sábado, 21 de octubre de 2017

Abducidos

Hay vida más allá del órdago secesionista, y algún día, esperemos que no muy lejano, podremos dejar de pensar a todas horas en el tema, podremos superar esta conmoción por lo sucedido y esta ansiedad por lo que puede suceder. Tal vez un día, esperemos que próximo, la política deje de ser una tensión y una coacción, y volvamos a preocuparnos por lo realmente preocupante, que son el trabajo y la educación y la pobreza de dos tercios del mundo y el imperio del capital y la devastación de la naturaleza, y tantas cosas que estamos descuidando aplastadas bajo los escombros de esta febril demolición.
Quizá, también, podamos regresar a la construcción de la vida personal, a nuestras viejas inquietudes existenciales y nuestras aspiraciones a la vida buena y pacífica que buscaban Epicuro, Séneca, Montaigne o Spinoza, al amor al conocimiento que animaba la pasión de Tales, Aristóteles, Leonardo, Hume, Newton o Marx, al esfuerzo por concebir una ética coherente y fundamentada al que dedicaron su obra Kant, Schopenhauer, Nietzsche, Sartre o Foucault.

Tal vez suceda un día, pero de momento estamos aquí, abducidos por el delirio nacionalista, que es el monstruo producido por el sueño de la razón, un monstruo que incubaron y alimentaron las élites burocráticas tradicionalistas y que fue clavando sus tentáculos, cada vez más hondo, en algo tan sencillo como el apego al terruño, obnubilando a tantas personas de buena fe que llegaron a creer que un himno o una bandera están por encima de la gente porque son anteriores a ella, como los dioses y los mitos, y por tanto hay que defenderlos de ella e imponérselos si es preciso.
Ente esas multitudes exaltadas por el espejismo patriótico se colaron, como sucede siempre, montones de resentidos, frustrados, oportunistas y corruptos, no pocos ingenuos neorrománticos, jóvenes insatisfechos que confundieron el sueño de las patrias con el de un mundo mejor.
Y temerosos, muchos temerosos, porque la fuerza persuasora de los movimientos colectivos sobre ese miedo atávico del individuo a la exclusión es implacable. Nada alivia más el miedo solitario que el enardecimiento de la masa, nada nos inspira más seguridad que comulgar con mucha gente, aunque sea a través de una alucinación colectiva; uno se siente protegido en el abrazo de la multitud, y entregarse a la abducción es un recurso para descansar de esa tarea tan ardua e insegura que es mantener el propio criterio mientras los que te rodean entre ellos muchos de los que te quieren o a los que quieres te lo están reclamando sin cesar. ¡Ven con nosotros! ¡Deja de resistirte! No importa que tengamos o no la razón, no importa que en nombre de nuestras reivindicaciones disparatadas se cometan atropellos o se quiebren cosas valiosas. ¡Qué bonito es estar juntos, apretados en torno a sueños y nostalgias, entusiasmados por destinos luminosos que parecen al alcance de la mano! ¡Qué bonito es creer a pies juntillas que somos los buenos, que tenemos la razón, que hay un villano contra el cual conjurarse, y sustentar todas esas convicciones sin tener que someterlas al fastidioso rigor del análisis, al juicio de esos aguafiestas que son el sentido común y el razonamiento!
En medio de ese clima de exaltación colectiva, el escéptico y el sereno, el dialogante y el independiente, no solo resultan extraños, sino que sobre todo, para su mal, causan una profunda molestia; son reducidos a la categoría de blandos o traidores. Serán perseguidos y arrinconados, corren el peligro de perder afectos en el vendaval de ceguera que les rodea, podrían ser señalados como traidores y tratados como chivos expiatorios: si no se convierten, aprenden pronto a callar, y procuran moverse en un limbo de indefinición que les proteja.

Pero no se puede vivir toda la vida en el limbo. O sí, pero al precio de renunciar a uno mismo, que a veces no es más llevadero que la amenaza de los demás. Para el lúcido no existe un suplicio peor que el del delirio colectivo, cuando tiene que callar ante él y sobrellevarlo desde la clandestinidad. Si la locura masiva llega muy lejos, más tarde o más temprano hay que significarse contra ella y sucumbir a su violencia, o sucumbir a ella y renunciar a las propias convicciones, es decir, a la lucidez y al respeto a uno mismo (aunque después de una conversión se construye fácilmente el nuevo respeto desde el abrazo de la masa de fieles).
¿Podría ser que la realidad se apaciguara lo suficiente para que no hiciera falta llegar a esos extremos? ¿Podríamos volver a discrepar en paz, recuperando para el espacio público el sabio territorio del matiz en medio del maniqueísmo fanático? ¿Podríamos descansar de una vez de esta permanente tensión a la que nos obligan la cerrilidad y la incertidumbre?
Tal vez un día los abducidos despierten; tal vez esté sucediendo ya y aún no se note mucho. Tal vez el monstruo esté dando sus últimos coletazos de bestia atroz y moribunda. Si es así, podríamos volver a pensar en otras cosas, a hacer otras cosas; a unirnos en torno a lo fundamental solidaridad que jamás teníamos que haber perdido para dedicarle nuestra energía, nuestra atención y nuestro trabajo; para que nuestro esfuerzo sirva, al fin, y la construcción de una vida mejor.
Ese es el deseo, esa es la esperanza: que el secesionismo se retire de una vez a sus rancios feudos, que deje de agitarnos y amenazarnos, que nos devuelva la vida y la complicidad y los afectos. Que se lleve sus banderas y sus cuentos a casa, devolviéndonos el espacio público, y no los saque más que por los cauces políticos legítimos o para pasearlos en procesiones sentimentales de sus acólitos, entonando sus cánticos y agitando sus estandartes todo lo que quiera, mientras nos permita a los demás cerrar las ventanas y seguir con lo nuestro.

Cuando lo haga, y aún tenemos ese deseo y esa esperanza, dejará tras de sí campos quemados y praderas pisoteadas. Su órdago nos habrá hecho perder mucho. Necesitaremos tiempo para restaurar los foros, para mirarnos unos a otros sin vergüenza ni resentimiento, para querernos desde la diferencia y volver a vivir y dejar vivir. Pero la hierba y los bosques volverán a crecer si todos nos ponemos a ello, si los saqueadores van retirándose y cada cual regresa a sus campos y a sus plazas.
Y podremos mirar alrededor, atónitos por cómo habíamos podido estar tan ciegos, cómo habían logrado abducirnos hasta tal punto. Volveremos a discutir y a reír, a pelear sin que la sangre llegue al río, y sobre todo a levantar entre todos lo valioso, donde tiene que caber una diferencia que no nos devaste y un acuerdo que nos engarce hacia el futuro. Y podremos, atención, podremos al fin recuperar la noción de quiénes son los verdaderos enemigos de la paz y de la vida, esos a los que sí que hay que rechazar, y contra quienes sí tenemos que luchar todo lo que haga falta. ¡Qué ganas de que de toda esta amargura no quede más que un mal recuerdo!

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