Curiosamente, los
años me han hecho más alegre. Yo esperaba lo contrario, puesto que vivir es
perder. El calendario avanza y, como uno de esos muñequitos de los videojuegos,
lo va engullendo todo a su paso: la gente querida, la salud, el tiempo que nos
va quedando… El dolor es interminable y creciente. ¿Cómo se entiende que la
felicidad de la madurez sea más serena y más firme? Probablemente porque sufrir
nos enseña a discernir lo importante; porque la desazón languidece al hacerse
costumbre; porque el cedazo de la vida va dejándonos el poso de lo grato. Tal
vez no haya más remedio que sufrir para comprender que la alegría es algo raro
y precioso, como las gemas, y que por eso hay que defenderlo, como canta
Serrat.
La juventud es bella,
pero desaforada. Anhela demasiado y rechaza con obcecación. Por eso es fácil, e
injusto, menospreciar sus exuberancias con el tiempo, cuando ya las hemos
perdido y sabemos que no volverán. Es tan tentador como glorificarlas. Ni una
cosa ni la otra: la juventud tiene su propio genio protector, es terrible y
magnífica como un tornado; está bien que añoremos aquella fuerza desbordante,
como lo está el que nos haya dejado un poco rotos. Pero solo nos pertenece su
recuerdo, es decir, su sombra. Todo lo bueno y lo malo que tuvo quedó atrás, en
esa orilla a la que no regresaremos. Evoquémosla agradecidos, pero con los pies
bien puestos en el presente. Y si ahora la luz ya no es tan intensa,
aprovechemos para que nos ciegue menos; ahora que el sol está gastado, tal vez
podamos mirarlo de cara sin que se nos salten las lágrimas. Alegría, pues,
incluso en la nostalgia; alegría por el amor sereno que nos inspira lo perdido.
Alegría de asumir, sin rencor, que también esto acabará, que el fuego sigue
consumiéndonos, aunque lo haga con llamas menos voraces. Alegría porque siempre
nos queda algo después de un naufragio.
Entenderé a quien,
molesto, reniegue de la vejez y la tumba, y, señalándolas, me llame ingenuo.
Comprenderé que se me reprochen los horrores del mundo, que nunca nos quedan
demasiado lejos. Asentiré al que me señale que la alegría es fácil mientras se
tiene salud y se come cada día. Un viejo amigo solía recordarme esa levedad,
esa cierta candidez de la alegría, la pequeña loca que ignora lo que no le conviene;
mi amigo era un escéptico, y siempre tenía algún mal que evocar para llevarme
la contraria*. ¿Cómo no reconocer que tenía razón? El problema es que abusaba de
la razón: la alegría también cuenta con las suyas, pero solo echamos mano de
ellas cuando nos falta. Se puede argumentar a favor de ella, pero no vale la
pena: siempre es mejor vivirla. Y cuando la sentimos no necesitamos reforzarla
con nada. Simplemente está ahí. Si eso es ser estúpido, si es ser simple o
loco, ¿qué nos importa mientras la tenemos? ¿Por qué la tristeza debería ser
más sabia, solo es más fácil, porque nos parece más fuerte cuando se nos impone
aunque no la queramos? ¿Acaso hay algo más loco, más absurdo y desconcertante,
que la propia existencia? Y todos nos aferramos a ella.
Eduard Punset explica
que la felicidad es no tener miedo. Ese es, en efecto, el verdadero enemigo de
la alegría. Y nuestro miedo más grande, como enseña el budismo, es a perder lo
que tenemos; el heraldo del miedo es el apego, el empeño en aferrarnos a los
dones para que no nos los arrebaten. Sin embargo, siempre acabamos por
perderlos, porque así es la vida y así son los sentimientos: leves e
inconstantes como la arena a la menor ventolera. Envejecer es aprender que, en
efecto, todo acaba por perderse. Y que, después de esas pérdidas, que parecía
que nos arrastrarían enteros, sorprendentemente seguimos ahí: disminuidos,
truncados, tullidos, pero aún estamos, de momento, aún se nos concede una prórroga.
Y entender en profundidad ese milagro nos llena de agradecimiento. Los muertos,
que ya no están, no conocen ya la alegría; pero tampoco la pena. “Ya sabes,
vienes de la nada, vuelves hacia la nada. ¿Qué has perdido? ¡Nada!”, cantan los
crucificados en esa obra maestra de la parodia ―y de
la filosofía― que es la película La vida de Brian.
De acuerdo: ¿alguien,
en la realidad, se habría atrevido a transmitirle ese mensaje a la víctima de
uno de los tormentos más espantosos que ha creado la perversidad humana? En la
cruz, el peso del cuerpo llegaba a cortar la respiración y el riego sanguíneo.
Entonces, el reo apoyaba los pies y, en un esfuerzo sobrehumano, se incorporaba
lo suficiente para que volviera a circular la sangre y el oxígeno. Al poco, el
peso volvía a vencerle y se repetía el proceso. Cuanto más robusto y sano, más
duraba el torturante camino hasta el último aliento, cuando ya no quedaban
fuerzas para sobreponerse a la asfixia y el corazón reventaba. Los mordaces
Monty Python usan la risa para recalcar el espanto.
Nadie puede reír en
medio de un dolor tan absoluto. Pero, por suerte, la mayoría de nuestros malos
tragos no son tan formidables, y, de todos modos, también ese dolor acaba.
Epicuro, que, igual que Montaigne, conocía muy bien el dolor de sus cólicos
nefríticos, aprendió probablemente de ellos la dulzura de los lapsos en que el
dolor nos deja descansar. Entonces mordisqueaba un mendrugo de pan seco y le
parecía una bendición; y en un trozo de queso encontraba un manjar. Epicuro nos
enseñó lo serio que es defender la alegría. Él enseñaba a sus discípulos que
los padecimientos que duran mucho son llevaderos, y que, en cambio, cuando no
lo son, duran poco, puesto que acaban pronto con nosotros. ¿Quién le objetará
que no sabía de lo que hablaba?
Así pues, riamos mientras podemos. Defendamos la
alegría, sobre todo cuando es así como se nos presenta en el otoño de la vida,
tan calma y templada que casi no parece alegría, y que sin embargo lo es más
que nunca, porque sabemos lo que vale, porque conocemos su levedad y la
nuestra, porque la disfrutamos curtida por muchas batallas, porque es la
cosecha de sabiduría de una vida lúcida.
(*) He conocido por casualidad un microrrelato que habría hecho las delicias de mi amigo. Se titula, precisamente ―el mundo de la escritura también es un pañuelo― La levedad de la alegría. Su autora se llama Inés Arias de Reyna. Dice así: “―Mira cómo vuelo ―exclamó Ícaro a su padre.” Lo he encontrado en http://ladydragona.com/la-levedad-de-la-alegria/.
(*) He conocido por casualidad un microrrelato que habría hecho las delicias de mi amigo. Se titula, precisamente ―el mundo de la escritura también es un pañuelo― La levedad de la alegría. Su autora se llama Inés Arias de Reyna. Dice así: “―Mira cómo vuelo ―exclamó Ícaro a su padre.” Lo he encontrado en http://ladydragona.com/la-levedad-de-la-alegria/.
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