Pocos deportes más
sanos que reírse de uno mismo ―para
lo cual nunca nos faltará ocasión―, siempre que lo hagamos sin malicia, con una
mirada a la vez picante y compasiva. Porque quien se dedica a sí mismo risas
crueles sin duda las reservará para los demás.
La gravedad dramática
solo parece más verdadera porque es pesada ―o sea, grave― y se va al fondo, como las monedas. Pero no
estamos hechos para vivir siempre en la profundidad; si no subimos en busca de
aire, nos asfixiamos. Es cierto que allá abajo hay muchos tesoros, pero la
mayoría de ellos son reliquias de barcos hundidos, bajeles que fueron hechos
para flotar y surcar los océanos, y a los que una guerra o una tempestad
interrumpieron la singladura. En definitiva, en las profundidades encontraremos
hermosos restos de lo muerto: fantasmas.
La existencia, como
dijo el otro, es grave y terrible, pero no seria. Hay en ella mucho de humor
cósmico. ¿Se puede considerar serio el hecho de existir? Más bien parece una
broma, un capricho de dioses ebrios. ¿Podemos tildar de serio el hachazo
absurdo de la muerte? Violento, ingrato, desconcertante; pero no serio. La
eternidad sería una cosa seria. Si la ley de entropía no la contradijera.
¿Y el tremendo drama
del sufrimiento? Para muchos es el argumento definitivo que oponer contra Dios;
no tanto contra su existencia ―aunque
también, de rebote― como contra su
legitimidad. Dios también sería cosa seria, si no descubriéramos pronto que no
se sostiene por ninguna parte. El que busca a Dios solo lo encuentra en su
deseo, es decir, en su profunda carencia. Existir es estar solo y vacío, una
aparente solidez agrietada por la seguridad del fin. Eso no es serio; de hecho,
contradice cualquier seriedad, ya que nos convierte en algo bello,
intrascendente y volátil, como los vilanos arrastrados por el viento.
Pero hablábamos del dolor.
Mi mejor amigo, que ya nos dejó, no logró reponerse nunca al dolor de existir,
y le indignaba que hubiésemos sido dotados de lo que en nuestra ingenuidad
llegábamos a encajar como alegría ―la presencia―, sin reparar en que ese regalo nos hubiera
llegado envenenado por la vulnerabilidad y la frustración. Mi mejor amigo,
ahíto de lucidez, vivió sus últimos años y murió cargado de tristeza, de
indignación, de rencor, precisamente porque amaba la vida y no logró
sobreponerse a ese reverso que nos inspira tristeza y odio. Siempre respeté en él
su atroz coherencia, su inmensa sabiduría amarga. El dolor es incontestable; y
no merece perdón, si no fuera porque luchar contra él, como rebelarse contra el
absurdo cósmico al modo de Dostoyevski, Kafka o Camus, es condenarse a sucumbir
con un gesto glorioso pero fútil. Como el de mi mejor amigo.
Hubiese preferido
respetarle menos: que fuese menos congruente y viviera. Que traicionara sus
ideas a favor de la vida. Que prefiriera la ligereza y la risa, que se ponen
inmediatamente de nuestra parte y nos rescatan de un exceso de profundidad. Y
nos hacen flotar y bailar con las olas, que no van a ninguna parte. La
verdadera patria del ser humano, como de cualquier ser vivo, es la superficie;
quizá porque allí no hay nada, allí ya se cumple nuestro destino de vacuidad
absoluta. Él, que tanto reía, no consiguió escapar a carcajadas de las losas a
las que se encadenaba. Ojalá hubiese reído más, o desde más adentro. La risa habría
limpiado esos grumos que se le iban formando en el alma y en el cuerpo, que
cada vez tiraban más de él hacia el fondo. Y ahora podría escucharle reír, en
lugar de toparme con los silencios de su recuerdo.
Reírnos del mundo es
optar por flotar en su viscosa facticidad, como diría Sartre; reírnos de
nosotros mismos es elegir no hundirnos en lo espeso de nuestras razones. Hay
que aprender a practicarlo con la devoción casi religiosa de los deportistas.
Ponerle una risa a cada instante, ¡eso sí que es una suerte! Eso sí que es
sabiduría.
Epicuro, que se
tomaba tan en serio la filosofía, la convertía en risa ―o quizá en sonrisa― al entenderla como
un adorno de la amistad. Epicuro prefería los paseos, el cultivo de habas o un trozo
de queso a acumular pesados fardos de razones sobre razones. O más bien hacía
ambas cosas a la vez. Recomendaba la filosofía como un modo de liberarse de la opresión
de las supuestas verdades, casi siempre fútiles si no nos hacen más felices.
Epicuro entendía la vida fructífera como la de los animales y las plantas:
creciendo despreocupados en un jardín; esperaba ser capaz de morir lanzando una
sonora carcajada a todos los miedos. Para él, pensar era liberarse, limpiarse,
recorrer el camino inverso al de las profundidades platónicas, que recluían al
ser humano en cavernas.
Montaigne se encerró
en su torre, pero precisamente para buscar esa disimulada puerta de salida que
se oculta en la paradoja de la risa. Sabía reírse de sí, tanto que hacía
filosofía con sus necesidades fisiológicas y sus cólicos nefríticos. Se dedicó
a pensar sobre sí mismo, pero contemplándose con la pasión y la compasión que
se reserva a lo realmente importante, es decir, lo trivial.
Spinoza, que a
primera vista parece tan circunspecto postulando las ecuaciones del alma, nos
enseñó en el fondo a no tomar nada demasiado en serio. Vivir se reduce a un
apego por vivir, por medrar, por alargar la aventura de la vida en el tiempo.
Si Dios es todo, no hace falta que nos preocupemos por él. Podemos elegir la
alegría o la tristeza: mejor la primera, está más a nuestro favor.
A Schopenhauer, como
a mi amigo, le preocupaba todo. Todo le parecía indigno y lamentable, empezando
por el propio hombre. Buceó como pocos en las profundidades adonde no llega la
luz, practicó un pesimismo militante. Pero allá abajo descubrió que no hay
razón para que consideremos tan importantes nuestras inquietudes. El mismo viento
que nos empuja y nos despeña, también acabará por desgastarlas. “Sigue, pues, sigue,
cuchillo / volando, hiriendo, algún día / se pondrá el tiempo amarillo / sobre mi
fotografía”: Miguel Hernández le recordaba así al dolor que era al menos tan precario
como su propia existencia.
¡Y qué decir de
Nietzsche! Nietzsche aprendió a reírse de su dolor, y lo hizo con sonoras carcajadas;
pero se tomó su risa demasiado en serio. La convirtió en una convicción. No
podemos usar nuestra risa como arma sin matarla, ni pretender fundar con ella
una nueva trascendencia. Hay que reírse de la propia risa. Es una pena que prescindiera
de ello, porque eso lo dejó encastillado en su propio dogma. Si Nietzsche se hubiese
reído un poco más de sí mismo, habría llegado a enseñarnos a desembarazarnos de
todo. Y entonces su filosofía, que es en efecto, como él mismo proclamó, un
regalo para la humanidad, habría acabado por completarse en su propia inconsistencia.
Quien ser ríe de sí
mismo no puede declararse profeta, como hizo Zarathustra. En este sentido,
Groucho Marx me parece más coherente. Él, que se sabía un impostor, nunca
pretendió disimularlo. Por eso dedicó su obra a desmitificarse sin cesar. “Jamás
formaría parte de un club en el que me aceptaran como socio”. Una postura así
nos vacuna contra todos los fanatismos, que son las crueldades a las que la
gente demasiado seria somete a los demás. Hay que confiar en los que ríen y
desconfiar de los graves: en los primeros siempre hallaremos misericordia, los
segundos nos llevarán a la hoguera, al pelotón de fusilamiento, al crematorio o
a las bombas asesinas de inocentes. ¿Quieres ser sabio? Empieza a reír.
¿Quieres ser bueno? Sigue riendo. Con la risa abierta, limpia y gozosa de los
que tienen compasión de esa criatura entrañable e insignificante que es el hombre.
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