viernes, 25 de noviembre de 2016

¿De qué hablamos cuando charlamos?

Quiero solo mostrarme en mi manera de ser sencilla, natural y ordinaria, sin estudio ni artificio, porque soy yo mismo a quien pinto.
Montaigne.


Ayer me encontré con un viejo conocido que, sin ser amigo, me cae bien, y siempre me gusta dedicarle un tiempo, no tanto por lo que podamos decirnos —vivimos en universos paralelos y difícilmente tendríamos en común más que una cierta sensibilidad y el compartir profesión— como por el hecho de estar un rato juntos, de dedicarnos nuestra atención y nuestra afabilidad. Esta vez yo tenía prisa y estaba de mal humor, por lo que le contesté secamente y me marché en seguida. Luego lo lamenté, pensé que su saludo cálido habría merecido otra respuesta por mi parte.
Hay personas que, aun quedándonos del otro lado de la extrañeza, imprimen pequeños retazos de calidez en la cotidianidad solitaria. Cada una discurre por su mundo y difícilmente llegaremos muy lejos en el intercambio, pero probablemente tampoco sea necesario. Nos las encontramos de vez en cuando y constituyen una ocasión para la mutua simpatía. Son como breves melodías escuchadas de paso, que luego tarareamos por un rato y en seguida olvidamos. Tal vez no pongamos demasiada autenticidad en esos encuentros, tal vez no nos sirvan de refugio o de veta de amor, y probablemente no los recordemos en el momento de la muerte. Pero nos brindan una ocasión para la bondad, un episodio de reconocimiento en medio del anonimato cotidiano, y en ese sentido, como las flores en los jardines, esparcen por el mundo aromas ligeros y presentimientos de alegría.
Así suele ser en la mayoría de los encuentros cotidianos. Al señor del bar donde me tomo mi café antes de acudir al trabajo le dedico apenas un minuto o dos: nos saludamos con una sincera sonrisa y comentamos un par de cosas sobre las noticias que están dando por la tele; ocasionalmente le pregunto por su familia, o él me pregunta por mi trabajo, nos respondemos unas pocas palabras y en seguida cada uno va a lo suyo: yo a mirar las noticias o a leer un par de páginas del libro que me acompaña en la mochila, él a atender a otro cliente.
Los bares son lugares curiosos, enclaves privilegiados de intercambio social. Tomar algo suele ser un ritual de sociabilidad, un modo de pertenecer a la tribu, aunque se haga a solas. Siempre me han sorprendido los acalorados debates que a veces se desatan entre los parroquianos. El tema es lo de menos, y entre los hombres casi siempre consiste en algún asunto convencional, que nos comprometa poco: el resultado de un partido de fútbol, la breve reseña de un chisme o despotricar de los políticos. La conversación suele discurrir entre chanzas y tópicos, y puede subir de tono repentinamente (sobre todo si hay alcohol de por medio). Luego cada cual a lo suyo, tal vez no mucho más informados, probablemente sin mucho enriquecimiento reflexivo, pero satisfechos por la ocasión de una compañía que apenas pide nada. Nos marcharemos, seguramente, un poco más impregnados de tópicos sociales, esas fórmulas o memes, como los llama Richard Dawkins, que son de todos y de nadie, y que de este modo se extienden y se van asentando como opinión compartida en la sociedad. En el rato de tomar unos tragos, a veces bastante breve, se han construido más cosas de lo que parece.
Así sucede al menos entre hombres, que somos los visitantes más asiduos de los bares, lo cual dice mucho de nuestra manera de relacionarnos. Las conversaciones entre mujeres, incluso ocasionales, suelen ser diferentes. Hay en ellas más emoción, y quizá por ello más compromiso. Las mujeres se hablan entre ellas de su vida, de sus vivencias, de sus problemas familiares, de sus enfermedades. Se diría que su objetivo no es tanto transmitir información como utilizarla de excusa para estar juntas. Quizá por eso sus conversaciones son más largas y menos convencionales. Desde los ojos de un hombre, las mujeres hablan y hablan, sin demasiado fundamento, a menudo a la vez. Lo milagroso es que son capaces de hablar y escuchar simultáneamente, prodigio casi imposible para un hombre.
No me cabe la menor duda de que, en las tribus primitivas, fueron las mujeres las que nos hicieron avanzar en la sociabilidad, las que ejercieron como columna vertebral de los grupos. Ellas, tal vez por el rol social que se les atribuyó —atención a los hijos, tareas domésticas…— exploraron el estar mientras los hombres nos afanábamos en el hacer. Imagino que ya entonces hablarían largamente, como ahora, de sus sentimientos, sus males y sus sorpresas, sus hastíos familiares y los problemas con sus hijos, mientras tejían o cocinaban. Mientras tanto, los hombres apenas tenían que intercambiar habilidades o instrucciones para la caza, y, por supuesto, medirse permanentemente mediante alardes o peleas. Los hombres, es común constatarlo, somos más simples y toscos en nuestras relaciones; las mujeres son más complejas, lo cual las honra, pero también hace sus complicidades más enmarañadas, y están unidas más estrechamente tanto por sus connivencias como por sus conflictos.
Es evidente que las mujeres hablan más y en general mejor (yo creo que debieron ser ellas las que pusieron las bases del lenguaje), pero, para mujeres o para hombres, la charla sin objeto sirve ante todo, decíamos, como instrumento (y escenario) para el vínculo. No se trata tanto de transmitir información como de habilitar un modo de estar juntos, de acompañarse, tal vez de colaborar o de establecer complicidades. Es lo que se ha llamado la función fática del lenguaje, que probablemente sea su principal función. Porque si de transferir datos relevantes se trata, a menudo las palabras no son tan eficaces como los gestos, las miradas, las actitudes y sobre todo las acciones. Y tal vez por eso en general escuchamos poco, y respondemos poco a lo que se nos dice. La mayoría de los diálogos son como trueques de fotos, sirven para presentar al otro estampas propias; de ahí que cada cual hable mucho de sí mismo sin demasiada pretensión de despertar atención ni de obtener respuesta y se detenga poco en lo que el otro dice. De ahí, también, que buena parte de las conversaciones consista en fórmulas socialmente establecidas que no tienen demasiado significado, que solo son un modo de rellenar el tiempo y articular la comunidad.
Desde un punto de vista funcional, esta característica del lenguaje resulta válida y legítima. No tenemos por qué ofendernos si el relato de nuestras tribulaciones no inspira demasiado interés en el otro, porque lo suyo tampoco nos implica demasiado. En una conversación, por superficial que sea, se está construyendo el encuentro entre dos o más personas, y en ese sentido resulta valiosa. Como dos niños que arman una casa o un coche con bloques, vamos añadiendo por turnos nuestras piezas de complicidad y tiempo compartido. Uno empieza diciendo “¿Cómo estás?”, el otro contesta “Bien”. A primera vista parece trivial, pero se han plasmado muchos mensajes implícitos: te otorgo mi atención, valoro y deseo nuestra interacción, te traslado al margen del anonimato indiferente de la mayoría… Incluso hay que resaltar que una respuesta sucinta y sin detalles (“Bien”) implica la cortesía de no inundar al otro con el relato pormenorizado de nuestros asuntos, es decir, implica un respeto hacia el otro y le transmite: “Sé, y acepto, que tu interés por mí es ocasional, que tu pregunta no conlleva una preocupación o la apertura de un espacio amplio, que lo único que esperas de mí es un intercambio afable sin mayores pretensiones. Por eso me atengo a la ley de la discreción”.
En cualquier caso, largas o cortas, convencionales o sentimentales, la mayoría de nuestras conversaciones nos suelen servir, en primer término, para estar juntos, dirimiendo todo lo que eso significa: la atracción y la simpatía, pero también el pulso de poder, las envidias y los resentimientos; en una palabra, los conflictos. Porque estar juntos tiene muchas caras, y por eso hemos tenido que inventar muchas palabras, y muy diversos modos de expresarlas. Yo, que escribo por reflexionar, a menudo me pregunto si no lo haré más bien como un modo simbólico de sentir la compañía de mi lector imaginado. Montaigne decía que escribía para sí, incluso empieza sus Ensayos recomendando que no perdamos el tiempo leyéndole: “Lector, sabe que yo mismo soy el contenido de mi libro, lo cual no es razón para que emplees tu vagar en un asunto tan frívolo y tan baladí. Adiós, pues”. Pero yo creo que no hubiera hablado tanto ni tan bien si no hubiese tenido en mente a esos testigos desconocidos. Incluso los diarios íntimos se dirigen a alguien, siquiera a ese otro yo que emerge de la interiorización de los demás. Así somos: hasta nuestros actos más secretos son sociales.

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