“Pide lo que quieras,
pero no lo exijas”, sugiere un conocido libro de autoayuda como principio para
una buena comunicación. Parece razonable. ¿Por qué nos cuestan tanto
comunicarnos, y aun más pedir? ¿Por qué es tan difícil hablar claro, expresar
lo que sentimos y pensamos abiertamente? ¿Y por qué, cuando por fin nos
animamos a exponer nuestros deseos, nos frustra tanto el hecho natural de que
muchas veces el mundo no esté dispuesto a respondernos? ¿Será que, como en
tantas otras cosas, la lógica y la vida tienen poco que ver?
No cabe duda de que
hablando claro nos ahorraríamos muchas de las confusiones que hacen tan
endiabladamente enrevesada la convivencia. Para quien pide o expone, hacerlo es
una liberación; para quien es requerido, conocer lo que el otro espera de él es
saber a qué atenerse. Al compartir nuestra opinión invitamos al otro a esa
ceremonia de transparencia que es recibir a cambio la suya. Así, supuestamente,
estaríamos recorriendo el camino más corto entre el deseo y el mundo, lleve a
donde lleve. En caso de que se nos responda positivamente, habríamos ido
directos a la satisfacción, en lugar de darle mil vueltas angustiosas a la
incertidumbre. Y si se nos ha de negar lo que queremos, saberlo cuanto antes es
un ahorro de esfuerzo, de tiempo, de intentos perdidos que nos van sumando
frustración. Desde el punto de vista ético, al pragmatismo se añade un plus de
valor: la sinceridad, que es a la vez generosidad y valentía. Hablar claro,
probablemente, nos hace mejores y más dignos de confianza.
Sin embargo, el
teatro de la vida humana, lamentablemente, es mucho más complejo, y en él se
juegan ganancias y pérdidas que poco tienen que ver con ese intercambio
prístino que han querido ver los sociólogos racionalistas. El escenario humano
se caracteriza por la escasez, y eso lo condiciona todo. Escasos de recursos,
escasos de amor; nuestro estatus entre los demás es inestable, nuestra
autoestima es frágil. Somos contradictorios, somos cambiantes, y sin duda somos
diferentes de los que nos rodean. A veces nos queremos, a veces nos odiamos, y
nos necesitamos unos a otros siempre: ignoramos qué harán con nosotros cuando
nos crucemos en el camino de las necesidades ajenas. A veces hay que seducir, o
presionar, o competir. Eso hace que cada paso implique un riesgo, o muchos: lo
imprevisible, lo irremisible. Puesto que hay tanto en juego, y que lo
predominante es la incertidumbre, se comprende que casi siempre lo prioritario
no sea optimizar los beneficios, sino minimizar las pérdidas; preferimos no
ganar a perder, defendernos a exponernos.
Los resultados en experimentos con el dilema
del prisionero confirman esa tendencia. A la hora de colaborar, si hay riesgo,
preferimos ser conservadores: no está claro si el otro colaborará o procurará
salir mejor parado a costa nuestra. Por eso, la mayoría de la gente opta por
minimizar el riesgo, y confiesa. Con suerte, si el otro no confiesa, nuestra
ganancia será total: él tendrá la pena máxima, y nosotros quedaremos ilesos. En
el peor de los casos, si el otro también confiesa, ambos tendremos que pagar
una pena, pero no será la pena máxima para ninguno. Si fuésemos más
colaboradores y nadie confesara, la pena de los dos sería mínima; pero, ¿quién
nos asegura que el otro se arriesgará a que nosotros tengamos la buena
intención de colaborar, dado que nosotros no esperamos esa bondad de él?
Hablar claro se
parece al juego del prisionero: si ambos somos sinceros y transparentes, si
ambos reconocemos en el otro el derecho a exponer abiertamente lo que quiere o
lo que opina, si ambos estamos dispuestos a escuchar y a ceder para llegar al
punto que más nos conviene a los dos, entonces hablar claro nos hace ganar a
todos. Pero hay demasiadas incertidumbres acerca del otro, y no solo por lo que
no sabemos de él, sino por su propia complejidad intrínseca: el otro no es
nunca uno solo, es muchos en uno, a veces contradictorios, y siempre
cambiantes. Si lo conocemos, podemos prever un determinado comportamiento, pero
hasta cierto punto: ¿quién nos asegura que hoy, o en este tema, no se mostrará
distinto? ¿Hasta qué punto un conflicto de intereses no lo hará cambiar? ¿Hasta
qué punto esa cosa desconcertante que son los sentimientos no tomará hoy las
riendas, relegando al sentido común? ¿Y si hay motivaciones dormidas que de
repente se convierten en prioritarias? ¿Y si nuestra propia intervención no es
bien comprendida o bien recibida?
Por eso no tenemos
más remedio que mantenernos cautos. Tanteamos, ponemos a prueba. En lugar de
decirle a nuestra pareja: “Me gustaría ir al cine”, decimos: “Hace tiempo que
no vamos al cine”, y comprobamos la respuesta. Si se muestra receptivo, tal vez
nos atrevamos a expresar más claramente nuestra propuesta. Pero resulta que
nuestro propio tanteo puede entenderse mal: por ejemplo, como un reproche.
Entonces, el otro se pone en guardia y nos replica: “Fuimos hace dos semanas,
no sé de qué te quejas”. Eso nos ofende, y devolvemos otro ataque: “Siempre ves
quejas en todo lo que te digo”. La interacción ya trata de otro tema, que nada
tiene que ver con nuestro deseo de ir al cine; se ha desviado hacia nuestras
querellas silenciosas, nuestros pequeños rencores, nuestras insidiosas
frustraciones. Hemos abierto una lucha donde se mantenía una paz relativa ―tal vez tensa, pero
quizá también suficiente―. El sociólogo Georg
Simmel veía estas refriegas cotidianas como algo natural e incluso sano. Pero
eso no les quita la parte de tirantez y de malestar que inevitablemente nos
infunden.
Llevando un poco más
lejos el ejemplo: ¿realmente encajaríamos bien una negativa directa? Pongamos que
aceptamos el riesgo: “Me gustaría ir al cine”, nos atrevemos a decir; “Hoy no,
no me apetece”, nos responden. Todo ha discurrido por la máxima racionalidad, y
la más pulcra honestidad. ¿Seremos capaces de valorar así la sincera negativa
del otro? Muchas veces una negativa nos molesta más que una evasiva; por eso,
en tantas circunstancias, preferimos no saber. “No mires a tu marido si no te
mira, y no le preguntes nunca”, aconseja Bernarda Alba a su hija Angustias.
Preguntar es peligroso, porque algunas preguntas resquebrajan la inocencia y no
dejan vuelta atrás. No siempre sabemos qué hacer con la respuesta; o porque,
según qué respuesta, nos puede adentrar en caminos espinosos. “¿Dónde has
estado, que llegas tan tarde?” Una pregunta peligrosísima. “Hoy había mucho
trabajo”, nos responden con voz entrecortada: la sospecha se abre camino. Pero,
¡qué atroz sería la alternativa directa!: “He estado con mi amante, solemos
vernos los jueves por la tarde”. Muchas veces la sinceridad es un hachazo que
parte en dos el quebradizo compromiso de nuestra cotidianidad; puede que sea lo
mejor, pero, ¿es lo que podremos soportar ahora?
Así que el principio
de hablar claro no puede ser más válido, pero solo desde la razón —o desde la
ética, que es un intento de elegir lo razonable—. El principio de hablar claro
implica estar dispuesto a pagar el precio de recibir a cambio la verdad, para
la que no siempre nos sentimos preparados. O un precio aún más peligroso: dar a
los demás demasiada información sobre nosotros; sobre nuestras necesidades y
debilidades, sobre nuestros pensamientos y nuestras esperanzas. ¿No nos hace
eso más vulnerables a las malas intenciones? Mostrar de una vez todas nuestras
cartas, ¿no nos resta opciones cuando hay que competir?
El principio de
hablar claro, incluso y según cómo, puede ser un arma arrojadiza, una
componenda de la crueldad innecesaria; hay verdades que no hacen falta,
verdades que están de más: “Hoy te he visto envejecido”. Por eso, las personas
que presumen de sinceras siempre me han dado miedo, porque a menudo su sinceridad
no es más que una coartada de la crueldad. “Yo siempre digo lo que pienso, y al
que no le guste que se aguante”. Con una persona así, el encuentro siempre
puede guardar un sobresalto. ¿Por qué no ahorrar disgustos callando a tiempo?
Callando, sobre todo, lo que ni hace falta ni hace bien.
Es una pena, pero hablar claro no siempre es lo mejor,
ni nos hace mejores. Como con todo, hace falta prudencia y tacto, moderación y
don de la oportunidad. También la sinceridad tiene su camino medio aristotélico.
Las relaciones —y la comunicación es una relación, como nos recuerdan
Watzlawick y los otros teóricos del interaccionismo simbólico— son un arte. A
veces un arte dulce que mezcla la entrega con la seducción; a veces un arte
marcial.
No hay comentarios:
Publicar un comentario