No hay remedio: por
mucho que nos esforcemos, nunca ganaremos la simpatía de todos los que nos
rodean. Para lograrlo, tendríamos que estar en otra órbita, fuera del barro del
mundo. Tal vez sea el caso de los sabios o los santos. Para los que no somos ni
lo uno ni lo otro, el barro es nuestra patria: pertenecemos a él, vivimos en
él, morimos en él. Si no hemos logrado amar a todo el mundo, ¿cómo vamos a
pretender que todo el mundo nos ame?
En la aspiración a la
simpatía universal quedan rescoldos de la hoguera original en la que nos
cocimos: el sueño de la omnipotencia, la convicción de ser el centro del mundo.
El niño es ―tiene que ser― radicalmente
egocéntrico. La madurez, si es que existe, reside ante todo en la revolución copernicana
que nos expulsa del centro del universo, y relega nuestro hogar a un mero
arrabal, en el brazo de una galaxia espiral perdida entre otras incontables
galaxias. Crecer, curiosamente, no es hacerse más grande, sino asumir la
conciencia de la propia nimiedad. Junto al aprendizaje de lo que está en
nuestras manos, hay otro, tal vez más importante, que nos enseña pacientemente
lo que no podemos hacer. Primero son los sueños, y luego el largo camino de
discernir aquellos que son alcanzables de los que no lo son.
No, jamás
conseguiremos que todos nos quieran. Pero, bien mirado, ¿por qué habríamos de lograrlo?
¿Acaso lo merecemos? ¿Acaso lo deseamos de veras? No lo merecemos: la
mezquindad es nuestro patrimonio, y siempre hay alguien que nos cae tirando a
mal, alguien que por mucho que nos esforcemos no logramos amar; y, ¿cómo vamos
a esperar el amor de aquellos que no amamos? ¿Cómo la simpatía de aquellos que
rechazamos, o despreciamos, o simplemente no soportamos? A veces sucede, de
modo excepcional, y todos hemos sentido afectos no correspondidos, que nos han
enseñado el lado oscuro del amor; o hemos sido objeto de ellos, y, aunque esa
veneración unilateral complazca a nuestro ego, no va más allá de él: por eso le
damos muy poco valor; por eso, a menudo, ni tan solo la queremos, y más bien
nos incomoda como una cita a la que no tenemos ganas de acudir.
Bien mirado, el que
no todo el mundo nos quiera no solo es justo, sino también deseable. Tenemos
suerte: ¿qué haríamos con esa demasía de amor? Las antipatías nos hablan tanto
como las simpatías de nuestra identidad; para poder avanzar en una dirección,
no tenemos más remedio que alejarnos de otra. Tal vez, como dicen los budistas,
todos seamos dignos de ser amados; pero en el no ser amados también hay una
dignidad: la de los que pueden reconocerse como rivales, la de los que se
respetan lo suficiente para admitir que no tienen nada en común, o al menos no
lo suficiente para caminar juntos.
Hay algo
profundamente noble en una rivalidad respetuosa. Los guerreros siempre han
sabido reconocer la valía de un enemigo digno. De hecho, ¡qué cerca está la
pasión con que odiamos de la que ponemos en el afecto! ¿Y qué sucede con los
que nos desprecian, con quienes no nos consideran dignos ni siquiera para la
lucha? Pues quizá tengan razón: admitamos lo mucho de miserable que hay a
menudo en nosotros. Aunque también puede suceder que sean ellos los que no nos merecen,
ni como amigos ni como rivales. A veces nos empeñamos en ganar el
reconocimiento de alguien, y perdemos en ello lo mejor de nosotros mismos, o al
menos la oportunidad de ganar el de otros. Como en los amores contrariados, lo
mejor que podemos hacer con quien decide no querernos es despedirnos y seguir
adelante.
En ocasiones, tal vez
temamos no ser queridos precisamente porque nos queremos poco, y entonces renunciar
a esa desmesura de nuestros deseos es un modo de aprender autoestima.
Necesitamos a los demás, pero no a todos; e, incluso necesitándolos, podemos
vivir sin ellos. Quien se ama a sí mismo no precisa ser bien recibido en todas
partes: comprende que hay lugares que no le corresponden. Aceptar las
antipatías ajenas tiene mucho de libertad: la libertad de quien sigue la llamada
de su destino, sin someterla a las condiciones de otros. Hay una alegría en el
aprecio mutuo, y un alivio en muchas despedidas. Porque cada relación humana
implica un trabajo de devoción, de cuidado, de presencia y, muchas veces, de
paciencia; reservemos nuestras fuerzas para cuando valga la pena.
Aprendamos, pues, a
valorar a quienes no queremos, y en especial a quienes no nos quieren. Por lo
que nos enseñan de nuestras preferencias y nuestras limitaciones. Porque le
otorgan valor a la amistad, al convertirla en algo privilegiado y excepcional.
“Estamos indeciblemente solos ―escribe Rilke― y,
para poder aconsejarnos uno a otro o ayudarnos, tienen que lograrse muchas
cosas, debe coincidir toda una constelación de cosas, para que algo salga bien
por una vez”. Todos, o casi, merecen nuestro respeto, pero hay que reservar
para unos pocos lo que Montaigne le dijo a su amigo Étienne de Boétie en el
lecho de muerte: “Cuando yo sentía miedo, ¿quién sino tú era capaz de quitármelo?”
Hasta ahí llega nuestra naturaleza: amar un poco a muchos y mucho a unos pocos.
Y, si tenemos suerte, tal vez seamos un poco amados por alguien: de suceder,
alegrémonos de ese raro don con que nos honra el destino.
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