viernes, 16 de junio de 2017

Testigos y cómplices

¿Quién no se ha encontrado con una de esas personas que hablan y hablan de sí mismas sin escuchar, que hablan con verdadera voracidad, ocupando todo el espacio y sin dar cuartel a la respuesta del otro? Son traidores del justo intercambio, parásitos del tiempo, sitiadores de la paciencia. Nos hacen sentir objeto de un abuso, una violencia, una anulación. Mi madre, que siempre fue una eficaz escuchadora (y de ella debí aprenderlo yo), tenía una amiga destacada en estas lides, una profesional de la cháchara egocéntrica, que llegaba incluso a ofenderse si se le interrumpía; un día llegó a contarle que se había pasado horas agobiando a otra persona, pero le daba igual, porque “se había quedado nueva”. Tal vez hablaba para no tener que escucharse a sí misma.

Al margen del narcisismo recalcitrante y probablemente primitivo, o al menos neurótico que manifiestan estas personas, al margen de la cosificación a la que nos relegan al tratarnos como meros instrumentos de su vómito existencial, uno se pregunta si no están llevando al escenario, de un modo extremo y grotesco, un rasgo que nos define a todos y que siempre me ha asombrado: nuestra necesidad de explicar, de comunicar, de exteriorizar ante otro el diálogo interno que mantenemos con nosotros mismos. A un nivel menor que esos casos extremos, casi todas las conversaciones consisten en un intercambio de relatos autobiográficos, y muy a menudo la respuesta a uno de esos relatos es solo otro relato, que en ocasiones ni siquiera aporta nada nuevo ni desde luego responde al anterior. Intercambiamos vivencias como se intercambian cromos; nos exponemos o nos describimos permanentemente en el espejo de los demás. Uno dice “Yo…”, y luego suele haber alguien que responde, como un eco: “Pues yo…”  ¿A qué se debe esa necesidad de exhibicionismo? ¿Por qué precisamos que los otros nos hagan perpetuamente de espectadores?
La mayoría de la gente jamás ha sentido el envite de hacerse esta pregunta, y el hacérmela yo dice bastante de mis propias dificultades en la comunicación. Cuando hay amistad y confianza, el mutuo relato fluye de manera natural, y nadie se detiene a planteárselo, como no nos preguntamos sobre el amor mientras amamos o sobre el respirar mientras respiramos. El hecho de que me interrogue sobre el sentido de este tipo de diálogo muestra que hay en mi interior un tropiezo, que no me abandono a él inocentemente, que siento una incomodidad que rompe la fluidez. Y, en efecto, bajo la pregunta de por qué necesitamos hablar de nosotros mismos alienta otra más básica, más esencial y más incómoda: ¿por qué otra persona debería interesarse por mi historia? Y, puesto que no tengo razones para esperar algo así, ¿por qué hacer el esfuerzo de contársela?

Nuestra historia es una de las cosas más importantes que tenemos. Importantes, se entiende, para nosotros, no para los demás, que ya tienen la suya. La mayoría de nosotros somos exigentes a la hora de confiar algo tan precioso y sensible: solo lo hacemos en determinadas circunstancias, y cuando existe una cierta confianza. De hecho, en nuestro fichero biográfico personal, tenemos las historias clasificadas de las más publicables a las más secretas; es probable que incluso haya una carpeta recóndita donde guardemos lo que no contaremos nunca, tal vez ni siquiera a nosotros mismos, porque nos inspira demasiada vergüenza o demasiado miedo. Pero la mayoría de nuestros relatos son publicables, siempre teniendo en cuenta a quién se los contamos y cuándo lo hacemos. Los que nos parecen más triviales sirven, como los chistes, para pasar el rato, para la mera conversación de sociedad: el sitio que hemos visitado el fin de semana, la película que vimos en el cine… Si estamos charlando relajadamente con un grupo de amigos, generalmente alrededor de una mesa, tal vez nos animemos a contar el día que resbalamos en la calle o la travesura que nos costó una azotaina de nuestra madre. Reservaremos para contextos más íntimos una preocupación con nuestros hijos o una discusión con nuestra pareja. Y solo en una charla confidencial, con un amigo íntimo, reconoceremos una fantasía, una infidelidad o un temor que nos obsesiona. Pero lo extraordinario es que, de un modo u otro, todas nuestras vivencias piden ser comunicadas, empujan desde dentro para salir de nuestros archivos silenciosos y exponerse ante otro. Es como si solo al salir a la luz, al brotar de nuestros labios, al mostrarse ante un público, cobraran verdadera existencia.
Tal vez sea eso: solo existe lo que se ve. En el exhibicionismo hay una urgencia ontológica, un conjurar angustioso de la fragilidad del vivir. El hecho de que nos percibamos como Yos conlleva esta vulnerabilidad: puesto que el Yo es un constructo mental, nunca estamos del todo seguros de que exista realmente. De hecho, no existe, más que en la medida en que lo concebimos en nuestra cabeza. Pero nuestra cabeza es un lugar demasiado solitario, y, por otra parte, tampoco está del todo claro que exista realmente. Pocas necesidades más urgentes que ser vistos, ser reconocidos, ser confirmados por otros. Al expresarnos en nuestros relatos, todos estamos buscando lo mismo: quien nos escucha reafirma nuestra existencia; es nuestro testigo. Los niños reclaman con insistencia que se les escuche, y en ese acto están pidiendo que se les vea. Nuestros relatos asientan los sucesos que constituyen nuestra historia (la historia de alguien que resultamos ser nosotros), y cuando tenemos historia, existimos. O, más que cuando tenemos historia, cuando la representamos: somos seres teatrales y necesitamos público; cobramos consistencia precisamente frente a una audiencia.

Pero hay algo más. Si partimos de la convicción de que nuestra naturaleza básica es social y no individual, podemos entender que el intercambio social, la forja de lazos, el flujo de información, constituye el encuentro, construye el espacio común en el que nos encontramos con los otros, eso que los psicólogos llaman intersubjetividad. Los relatos tejen una red de complicidades, son la materia con que se urden las relaciones; los relatos crean las comunidades, lo cual viene a ser, y volvemos a lo dicho, como crearnos a nosotros mismos, puesto que somos en la medida en que formamos parte de una comunidad. Podría pensarse que cualquier acto de comunicación, incluso recitar una definición del diccionario, podría ejercer el mismo efecto, y en cierto modo así es, puesto que existe un emisor y un receptor, y por tanto se teje una complicidad. Pero esa es una complicidad fría, un mero estar que no conmueve; un acto convencional, una simple constatación: estoy y estás. No basta: necesitamos ser. Y para ser hacen falta emociones, tenemos que emocionarnos con nuestros propios relatos y con los relatos de los demás.
Hablar, en este sentido, es curativo. Cuando desempolvamos nuestros archivos más secretos y se los confiamos a un amigo íntimo, nos estamos dando una oportunidad de restañar viejas heridas que no acabaron de sanar, que tuvimos que guardar en lo más oscuro para que nos dolieran menos y nos permitieran dar respuesta a las inminencias del sobrevivir. Que se hayan quedado dentro, incluso que las hayamos olvidado, no implica que dejen de reclamar su momento; y ese momento solo llega cuando las compartimos. El lenguaje es muy gráfico en esto: la sensación es la de “sacar” o “vomitar” algo que nos dolía en el vientre. Es normal que las terapias intenten crear el contexto propicio para esa limpieza, y que lo hagan, en buena parte, mediante la palabra (aunque a menudo el mero hablar acaba por quedarse corto, por más que insistan los psicoanalistas). Está claro que no hay curación sin rescate de los viejos fantasmas. Hablar de ellos es empezar a afrontarlos. El hecho de que a menudo tengamos que pagar para poder hablar retrata las carencias de nuestra sociedad por lo que respecta a comunicación.

Así que hablar de nosotros mismos es una reafirmación; y ser escuchados es una confirmación. Así, de un modo simbólico por obra y gracia de ese milagro que es el lenguaje, tenemos la sensación de ser un poco más reales. Y además nos emocionamos y sentimos la emoción de los otros. Como en una caricia. Como en un abrazo. Las personas hablamos no tanto porque nos importe el contenido de lo que decimos, sino porque buscamos testigos y cómplices; porque ser escuchados es ser queridos, y ser queridos es existir y formar parte de la tribu. Es estar un poco menos solos. El que nos escucha nos está otorgando un lugar, nos está dedicando un tiempo, nos está regalando algo de importancia. En medio de un universo tan vasto y ajeno, hay un punto en el que somos alguien; no estamos del todo perdidos. Los que hablamos poco, ¿será que tenemos demasiado miedo de que la indiferencia ajena nos deje solos, es decir, será que somos demasiado desconfiados?  Y los charlatanes, ¿será que se sienten tan transparentes que necesitan conquistar compulsivamente algo de existencia (escatimándosela, todo sea dicho, a los demás)? Hay una generosidad del hablar, y otra mejor del escuchar.

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