viernes, 14 de octubre de 2016

El silencio

Y todo el campo un momento
 se queda, mudo y sombrío,
 meditando. Suena el viento
 en los álamos del río.
Antonio Machado


Hablar sobre el silencio ya es romperlo. Pensar sobre el silencio es vulnerarlo. Y, sin embargo, sentir no es suficiente: pensar y hablar es nuestro modo de apropiarnos de las cosas, de compartirlas, de recrearlas. Atrevámonos, pues, a traicionar al silencio por un rato.
Somos seres gregarios y ruidosos. Nuestra reunión consiste siempre en una algarabía. ¿Por qué no? También las cataratas y los truenos son belleza resonante. Y las estrellas mueren con un ruido mudo que sería mortal si no las envolviera el vacío.
Pero a veces el ruido nos embota. El ruido omnipresente de las palabras, de las máquinas, de las emociones, del formidable teatro de nuestra vida en común, llega a colmar nuestro espacio. Demasiada exigencia, demasiado trasiego que nos ofusca. Entonces, alejarnos de esa nube zumbadora y recogernos en una isla puede reavivar nuestro ánimo aturdido.
La penumbra de una tarde otoñal, aún no rasgada por el frío; el paseo invernal por una playa poco concurrida, latiendo con las olas; un recodo del bosque donde los árboles nos guarecen y atisbamos indicios de antiguas guaridas del misterio. No se puede glosar cuánto de reparador, de reconciliador, de restituidor llega a haber en estos ámbitos.
En el silencio, es cierto, vendrán a nuestro encuentro otras agitaciones: los ruidos de dentro, a veces más importunos, más abrumadores. En el silencio encuentran su oportunidad los rumores de nuestros arroyos subterráneos: un temor contenido, una vieja deuda que pasa cuentas, un anhelo que pide ser escuchado. También es sanador dejar expresarse a nuestros sueños. ¡Bastante los acallamos en la confusión cotidiana! El alma tiene que contarnos sus secretos.
Así, yo creo que en el silencio hay más presencia que ausencia. El silencio es una oportunidad para la atención, el reencuentro con la mirada interior, el brote de la ocurrencia creativa. Hace falta espacio para que surja lo nuevo, o para que lo viejo nos hable con palabras nuevas.
Puede que esa novedad nos dé miedo; así suele suceder con todo lo imprevisible, lo que amenaza con rasgar la apelmazada urdimbre de nuestra cotidianidad. Tal vez por eso el silencio nos cuesta tanto, y procuramos llenarlo de sonidos tranquilizadores. En cuanto llegamos a casa ponemos música o encendemos la televisión; en los bares nocturnos y en las discotecas, lugares adonde acudimos para relacionarnos, la música suele atronar de tal modo que apenas se puede conversar, o hay que hacerlo a gritos. Un súbito silencio en un encuentro nos resulta incómodo: parece que la compañía tiene que estar siempre llena de palabras. Y, sin embargo, ¿podría haber música o palabras sin un fondo de silencio?
Pero tenemos parte de razón en temer al silencio. Como todos los abismos, posee tanto de fascinante como de terrible. Hay silencios que nos aplastan como estallidos de vacío. Puede haber silencios excesivos y dañinos: los que solo abren abismos sin insinuar su fondo, los que no fructifican; los que, como los agujeros negros, se lo tragan todo y no dejan salir nada. El silencio viscoso, el de los tristes y los prisioneros, de los extraviados y los reticentes. Los silencios de las casas vacías y de los jardines abandonados. Hay que ser prudente con ellos.
De joven viajé a Ibiza en solitario, buscando diversión; creía que la aventura (lo que yo entendía, de manera más bien confusa y atolondrada, por aventura) llega por sí misma, y que, como los autobuses, basta con ir a esperarla. Pero yo era demasiado cándido y apocado, me faltaban temeridad y atrevimiento… y también dinero. Además, la mayoría de la gente que me rodeaba eran extranjeros, y yo no tenía ni idea de inglés. Al cabo de unos días de vagar por calles y tomar copas solitarias me parecía notar la boca aturdida de no hablar. Me sentía enterrado bajo una losa de silencio y desamparo. He estado solo a menudo, a veces a gusto y otras no tanto, pero nunca he sentido una soledad tan parecida al naufragio. Creí estar atrapado en un silencio del que no lograría salir.      
Por suerte, he conocido otros silencios fecundos y reconfortantes. Por ejemplo, practicando meditación. La meditación es la búsqueda deliberada de un estado de silencio. Quiere llegar allí donde las ideas se detienen, el punto donde se disipan como una niebla vespertina, dejando el mundo desnudo, y nosotros en el mundo. Porque los pensamientos, los que nos fascinan y los que nos amedrentan, tampoco son toda la verdad, a veces solo son juegos de la imaginación, tanteos del presentimiento, páginas dobladas en el libro de la vida, esbozos de pasados o futuros extraviados. Salen de las simas de la mente y a ellas han de acabar volviendo; rompen en las costas de nuestra conciencia y deben tener su bajamar, su brisa esparcidora de la espuma. Lo que cuenta es la vida, porque, en definitiva, hay que vivir. 
Entonces viene el silencio genuino, el que aquieta el ánimo como un remanso, el que nos permite yacer sobre la tierra y, respirando hondo, nos consiente ser una dichosa nada. Llegar a ese lugar de simpleza absoluta es, simplemente, haber llegado.

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