martes, 7 de noviembre de 2017

Tristeza

Uno siente la vida más difícil y más triste al asistir a esta demolición de la convivencia y la sensatez que ha desatado la soberbia nacionalista en mi país, obligándonos a vivir en una tensión sin tregua, a tambalearnos como quien da torpes pasos al borde de precipicios insondables, abrumado de temor y temblor. Con tajante escoplo y brutal maza han arremetido contra los muros de la patria mía, ciegos de no sé qué delirio que urdieron a fuerza de rencores y avaricias.
Han quebrado sin piedad todos los diques de la cordura, y por las aguas cargadas de ruido y furia de su río revuelto bajan pedazos de tejados de lo que fueron casas donde se podía habitar, anaqueles desvencijados donde se guardaban fotos de familia, sueños y esperanzas compartidos, y retorcidos harapos de lo que un día fueron hermosos lienzos de esperanza.
Lo han demolido todo sin miramiento, eso que era tuyo y mío y que se apropiaron con nocturnidad y alevosía, obcecados en convertirlo en ruinas antes que devolvérnoslo. Y cuando, a veces, las aguas se calman lo bastante para traslucir el fondo, vislumbramos el lodo de amargura, el fango de angustia y de pesadumbre que nos están dejando por legado.

“¡Qué día más triste!” se lamentaba una conocida al saber la noticia de que algunos de los responsables de esta tropelía estaban entre rejas. Ella es de los que creen, o dicen creer, o se empeñan en creer que se trata de víctimas o mártires, de héroes de una contienda que a ella le parece, o dice que le parece, o se empeña en que le parezca por la libertad y la justicia.
“¡Qué día más triste!”, dijo, y yo me quedé conmovido por su sincero lamento, por su dolor incuestionablemente verdadero ante la desgracia de quienes le parecen héroes. Y yo que no los veo a través del mito o del ensueño, yo que distingo claramente sus rostros diabólicos y perversos, pensé en la exclamación de mi conocida y no logré sentirme contento, también me traspasó la congoja. Pero no por ellos, no por su suerte de tiranos sometidos, no por el castigo que puedan haberse ganado a pulso, haciendo tanto daño; sino por esta miseria violenta a la que nos han traído, esta tierra que nos han dejado yerma, esta atmósfera asfixiante de pesar y humo, esta ordalía de desencuentro y rabia, esta pobreza tan hundida en la carne del espíritu.

No nos lo merecíamos. La mayoría pasamos la vida trabajando y procurando querer bien. No es que corran tiempos buenos ni justos, en los que recostarse plácidamente; hay mucho trabajo que hacer y muchos pulsos que encarar, pero parecía posible vivir y dejar vivir.
Ya sabíamos de la meticulosa, empecinada, intrigante tarea de los insolidarios y los fanáticos forjadores de patrias. Ya sufríamos sus atropellos y sus arbitrariedades, en nombre de una justicia inventada por ellos y aplicada a su medida, que proclamaba, como los cerdos de Rebelión en la granja, una igualdad en la que algunos son más iguales que otros. En fin, aprendimos a callar y a ceder, pensando que ya habría oportunidad de rectificar, y que mientras tanto podíamos contar, al menos, con un cierto respeto elemental.
Cada cual defendía sus diferencias, sus nostalgias, sus más dolorosas cicatrices, pero las sobrellevábamos a golpes de esperanza. ¿O acaso nos engañábamos? ¿Quizá, mientras unos lo querían todo y otros se sentían cada vez más arrinconados, se estaban ensanchando las fisuras que acabarían abriendo abismos entre nosotros? Hay avances que, si no se frenan a tiempo, se vuelven, de pura prepotencia, imparables. No teníamos que haber vendido nuestra dignidad por un plato de lentejas: los que se apropian nunca tienen bastante.

Así que los que avasallaban tienen la culpa, pero hicimos mal en transigir con su injusta arrogancia. Preferíamos callar para tener la fiesta en paz, sin darnos cuenta, o sin querer ver, que la guerra había empezado y ya había marcas en nuestras puertas. Pero yo creo que la mayoría de unos y otros sosteníamos que no se llegaría demasiado lejos. Irrumpió entonces quien no tuvo reparos para hacerlo. Reclutó a los que salieron entusiastas a recibirle, y arrinconó a los que ya solían quedarse a un lado, los que, amedrentados o indignados, habían aprendido bien la indefensión.
Todos, en fin, fuimos uncidos y arrastrados por la arena. La quimera de algunos acabó en desengaño; el sometimiento de otros, en mayor humillación. Cada cual quiso rebelarse a su manera, pero nadie llegó muy lejos y, en fin, todos perdimos. Perdimos la oportunidad de entendernos, de dialogar, de reinventar una justicia que no dejara a nadie fuera. Tanta ruina solo puede complacer a los oportunistas y a los exaltados.

¿Cómo, pues, no estar triste? Triste con la tristeza de Spinoza, que la entendía como una pérdida de vitalidad, de ímpetu, de vigor. “La tristeza es una pasión que conduce al alma a una perfección menor”. ¿Y no es eso lo que nos ha sucedido, lo que aún nos sucede? ¿Qué grandeza hay en este carnaval del despropósito? Perfección menor: sin duda, y labrada a fondo, y por tanto tiempo que quién sabe qué quedará de nosotros cuando volvamos a levantar cabeza.  
¿Cómo, pues, no estar triste? Triste de pena negra, como cantarían los trágicos gitanos de Federico García Lorca. Hoy todos somos gitanos: tan tristes, tan bravos, tan desgarrados.

No me recuerdes el mar,
que la pena negra brota
en las tierras de aceituna
bajo el rumor de las hojas.
¡Soledad, qué pena tienes!
¡Qué pena tan lastimosa!


Yo no lamento lo mismo que mi conocida, sino más bien lo contrario; pero me pone triste su tristeza. Porque sé que es la mía. Y porque sé que nunca podré decírselo. A esto nos han reducido. Nadie de bien puede quererlo. ¡Qué pena tan lastimosa!

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