sábado, 24 de diciembre de 2016

A vueltas conmigo mismo

Soy perezoso, sí, ¿para qué me voy a engañar?
Soy tan perezoso que ponerme a escribir ahora, y sobre todo a pensar, resulta para mí un esfuerzo, y a cada momento tengo que luchar con la tentación de abandonar.
¿Por qué sigo? Seguramente por la pereza de plantearme qué hacer si no hago esto.

A veces me vienen a la mente tales borbotones de ideas —algunas aceptables y otras decididamente estúpidas— que me siento inundado, abrumado. Quizá, si tuviera la fortaleza de ánimo de intentar recogerlas, y la constancia posterior de organizarlas, quedaría algo bueno después de pasar unos cuantos cedazos. Pero me puede la molicie. Y creo que ahí hay también algo sabio. ¿Realmente vale la pena escribirlo todo? ¿No es mejor vivir? Aunque, ¿qué pasa cuando la vida da más pereza que escribir sobre la vida?
Bien, en cualquier caso, suelo perder el hilo de mis ocurrencias, sea por desbordamiento o por mera desidia. Debo alegar también mi mala memoria.
Sobre la mala memoria sólo diré que si lograra recordar todo lo que he leído y estudiado, si consiguiera articular ese caudal de informaciones e integrarlas en mi conocimiento, sabría muchísimas cosas. Es más: las he sabido, sólo que por poco tiempo. Es aún más: las he descubierto varias veces, porque, al no recordarlas, volvían a ser una novedad espléndida. En fin, se trata de un verdadero desperdicio, que he intentado compensar con técnicas diversas: apuntes, resúmenes, copias, notas… No hay caso. Podría hacer un gráfico como los de Ebbinghaus (he tenido que consultar la Wikipedia para recordar su nombre) representando la progresión de esa pérdida: la caída de la recuperación de datos es bastante rápida, la de conceptos no tanto. Por lo visto, es algo normal que le pasa a todo el mundo, pero, por lo que llevo comprobado, en mi caso constituye un verdadero problema. Supongo que mi tendencia a vivir en estado de ansiedad hace que preste menos atención, que registre menos y que tenga más dificultad para concentrarme a la hora de elaborar los recuerdos (dicen que la memoria funciona más como una reconstrucción que como un archivo, tanto una cosa como la otra se me dan mal). Según los neurocientíficos, el estrés incluso provoca la pérdida de neuronas en el hipocampo, que es una estructura cerebral clave en la memoria. No quiero imaginar en cómo debo tener el hipocampo.
Puntualicemos, no obstante, que la mala memoria tiene sus ventajas. Para empezar, ayuda a vivir: los malos recuerdos son como trastos viejos que nos aplastarían si no fuéramos aligerándolos. Cicerón ya lo señaló: recordar, a menudo, es solo un modo de acrecentar los sufrimientos, y por eso dijo Cervantes: “¡Oh, memoria, enemiga mortal de mi descanso!” Nietzsche menciona un don aun más sutil: el olvido permite disfrutar más veces las mismas cosas. Pero algunos señalan una posibilidad muy interesante: tal vez la falta de memoria nos obligue a ser más reflexivos, o incluso nos favorezca captar lo esencial al librarnos de un exceso de detalles. No deja de ser un consuelo.
Así que nunca he sido bueno manejando datos, y por eso se me silencia fácilmente (o me silencio yo mismo, atascado en la punta de la lengua) en la mayoría de las discusiones. Por brillante o justa que sea mi postura, se queda en nada ante un aluvión de datos por parte de mi oponente.
Esto me hace pensar en las amargas disputas de pareja. La mayoría consisten en un fuego cruzado de reproches: tú me hiciste, yo te pedí… Pocas veces uno escucha al otro para ver si tiene razón, porque en este caso no importa la razón, sino el poder. Por eso, se trata de no admitir ninguna acusación y de que nuestras acusaciones sean más graves que las del otro. En conjunto resulta un comportamiento bastante inmaduro, se diría infantil, lo cual demuestra lo poco que evolucionamos a lo largo de la vida, o lo poco que han cambiado los conflictos humanos a lo largo de la historia.
He conocido a personas que eran verdaderas virtuosas del reproche, gracias a su capacidad para recordar hasta el último detalle de lo que les ofendió, o al menos para inventarlo de forma convincente. Frente a ellas, yo no tenía nada que hacer. Lo más inteligente por mi parte habría sido callarme y evitar una reyerta de la que casi seguro que saldría malparado, pero soy demasiado susceptible. Me enfado y me resiento con facilidad. Esto hace que mis relaciones íntimas acaben convirtiéndose en calvarios de discusiones que llevan a otras porque nunca me salgo con la mía. De todas mis estupideces, tal vez esta sea la peor, y desde luego la que me ha traído más problemas.

Volviendo a mis apuros a la hora de escribir, tengo otra dificultad: las estructuras. Mi pensamiento es arbóreo, se bifurca una y otra vez y se va cargando de vías secundarias que llevan a nuevas vías secundarias y así sucesivamente… hasta que pierdo la noción del tronco esencial. Pero eso no es lo peor: con tantas ramas y ramificaciones llega un momento en que el edificio se me desploma, como un castillo de naipes demasiado temerario (esta comparación resulta bastante tópica), se me cae por su propio peso. A veces tengo la impresión de que pienso con frases que no terminan nunca, porque en un momento dado aparece un largo paréntesis, en medio del cual surge otro paréntesis, y así hasta el infinito. Así que cuando empiezo un proyecto me encuentro en seguida con que no sé hacia dónde voy; entonces vuelvo atrás y se me ocurre una nueva manera de empezar, sin duda mejor, pero que me obliga a recomponerlo todo, como si al perder el hilo tuviera que rehacer la madeja y luego deshacerla de nuevo, yendo a parar a un lugar completamente distinto.
He intentado resolver esta “fractalidad del pensamiento” mediante esquemas previos, pero cuando lo hago descubro que, en realidad, tengo muy pocas ideas previas, que la mayoría se me ocurren precisamente en el desarrollo, y que para entonces ya es tarde para recuperar la coherencia… El recurso que me ayuda más, y que incluso a veces funciona de verdad, es abrir armarios conceptuales en los que ir clasificando las ideas a medida que vienen: esta idea va aquí, esa otra va allá… Así, los armarios van creciendo (¡pero también aparecen nuevos apartados y subapartados!), como me ha sucedido con El buen vivir, una especie de manual para la vida buena que he ido escribiendo por apartados según se me ocurrían, y que, para cuando he querido darme cuenta, había alcanzado más de 400 páginas. Ahora lo difícil será estructurar todo ese material, imponerle un sentido, armarlo con coherencia. Suceden cosas gravísimas, como la duplicación fortuita de subapartados, aunque en distintos apartados y por tanto con la dificultad de decidir a cuál corresponden mejor. Soy perfectamente capaz de escribir lo mismo varias veces (en esto me ayuda la mala memoria), clasificándolo luego con distintos criterios; entonces me enredo en la meditación de cuál sería la clasificación más adecuada...

Escribiendo sobre las dificultades para escribir, he concluido el artículo. Lo dejo tal cual ha ido saliendo, con su caos originario, a modo de ejemplo de lo que comentaba, y porque, por una vez, tiene su gracia.

sábado, 17 de diciembre de 2016

Los dones de la noche oscura

Mirarse demasiado a uno mismo conduce casi siempre a la tristeza. Porque estamos hechos para mirar hacia fuera, para proyectarnos en el mundo. Y porque el espectáculo de nosotros mismos suele ser triste; o mejor dicho: solemos enfatizar lo triste cuando nos convertimos en espectáculo.
Yo he mirado en mi interior muchas veces, como indagando una pauta perdida, un hilo de Ariadna que me condujera a la salida del laberinto. He escudriñado porque, como Narciso, estaba prisionero del asombro o de la fascinación. He observado con tristeza y a veces con angustia, porque al mirar me extraviaba aún más, me hundía como en un pantano de cieno, donde no me ahogaba pero tampoco podía respirar.
Y de ahí solo sacaba una congoja abstracta, existencial, que emanaba de los mismos cimientos recónditos del ser. La confusión del ser desconcertado. Ni siquiera podía pensar en ella con claridad: me engullía como una nebulosa. No era más que miedo y angustia en estado puro. Intentar descifrarla nunca me llevaba a ningún sitio. Y solo se aliviaba cuando la vida, con sus reclamos, me obligaba a dejar de pensar.
El problema de la rabia y la tristeza es que si no se resuelven y se expresan en cuanto aparecen, se cuelan por todos los rincones del alma, acaban inundándolo todo e inmovilizándonos, y uno acaba sin saber por qué está deprimido, estando triste porque está triste. Allá donde te vuelves solo encuentras el reflejo de tu propia cara acongojada, tus ojos que inquieren y que no encuentran respuesta. La rabia y la tristeza, cuando no salen para que se las lleve el viento, se apelmazan en las tramas del ánimo y atascan nuestras aguas estancadas.
Y cada movimiento no hace sino hundirnos más en el pantano.
Las tinieblas del alma no son deseables, y el ensañamiento morboso con el que a veces nos revolcamos en ellas aún lo es menos. Sin embargo, quizá haya que respetar algo en ambas cosas cuando se presentan.
En la noche oscura, quizá debamos reconocer, como aconseja Thomas Moore, uno de los lenguajes del alma, un modo de caminar o de buscar, de recogerse y tantearse, que hemos de aceptar y honrar. En la testarudez depresiva y sus espantos quizá debamos ver, también, un esfuerzo por salvarse: como Jacob, algo en nosotros lucha cuerpo a cuerpo con el ángel, decidido a no soltarlo hasta que nos bendiga y nos dé un nuevo nombre.
No puede ser bueno quedarse en la tristeza, porque la mayor parte de su sufrimiento es baldío. Sin embargo, si la dejamos hablar, si la aprovechamos para mirarnos en un espejo distinto, puede que salgamos de ella con algún nuevo don, con una pista, con una bendición. Aunque solo sea el cansancio que nos redime y deja ir los empeños obcecados, o bien al contrario, la determinación más firme de vencer nuestra pereza y no volver a caer en ese agujero.
Porque los seres humanos somos cómodos y nos apegamos a lo conocido, aunque nos perjudique. Y solo un empujón nos obliga a salir de la modorra y cambiar de dirección.
Por mi parte, creo que les debo algunos dones a mis tristezas, y que si regresé tantas veces a ellas no fue porque no me bendijeran, sino porque al salir fui perezoso y poco constante y olvidé en seguida la lección. Algo continúa pendiente de solución. Por eso vuelve, una y otra vez, y como un alma en pena insiste y me mantiene encadenado. ¿Qué pasará si, como sospecho, no puedo resolverlo? ¿Me consumiré, o aprenderé a caminar aunque con ese lastre no pueda llegar tan lejos como soñaba?
En primer lugar debería hacer las paces con los límites de mi vida. Luego, preguntarme qué es lo que realmente puede darle sentido dentro de esos límites: no simplemente lo que deseo, sino lo que puede y debe ser hecho. Y usar la inteligencia y lo aprendido para avanzar en esa dirección, nos lleve a donde nos lleve.
Es así de simple y de difícil: delimitación de lo posible, definición de lo correcto, resolución para cumplirlo. Hace falta lucidez y coraje: a qué debo renunciar aunque me pese, a qué no debo renunciar aunque me cueste. A veces la línea que separa lo impropio de lo imprescindible es sutil. Es hora de renunciar a que en la convivencia se me ofrezca la comprensión y el cuidado que se otorgaría a un niño; porque ya no soy un niño, porque ya es tiempo de envolver en un hato y echar al hombro los temores y las decepciones, y caminar por propio pie y hacerme cargo de mí mismo. En cambio, no debo renunciar a que se me escuche con respeto, es decir, tomando en serio mis reclamos con ánimo abierto, dándoles al menos la oportunidad de responderles no. Para lo primero necesito el coraje de la resignación y la renuncia; para lo segundo, el coraje de franqueza, la mía y la de los otros. Y, para ambas cosas, discernimiento, serenidad, madurez.
Cuando uno se siente mejor —un día claro, regresar del trabajo, una hora de libertad arrancada a los deberes…—, es fácil olvidar las tempestades a las que sobrevivimos. Uno tiene, o quiere tener, la impresión de que los nubarrones de congoja, cuando se disipan, lo hacen para siempre. Pero las borrascas se quedaron cerca, porque no salieron del alma, porque las cosas no cambian si uno no cambia; y volverán.
No deberíamos olvidar demasiado aprisa, por fatigados que estemos, por mucho que el ansia de luz y de calor quiera apresurarse a dejar atrás el dolor. Si hemos empezado a desbrozar el camino correcto, hay que seguir por él para que no lo vuelva a borrar la hierba. “Cuando llegues a la cima, sigue subiendo”, anima la sabia divisa budista. Porque quizá no lo sea esta vez, porque es probable que no lo sea nunca.
Hace falta coraje para afrontar los deseos: para renunciar a ellos y también para aceptarlos. Hace falta fortaleza para aceptar que lo perdido está perdido, y también para estar a la altura de lo que aún es posible. Hace falta valentía para plegarse a los guiones de la vida, sin entenderlos y hasta sin apreciarlos, y pensar que están siempre por encima de los nuestros: los que escribiría nuestro limitado capricho. Hace falta entereza para defender la alegría, para levantarla piedra a piedra por más veces que nos la desmoronen. Todo esto nos lo enseña la tristeza si sabemos mirarla a los ojos sin quedarnos atrapados en ella.

sábado, 10 de diciembre de 2016

Encarar el dolor

La vida está jalonada de dolores, y nuestro modo de encararlos es una de las claves de que la existencia resulte o no satisfactoria.
El sufrimiento, como dijo Buda, está por todas partes y tiene muchas caras. Hay sufrimientos brutos, espesos, contundentes como un golpe en una roca; hay sufrimientos líquidos que caen lentamente sobre nuestra piel y nos impregnan como una lluvia fina. Hay sufrimientos que se nos echan encima y nos arrastran en su avalancha; y sufrimientos que llevamos puestos, clavándose igual que una piedra que se coló en el zapato. Hay sufrimientos que quitan la respiración y otros que hacen el aire irrespirable. También hay sufrimientos que nos ganamos a pulso, tejiéndolos hebra a hebra, moliéndolos grano a grano, para ceñírnoslos como cilicios. Los hay buscados, encontrados, impuestos, merecidos, frustrados, incompletos, preparados, perdidos, imaginarios. Hay sufrimientos sin sentido y otros a los que se lo inventamos. Los hay que danzan y revolotean a nuestro alrededor, y otros que nos empujan y nos tumban como un mandoble certero.
Se cuenta la anécdota de que una mujer, desesperada por haber perdido a su hijo, acudió al Sakyamuni para pedirle un remedio. Este le contestó que solo necesitaba un puñado de semillas de mostaza, pero que tenían que ser de una casa en la que nadie hubiese perdido a algún ser querido. Después de mucho buscar, la mujer comprendió que el sufrimiento y la muerte forman parte de la condición humana, aceptó el dolor de haber perdido a su hijo y pudo enterrarlo en paz.
Esta historia es la descripción precisa del trabajo de duelo, cuyo momento clave está en la aceptación de la pérdida con todo lo que implica. Pero su intención es invitarnos a una reflexión más profunda: si nos quedamos sin algo es porque lo teníamos, y lo que se posee está llamado a perderse en algún momento. Para morir hay que haber vivido, y no se puede vivir más que a condición de morir un día. La muerte es la condición de la vida; es, como dijo Heidegger, esa posibilidad que aguarda siempre detrás de todas las posibilidades, y que se convertirá en hecho si se le da el tiempo suficiente. La pérdida es la condición de la posesión, la frustración es la premisa del deseo, el sufrimiento es el precio de la satisfacción…
Dime qué haces con tu sufrimiento y te diré quién eres, incluso te diré quién serás o al menos quién, probablemente, no podrás ser, tal vez porque estés empeñado en ello. ¿Ayuda ser consciente de lo inevitable del padecimiento para sufrir menos? Sí. Pero no necesariamente porque nos permita hacernos fuertes y prevenirnos de algún modo: podemos apuntalar nuestras fuerzas hasta cierto punto (ese era el proyecto de los estoicos), pero nadie sabe de dónde llegará el dolor ni hasta dónde será capaz de aguantarlo.
Otra historia clásica, creo que zen, nos habla de la decepción de un discípulo cuando vio a su maestro gritar al ser vapuleado por unos ladrones: ¿cómo era posible que el maestro, un ser iluminado, se deshiciera en la indignidad de proferir lamentos y súplicas? Sin embargo, pasado el tiempo, unos ladrones sorprendieron al discípulo y lo apalearon. Mientras gritaba y suplicaba, el discípulo tuvo la iluminación. La conciencia de que la vida es pérdida y dolor no nos evitará tener que pasar por ellos, pero puede ayudarnos, quizás, a afrontarlo con más serenidad, a dejarlo doler sin rebelarnos contra él, lo cual es otro dolor y a veces mayor que el propio padecimiento original. Este era el camino de serenidad que proponían los estoicos.
A menudo intentamos esquivar el dolor que nos corresponde sustituyéndolo por otros que nos parecen más llevaderos. Así concebía Freud la neurosis: en el esfuerzo por eludir el dolor real, nos empantanamos en sufrimientos imaginarios, que acaban por convertirse en un problema mucho peor (entre otras cosas, porque los sufrimientos reales suelen permanecer esperando su momento como perros fieles, y no hay nada que nos ahorre su mordedura). Es como si para no pagar de una vez nos endeudáramos en préstamos sobre préstamos, hasta que nuestra deuda resultara impagable. Para no tener que admitir que no somos amados, salimos al paso odiando o evitando a todo el mundo, incluido quien nos podría amar; para no tener que reconocer un error, le reprochamos la culpabilidad a otro. Para no tener que ser consecuentes con el naufragio de nuestro matrimonio, le hacemos la vida imposible al cónyuge, hasta hartarlo; o nos enfermamos, para que se sienta culpable; o soportamos sumisos sus abusos, asegurándonos de que el malvado siempre es él. Son ejemplos de la diferencia entre un dolor legítimo y un dolor embustero, o al menos disfrazado; de cómo el dolor también puede ser una liberación, a condición de que lo afrontemos de cara y estemos dispuestos a atravesarlo cuando hay que hacerlo.
La cuestión, por tanto, no es sufrir o no, puesto que sufrir es inevitable. La cuestión es si podemos sufrir solo lo justo, y con la mejor actitud posible. 

domingo, 4 de diciembre de 2016

Aprender a desesperar

A Jesús

Solo esperamos lo que no es; y solo amamos lo que es. A. Comte-Sponville.


André Comte-Sponville habla de la necesidad de desesperar, esto es, de renunciar a la esperanza. Esperar es, en efecto, proyectar en el futuro (lo imaginario) una tierra prometida donde vivir, y por tanto dejar de hacerlo en el presente (lo real). Para regresar a la única vida que tenemos, cruda y doliente, pero también gozosa; para renunciar a vivir entre espectros, hay que desesperar, hay que consentir en que el futuro, con su racimo de posibilidades, deje de ser la coartada para no habitar el presente.
Comte-Sponville señala el camino del silencio. Si pudiésemos retirarnos, aunque solo fuese por unos días, por unas horas, a un rincón de silencio puro en el que pudiésemos resguardarnos de los ruidos del mundo, tal vez regresar a la vida sería menos agotador y más interesante. Habría que poder desnudarse de todo eso con lo que hemos aprendido a identificarnos: desistir de ser nosotros, adentrarse en un baño de olvido que nos dejara en estado de gracia. Porque sobrellevar los días con el pesado fardo de nuestra identidad —recuerdos, deseos, rabias y tristezas, también esperanzas— es lo agotador. Nada de eso es verdad, o casi nada, y sin embargo no podemos dejar de creerlo, porque, sea por falta de imaginación o de valentía, no podemos concebir otra cosa más allá. Hay que atreverse a dejar ir todas esas fantasías, al menos en parte, al menos de vez en cuando. Puede que el único valor que se nos pida sea atrevernos a renunciar a las mentiras aunque no podamos conocer las verdades.
Casi siempre he sufrido con la secreta esperanza de que cada día el dolor iría a menos, como si se tratara de un depósito que se vacía y no se renueva (o lo hace más lentamente). Presentía que detrás del sufrimiento habría otra cosa, y el mero hecho de transitarlo bastaría para acercarse a esa región prometida. También se me ocurría —en aras de la promesa cristiana, como la de tantas religiones— que sufrir podía ser la cuota con la que iba saldando una misteriosa deuda primigenia, inexplicable pero implacable, y que ningún dolor quedaría sin ser anotado en el debe y el haber del universo.
Así eran mis fantasías cuando aún era inexperto y fácilmente seducible por la esperanza. Envejecer, supongo, es en definitiva ir renunciando a las esperanzas. Y he envejecido. El tiempo ha hecho amarillear las vívidas perspectivas, y el paisaje ha quedado encogido y lechoso. ¿Es esto la sabiduría? Claro que no, es solo cansancio. Es tener cada día menos fuerzas para inventar el futuro, y para confiar en que nuestros inventos se realicen. Admito que los sueños son hermosos, y a veces añoro aquella expectación emocionada que me hacía más alegre y vivaz. Pero doy la bienvenida a ese agotamiento de la voluntad ilusa, porque me da la posibilidad de mirar el mundo con ojos limpios, porque me libera de la esclavitud de las esperanzas.
¿Se puede vivir sin esperar nada? Creo que sí, a condición de que tampoco añoremos ni huyamos de nada. Hay que equilibrar los platillos del futuro y del pasado, retirando paralelamente peso de ambos. Somos plantas que han crecido enfermas y enfermas han pasado la vida. La herida era demasiado profunda para tener cura; todo lo más, se podía aprender a sobrellevarla mejor. ¿Por qué no nos lo dijeron? Yo creí sinceramente en la redención del progreso y la mejora. Creí en los dones absolutos de la experiencia. Luché: casi siempre mal, pero luché. Tenía que bastar con la fe y la insistencia para que un día me levantara capaz, por ejemplo, del amor. Y, sin embargo, hoy me doy cuenta de que no he hecho mucho más que caminar en círculo; supongo que, secretamente, me resistía a alejarme de la turbia patria originaria; supongo que era yo el que, como Penélope, desbarataba de noche las buenas intenciones de quienes me quisieron de día. ¿Por qué? Por miedo, por pereza; porque, sencillamente, no podía salir de mí para volver a mí. Desesperar es renunciar a nuestra aspiración heroica a reconstruir todas nuestras ruinas.
El pasado no debería hacernos felices, ni tampoco desdichados. El pasado, aunque no podamos evitar llevarlo puesto, tendría que languidecer poco a poco en nuestra mente, como hacen los muertos plácidos en la memoria. El tiempo nos roba la alegría de los espectros y, no obstante, los sufrimos con el dolor intacto. Hay que cansarse de sufrir. Hay que desengañarse del pasado, y aceptar que no hay nada más allá de este presente, por árido que pueda parecerles a nuestras ilusiones.
Hacen falta mucha honestidad y mucho coraje para renunciar a ese poder amargo y caliente que nos da ensañarnos con nosotros mismos, reprocharnos no haber estado a la altura de nuestros anhelos; para dedicarse a uno mismo la misma comprensión tibia que se otorgaría a cualquiera. Hace falta una ecuanimidad muy firme para tratarnos con justicia y deponer nuestro poder autodestructivo para internarnos en la larga, incierta y trabajosa aceptación. Un humilde desnudarse de disfraces, enterrar uno a uno los pedazos de nuestras máscaras fallidas. Ese acto de entrega quizá le quede corto a nuestras fantasías grandilocuentes, pero nos regalará el único escenario agridulce en el que es posible vivir. Que tal vez no sea más que sobrevivir, y muy a menudo transigir con lo doloroso y aceptar que siempre habitaremos más o menos lejos de nuestros sueños. Es inútil resistirnos a ese exilio, y patético empeñarnos en no admitirlo.
Para el que opta por la vida, no hay otro camino que transigir. Algunos entusiastas dicen que se trata de aceptar, pero no de resignarse. No acabo de entender la diferencia. Resignación: a que la vida no sea una aventura tan bella como ansiábamos, y a que nosotros tampoco seamos héroes. Resignarse a lo poco que se nos ha querido, y a los muchos que no nos querrán. Resignarse a que no hay más paraísos que los perdidos ni más logros que los modestos goces tras un largo esfuerzo jalonado de fracasos. Resignarse a que más pronto que tarde desapareceremos y se nos olvidará, y el mundo seguirá tan indiferente como cuando lo habitábamos. Desesperar.

viernes, 25 de noviembre de 2016

¿De qué hablamos cuando charlamos?

Quiero solo mostrarme en mi manera de ser sencilla, natural y ordinaria, sin estudio ni artificio, porque soy yo mismo a quien pinto.
Montaigne.


Ayer me encontré con un viejo conocido que, sin ser amigo, me cae bien, y siempre me gusta dedicarle un tiempo, no tanto por lo que podamos decirnos —vivimos en universos paralelos y difícilmente tendríamos en común más que una cierta sensibilidad y el compartir profesión— como por el hecho de estar un rato juntos, de dedicarnos nuestra atención y nuestra afabilidad. Esta vez yo tenía prisa y estaba de mal humor, por lo que le contesté secamente y me marché en seguida. Luego lo lamenté, pensé que su saludo cálido habría merecido otra respuesta por mi parte.
Hay personas que, aun quedándonos del otro lado de la extrañeza, imprimen pequeños retazos de calidez en la cotidianidad solitaria. Cada una discurre por su mundo y difícilmente llegaremos muy lejos en el intercambio, pero probablemente tampoco sea necesario. Nos las encontramos de vez en cuando y constituyen una ocasión para la mutua simpatía. Son como breves melodías escuchadas de paso, que luego tarareamos por un rato y en seguida olvidamos. Tal vez no pongamos demasiada autenticidad en esos encuentros, tal vez no nos sirvan de refugio o de veta de amor, y probablemente no los recordemos en el momento de la muerte. Pero nos brindan una ocasión para la bondad, un episodio de reconocimiento en medio del anonimato cotidiano, y en ese sentido, como las flores en los jardines, esparcen por el mundo aromas ligeros y presentimientos de alegría.
Así suele ser en la mayoría de los encuentros cotidianos. Al señor del bar donde me tomo mi café antes de acudir al trabajo le dedico apenas un minuto o dos: nos saludamos con una sincera sonrisa y comentamos un par de cosas sobre las noticias que están dando por la tele; ocasionalmente le pregunto por su familia, o él me pregunta por mi trabajo, nos respondemos unas pocas palabras y en seguida cada uno va a lo suyo: yo a mirar las noticias o a leer un par de páginas del libro que me acompaña en la mochila, él a atender a otro cliente.
Los bares son lugares curiosos, enclaves privilegiados de intercambio social. Tomar algo suele ser un ritual de sociabilidad, un modo de pertenecer a la tribu, aunque se haga a solas. Siempre me han sorprendido los acalorados debates que a veces se desatan entre los parroquianos. El tema es lo de menos, y entre los hombres casi siempre consiste en algún asunto convencional, que nos comprometa poco: el resultado de un partido de fútbol, la breve reseña de un chisme o despotricar de los políticos. La conversación suele discurrir entre chanzas y tópicos, y puede subir de tono repentinamente (sobre todo si hay alcohol de por medio). Luego cada cual a lo suyo, tal vez no mucho más informados, probablemente sin mucho enriquecimiento reflexivo, pero satisfechos por la ocasión de una compañía que apenas pide nada. Nos marcharemos, seguramente, un poco más impregnados de tópicos sociales, esas fórmulas o memes, como los llama Richard Dawkins, que son de todos y de nadie, y que de este modo se extienden y se van asentando como opinión compartida en la sociedad. En el rato de tomar unos tragos, a veces bastante breve, se han construido más cosas de lo que parece.
Así sucede al menos entre hombres, que somos los visitantes más asiduos de los bares, lo cual dice mucho de nuestra manera de relacionarnos. Las conversaciones entre mujeres, incluso ocasionales, suelen ser diferentes. Hay en ellas más emoción, y quizá por ello más compromiso. Las mujeres se hablan entre ellas de su vida, de sus vivencias, de sus problemas familiares, de sus enfermedades. Se diría que su objetivo no es tanto transmitir información como utilizarla de excusa para estar juntas. Quizá por eso sus conversaciones son más largas y menos convencionales. Desde los ojos de un hombre, las mujeres hablan y hablan, sin demasiado fundamento, a menudo a la vez. Lo milagroso es que son capaces de hablar y escuchar simultáneamente, prodigio casi imposible para un hombre.
No me cabe la menor duda de que, en las tribus primitivas, fueron las mujeres las que nos hicieron avanzar en la sociabilidad, las que ejercieron como columna vertebral de los grupos. Ellas, tal vez por el rol social que se les atribuyó —atención a los hijos, tareas domésticas…— exploraron el estar mientras los hombres nos afanábamos en el hacer. Imagino que ya entonces hablarían largamente, como ahora, de sus sentimientos, sus males y sus sorpresas, sus hastíos familiares y los problemas con sus hijos, mientras tejían o cocinaban. Mientras tanto, los hombres apenas tenían que intercambiar habilidades o instrucciones para la caza, y, por supuesto, medirse permanentemente mediante alardes o peleas. Los hombres, es común constatarlo, somos más simples y toscos en nuestras relaciones; las mujeres son más complejas, lo cual las honra, pero también hace sus complicidades más enmarañadas, y están unidas más estrechamente tanto por sus connivencias como por sus conflictos.
Es evidente que las mujeres hablan más y en general mejor (yo creo que debieron ser ellas las que pusieron las bases del lenguaje), pero, para mujeres o para hombres, la charla sin objeto sirve ante todo, decíamos, como instrumento (y escenario) para el vínculo. No se trata tanto de transmitir información como de habilitar un modo de estar juntos, de acompañarse, tal vez de colaborar o de establecer complicidades. Es lo que se ha llamado la función fática del lenguaje, que probablemente sea su principal función. Porque si de transferir datos relevantes se trata, a menudo las palabras no son tan eficaces como los gestos, las miradas, las actitudes y sobre todo las acciones. Y tal vez por eso en general escuchamos poco, y respondemos poco a lo que se nos dice. La mayoría de los diálogos son como trueques de fotos, sirven para presentar al otro estampas propias; de ahí que cada cual hable mucho de sí mismo sin demasiada pretensión de despertar atención ni de obtener respuesta y se detenga poco en lo que el otro dice. De ahí, también, que buena parte de las conversaciones consista en fórmulas socialmente establecidas que no tienen demasiado significado, que solo son un modo de rellenar el tiempo y articular la comunidad.
Desde un punto de vista funcional, esta característica del lenguaje resulta válida y legítima. No tenemos por qué ofendernos si el relato de nuestras tribulaciones no inspira demasiado interés en el otro, porque lo suyo tampoco nos implica demasiado. En una conversación, por superficial que sea, se está construyendo el encuentro entre dos o más personas, y en ese sentido resulta valiosa. Como dos niños que arman una casa o un coche con bloques, vamos añadiendo por turnos nuestras piezas de complicidad y tiempo compartido. Uno empieza diciendo “¿Cómo estás?”, el otro contesta “Bien”. A primera vista parece trivial, pero se han plasmado muchos mensajes implícitos: te otorgo mi atención, valoro y deseo nuestra interacción, te traslado al margen del anonimato indiferente de la mayoría… Incluso hay que resaltar que una respuesta sucinta y sin detalles (“Bien”) implica la cortesía de no inundar al otro con el relato pormenorizado de nuestros asuntos, es decir, implica un respeto hacia el otro y le transmite: “Sé, y acepto, que tu interés por mí es ocasional, que tu pregunta no conlleva una preocupación o la apertura de un espacio amplio, que lo único que esperas de mí es un intercambio afable sin mayores pretensiones. Por eso me atengo a la ley de la discreción”.
En cualquier caso, largas o cortas, convencionales o sentimentales, la mayoría de nuestras conversaciones nos suelen servir, en primer término, para estar juntos, dirimiendo todo lo que eso significa: la atracción y la simpatía, pero también el pulso de poder, las envidias y los resentimientos; en una palabra, los conflictos. Porque estar juntos tiene muchas caras, y por eso hemos tenido que inventar muchas palabras, y muy diversos modos de expresarlas. Yo, que escribo por reflexionar, a menudo me pregunto si no lo haré más bien como un modo simbólico de sentir la compañía de mi lector imaginado. Montaigne decía que escribía para sí, incluso empieza sus Ensayos recomendando que no perdamos el tiempo leyéndole: “Lector, sabe que yo mismo soy el contenido de mi libro, lo cual no es razón para que emplees tu vagar en un asunto tan frívolo y tan baladí. Adiós, pues”. Pero yo creo que no hubiera hablado tanto ni tan bien si no hubiese tenido en mente a esos testigos desconocidos. Incluso los diarios íntimos se dirigen a alguien, siquiera a ese otro yo que emerge de la interiorización de los demás. Así somos: hasta nuestros actos más secretos son sociales.

viernes, 18 de noviembre de 2016

La tensión de ocultar

La confesión generosa y libre debilita el reproche y desarma la injuria. 
Montaigne.


“Todos mienten” es el título de una película y síntesis de una realidad que empezamos a aprender pronto, con nuestras propias farsas. ¿Se puede vivir sin la mentira? Hay quien afirma que no, y es probable que tenga razón. Porque no podemos mostrarlo todo, porque la relación —lo explicó Erving Goffman— es siempre un teatro que escenifica el esfuerzo de cada cual por salir bien parado. Las personas que optan por mostrarse seguras tienen que disimular cuidadosamente sus vulnerabilidades, y las inseguras han de evitar que se note que podrían serlo más.
Eso cuesta un gran trabajo, y de ahí la ansiedad social. Todo lo oculto es siempre una tensión: esconder requiere un esfuerzo, porque lo natural es mostrar, lo natural lo que sucede por sí mismo es que todo esté a la vista de todos. Cuando una persona se ve impelida a ocultar, está tomando una decisión más grave de lo que parece, está delimitando un territorio que tendrá que defender con gran esfuerzo, porque será permanentemente asediado. Ocultar es como resistir a la expansión del universo: es contener lo que quiere desplegarse, es reprimir lo que quiere esparcirse, es retener lo que quiere escaparse. Es, ante todo, negarse al mundo, que quiere desnudarnos, contraviniéndolo con nuestro esfuerzo por sostener la vestimenta con la que nos cubrimos.
Es más: esa conspiración del mundo por desvestirnos se nos cuela dentro y se convierte en un verdadero enemigo interior, que puede traicionarnos y al que hay que vigilar. Cuando mantenemos un secreto, hará falta mucha atención y mucho trabajo para que nuestras palabras, nuestros gestos, nuestro mero vivir no desvele algún detalle sospechoso, para que no nos comprometa a revelar otro poco, no nos impulse a hablar de más. Pues cuanto más hablemos, lógicamente, más difícil será mantener a salvo lo silenciado.
Por eso la mentira, que es una ocultación, requiere tanto esfuerzo. Hay mentiras leves, casi imprescindibles, y mentiras excesivas, y distinguirlas no es una sabiduría menor. Mentir es remar contra corriente, es ofrecer una verdad fraudulenta a cambio de la verdad verdadera. Ésta, que cae por su propio peso, tenderá siempre a escurrírsenos por las grietas de la que hemos inventado para suplantarla, y eso nos obligará a seguir inventando, tapar una grieta tras otra, simular veracidad en cada nueva incoherencia, valiéndonos de nuevas mentiras, que se encadenan hasta alcanzar un grado de complejidad que ya no podemos manejar. Hay mentiras grandes y brillantes, mentirosos excelsos, y estructuras enteras de la sociedad dotadas de poder para sostener las complejas arquitecturas de la mentira; pero siempre alentará en ellas una amenaza, una vulnerabilidad de fondo, que las hará propensas a derrumbarse cuando uno de sus elementos escape al control.
Las más frecuentes son las que nos contamos a nosotros mismos; y éstas son, a la vez, las más difíciles de sostener. Para llegar a creer que somos lo que no somos, que valemos lo que no valemos o que cumplimos condiciones que en el fondo rechazamos, nos vemos obligados a echar mano de artificios insólitos, a menudo retorcidos, y siempre de algún modo fallidos. Ese esfuerzo por ocultar consume una buena parte de la energía de nuestra vida, y casi nunca para hacernos mejores. En tanto que mentirosos, estamos condenados a vivir atemorizados por la mayor de las amenazas: que acabe triunfando la verdad y no tengamos más remedio que encararla. Cuando los griegos recomendaban conocerse a uno mismo, quizá estaban aconsejando que desistiéramos de ese juego tan costoso y tan vano, y que sucumbiésemos con entereza a nuestra verdad.
El hombre solo es dueño de sus mentiras mientras no ha terminado de pronunciarlas. Desde ese momento, los artificios instituyen un orden propio y, a la vez que nos benefician con sus posibles ventajas, nos sojuzgan con su creciente poder. Como el monstruo de Frankenstein, escapan a su dueño e imponen sus reglas, siguen su propio camino y, al tomar la delantera, no nos dejan más opción que irles a la zaga. La vida, inevitablemente, tiene que contar ya con su presencia; hubieran prestado o no un servicio, ahora nos ponen al suyo. No hay modo de escapar, como no sea encarándolas, invalidándolas, sustituyéndolas de nuevo por la verdad, restaurando el mundo anterior a ellas. Pero, incluso así, después de su paso, el mundo ya no es el mismo: algo se ha roto, algo se ha perdido, algo puede haber muerto estrangulado por sus manos. Y, bien mirado, no es culpa de la mentira: todo en la vida es así, todo nos gasta y nos derrota; si la falsedad lo hace con más saña, es solo porque nos impone un tributo cada vez mayor.
Una mentira es un acto creativo, quizás el acto creativo por excelencia, puesto que no aspira a interpretar la realidad, sino a reemplazarla, a relegarla a segundo plano, por debajo de esa irrealidad que quiere suplirla por un mero ejercicio de voluntad. El hombre consuma así su papel prometeico de artífice, no ya de su propio destino, sino del mundo mismo. Si la mentira es un pecado, lo es precisamente por ese instante de soberbia en que pretende usurpar el atributo divino de la creación.
Pero se trata de una rebelión fallida, una usurpación fracasada. En ese acto supremo de creación, el hombre se da de bruces con sus límites: la pretendida grandeza no era más que una comedia; el hombre se descubre como un mero impostor. Su obra se le escapa entre los dedos: no es más que un decorado, un artificio, una fantasía. “El hombre es un dios cuando sueña”, proclamó Holderlin, pero Calderón, más cauto, le replica desde el escenario: “Y los sueños, sueños son”. La mentira, al final, no cambia nada —salvo en nosotros, y casi siempre para peor—, se desmorona bajo el peso de la facticidad.
La mentira es también un acto de libertad, pero que se agota en sí mismo y que, irónicamente, se transforma en la peor prisión. Cuando damos a la mentira el poder sobre la realidad, le entregamos también la soberanía sobre nosotros. Máquina formidable y espantosa que ponemos en marcha, y que en seguida funciona por su cuenta y nos rebasa y nos arrastra. Se elige la primera mentira, tal vez, pero ella es la que nos reclama, como una ley, todas las que vendrán detrás. Por eso liberarse es regresar a la verdad, por eso dejar de mentir, por caro que cueste, es un descanso, como expresa tan bien Juan en la película Muerte de un ciclista; eso sí, rescatar la verdad tiene su precio, que en algunos casos, como el de Juan —y él lo sabe—, es ciertamente grande; más oneroso cuanto más nos haya alejado la mentira del duro suelo de la realidad. Y hay quien, como el otro Juan de Calle Mayor, no se atreve a pagarlo, y prefiere mantenerse en un limbo de remordimientos e indecisiones que pueden considerarse, en definitiva, cobardía.
La anatomía de la mentira que nos revela Calle Mayor refleja bien el proceso de deterioro del yo con el que la falsedad y la ocultación van socavando al mentiroso, que va perdiéndose a sí mismo a medida que añade leña a su ficción. El que miente queda alienado, obligado a ser cada vez más el personaje y cada vez menos la persona. La mentira no solo provoca un conflicto ético: ante todo comporta un conflicto de identidad. Uno descubre en sí a un intruso, que gana terreno lentamente a costa del yo auténtico, ese que uno creía o esperaba ser. Y lo peor es que el intruso es el que gana, es el que tiene opción de expresarse y realizarse, mientras que el genuino se ve obligado a replegarse, a cederle el sitio y el ser.
La carencia que instaura la mentira es existencial: el mentiroso ve reducida su existencia, condenada a la clandestinidad; se ve privado de intercambios y testigos, es decir, se ve relegado a un aislamiento equiparable al de un secuestro. Y, tal vez sin darse cuenta, como no puede ser de otra manera, acaba por encontrar en el personaje un enemigo, empieza a odiarlo y a conspirar secretamente contra él. Toda mentira, toda ocultación, conlleva un juego esquizofrénico, que nos divide entre lo que pretendemos ser y lo que somos. Que la distancia no sea excesiva, y sobre todo que no confundamos ambas cosas, es algo tan difícil como necesario, si no queremos ser las víctimas de nuestras mentiras y que acabemos por olvidar aquello que ocultamos.

sábado, 12 de noviembre de 2016

El insoportable espesor del ser

L
a contradicción entre peso y levedad es la más misteriosa y equívoca de todas las contradicciones.
Milan Kundera

Gozó celebridad, al menos en su momento, la novela de Kundera La insoportable levedad del ser. Brillante y sugerente título para una obra buena que hubiera merecido serlo más. Pincelada que resume el existencialismo: rebeldía angustiada del ser ante su liviandad, la inminencia de dejar de ser. ¿Qué resulta más asombroso, la improbable excepción de la existencia (que parece haber sucedido a pesar de tenerlo todo en contra, que se alza como una inaudita anormalidad, ya que lo más probable, con diferencia, es no existir), o el hecho de que, una vez acontecida, esté llamada al olvido, a la insignificancia, devorada de nuevo por la enormidad de la nada? Si algo sucede, parece que debería suceder para siempre, y esa es la paradoja del tiempo, padre de todos los cambios, Cronos creador y devorador; y es quizá el meollo de la idea de Dios: o se existe siempre (se está fuera del tiempo), o existir resulta irrisorio, desvaído, casi ofensivo. Bien está que yo no haya sido nada, pero una vez he sido algo, ¿cómo es posible que deje de serlo para siempre?
Si uno se para a pensar en la duración de la nada futura, la nada interminable que se prolongará después de la muerte, no puede dejar de sentirse abrumado por el vértigo y la angustia. El ser consciente de sí mismo aspira a perdurar, a seguir más allá, a no cejar en su condición de ser, que es la única que tiene. El deseo de ser no tiene límite, no se puede querer existir a medias. Sin embargo, puesto que el ser es tiempo, y no hay ser sin tiempo, el ser incluye en sí mismo el destino, incluso el requerimiento, de agotarse en el no ser. Para que algo pueda empezar, todo tiene que terminar. Creo que era eso lo que quería decirnos Heidegger al calificarnos de ser-para-la-muerte. Así que nos debatimos entre la angustia por la certeza del fin y una posible añoranza secreta de cumplir nuestra condición, que es consumirnos.

Una vida interminable, una existencia sin la perspectiva de acabar en algún momento: eso sí que nos resultaría insoportable. Un existir que se alargara y se alargara, que se apiñara sobre sí mismo y no palpase sus límites por mucho que se extendiera: ¿no sería eso la mayor monstruosidad? Puede que nos sirva como fantasía para consolarnos de  la muerte, pero difícilmente nos valdría para vivir.
Borges especuló con el horror de la eternidad. “Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas”, fabula en El inmortal, y concibe con perspicacia la vertiginosa banalidad de un tiempo sin límite: “Encarados así, todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes”. Por otra parte, lo eterno no admite novedad, puesto que cada cosa habría sucedido ya y volvería a suceder, un número infinito de veces. ¿Qué encanto podría tener ningún esfuerzo si nos llevara otra vez al principio, un ir que consistiera en volver? Al anular la sorpresa, la amenaza, la excepción, quedamos condenados al mero hastío; un acontecer perpetuo valdría como la quietud absoluta, un tiempo infinito equivale a la ausencia de tiempo: “Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy”. La intensidad de la vida reside en su precariedad, su provisionalidad, el temblor de su frágil materia llamada al colapso.
Un ser interminable no se vería más que a sí mismo (y si fuera interminable no habría nada más, puesto que inundaría toda la existencia). Estaría incapacitado para el amor, como Narciso al contemplarse en el estanque. ¿Para qué otro, si todo lo que concibo soy yo, si todo lo que existe en mí, que soy todo, soy yo? ¿Valdría la pena una vida sin amor, el insidioso recuento de uno mismo? Del mismo modo que soñamos con ser eternos, y lo que nos asombra es la muerte, nuestro ego sueña también con expandirse sin medida, y vivimos con la identidad herida por la humillación de sus límites. Pero, bien mirado, lo extraño y lo insoportable no es el límite, sino la infinitud, que incluso como mera idea provoca náuseas.
Nietzsche le dio la vuelta a esa idea y le imprimió otro sentido al entenderla como un eterno retorno. La eternidad existe, pero solo como repetición; es un acontecer cerrado que reitera sin cesar el mismo motivo, como el día de la marmota en la película Atrapado en el tiempo, pero sin opción al menor cambio, ni siquiera en uno mismo; de hecho: sin que uno mismo sea consciente. Una propuesta así hincha de trascendencia cada instante, es como un empacho de magnitud. Provoca un cortocircuito en la libertad: al tiempo que la invalida (puesto que no puedo hacer otra cosa que repetir), la eleva a lo absoluto (puesto que lo que elija se repetirá sin fin). Esta otra infinitud lineal no contiene menos peso Nietzsche la llamó “la carga más pesada” ni menos pavor que la inmortalidad abigarrada de Borges. Por lo menos, esta incluye la opción de volver a ser mortal: si hubo un río cuya agua confirió la primera, habrá otro que dispense la segunda. De la eternidad de Nietzsche, en cambio, no se puede escapar.
A Kundera le parece que el eterno retorno otorgaría a las cosas su verdadero relieve, ya que la fugacidad es una “circunstancia atenuante” que “nos impide pronunciar condena alguna. ¿Cómo es posible condenar algo fugaz? El crepúsculo de la desaparición lo baña todo con la magia de la nostalgia; todo, incluida la guillotina”. Sin embargo, parece una visión muy poco compasiva con la precariedad humana. Somos seres ignorantes y sufrientes: resultaría cruel condenarnos a repetir una y otra vez nuestros errores y nuestras mezquindades. En cierto modo, merecemos esa nostalgia que repugna a Kundera. Hitler debe ser inculpado, pero una sola vez y para siempre; en algún punto de la condena hay que perdonar, o estaremos a su altura de lo monstruoso. La grandeza de la película Atrapado en el tiempo es, precisamente, que da la oportunidad de aprender y corregir, lo cual es casi redimirse.

Retomando el título de su libro, podríamos replicar a Kundera que lo insufrible no es la levedad, sino el espesor. La levedad puede sobrellevarse, porque es la característica de todas las cosas; es lo familiar, lo que la vida nos ha enseñado desde el incierto pecho de nuestra madre, que nunca curaba definitivamente el hambre. Desde entonces, todas las hambres y todas las saciedades se revelaron siempre provisionales. La levedad, que nos parece triste, en realidad nos alivia: del peso de demasiados días que se suman, demasiados abatimientos que se apelmazan, demasiados entusiasmos que nos extenúan, demasiado yo que se repite. Nunca querríamos irnos, siempre pediríamos un día más, pero quiero creer que, cuando llegue el momento de consumirnos y verternos en la ceniza, lo haremos con algo de contento: la satisfacción de descansar, como cantaba Jorge Manrique, de que se cumpla un capítulo y entre aire fresco en esa parte del mundo que ocupábamos. Vivir es demasiado oneroso para que se prolongue sin fin.
¡Cuánta sabiduría hay en dormitar, en charlar sin objeto (preferiblemente riendo), en vagar mirando escaparates, tomar un café, jugar con nuestros hijos, hacer el amor! ¿Qué sentido tiene ese delirio por lo productivo, ese desprecio de lo supuestamente inútil? Arrogantes, lo llamamos perder el tiempo, cuando todo tiempo es para perderlo y mejor si fluimos por él casi sin darnos cuenta, como de pasada, como en un sueño. Epicuro solo aspiraba al regocijo de un trozo de queso y de la compañía de los amigos; y cuando estos faltaban, se contentaba con su recuerdo. Por eso los niños y los viejos son los más sabios: porque son los menos condicionados por la manía del rendimiento, y saben que todo en su vida es importante, pero nada es serio.
Se replicará que a veces hay que luchar: porque es lo justo, o porque es lo épico, y también necesitamos la justicia y la épica. Y es cierto: no solo somos criaturas del tiempo, también lo somos del proyecto, o más bien una cosa lleva a la otra. Pero a veces nos tomamos los entusiasmos y las indignaciones demasiado a pecho, y olvidamos que ninguno tiene valor por sí mismo, solo el que nosotros le damos.  Los principios éticos se agotan en la frontera de la muerte. Así, cuando nos esforcemos, hagámoslo con frescura, con alegría, con amor, y recordando que al final siempre acabaremos perdiendo. Nietzsche amaba los excesos de la épica, pero a cambio estaba dispuesto a pagar su precio en soledad, en dolor, y es probable que sucumbiera sin reparo a la locura. El que prefiera no sucumbir bajo la épica, mejor que se eduque en el desprendimiento. 
Tal vez si admitiéramos nuestra insignificancia nos haríamos la vida más amable, y se la haríamos a los demás. Encajaríamos mejor el dolor, la enfermedad y la muerte, que forman, en definitiva, parte de la vida. Eso sí sería querernos un poco a nosotros mismos, como pedía Alain (y ni siquiera aquí hacen falta excesos). Hay que preferir una vida ligera. La pesadez del ser es lo que resulta insoportable.

sábado, 5 de noviembre de 2016

Luces y sombras de la compasión

¡Qué fácil es sentir afecto por aquel a quien compadecemos! ¡Qué fácil es ver sus partes buenas, evocar sus recuerdos entrañables, entender sus razones! Incluso amarlo. ¡Qué fácil es amar los amores perdidos!
Nos enteramos de una enfermedad, de un revés aciago, de una pérdida económica, y la pena suaviza nuestras viejas rencillas, nuestras antipatías inconfesadas, nuestros resentimientos. Alquimia del dolor: no es que dejen de estar ahí, pero pasan a un segundo plano y es como si perdieran importancia, como si de repente se vieran empequeñecidas por la rotundidad del sufrimiento, que a todos nos iguala, como han cantado los poetas. Lástima que tengamos que esperar a ver sufrir para que se despierten nuestra empatía y nuestra solidaridad, pero bienvenidas sean aunque hayan tardado.
Sin embargo, ¿a qué se debe realmente ese cambio en nuestra actitud? ¿Es porque compartimos la pena, o más bien porque la nueva topografía relativa nos deja en un lugar mejor con respecto al otro? La vulnerabilidad del otro revela una cierta supremacía en nosotros. El viejo enemigo, el antipático vecino, que nos humillaban con su suerte o su altivez, se ven remitidos a la impotencia de lo humano. También ellos fueron heridos por la vida, también ellos están sometidos a la ley de la merma, de la enfermedad, de la muerte, esa que según Heidegger constituye nuestra más profunda esencia. Vivir es perder, es estar siempre expuesto “a ser trizado, ¡zas!, por una bala”, como escribe Blas de Otero y canta Paco Ibáñez.
Solemos olvidarlo en nuestras cuitas cotidianas, y quizás hagamos bien, o de lo contrario la angustia nos paralizaría. Solemos levantarnos cada día como un día más, una jornada en la que reinará lo acostumbrado, que nos aburre pero también nos tranquiliza. Y en la tensión de los poderes y en las pequeñas batallas con todos los que nos rodean, a veces creemos ganar, y eso nos hace sentirnos más grandes, y otras veces perdemos, y eso parece disminuirnos. Lo primero lo anotamos en la lista de los gozos, porque, nos lo explicó Spinoza, el hombre que constata su poder se alegra; sin embargo, deja arañazos en la piel del prójimo. Lo segundo nos araña a nosotros, y tenemos que odiar un poco a quien nos lo hace sentir, para no odiarnos a nosotros mismos.
Sin embargo, la fortuna es una rueda, como nos recordaban los clásicos. Spinoza lo relata con precisión: ahora sucede algo que nos crece, a continuación algo que nos disminuye, y vivimos así sumidos en una montaña rusa de afectos buenos y malos según nos vayan las cosas. Creímos ser mejores que aquel, y resultó que él llegó más lejos, y algo en nosotros se da cuenta de lo vana que era nuestra arrogancia. Y en cuanto a aquel otro al que no perdonábamos que se las diera de superior, de repente somos testigos de su menoscabo, y entonces no solo se hace fácil perdonarle —puesto que ya no es un enemigo—, sino que incluso podemos compadecerle y exclamar: “¡Pobre!” No digo que ahí no haya una tristeza sincera —la tristeza de la empatía, de comprender que esa pobreza que vemos en el otro es también la nuestra, de presentir en el sometimiento ajeno aquel que nos desgasta a nosotros—, pero es obvio que también hay algo de desquite o reequilibrio. Y nuestra compasión suele contener vetas de ello; por eso se nos hace tan fácil, por eso incluso nos complace. Por eso procuramos pasar de puntillas por nuestros propios males cuando nos ponen en desventaja, y sin embargo nos prodigamos en los ajenos.
No siempre es así. El dolor propio puede ser cultivado, convertido en una estampa que revelamos a la menor oportunidad. El depresivo se ceba evocando una y otra vez lo que le hace sufrir. ¿Por qué un comportamiento tan aparentemente contrario a la propia entereza, a esa alegría que se supone que preferimos todos? Tal vez porque enmascara así dolores o amenazas superiores: padecer con un guion preestablecido para no afrontar tormentos más aterradores. O como coartada para no tener que afanarse en cambios demasiado difíciles. O como ensañamiento en viejas querellas (porque nuestro sufrimiento hace sufrir a los que nos quieren, o lo haría si estuvieran presentes). Pero cuando esas mortificaciones se hacen públicas, cuando se despliegan como un espectáculo, a menudo están llevando un mensaje a los demás: “No me ataquéis, no me temáis, no me odiéis, no me ignoréis; mirad cómo sufro: necesito vuestra delicadeza, vuestra protección; necesito que me toleréis lo que no soléis tolerar, que me deis vuestra comprensión y vuestros cuidados”. Los psicólogos lo saben bien, lo llaman facilitar la afiliación. Los más fuertes la ganan con sus méritos; pero también se puede inspirar con los fracasos, puesto que estimulan la simpatía y el amparo.    
Simpatía y amparo: qué fáciles se nos hacen cuando nos sentimos superiores. Y siempre hay algo de sensación de superioridad ante el dolor ajeno. En definitiva, comprobar que todos sufrimos promueve la solidaridad, la amabilidad, el perdón, y todo eso nos une y es bueno. La mayoría no queremos demasiada ayuda, porque nos hace sentir impotentes, ni demasiada compasión, porque nos humilla; una vez más, todo en su justa medida, todo en su momento adecuado. Los reclamos de ayuda persistentes también pueden acabar por sugerirnos un abuso, y vernos obligados a compadecer nos fatiga, nos molesta y despierta el menosprecio. Pero, sin llegar a esos extremos, seguramente necesitamos la compasión para desplegar nuestra humanidad.
Rilke concebía el amor como la mutua protección de dos almas solitarias; proteger implica la conciencia de la vulnerabilidad. Sufrir y ver sufrir —si no es en demasía, si no es por mucho tiempo— nos hace menos solitarios, nos impulsa al acercamiento y al abrazo. Si uno cae, el otro le ayuda a levantarse: aunque se alegre de no ser él quien ha caído, sabe que un día será al revés.

sábado, 29 de octubre de 2016

La volatilidad de los afectos

Es un asombro advertir lo fácilmente que me he desprendido de amigos y amores. Durante un tiempo fue la intensa proximidad, y un día, casi de repente, cayeron en la insignificancia y el olvido. A veces distanciarse era algo necesario, o al menos deseado: cuando se había perdido el aliciente, o las promesas, o la conmoción, o simplemente la alegría. Había en el olvido, en el pasar página, algo de requerimiento o de apremio; la vida ya no era grata junto a ellos (ni para ellos junto a mí, supongo, porque estas cosas suelen transitar en las dos direcciones), se había impuesto la decepción o la rabia, o sencillamente el cansancio; el olvido era cuestión de salud o de renovación.
En otros casos, el desafecto fue avanzando casi en silencio, por agotamiento, y un día ya no quedaba nada que hacer juntos, o al menos la extrañeza había ganado al gozo y hacía preferible —natural— que la distancia ganara a la querencia. Uno se puede reprochar a sí mismo el descuido, la indolencia, el no haber reaccionado cuando era tiempo y dejar que se marchitara lo valioso. Pero a veces incluso el descuido es justificable: la vida nos arrastra con demasiada fuerza y, sencillamente, ya no tenemos sitio para algunas personas. Su estatus había cambiado, su amistad tenía más de tarea que de promesa, ya no quedaba mucho que hacer juntos. Algunos olvidos fueron la cristalización deliberada de una necesidad. Otros, sí, sucedieron por desidia, por permitir que creciera la hierba en el camino del amigo.
Lo increíble es cómo, habiendo sido importantes y casi imprescindibles, un buen día se los llevó el alud del tiempo y no quedó de ellos más que, a lo sumo, un buen recuerdo y alguna foto. Esa pasmosa volatilidad de los afectos es una muestra más de lo inconsistente de nuestra presencia; levedad necesaria —¿quién podría vivir cargado de bártulos del pasado?—, pero en definitiva triste, porque nos recuerda que el devenir nos engulle a todos. También demuestra que la mayoría de las relaciones tienen menos calado del que creemos en su momento, y que toda amistad —como el amor— tiene su reclamo de esfuerzo y cuidado. La profundidad de una relación debe labrarse a lo largo del tiempo, de hecho debe ir contra el tiempo, renovando permanentemente el mutuo reconocimiento. Solo así ganará un significado más allá de lo ocasional. Está claro que la amistad requiere su trabajo, como la jardinería, y que no basta con el afecto, en el fondo tan inconstante. La amistad es también decisión y voluntad: el arte del que hablaba Erich Fromm.
La mayoría de la gente con la que nos cruzamos está tan incrustada en un determinado escenario que viene y se va arrastrada por los vientos de las circunstancias. Cambia el contexto y ya no tienen cabida, o se ven relegados a una indefinición en la que languidecen y acaban por difuminarse. Una nueva actividad, un cambio de casa, el comienzo o la ruptura de una pareja siempre traen o se llevan su constelación de vínculos; lo que parecía intenso, profundo, devoto, dotado de una trascendencia permanente, resultó ser más ocasional de lo que creíamos; de pronto vemos que ya no vale la pena, o no lo vale tanto, que pertenece al pasado o así lo preferimos. Solo sobreviven al paso del tiempo aquellos con los que logramos construir significados más profundos, hundir sus raíces en complicidades más perennes.
Debemos ser justos con nuestras limitaciones. El tiempo es escaso, los requerimientos muchos; es natural que la distancia o un cambio de prioridades imponga sus restricciones. Actualmente, además, conocemos a mucha más gente que nuestros bisabuelos, que vivían en comunidades pequeñas de las que apenas salían en su vida. El ser humano, a lo largo de casi toda su historia, convivió en hordas o en pequeñas colectividades aisladas. Hoy hacemos muchas cosas, nos desplazamos más lejos, nos comunicamos hasta con desconocidos. Las relaciones son más variadas, pero también más inestables, y probablemente la mayoría son superficiales. Tal vez el ritmo frenético de nuestro tiempo nos haya acostumbrado al rápido paso de oleadas de gente por nuestra vida. Y no es eso, en realidad, lo sorprendente: lo más impactante es que la mayoría de nuestros conocidos salten con tanta facilidad del anonimato a la amistad y de la amistad al anonimato, sin apenas dejar huella. Se diría que nuestro mundo ha debilitado los vínculos.
Y, en fin, hay que admitir que algunos somos, por talante, más desapegados que otros: mis parejas trajeron las podas más implacables de amistades, como si el deslumbramiento del amor velara los modestos centelleos de los amigos, o más bien como si hubiera que escatimar atenciones para reservárselas a la pareja. Cuando se acaba el amor y recuperamos la mirada descubrimos hasta qué punto su fuego dejó nuestro paisaje hecho un erial.
También he dejado por el camino mucha gente buena a la que quería de veras, simplemente porque estaba demasiado sumido en la existencia, aunque creo que eso solo ratifica lo endeble de los lazos que nos unían. Al final (con suerte y cuidado) solo quedan los vínculos más sólidos, los que nos definen: la familia y un puñado escaso de viejos amigos con los que nos llamamos de vez en cuando. Quizá sea justo y algunos no podamos pedir (ni pedirnos) más.

sábado, 22 de octubre de 2016

Eudemonía y voluntad


A mi amigo Julián, filósofo a ras de tierra.



Eudemonía (con acento en la i, antes me sonaba fatal, pero ya me he acostumbrado): felicidad apacible y recóndita como las aguas de un remanso. Una felicidad tan discreta, tan sutil, que a nuestros ojos sedientos de fuegos artificiales no lo parece; y, sin embargo, tal vez sea la única que vale la pena, porque nace con vocación de durar, de impregnarlo todo como un aroma, un modo de mirar y de hacer, un presente mansamente activo que se sostiene por sí mismo y no necesita aludir a nada más allá de él.
Eudemonía: la dicha realista que está siempre a mano para quien quiere verla, la vida que se deja iluminar por el sol de media tarde. Los griegos la inventaron y buscaron con denuedo su vereda. Aristóteles le dio su definición más bella: vivir acorde al propio proyecto, convertir la fidelidad a los principios en virtud, que es la práctica del equilibrio, el camino medio entre tendencias extremas. “El bien del hombre es una actividad del alma de acuerdo con la virtud, y si las virtudes son varias, de acuerdo con la mejor y más perfecta, y además en una vida entera”. Epicuro, sin contradecirle, procuró ser más pragmático y se centró en la alegría del disfrute sereno, que convirtió en forma de vida en su Jardín de Atenas: “El estado de felicidad lo alcanzan la alegría y suavidad de sentimientos y la disposición del alma que dispensan los propios bienes de la Naturaleza”. Los estoicos profundizaron sobre todo en el desarrollo de un estado de ánimo firme e imperturbable. Séneca lo resume así: “La vida feliz es la que está conforme con su naturaleza... Es feliz el que está contento con las circunstancias presentes, sean las que quieran... El sumo bien es la firmeza y previsión y agudeza y cordura y libertad y armonía y compostura de un alma inquebrantable... Obedecer a la Vida es libertad.”

Eudemonía es phrónesis (prudencia, equilibrio, sentido común), es la ecuanimidad que restaura la verdadera medida de las cosas; es ataraxia (liberación de todo lo prescindible, y en especial de lo que nos perturba). Es, también, cumplir el deber y la norma, tal como los entendemos o los establece nuestra naturaleza, como postulaban los estoicos. Es autarkéia (no depender de nada, algo así como el desapego budista). Buda, desde otra tradición, nos dejó buenas pautas para atajar el sufrimiento y promover la plenitud, y sus consejos no están tan lejos de los hallazgos de los maestros griegos; tiene la virtud de preferir la práctica a la palabra, el hábito a la razón: no parece mala estrategia reflexionar con los filósofos griegos y ejercitarse con las prácticas orientales.
La prudencia reclama una gran lucidez si no queremos que se convierta en apocamiento; lucidez y valor, o valor para mantenerse lúcido. Esa lucidez implica distinguir lo secundario y no sufrir por ello ni dedicarle más energía de la que merece: ¡cuántas veces padecemos sin necesidad, por el puro hábito de sufrir, tal vez por hinchar nuestra vida de importancia! Y, si somos consecuentes, al final llega quizá lo más difícil, al menos para los perezosos como yo: hacer lo que debe ser hecho, ni más ni menos. Si uno está en un bello paraje de montaña, lo que debe ser hecho es disfrutarlo y no abrumarse con preocupaciones remotas (¡y tan a menudo irrelevantes!). Y a la hora de volver a los deberes cotidianos, será mejor hacerlo con alegría, dispuestos a afrontarlos pero sin dejar que dependa de ellos nuestra paz interior.

La mayoría de las tradiciones están de acuerdo en considerar la plenitud interior al alcance de todos: aprendiendo a pensar bien y a actuar bien. Pero también todas ellas consideran que se trata de una senda ardua que requiere nuestro empeño, nuestro esfuerzo, nuestro tesón. En definitiva, la voluntad. Porque la plenitud debe ser conquistada, la felicidad es el resultado de una tarea, como nos decía Ortega. Construir lo deseable cuesta, hay que llevarle la contraria a las muchas inercias que integran la facticidad, hay que apañárselas con esa maraña de impulsos contradictorios que nos constituyen, y entre los cuales la voluntad no suele ser el más fuerte. Y por eso el proyecto humano es una historia de intentos y recaídas, de valor y vulnerabilidad. No basta con querer: hay que seguir queriendo, hay que querer cada vez mejor; hay que fortalecer la voluntad y apuntalarla cuando flaquea.

El entrenamiento de la voluntad es lo que más me asombra del método que un amigo describe sobre el Proyecto Hombre. Se trata de una institución que atiende a personas que se hallan envueltas en situaciones autodestructivas (por ejemplo dependencias) y procura dotarlas de los instrumentos para salir del caos y recuperar el timón de su propia vida. Según me cuentan, por ejemplo, uno se hace por escrito una distribución del tiempo y se compromete a cumplirla. El apoyo terapéutico consiste en revisar hasta qué punto se está cumpliendo con ese compromiso. Ese ejercicio diario es una gimnasia del dominio de uno mismo: al principio, mediado por un terapeuta a modo de tutor; luego, cada vez más autónomo. Se podría pensar que es lo contrario del budismo, que propone el desapego. Sin embargo, para alcanzar el desapego hay que seguir una rigurosa disciplina. Y no hay progreso sin disciplina: las buenas intenciones solo nos sirven si las transformamos en hábitos. “Estos consejos –le escribe Epicuro a un discípulo-, pues, y los afines a ellos medítalos en tu interior día y noche, contigo mismo y con alguien semejante a ti”.
Así es como en Proyecto Hombre refuerzan la voluntad. Pero también el sentido común ¿serviría de algo la una sin el otro?. Utilizan el método socrático: hablan y hablan analizando, para aprender a distinguir lo esencial de lo secundario, para establecer cuáles son las actitudes y las formas de actuar que nos ayudan frente a las que nos socavan. “La gente es infeliz o por miedo o por apetencia infinita y vana –escribe Epicuro-. Si la gente refrena esos impulsos está en disposición de conseguir para sí el bendito raciocinio”. Hablan porque hay que actuar, y el objetivo es hacerlo bien, y actuar es salir de la impotencia, como señalaba Spinoza, para quien la alegría era, precisamente, experimentar la potencia personal. El puente entre las buenas ideas y los buenos actos es la voluntad puesta al servicio de moldearnos. Y si lo hacemos bien, encontraremos la eudemonía por el camino. Es un buen camino.