viernes, 12 de agosto de 2016

Ir de pardillo

En una conversación de verano, como quien no quiere la cosa, un amigo me regaló un artefacto psicológico que desde entonces me ha hecho pensar mucho y me ha sido muy útil. Hablábamos sobre nuestros buenos y malos ratos en el cuartel donde habíamos hecho la “mili”, desgranando los recuerdos con la tierna benevolencia que da la distancia y sentirse a salvo de lo que ya terminó. Mi amigo me hizo una confidencia: “Confieso que al principio me descolocaste. Me parecías un pardillo, con tu aire místico y tu palabrería de jesuita. Luego me di cuenta de que, en realidad, te esforzabas por ser preciso”. Supongo que el buen hombre, aun con su media sonrisa, pretendía hacerme un halago, pero a mí su juicio me sentó como un tiro. “Caramba, así que un pardillo”, repliqué. Había dado en el blanco y me había dolido. No se lo perdoné.
El cartel de pardillo que me colgó mi amigo es una de esas imágenes que uno ya no consigue quitarse nunca de la cabeza. Pero en el fondo le estoy agradecido. A veces el concepto adecuado nos permite condensar en una metáfora —todos los conceptos son metáforas— una nube de sensaciones, ideas y vivencias que nos rondan sin acabar de cobrar forma. Por eso sigo insistiendo en la reflexión y la poética de las palabras: el poder de la palabra, cuando acierta, es hacer casi palpable lo indefinido, lo cual nos permite encararlo con más eficacia, utilizarlo y manipularlo para que la vida nos parezca más controlable. Los psicólogos llaman a algunas de esas palabras certeras artefactos, precisamente por su utilidad al habérnoslas con el mundo, que es tan complejo, y con nosotros mismos, que quizá lo seamos más.
Un pardillo, pues. Pajarillo inocente. “Persona incauta”, define María Moliner. Ingenuo, cándido, un poco bobo. En efecto, lo soy, y en la juventud lo era más. Lo he comprobado en muchas circunstancias, con muchas personas distintas. Desde que tengo memoria. Y de una forma compleja, porque lo he reafirmado orgullosamente como seña de identidad y a la vez me lo he reprochado como prueba de estupidez; creo que tengo una cierta vocación de pardillo, pero una vocación contradictoria, porque una parte de mí la contempla con aprecio, y otra la impugna con irritación. “Tu mejor virtud es también tu peor defecto”, me sentenció una antigua novia poco antes de que cortáramos, refiriéndose en parte a ese aire inocente y alelado de mi postura en el mundo, que es al mismo tiempo —debo admitirlo— impostura, porque me sirve de disfraz. Como pardillo he atacado pareciendo que me defendía, me he ocultado sutilmente tras una fachada de transparencia. Como pardillo he sido engañado y he mentido, mientras daba la impresión de que me dejaba engañar; he inspirado desprecios que me han evitado conflictos, pero que en ocasiones, ay, al eludirlos me han conducido a otros peores. Ir de pardillo ha sido mi pose y mi debilidad, es decir, un modo de ser a la vez tramposo y sincero. Hay franquezas que mienten, y mentiras que nos definen con más fidelidad que las verdades. Las personas damos para muchas paradojas.
La sentencia de aquella novia también me ha acompañado toda la vida, y le estoy tan agradecido como a mi amigo de la mili, porque gracias a ellos he podido entenderme un poco más, y sobre todo entender algunas de las cosas que han ido pasando. Hace tiempo, me enteré de que los compañeros de trabajo me llamaban curilla; me molestó y me divirtió, porque debo reconocer que el término era ingeniosamente preciso. Un curilla lo bendice todo, lo comprende todo, lo perdona todo... al menos aparentemente. De nuevo la postura que es una impostura. De nuevo la imagen verdadera que nos sirve para escondernos tras ella. La mejor virtud, el peor defecto: el tiempo ha demostrado que aquellos compañeros me apreciaban, que en el apodo que me habían colgado había una inquina tierna.
Entiendo que un pardillo resulta irritante, porque yo también lo siento ante otros. En parte, porque, como sucede con los bobos propiamente dichos, lleva a su alrededor, como un aura, un vacío que lo aísla del mundo y que nos impide acceder a él; da la impresión de que todo lo que le lancemos, sean halagos o pedruscos, se va a quedar por el camino, flotando en ese limbo eterno de los ausentes. Pero creo que lo más irritante del pardillo es que nos transmite una incómoda sensación de simulación, que hace que no sepamos muy bien a qué atenernos en su presencia. ¿Será realmente tan ingenuo como parece, o se lo estará haciendo? Ir de pardillo es una buena estrategia para desconcertar al enemigo, y ahí tocamos el meollo de la cuestión. El pardillo atraerá risas, pero pocas veces hostilidad; será ignorado o despreciado, pero el ataque resultará mucho menos probable.
Debo decir en mi descargo al menos dos cosas. En primer lugar: por muchas falsedades que se le puedan recriminar al pardillo, su rol no es menos impostor que cualquier otro. En el gran teatro del mundo todos interpretan su papel con algún as en la manga. Todos mienten con cierta sinceridad. Todos son auténticos con cierta astucia. Goffman lo ha descrito bien: se trata de sobrevivir, de sentirse significativo, de salir airoso, de conseguir lo necesario de los otros. La depresión —con todos los respetos por su incuestionable sufrimiento— sirve a menudo como coartada para una barra libre de reproches, o como un modo de escabullirse de muchas responsabilidades. La simpatía encubre a veces un sañudo cinismo. El supuesto arrojo tapa las profundas vulnerabilidades. Pero, además, cada uno de esos papeles trae consigo un tributo que hay que pagar por él. El pardillo evitará conflictos, pero tal vez a costa de no ser tomado muy en serio, de no contarse con él para los asuntos importantes, de no confiarle tareas graves. El pardillo se evitará enemigos, pero también perderá admiraciones y reconocimientos. En la tribu apenas se le considerará un rival, pero, precisamente por eso, es menos probable que gane los favores de las hembras: ¡cuántas veces las muchachas que me gustaban se libraron de mí asegurando que les parecía un “buen chico”! Como dice el sacerdote protagonista de la película Stigmata, uno renuncia a unos problemas para tener otros problemas.
Nunca he estado cómodo en mi papel de pardillo, y sin embargo no he podido evitar caer en él una y otra vez. He soñado con dar una imagen de más seguridad, mostrar una planta más severa e imponente, inspirar al menos esa pizca de temor que nos mueve al respeto. Mi padre me reclamaba de joven que me hiciera valer, y repetía: “¡Ponte derecho!” Hobbes y Maquiavelo, dándole la razón, me habrían considerado un palurdo: para el primero, el mundo era una lucha de todos contra todos, el hombre lobo para el hombre; para el segundo, la prioridad es asegurar el poder frente a los otros, al precio que sea. Nietzsche me habría despreciado, por hipócrita y por débil, pero sobre todo por subordinar la autenticidad a la seguridad.
Una parte de mí les da la razón, y me califica de timorato y perezoso. Será que me falta osadía, o valor, o  confianza en mí mismo. Pero me temo que también me falta vocación, que soy un poco rousseauniano y de algún modo sigo creyendo que “todo el mundo es bueno”. Si puedo evitar una contienda mediante un pacto, mejor. Tal vez ir “con el lirio en la mano” me sirva para sostener la ilusión de que mi entorno es un poco más seguro y algo menos amenazante; tal vez lo haga, en fin, por desconfianza. O por simpleza innata, o por inmadurez. Sin embargo, suelo vislumbrar, aunque sea a ráfagas leves y pasajeras, las vulnerabilidades que aquejan a todos los que me cruzo; sé que muchos de ellos van de duros, y no lo son tanto: yo voy de blando, de buenazo (no de bueno, eso es otra cosa), y tampoco lo soy tanto. A la gente le gustan las sonrisas, incluso un poco tontas.
Ya no soy el que era, por supuesto: la vida me ha hecho más áspero y menos ingenuo, al menos en lo tocante a qué puedo esperar de los demás. Me temo que sonrío menos que antes. Pero sigo prefiriendo mantener una buena predisposición, sigo resistiéndome a entonar a coro el refrán: “Piensa mal y acertarás”. Me gustaría poder decir que mis convicciones emanan de la compasión, eso que los budistas llaman la bodichita, la conciencia piadosa del sufrimiento ajeno. No, no voy a exaltar la excelencia moral de la ingenuidad, y mucho menos de la mía. Ir de pardillo no tiene ninguna grandeza. Pero la arrogancia o el despotismo tampoco. Así que, como no tengo remedio, haré de la necesidad virtud y, cuando me recordéis que el mundo es egoísta y cruel, con algo de esa rebeldía adolescente que no he acabado de quitarme de encima, os replicaré, como José Agustín Goytisolo: “Me lo decía mi abuelito, me lo decía mi papá, me lo dijeron muchas veces, yo lo olvidaba muchas más”. Y ríase la gente.

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