Nuestra identidad es
algo inconsistente, variable, escurridizo. Incluso contradictorio. No hay una
identidad predeterminada, independiente de las circunstancias y las cosas.
Respondemos a cada circunstancia siendo algo en ella, y eso que nos observamos
ser es lo que creemos ser. Ser, por tanto, es hacer, es ir siendo. El yo no
tiene consistencia, se compone y se recompone, se inventa una y otra vez entre
la memoria y la expectativa. Y a eso tan endeble, tan voluble, atenemos todos
nuestros pensamientos, referimos todas nuestras vivencias. Lo tomamos tan en
serio que luchamos y sufrimos por él, tal vez en un esfuerzo desesperado por
tornarlo más real, por darle la consistencia de una cosa. Pero al cosificarlo
quedamos obligados a él, atrapados por él. Desde el momento en que lo
contemplamos como algo acabado, no tenemos más remedio que defenderlo:
protegerlo, ante todo, de su propia evanescencia...
Porque lo que somos,
si es que puede delimitarse, lo encontramos enmarcado en el instante, como una
circunstancia más de la volátil experiencia. Como los actores, dramatizamos con
un registro distinto en cada escenario. Mientras lo hacemos, sabemos hasta
cierto punto que en realidad estamos actuando, que ese personaje que
interpretamos no somos completamente nosotros. Pero entonces, ¿cuándo somos
verdaderos, cuándo vislumbramos al que actúa? ¿Hay alguien detrás del papel?
Incluso en nuestra soledad más recóndita los demás están presentes, en forma de
recuerdo o de voces interiorizadas: por eso incluso entonces actuamos para ese
“público” interno.
Nos parece que
debería haber alguna esencia última de nosotros, escondida por ahí dentro. Si
hay veces en que nos esforzamos más que en otras por jugar el papel que se nos
asigna o que creemos que se espera de nosotros, debería existir un momento sin
esfuerzo ninguno, una circunstancia en la que la representación se detuviese y
quedara el oculto, el libre de disfraz, el verdadero. Pero si intentamos mirar
más allá de nuestros diversos personajes no conseguimos ver nada. ¿Seremos, en
definitiva, solo el conjunto de todos ellos, y quizá de muchos otros que no
llegaremos a interpretar porque no lo requerirán las circunstancias? Quizá
todos nosotros llevamos dentro a un asesino, a un ladrón, a un psicópata, a un
fanático, que solo aguardan su momento de salir a escena.
Lo que consideramos
identidad, por consiguiente, es una abstracción, una idealización que
componemos con lo que nos vemos desplegar. Ser, en puridad, es hacer. Cuando
voy a comprar, soy; cuando juego con mi hijo, soy; cuando charlo con un amigo,
soy; cuando escribo estas líneas, soy. No dejo de ser, no puedo dejar de ser,
mientras haga algo, y siempre, mientas estoy vivo, estoy haciendo algo. Si esto
es cierto, el sacrosanto yo, que tanto afirmamos y preservamos, que tantos
desvelos nos provoca con sus exigencias, sería en realidad una fantasía, una
construcción de la mente, un producto de la imaginación que pergeña un
trasfondo, aparentemente fijo, para toda esa actividad cambiante en la que se
contempla. Que no os escandalice tanto esa incómoda levedad: buscad vuestro yo,
y, si alguien lo encuentra, que avise.
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