domingo, 7 de enero de 2018

Cuando no nos quieren

No hay remedio: por mucho que nos esforcemos, nunca ganaremos la simpatía de todos los que nos rodean. Para lograrlo, tendríamos que estar en otra órbita, fuera del barro del mundo. Tal vez sea el caso de los sabios o los santos. Para los que no somos ni lo uno ni lo otro, el barro es nuestra patria: pertenecemos a él, vivimos en él, morimos en él. Si no hemos logrado amar a todo el mundo, ¿cómo vamos a pretender que todo el mundo nos ame?
En la aspiración a la simpatía universal quedan rescoldos de la hoguera original en la que nos cocimos: el sueño de la omnipotencia, la convicción de ser el centro del mundo. El niño es tiene que ser radicalmente egocéntrico. La madurez, si es que existe, reside ante todo en la revolución copernicana que nos expulsa del centro del universo, y relega nuestro hogar a un mero arrabal, en el brazo de una galaxia espiral perdida entre otras incontables galaxias. Crecer, curiosamente, no es hacerse más grande, sino asumir la conciencia de la propia nimiedad. Junto al aprendizaje de lo que está en nuestras manos, hay otro, tal vez más importante, que nos enseña pacientemente lo que no podemos hacer. Primero son los sueños, y luego el largo camino de discernir aquellos que son alcanzables de los que no lo son.
No, jamás conseguiremos que todos nos quieran. Pero, bien mirado, ¿por qué habríamos de lograrlo? ¿Acaso lo merecemos? ¿Acaso lo deseamos de veras? No lo merecemos: la mezquindad es nuestro patrimonio, y siempre hay alguien que nos cae tirando a mal, alguien que por mucho que nos esforcemos no logramos amar; y, ¿cómo vamos a esperar el amor de aquellos que no amamos? ¿Cómo la simpatía de aquellos que rechazamos, o despreciamos, o simplemente no soportamos? A veces sucede, de modo excepcional, y todos hemos sentido afectos no correspondidos, que nos han enseñado el lado oscuro del amor; o hemos sido objeto de ellos, y, aunque esa veneración unilateral complazca a nuestro ego, no va más allá de él: por eso le damos muy poco valor; por eso, a menudo, ni tan solo la queremos, y más bien nos incomoda como una cita a la que no tenemos ganas de acudir.

Bien mirado, el que no todo el mundo nos quiera no solo es justo, sino también deseable. Tenemos suerte: ¿qué haríamos con esa demasía de amor? Las antipatías nos hablan tanto como las simpatías de nuestra identidad; para poder avanzar en una dirección, no tenemos más remedio que alejarnos de otra. Tal vez, como dicen los budistas, todos seamos dignos de ser amados; pero en el no ser amados también hay una dignidad: la de los que pueden reconocerse como rivales, la de los que se respetan lo suficiente para admitir que no tienen nada en común, o al menos no lo suficiente para caminar juntos.
Hay algo profundamente noble en una rivalidad respetuosa. Los guerreros siempre han sabido reconocer la valía de un enemigo digno. De hecho, ¡qué cerca está la pasión con que odiamos de la que ponemos en el afecto! ¿Y qué sucede con los que nos desprecian, con quienes no nos consideran dignos ni siquiera para la lucha? Pues quizá tengan razón: admitamos lo mucho de miserable que hay a menudo en nosotros. Aunque también puede suceder que sean ellos los que no nos merecen, ni como amigos ni como rivales. A veces nos empeñamos en ganar el reconocimiento de alguien, y perdemos en ello lo mejor de nosotros mismos, o al menos la oportunidad de ganar el de otros. Como en los amores contrariados, lo mejor que podemos hacer con quien decide no querernos es despedirnos y seguir adelante.
En ocasiones, tal vez temamos no ser queridos precisamente porque nos queremos poco, y entonces renunciar a esa desmesura de nuestros deseos es un modo de aprender autoestima. Necesitamos a los demás, pero no a todos; e, incluso necesitándolos, podemos vivir sin ellos. Quien se ama a sí mismo no precisa ser bien recibido en todas partes: comprende que hay lugares que no le corresponden. Aceptar las antipatías ajenas tiene mucho de libertad: la libertad de quien sigue la llamada de su destino, sin someterla a las condiciones de otros. Hay una alegría en el aprecio mutuo, y un alivio en muchas despedidas. Porque cada relación humana implica un trabajo de devoción, de cuidado, de presencia y, muchas veces, de paciencia; reservemos nuestras fuerzas para cuando valga la pena.


Aprendamos, pues, a valorar a quienes no queremos, y en especial a quienes no nos quieren. Por lo que nos enseñan de nuestras preferencias y nuestras limitaciones. Porque le otorgan valor a la amistad, al convertirla en algo privilegiado y excepcional. “Estamos indeciblemente solos escribe Rilke y, para poder aconsejarnos uno a otro o ayudarnos, tienen que lograrse muchas cosas, debe coincidir toda una constelación de cosas, para que algo salga bien por una vez”. Todos, o casi, merecen nuestro respeto, pero hay que reservar para unos pocos lo que Montaigne le dijo a su amigo Étienne de Boétie en el lecho de muerte: “Cuando yo sentía miedo, ¿quién sino tú era capaz de quitármelo?” Hasta ahí llega nuestra naturaleza: amar un poco a muchos y mucho a unos pocos. Y, si tenemos suerte, tal vez seamos un poco amados por alguien: de suceder, alegrémonos de ese raro don con que nos honra el destino.

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