Me he propuesto
aprender inglés. A mis años, y después de toda una vida de profesarle tan poca
simpatía. Voy a hacerlo porque hace falta: me rindo. Lo necesito para la
escuela, para mis investigaciones y ya para mi orgullo. No me gustaba: haré que
me guste. Los gustos pueden ser también cuestión de voluntad. Le he perdido el
miedo: las lenguas no son difíciles, puesto que en sus contextos las habla todo
el mundo; las lenguas solo son extrañas: aprenderlas, por consiguiente, es solo
una cuestión de familiaridad y práctica.
También de actitud, y
por eso he dejado de considerarlo algo ajeno y antipático; los idiomas, bien
mirados, pueden ser como un juego: el juego de expresarse con sonidos insólitos
y palabras asombrosas. Es divertido pensar que la gente puede comunicarse con
lo que de entrada nos parece un galimatías. Estoy con aquel humorista que
preguntaba: “Si quieren decir boca, ¿por qué dirán mouth?” A uno boca le suena a boca, pero mouth recuerda a quejido de gato. Hay siempre una extrañeza
desconcertante en esos términos, como si pareciera prodigioso que alguien los
hubiera inventado.
Hablando de inventar,
esto me recuerda las palabras que con mi hermana inventábamos de pequeños.
Supongo que todos lo hacemos, y no tiene nada de particular, pero era
divertido: a mi hermana le cambié el nombre de mil formas, a mi madre aún la
llamamos a veces “Mushki”… Las palabras son un juego de creatividad infinita. Cuando
recibí mis primeras lecciones del francés, me parecieron tan curiosas (¡era como
si alguien se hubiese dedicado a deformar y recomponer arbitrariamente las palabras
de mi lengua!) que se me ocurrió crear un idioma propio. Una especie de
esperanto a mi medida, pero al revés: si el esperanto aspiró a ser una lengua
para entenderse toda la humanidad, la mía, todo lo más, serviría para que yo
hablara conmigo mismo; proyecto nada baladí si lo juzgamos por la calidad y no
por la cantidad, aunque admito que pecaba de cierto solipsismo.
Disfruté mucho
componiendo palabras como si se tratara de rompecabezas, tomando un trozo de
aquí y otro de allá, y cambiando el resultado a mi gusto. Me hice mis propios
vocabularios, e incluso recuerdo haber escrito conjugaciones de verbos. Me
salió una mezcla de argot español y algo así como portugués. El idioma se
llamaba nada menos que “vozonoevo”, que, según mi gramática (¡y aún la
conservo!), había que distinguir del “vozonoevoh”, dialecto primitivo muy
diferente. Recuerdo que “hoy” se decía “parsente-dieh”. Más tarde he encontrado
un cierto parecido en esas lenguas raras, que parecen de mentirijillas, como
son el mirandés (idioma del noreste de Portugal, próximo al ástur-leonés), el
entrañable ladino de nuestros judíos exiliados, o el curioso chabacano de
Filipinas. Los idiomas son juegos colectivos, inventados por una misteriosa
confluencia de la creatividad de la gente.
Mi afición a inventar
palabrejas me llevó, ya de mayor, a escribir un pequeño texto en otro idioma
inventado, el protopaladino, “lengua pastosa y algo simplona”, presentándolo
como un documento encontrado en una biblioteca polvorienta. Era mi respuesta al
desafío que una revista literaria proponía de hacer la traducción imaginaria de
un texto que calculo estaba en idioma inca, puesto que mencionaba los
viracochas, es decir, los conquistadores españoles. Yo convertí a Viracocha en
un guerrero y me divertí contando sus hazañas; me las apañé para que más o
menos se entendiera. Empezaba: “Ragaba la trepa rodamente Viracocha el Urdo,
ledo senor de la sopa, seguro. Raspuras, rocañas travelaba. Montenudo, mas alto
de estopa. “Riselad la chamuca”, programaba.” Aun me río de estas ocurrencias,
que por cierto, y para mi sorpresa, me publicaron en el siguiente número de la
revista.
Pero estaba en el
inglés. Lo he tomado con entusiasmo. Cada día le dedico algún rato, con vídeos
y ejercicios de internet. Es increíble la cantidad de materiales útiles que se
encuentran en la red, ese limbo donde se amontona todo, como la memoria. Hay
mucha gente que ha aguzado el ingenio y ofrece ejercicios estupendos para
quienes, como yo, parten de cero. Supongo que viven de la propaganda, que es el
único precio que hay que pagar. ¡Enseñar un idioma por tu cuenta! Tiene mérito,
espero que les rinda buenos beneficios.
Es una sensación
extraña empezar a coleccionar palabras nuevas y reconocerlas, como hacíamos con
los cromos repetidos, cuando vuelves a encontrártelas. Ya empiezo a construir,
incluso, algunas oraciones simples. La conjugación de los verbos es un gusto,
porque no tiene casi desinencias personales: todas las personas, menos la
tercera y a veces la primera de singular, son iguales. Claro que, por lo que
voy viendo, esta sencillez se paga con una gran cantidad de matices en función
del contexto.
De momento me dedico
simplemente a traducir, que es lo que hacemos todos cuando empezamos a
enfrentarnos con una lengua nueva. Dicen que una lengua no se domina hasta que
uno se sorprende pensando en ella. Yo creo que lo realmente mágico debe ser
sorprenderse un día entendiéndola. Ya me he llevado alguna alegría
distinguiendo fragmentos al azar en una retahíla de inglés, arrobado en la
felicidad de poder señalar el fragmento en medio de la verborrea indescifrable
e incluso de tener noción de su significado. Pero la verdadera felicidad debe
ser que un día la verborrea entera tenga sentido. Supongo que será como si a
uno se le destapara de golpe un tapón en los oídos, como si se encontrara de
repente percibiendo mensajes en el sonido del viento o del mar. En ese momento
florece la naturaleza social del lenguaje, la magia de poder tender puentes
entre dos mentes, construyendo eso que llaman intersubjetividad y que viene a
ser comprobar que uno no está solo.
Borges estudió alemán
para poder leer a Goethe en su lengua original; yo no espero llegar a leer a
Shakespeare, pero si puedo entender a grandes rasgos los artículos científicos
que consulto para mis investigaciones ya me daré por satisfecho; sería un sueño
(al que renuncio de antemano) lograr traducir mis propios artículos: eso les
abriría las puertas del mundo entero. El inglés es la lengua franca de los
científicos.
También me gustaría
dialogar mal que bien con mis alumnos, para que practiquen y mejoren su propio
inglés. Por lo demás, no creo sacarle mucho partido en viajes, puesto que nunca
he sido muy viajero, y no espero serlo en el futuro. Aunque quién sabe. Una de
mis mayores inseguridades a la hora de visitar el extranjero ha sido,
precisamente, ese oscuro temor de sentirme aislado y perdido al no poder
comunicarme. Si logro ser capaz de conversar, quizá me anime a viajar más, si
es que algún día tengo el tiempo y el dinero necesarios; aunque ese es otro
asunto que no tiene nada que ver con los idiomas.
En fin, veamos a
dónde me lleva esta nueva extravagancia. No sería la primera que dejo por el
camino, cuando el entusiasmo va decayendo o la dificultad no compensa el
esfuerzo. Cada actividad en la que nos enfrascamos tiene que competir en
motivación y recursos con todas las demás, y la vida ya suele traernos
suficientes requerimientos para llenar el tiempo. Hay que elegir. Yo ahora, en
un arrebato de buena voluntad, he elegido dedicar algunos ratos a repetir el
verbo to be o a aprender el
vocabulario de la granja. Puede que llegue un punto en que me parezca absurdo o
simplemente me canse. Como me ha sucedido con tantas empresas peregrinas, empezando
por mi idioma personal.
¡Cuántas pequeñas
locuras fueron quedándose por el camino! Ya de pequeño empecé a dibujar cómics
por mi cuenta; los dibujos eran bastante malos, y las historias eran un calco
de las que leía en los tebeos. Supongo que me desanimó comprobar mi poco futuro
como dibujante, aunque más tarde, modestia aparte, no se me ha dado tan mal
dibujar o pintar. Pero me faltó constancia, como me sucedió con la guitarra,
que tantas alegrías me dio en la adolescencia, cuando no me sobraban trucos para
llamar la atención. Escribí unas cuantas canciones que no estuvieron tan mal, y
que aún recuerdan mis compañeros de entonces cuando nos encontramos (aunque a
“La cabina” haya quien la llama “El ascensor”).
Recuerdo con qué afán
―debo reconocer que
bastante ansioso y obsesivo―
sorteaba las áridas vacaciones de verano con todo tipo de proyectos: tapas para
encuadernar mis colecciones de fascículos, fotos a los muñecos de mi hermana…
Dibujé los planos detallados de un submarino que jamás construí, y para el cual
concebí un motor que se alimentaría a sí mismo mediante una dinamo: le había
explicado la idea a algún profesor y me dijeron que era imposible que
funcionara, pero no supieron argumentarlo con las leyes de la termodinámica, se
limitaron a la burda consideración de que si algo así fuera posible ya lo
habrían inventado. Mención destacada merece la enorme maqueta de un palacio
neoclásico que empecé a construir con ladrillos de arcilla (que mi hermana me
ayudaba a fabricar, debo mencionarlo en su honor porque siempre me lo
recuerda); renuncié a ella cuando un día, al caer agua encima de la parte que
llevaba levantada, se me deshizo por completo, quedando en un triste charco
amarronado. No hay mal que por bien no venga: usé la madera que había comprado
como base del colchón en mi cama, y mi espalda de hoy tiene una deuda con aquel
fracaso.
Con quince años
pretendí traducir en verso la Atlántida
de Jacint Verdaguer al español. Mi admirado profesor de catalán de entonces,
ese sabio que era Mossèn T., ya me advirtió que era un proyecto estupendo, pero
que lo dejaría a medias para dedicarme a otras cosas. A Mossèn T., furibundo
catalanista que habrá ido a un cielo ornado de estelades y con corros de ángeles bailando sardanas, siempre le
molestó un poco que yo reaccionara llevándole la contraria y reivindicando mi
orgullo de charnego. Yo, a pesar de lo mucho que lo quería, disfrutaba sabiendo
que le hacía rabiar. Nos encontramos años después y tras saludarnos con sincero
afecto lo primero que hizo fue preguntarme a bacajarro: “¿Y sigues teniendo las
mismas ideas con respecto al catalán y el castellano?” Yo le repuse que sí con
toda naturalidad, a sabiendas de que le daría un disgusto, pero es que hay
preguntas que no deberían hacerse. Mi buen profesor T., cerril y romántico, que
me enseñó lo que significa la cultura (la de saber y la otra), un hombre al que
los alumnos convertimos en leyenda, y de quien se contaba, por cierto, que
había aprendido inglés por su cuenta, solo con leerlo.
¿Lo aprenderé yo, que cuento con recursos que mi
querido profesor ni siquiera podía soñar? Ahora que voy siendo tan viejo como
le recuerdo a él las últimas veces que le vi, comprendo demasiado lo deprisa
que pasa el tiempo y lo efímeros que son nuestros proyectos, y cuánto trabajo
da la vida, de por sí, como para estar convencidos de que podremos imponerle
nuestros sueños.
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