“La ligera paloma, que siente la resistencia del aire que
surca al volar libremente, podría imaginarse que volaría mucho mejor aún en un
espacio vacío.”
Immanuel
Kant
La paloma de Kant,
ese bicho gruñón que mientras agitaba las alas maldecía al aire por oponerle
resistencia, no deja de revolotear por mi pensamiento, trayéndome a mientes lo
poquito que nos gusta que la vida nos cueste, y sin embargo lo mucho que
necesitamos, como la paloma, esa resistencia para poder volar.
Desde que fuimos
expulsados del paraíso, cada día nos trae sus propios contratiempos. Sabio
quien los disfrute: la mayoría nos limitamos a padecerlos. Añoramos una vida
más fácil, más llevadera, menos cargada de obstáculos. Los que somos ansiosos,
además, añadimos a los dolores reales el mal de nuestra preocupación, dando
vueltas a amarguras pasadas que ya no tienen remedio, o anticipando incidencias
que tal vez no lleguen nunca. Rabias y decepciones nos persiguen como espectros
desde atrás, y un miedo grande e incierto nos invade hacia adelante. El dolor
es, en suma, una mezcla de realidad e irrealidad que solo los humanos, con
nuestra capacidad simbólica, hemos llevado tan lejos.
Hay una robusta
tradición que dignifica el dolor. Los griegos ya creían en una especie de
economía de la suerte, una especie de cuota de felicidad o desdicha más allá de
la cual el péndulo gira hacia el otro extremo. Némesis se aseguraba de corregir
todos los excesos de buena estrella, evitando así la envidia de los dioses.
Para el cristianismo, el sufrimiento forma parte del difícil camino, a través
del “valle de lágrimas” de la vida terrena, hacia una vida eterna donde será
recompensado, por lo que debemos soportarlo con resignación y confianza.
Nosotros, que no contamos
con una trascendencia que lo justifique, que estamos de parte de la vida y de
la alegría, preferiríamos un mundo sin sufrimiento, sobre todo sin las grandes
penalidades, esas que nos ponen contra las cuerdas de nuestra resistencia, esas
que vencen nuestro cuerpo y rompen nuestra alma, que parecen hechas solo para
hacernos envejecer y para recordarnos la muerte. Vindiquemos a Spinoza: para el
ser únicamente tiene sentido lo que lo confirma, y solo el gozo nos confirma.
Buda invirtió todo su genio en fundar un método que extirpara por completo el
sufrimiento. ¿Quién no desearía conseguirlo? El problema es que su disciplina
de desapego parece escatimarle a la existencia su sabor más intenso, eso que la
hace propiamente humana.
En el otro extremo, Nietzsche,
que tantas dolencias sufrió a lo largo de su vida, estaba dispuesto a pagar
alegremente todo el dolor que hiciera falta con tal de exaltar la vida: “La filosofía
no es otra cosa que querer vivir entre los hielos, en las altas montañas”.
Epicuro ya había dicho que el padecimiento, si es llevadero, no puede ser muy
grande, instándonos a no perder, temiéndolo, las fuerzas que podemos dedicar al
disfrute; tenemos que domesticar la pena hasta tal punto que sepamos convivir
con ella sin permitir que empañe el gozo: “Hay que reír al mismo tiempo que
filosofar”.
Por su parte, el estoicismo, ungiéndose en la tradición guerrera, sugería con
razón la capacidad educadora de los males, que al obligarnos a resistir sacan
lo mejor de nosotros mismos y nos van entrenando para batallas mayores.
“¡Bienaventurado sea lo que endurece!”, proclamaba también Nietzsche en su Zaratustra.
Parece claro que
tenemos que estar a la altura de lo inevitable. Vivir es volar contra el mismo
aire que nos sostiene; dejar que la existencia oponga su densidad a nuestros
afanes etéreos, notar esa resistencia que el mundo opone a nuestros sueños y
afirmarla. El hombre se hace en su pulso con la facticidad, contra la
preponderancia de lo que le refuta: es su faceta fundacional, heroica.
No se puede hacer
nada nuevo, nada elevado, sin contrariar la gravedad que se nos resiste. Los
contratiempos son el tirón que hay que vencer para fundar la dignidad, que es
alegría ascendente, anábasis (como la llama José A. Marina). Ese
tirón también perfila nuestros límites, y nos invita a aceptarlos, a comprender
que nuestro heroísmo es solo una intención, un salto que no puede, y quizá ni
siquiera deba, llegar demasiado lejos. El yo, que nace con la fantasía de la
omnipotencia, tiene que ir topándose con la realidad para rendirse y madurar. Sin la erosión continua de la
facticidad, el yo se expandiría monstruosamente, y se extraviaría en un delirio
al que le quedaría muy poco de humano.
Parece que nuestro
destino es hacernos amigos de la facticidad, vivirla con la entereza de Séneca,
la confianza de Epicuro y hasta el entusiasmo de Nietzsche. Cuando nos demos de
bruces con un límite, cuando lo imprevisto nos desconcierte y nos acorrale,
cada vez que perdamos algo amado y que se nos ponga a prueba, estaría bien que
sonriéramos confiados y le dijésemos a la paloma de Kant: si quieres volar,
tendrás que aceptar que el aire se te resista.
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