del que ya no forma parte.
No podemos refugiarnos únicamente en nosotros mismos. Necesitamos una garantía exterior: que apruebe, que reconozca, que trascienda. Necesitamos un espejo que nos devuelva nuestra imagen para reconocernos, o empezaremos a sospechar, privados de señales, que quizá no existimos. La locura es el presentimiento de nuestra inexistencia, o, lo que es peor, de una existencia sin sentido.
La locura se insinúa en algunos momentos de angustia: es, de hecho, la angustia que lo ocupa todo, la angustia sin esperanza. Cuando nos zarandea, el suelo parece faltar bajo nuestros pies. Tanteamos a ciegas y no encontramos nada en medio de la niebla. Es el terror de los niños abandonados y perdidos, el aullido de lobos en el corazón del bosque. Es —ya se va viendo— el miedo sin coartada, el miedo en estado puro.

Quizá todos los terrores se parezcan y procedan de unas mismas emociones básicas. El terror de quedarse solo puede equivaler al de sentirse acorralado: en los dos casos no hay escapatoria y se presiente el fin próximo. Para un niño pequeño, no recibir estimulación o afectividad equivale a no existir: solo sabe de sí mismo por la mirada afectuosa de otros, solo se concibe como querible porque parece que le quieren. ¿Qué nos hace pensar a los adultos que tenemos más entereza afectiva que un bebé?
Nuestra mente se esfuerza constantemente por articular la experiencia de un modo coherente. En la locura, la mente ha desistido y se mueve en un flujo desarticulado. Existe una zona intermedia: la extrañeza, esa especie de penumbra de la razón y del afecto en la que el juicio no se ha dislocado del todo pero empiezan a saltarle algunas costuras. El terror tiene lugar en ese crepúsculo: se sostienen aún las viejas estructuras, pero nos esforzamos por no mirar a los lugares donde sabemos que empiezan a ceder.

Ante el terror de esa zona crepuscular, la mente busca asideros. Chapotea entre espasmos, tragando lodo, e intenta hacer pie desesperadamente. En el extremo, inventará una coherencia propia y rígida y se retraerá de la realidad inconsistente, entrando en la paranoia; o bien oscilará entre distintas identidades, o se desentenderá de la identidad conocida, y así se convertirá en esquizofrénica. Sin embargo, por fortuna, la mayoría de los recursos no son tan extremos, y así, a veces, la seguridad se encuentra en determinados rituales o en ciertos pensamientos recurrentes, tanto más compulsivos cuanto mayores sean el uso previo de estos mecanismos o la angustia que induce a refugiarse en ellos.
En lugar de rechazarlas de plano, deberíamos escuchar y confiar en esas “enfermedades”, incluso en los desajustes mentales, porque, mientras no hayan alcanzado el nivel del desquiciamiento, cumplen aún una función, y son estratagemas, eficaces por torpes que nos parezcan, con las que el ánimo tantea un nuevo equilibrio.


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