Si la rareza reside
en la excepción, todos somos raros desde algún punto de vista. Todos nos
salimos del guion en algún momento, y somos señalados por el dedo cruel de la
desaprobación social, esa agria valedora del adocenamiento de la tribu. ¿Cómo
te atreves?, parecen decirnos los portavoces de la normalidad (es “normal” lo
que se atiene a la “norma”). ¡Vuelve aquí, aprisa, antes de que sea demasiado
tarde!
sábado, 21 de diciembre de 2019
viernes, 13 de diciembre de 2019
Nacionalismo y tribu
El propósito de la tribu es determinar a quién apoyar y a
quién matar. Michael
Walzer.
viernes, 6 de diciembre de 2019
El mito del amor romántico
¿Por qué nos
aferramos tan insistentemente al mito del amor romántico? ¿Por qué nos encanta
frecuentarlo, sobre todo cuando estamos solos y nos compadecemos de nosotros
mismos? ¿Qué seducción irresistible tiene, para invadir tan a menudo el
pensamiento mientras nos deshacemos en suspiros? Hace las delicias de las
tardes de lluvia y los paseos melancólicos. Pero no se trata de una simple distracción,
o de una ensoñación volandera: lo saboreamos con talante trágico, nos
regodeamos en concebir su relato en detalle, con una mezcla de lamento
dulcemente desesperado y evocación nostálgica de idealizadas ternuras.
viernes, 29 de noviembre de 2019
Fin de los grandes relatos
Se habla de relatos o metarrelatos,
desde que F. Lyotard acuñó el término, para aludir a esos supuestos generales
implícitos, esos sentidos que la mayoría, dentro de una cultura o una sociedad,
atribuye al mundo. Entiendo que, más o menos, equivaldría a “modelos”,
“paradigmas” o “ideologías”. Así, el relato platónico-cristiano postula el dualismo,
la división entre un mundo empírico y otro mundo espiritual superior y eterno;
el relato socialista considera la historia un progreso dialéctico en la lucha
de clases, que desembocará en su abolición final. Los grandes relatos aspiran a
explicar la totalidad de lo real, partiendo de un axioma comúnmente aceptado, y
fijan una meta colectiva que se identifica con la felicidad. El liberalismo y
el fascismo serían otros relatos de la modernidad.
viernes, 22 de noviembre de 2019
La loca de la casa
“La imaginación es la
loca de la casa”, dicen que dijo Teresa de Ávila. Nos prevenía así de la dulce
seducción que nos inspiran los vagabundeos de la mente: porque esa “locura”,
que es su virtud, es también su gran peligro, y tanto puede abrir un camino
original como extraviarnos en él. Es cierto que no hay nada más loco que la
realidad, ni más inquietante que una lucidez sin abrigo. Pero, como decía
Rilke, ese mundo que nos abruma no deja de ser nuestro mundo; en cambio, los
mundos de la fantasía tienen algo de inhumano.
viernes, 15 de noviembre de 2019
Sísifo dichoso
La proposición del hombre absurdo de Camus,
tal como la expone en El mito de Sísifo, es una respuesta íntegra y
coherente al desconcierto de nuestra intrascendencia, pese a no curar la angustia
ni aliviar la nostalgia de significado. En lugar de eludir el sinsentido con
artificios o excusas, la mente lúcida se planta ante él y lo sostiene. Es el
coraje, la terquedad si se quiere, lo que toma el timón del individuo.
¿Cómo vislumbrar sentido en el erial absurdo en que
nos arroja la perspectiva de la nada? La razón no puede responder, como ya le
reprochó Pascal, quien, decepcionado, la descartó por completo y eligió
regresar a las razones del corazón, a las plácidas penumbras de la fe. Camus ve
en esa huida un “salto”, un vuelco de traición a la verdad que Sartre habría
considerado mala fe; quiere mantener la lucidez hasta donde le lleve.
La condena de
Sísifo le parece la metáfora apropiada del drama existencial. El reo eterno
remonta su piedra con esfuerzo y dolor, y la ve caer con amargura. Camus le
sugiere hallar, en esa tarea atroz, la alegría de ser él mismo, de cumplir su
destino, de fundirse en el misterio de las cosas, asumiendo un universo que no
responde. En vez de inventar componendas, Sísifo contempla y actúa, y halla la
felicidad en ese mero actuar, aunque lo retenga encadenado a una ladera y una roca.
“Hay que imaginar
a Sísifo dichoso”, concluye Camus. “El esfuerzo mismo para llegar a las cimas
basta para llenar un corazón de hombre”. Esta entrega, aun siendo fruto de la
razón, ya no es racional. Es un presentimiento, un envite; es amor a lo que es.
Cuando uno ama no precisa interrogarse, porque el amor contiene todas las
respuestas.
En
ese punto se deja de pensar, se detienen los embrollos de la mente: un corazón
pleno, que ha contactado con la intensidad, no necesita dar saltos para
recuperar el abrigo de los dioses. Se dirige de otro modo al universo, en el
que ya no encuentra un territorio frío y ajeno ante el cual se recortaba la
sombra de la identidad consciente: se ha instaurado una nueva confianza que no
requiere ser traducida en pensamientos. De repente, basta con vivir. Y si vivir
es dolor, ese dolor queda absorbido por la misma entrega del ser completo.
La obstinación en
el sentido, personalmente, no me ha empujado a vivir, sino a pasarle cuentas a
la vida. La vida calló siempre, y yo me quedaba más desolado. Así le sucedía a
Unamuno cuando se obcecaba en la trascendencia: son angustias sin solución,
legítimas y humanas, pero al cabo infructuosas como los lamentos. Un yogui o un
budista también son, a su manera, absurdos y obstinados, pero usan esa fuerza
para emanciparse. Mi obstinación me ha sumido en la rumia angustiada; a veces he
creído tomar las riendas y establecer compromisos, pero la vida no tiene por costumbre
ceñirse a sus contratos. Al final, como Sísifo, me encuentro con la roca rodando
igual por la pendiente. Porque la roca es un misterio, su caída es un misterio,
los propios dioses y su maldición son un misterio. Y lo soy yo con mi destino a
cuestas.
Tal
vez no pueda celebrar ese misterio, pero puedo amarlo. Puedo, como Camus, encogerme
de hombros y atenerme a su tributo. Al fin y al cabo, yo me defino por esa
peculiar relación con la roca. Consumaré mi naturaleza sin reticencia. Me zambulliré
en mi naturaleza —la pendiente, la roca, la gravedad, la desmesurada maldición
de los dioses— y cumpliré mi destino. Hay en ese gesto una dignidad y una
libertad nuevas que ayudan a seguir adelante. Podría no seguir, simplemente elijo
hacerlo. No hay razón para vivir, pero tampoco para morir. Y menos aún para
ponérmelo difícil.
viernes, 8 de noviembre de 2019
Decepción
Un buen amigo nos
traicionó; nuestra pareja nos abandona; alguien que nos ayudó resulta que lo
hizo interesadamente. La decepción es un sobresalto que nos aflige, a veces
hasta paralizarnos. Un hecho contradice una expectativa positiva, cuestionando
alguna convicción feliz que, irremediablemente, queda herida, y que por
consiguiente hay que reformular. La decepción reduce así el campo de nuestra
satisfacción; hace el mundo más inseguro e ingrato. Hace más improbable la felicidad,
afectando a uno de sus puntales significativos: la confianza.
sábado, 2 de noviembre de 2019
Norma y normalidad
“Es un tipo normal”,
se dice a menudo, y uno no sabe muy bien qué se está diciendo de él. Usado como
definición, el término apenas alude a un cierto encaje en lo “habitual”, lo
socialmente establecido. Como valoración, “normal” tanto puede sonarnos a
elogio tibio (por contraposición a “raro”) como a leve despecho (por contraste
con “especial, extraordinario”). Así que uno no sabe si desear que lo
juzguen normal: por un lado, resulta tranquilizador, pero por otro parece
relegarnos a la mediocridad. ¿De dónde sale la curiosa idea de “normalidad”?
¿Qué es lo “normal”? ¿Cómo se establece? ¿Y por qué nos importa tanto?
viernes, 25 de octubre de 2019
Alma
El vocabulario psicológico
nace impregnado de espiritualidad, y tiene sentido: el cuerpo se percibe, pesa,
duele; en cambio, la mente parece no ser de este mundo. Las sutilezas del comportamiento parecen
hundir sus raíces en los oscuros pozos del misterio. En ellos se inspiran las
religiones, que funcionan como artefactos masivos de ingeniería psicológica.
Este aroma
espiritual de la mente se manifiesta empezando por el propio término
“psicología”, que toma del griego la partícula psyche, alma: la
psicología, como es sabido, vendría a ser en origen una especie de tratado
del alma, o sea de la mente, ya que en la Antigüedad ambos términos se
solapaban.
viernes, 18 de octubre de 2019
Incertidumbre
Pocas sensaciones tan
devastadoras como la incertidumbre. Tanto, que preferimos una mala explicación
a un vacío de argumentos. De ahí que, desconcertados frente a la ignorancia,
inventemos constantemente, o que nos adhiramos con tanta avidez a lo inventado. De ahí que seamos pasto fácil de magias y fanatismos, que dan
razón de todo (aunque sea irracional y a menudo delirante) y no dejan ningún
resquicio a la temida duda. De ahí que pensar, que es una tarea siempre
incierta y siempre inacabada, nos dé vértigo, y procuremos eludirlo con distracciones.
De ahí que saquemos una y otra vez conclusiones precipitadas y las sembremos de
remiendos desesperados en los mil boquetes por donde hacen aguas. De ahí que,
en fin, nos sintamos tan desolados (arrojados a una soledad descorazonadora,
abandonados en medio de la nada como cuando éramos niños) cuando se nos pincha
el globo de una vieja convicción.
viernes, 11 de octubre de 2019
La era de la voracidad
Somos muchos. Basta pasear por
una avenida céntrica, asistir a un espectáculo multitu-dinario, acudir a una
gran superficie comercial, para que la concurrencia humana nos inspire una
sensación de exceso, un desbordamiento avasallador y amenazante. Somos muchos
y, sobre todo, somos voraces.
En los centros
comerciales se hace patente el saqueo al que nuestra profusión ávida somete a
la naturaleza: la avalancha de objetos que acaparamos, cachivaches inútiles ―o de efímera función simbólica― que, lo lamentaba Z. Bauman,
se transforman en basura junto con sus envases (porque sobre todo compramos envases)
en el mismo momento de sacarlos de estos. El ancestral, poético amor por el objeto y por
el regalo se traduce, cuando el contexto es de opulencia, en un ritual
frenético y mustio, el ritual del consumo.
viernes, 4 de octubre de 2019
Greensleeves
Fue un amor a primera
vista, un súbito hechizo en los albores de la adolescencia, ese tiempo en que
uno está más abierto a creer en las promesas. Me bastó escuchar su melodía una
vez para que sintiera que se me había revelado todo, como en la inspiración de
un dios niño; para saber que me acompañaría el resto de la vida, dispuesta a
repetírmelo a media voz frente al hogar ensimismado de las tardes de invierno.
La descubrí en la
delicada versión de Vaughan Williams, que se posa como un bálsamo en el
aturdimiento fascinado. En los primeros acordes ya nos traslada al bucólico
paraje de campos verdes y blandas lomas, prados flanqueados de arboledas por
donde corretean pastoras como ninfas que nos reservan delicias de amor en las
umbrías. “Moza tan hermosa no vi en la frontera, que aquella vaquera de la
Finojosa”, canta el Marqués de Santillana en sus Serranillas. “Perdí la carrera por tierra fragosa, do vi la vaquera
de la Finosoja”. Pero la gentil pastora no era más que la emisaria de sus propios
sueños de amor.
martes, 24 de septiembre de 2019
Filosofía emocionada
Pensar tiene su don y su
frontera. A menudo, la mente juguetea, vagando por los ingrávidos paisajes de
la memoria y la imaginación, saltando de rama en rama sin objetivo: si no se
pierde en sus propios laberintos, tal vez germine en la creatividad. En otras
ocasiones, organiza y modela las ideas y arma estructuras de significados
nuevos: admiración para quienes nos enseñan a hacer que el pensamiento sea más
certero, más ingenioso, más coherente; exploradores que se adentran en los
repliegues de la razón para cartografiar sus sutilezas.
Tenemos una gran deuda con los adalides de la
lógica. Pero la filosofía que nos urge, la que indagaban Epicuro, Séneca,
Montaigne y otros que solo amaban el pensamiento cuando podría hacernos mejores,
es la que nos oriente, como decía este último, acerca del buen vivir y el buen
morir. “Pensar mejor para vivir mejor”, es la divisa de Comte-Sponville: que el
pensamiento nos sirva como guía y como instrumento en nuestras singladuras
cotidianas, que nos acompañe y nos reconforte; que nos transforme, con esfuerzo
y suerte. Y para eso la razón es necesaria, pero no suficiente. Hace falta
belleza, impacto y sacudida, es decir, arte. Hace falta una filosofía que emane
también ―¿sobre todo?― de la emoción y se dirija a ella, que nos conmueva y nos
remueva, como hacen las obras maestras de un pintor, un músico o un poeta.
El verdadero arte está lleno de esa filosofía que buscamos. Al acceder directo al sentimiento, lo fecunda de reflexión. Si uno percibe con atención una obra de arte, si se da tiempo para dialogar con ella, nunca volverá de vacío. Tal vez no sepa cuál ha sido el efecto concreto, pero esa ignorancia no impedirá que algo haya cambiado. El arte está tan cerca de la verdad candente que entiendo que algunos tengan bastante con él. Yo no. Yo, como el amor vacilante, necesito pensar, y creer que lo que pienso también es verdad. Necesito hablarme, preguntarme, vislumbrar convicciones aunque siempre sean provisionales; necesito intentar convencerme, aunque nunca lo logre del todo. Por eso me debato con la filosofía, igual que Jacob con el ángel, esperando que me bendiga de algún modo. Una filosofía que quiero que me persuada, que me derrote; que me estremezca.
¿Filosofía terapéutica, tal vez, ahora que
está de moda lo saludable? Tal vez. Así se les ha tildado, por ejemplo, a las
doctrinas de Epicuro o de los estoicos. Queremos que nuestra vida sea fértil y
luminosa, que haya en ella sentido y refugio. La filosofía ayuda, y en este
tiempo en que no faltan especialistas, hay también filósofos que se ofrecen
como consejeros. “Pensar mejor para vivir mejor”: ayudan a identificar nuestras
inquietudes, marcan sus puntos sensibles, sugieren perspectivas que permitan
afrontarlas con una nueva luz. Puede que muchos de nuestros problemas se
enquisten porque los eludimos, o porque no los encaramos de la manera adecuada.
A menudo, la mejor cura para el sufrimiento es la verdad, el dolor de la verdad
que nos vacuna contra dolores más grandes.
Pero la emoción está antes y después de la verdad. Séneca y Nietzsche animan al coraje para renunciar a los velos tras los que nos resguardamos; y también para ser consecuentes con lo que sabemos y llevarlo a la práctica. Spinoza reclama alegría, ese entusiasmo fundamental que nos motiva y nos hace sacar fuerzas y no desmoronarnos. Epicuro quiere vernos disfrutar y amar. Elegir los pensamientos adecuados inspira, pero solo el sentir nos mueve, y únicamente los hechos transforman. Hace falta una filosofía emocionada y emocionante, y detrás de ella una robusta voluntad.
viernes, 13 de septiembre de 2019
Fracasos
A veces, en fin,
fracasamos. Atronadoramente. Inapelablemente. A veces echamos a correr y las
piernas se van solas al precipicio. Esto, que le parece tan obvio y en cierto
modo tan trivial a la razón, es siempre un estupor para nuestra ingenua
expectativa, y un sobresalto para nuestra ilusión.
El fracaso duele,
sobre todo si afecta a un proyecto en el que pusimos el aliento, sobre todo si
hubo otros que esperaron y, tras ver cómo nos despeñábamos, se retiraron en
silencio de la sala. O mucho peor: se quedaron compadeciéndonos, intentando
espolearnos con palabras de ánimo que atormentan a nuestro espíritu,
reiterándole una verdad que preferiría no escuchar. Porque no es compasión lo
que necesitamos ahí, ni excusas que suavicen lo inaceptable, ni siquiera
argumentos a favor de un yo quebrado que la benevolencia viste de patético: de
entrada, nuestro orgullo prefiere replegarse en la distancia para lamerse las
heridas.
A veces apostamos
mucho y lo perdemos todo. Es inútil compadecerse por ello, pero a las emociones
les importa un bledo su aparente inutilidad: para ellas solo cuenta el
principio hedónico de la satisfacción o el disgusto. El fracaso es siempre un
disgusto, a veces incómodo pero soportable como una piedra en el zapato, otras
amargo como el epílogo de una tragedia; depende de lo que hayamos arriesgado.
Los estoicos nos
invitan a despreciar cualquier fracaso, por grave que pueda parecernos, por
devastados nos creamos. Contente y abstente: no hay que esperar nada, no hay
que dar nada por sentado, no hay que depender de lo que no podemos controlar,
que es casi todo: así se nota menos el vacío de lo que no se alcanza, y se
tolera mejor lo que se pierde.
Los budistas, por su
parte, proponen que no nos identifiquemos con ninguna expectativa, en un mundo
incierto que cambia a cada instante. Las aspiraciones del ego son siempre
vanas, luego sus alegrías y sus desvelos también lo son. Hay que practicar el
desapego, la independencia estricta de las cosas, eso que Miguel Delibes, con
tan bello acierto, denominó desasimiento. Poseer es inestable, la pérdida es
solo una cuestión de tiempo.
Spinoza se encogería
de hombros y nos diría que a veces en nuestro vuelo nos tropezamos con
telarañas; una fuerza vital ha colisionado con una fuerza contraria más
poderosa: a veces se tiene mala suerte. Quizá por eso el riguroso pulidor de
lentes no se inmutaba contemplando a las moscas debatirse en las telarañas, o incluso
le resultaba divertido: ley de vida, ley de muerte. Al final, la cuestión no es
si sucumbiremos o no, sino cómo lo haremos.
Algo parecido
decretaría Schopenhauer, que proponía la lucidez de la renuncia; y, en el otro
extremo, Nietzsche, para quien solo cuenta el que gana y el que aguanta. El
cristianismo, menos heroico, nos invitaría a la humildad, que de entrada
considera una virtud, pero lo haría después de condenarnos por pecadores. Sartre,
en cambio, se pondría severo y nos reclamaría entereza para asumir las consecuencias
de nuestras decisiones, puesto que unas y otras son igualmente nuestras. La New Age, siempre tan sonriente, tan
positivamente empalagosa, nos prometería un acierto oculto tras el tropezón, o
nos invitaría a perseverar incluso mientras caemos por un precipicio.
Podríamos hablar de
muchos más, pero nos basta con rescatar la esencia de lo sugerido: en general,
se trata de aguantar y de no perturbarse demasiado. Algunos filósofos quieren
que aguantemos en medio del barro, otros insinúan que no queda sino resignarse,
la mayoría procura apuntalar nuestra entereza. Todos tienen razón a su manera,
y tal vez podamos verla; pero no de entrada, no el día de la debacle que nos
deja ciegos, ni siquiera al día siguiente: primero es el dolor, que nada tiene
que ver con argumentos; primero es anegarse en esa conmoción que nos inunda y
nos incapacita para el análisis. Como sucede con toda pérdida, hay que empezar
por admitirla y después atravesar el duelo. Si no nos permitimos el primer
sufrimiento, luego vendrán otros que irán a peor.
Y una vez completado
el duelo viene la calma de quedar tirado en el asfalto y, al menos, no tener
que moverse aún. Contemplar el desbarajuste de nuestro hundimiento y dejarlo
seguir estremeciéndonos, hasta que la rabia languidezca por sí misma.
Desparramarse uno para que se desparrame el dolor. Perderse uno para que la
pérdida parezca cada vez más insignificante.
En algún momento,
probablemente y si aún seguimos vivos, levantaremos cabeza. Pocas veces la vida
se nos lleva enteros. Se puede seguir, incluso herido, y además la mayoría de
nuestros fracasos suelen parecernos más decisivos de lo que son realmente. De
ahí que dejar tiempo siempre sea útil, no solo para completar el duelo, sino
también para recuperar la justa medida de las cosas. Incluso cuando la medida
fue realmente grande, pocas veces tuvo la atrocidad que le imputábamos. Al final
de lo bueno y lo malo, cada cual tiene que reconciliarse con su profunda, implacable,
tal vez hermosa insignificancia.
Los fracasos no solo nos enseñan (preferiríamos, si pudiésemos
elegir, ganar a aprender): también ellos se van, arrastrados por la riada del
tiempo que lo erosiona todo. Lo que nos parecía inadmisible se torna borroso y
suavemente patético en la distancia. Los fracasos, hasta los peores, nos
convidan a dejar ir y esperar.
sábado, 7 de septiembre de 2019
El sentimiento cómico de la vida
Llega un momento en la vida en
que el sentimiento trágico debería dar paso al cómico. Dejar de tomar tan a
pecho lo que hacemos y lo que nos hacen, y atenernos a lo que está dentro de
nuestras posibilidades y lo que no hay más remedio que aceptar. Asumir que el teatro humano tiene más de sainete
que de drama, que en todos anidan la neurosis y la estupidez, que nos abruman
devaneos más bien ridículos y triviales.
Todos estamos
bastante locos y somos más bien tontos: el milagro consiste en que, a pesar de
todo, logremos sobrellevarlo con una dignidad a menudo espléndida, que tengamos
tantos detalles éticos y poéticos; que nuestros impactos mutuos, aun
consistiendo en una permanente lucha, ofrezcan siempre algún reducto para la
bondad y el amor. La edad bien aprovechada puede inspirarnos ese punto de vista
cauto y al mismo tiempo entregado, desengañado y a la vez tierno, que convierte
el ruido y la furia en serena magnanimidad, la amargura en sosiego y alegría.
¿Cómo se hace eso? A fuerza de lucidez y cansancio. Lucidez, por ejemplo, del budismo, que nos recuerda que todos ansiamos medrar y sin embargo (o quizá por eso) estamos abocados al sufrimiento y a la pérdida. El dolor y la muerte nos igualan en el límite, nos acercan en una común vulnerabilidad. Nada nos hermana con más fuerza que el miedo, nada engendra más solidaridad que la tristeza. Saber que nuestra vida es absurda ayuda a relativizar sus molestias. La parábola de Schopenhauer, que nos compara con erizos rodeados de púas, puede leerse en las dos direcciones: si el anhelo de calor que nos amontona también hace que nos pinchemos unos a otros, bien vale esa herida la dulzura del calor. Si, como concluía amargamente Sartre, el infierno son los otros, podemos irisar ese amargor con algo de dulzura si admitimos que, sin los otros, tampoco hay ningún cielo que valga la pena.
¿Y el cansancio?
Pues ese es uno de los mejores dones de la edad. Como toda bendición, implica
una pérdida: la fuerza de la juventud, que puede con todo, a la que le queda
todo por delante, decae y nos abandona. Siempre evocaremos con cierta melancolía
aquella vitalidad heroica, aquel derroche bellísimo que ahora se nos escapa a
cada paso. Pero la fatiga nos ayuda a distinguir entre lo importante y lo
fútil, y hay mucho de futilidad en la soberbia ignorancia juvenil. Ya podemos
reírnos de la vanidad de nuestros escándalos, de la pretenciosidad de nuestros
sueños angustiosos, del delirio de nuestras arremetidas contra molinos. Y, si
de veras somos un poco sabios, nos reiremos de todo ello con ternura, como
hacemos con las ocurrencias de los niños. Hay mucha belleza necesaria en cualquier
pasión, por ilusa que sea.
Lúcidos y cansados, tal vez sepamos llenar el corazón de gratitud y reconocimiento, y mirarnos y mirar a los otros con esa compasión (magnánima, no altiva ni cínica) que propugnan los budistas. Una compasión afectuosa y delicada que nos cura de batallas y nos permite abrirnos sin prevenciones. ¿Qué nos puede pasar? Lo más amenazante, que es la derrota, se va perfilando como un destino ineludible: mejor afrontarlo con una sonrisa, como hacía Montaigne. Es la carcajada de Demócrito, de Epicuro, de Hesse en su Lobo estepario o de Monty Python al final de su Vida de Bryan: “la última carcajada es para ti”. Desearemos igual, pero ya sin el punzante anhelo. Sufriremos igual, pero al menos no sufriremos por sufrir. La madurez nos regala entradas para la comedia, mientras dejamos, como decía el viejo Stryke, que lo secundario, que es casi todo, se lo lleve el viento.
domingo, 1 de septiembre de 2019
El mito contemporáneo de la infancia
La infancia es uno de
los más llamativos mitos contemporáneos. La infancia ha devenido una especie de
tótem o paraíso perdido, en el cual los adultos nos refugiamos en busca de
pureza, ternura, alegría y no sé cuántas cosas más. Perdóneseme si abuso de la
caricatura, pero el niño se ha convertido en el producto por excelencia: un
producto que “adquirimos” con la esperanza de que llene el profundo vacío de
nuestras vidas adultas, tan hambrientas de afecto y de sentido, unas vidas con
las que a menudo no sabemos qué hacer más allá de la producción y el consumo.
La aparición del hijo
lo llena todo de magia y fascinación. Contemplamos a nuestros retoños con
arrobo justificado: son algo que ha salido de nosotros, algo que en cierto modo
sentimos como parte de nosotros, y entregarnos a ellos es un gozo y un
privilegio. Sin embargo, ¿somos sinceros con nosotros mismos al endiosarlos
como solemos hacer? ¿No estaremos supliendo con ellos determinadas carencias,
como el ansia de sentido o la nostalgia de un afecto inocente y leal? ¿No les
estaremos haciendo a veces (¡menuda responsabilidad!) responsables de esa
“felicidad” que también hemos convertido en mito, objetivo supremo del
individuo moderno y posmoderno?
Algunas de nuestras
actitudes hacia los hijos, y el niño en general en tanto que tótem, parecen
rozar excesos que habría que tildar de desmesurados hasta lo patético. Nos
prometemos que le brindaremos esa felicidad completa que nosotros no tuvimos
(“A mi hijo no le faltará de nada”), y, como paternales guerreros del antifaz,
juramos que lo mantendremos a salvo de las incontables villanías de ese mundo
cruel y desalmado que nos avasalló a traumas (“No permitiré que mi hijo pase
por lo que yo tuve que pasar”), dispuestos a salir al paso de todos los
villanos que podrían maltratarle (el maestro, el vecino, el abuelo, y por
supuesto todos los demás niños, siempre potenciales enemigos). Todos,
naturalmente, menos nosotros mismos, que somos sus caballeros y sus guardianes.
Ser objeto de tantas
expectativas es para el pequeño una presión que a veces debe resultar
insufrible. Nos adelantamos a sus deseos, inundándolo de regalos inútiles que
jamás pidió, y concediéndole a toda costa el más pequeño capricho antes de que
salga de su boca. Los infantes captan esta dependencia que tenemos de su
aprobación, y aprenden pronto a explotarla sin mesura; al fin y al cabo son
personas, como decía el chiste. Saben que bastará con una leve lágrima para que
se pongan en marcha todas las compulsiones de culpabilidad y de entrega por
parte del adulto. La más leve molestia provocará un verdadero drama doméstico,
y movilizará los más admirables heroísmos por parte de unos padres que no
dudarán en atacar al maestro por el castigo inmerecido, el reclamo arbitrario o
el descuido a la hora de evitar que se cayera mientras corría o que se peleara
por la pelota con el compañero.
En el imaginario de
muchos padres, los papeles tradicionales permanecen intactos, solo que se han
invertido: una ofensa a su hijo cobra las proporciones de una imperdonable
falta de respeto, mientras que en sentido contrario se trata únicamente de una
justa manera de reafirmarse frente al torpe o malintencionado educador, al cual
se ve como un mero prodigador de servicios (para eso le pagan) y no un modelo
adulto al que hay que hacer caso y respetar. El educador es un instrumento más
en ese país de las maravillas en el que pretendemos que crezcan nuestros hijos,
y por eso le reclamamos la satisfacción esperada como lo haríamos con el
camarero de un restaurante. Y eso es lo que muchos hacen cuando no les gusta el
plato que le sirven a la criatura: arman la marimorena, amenazan con denunciar
el supuesto fraude y cambian al niño de escuela como le cambiarían la camisa.
Así que los niños
crecen pensando que el mundo es un gran bazar de objetos a su servicio, un
parque temático volcado en su entretenimiento que no le reclama más que el que
sus padres le paguen la entrada. Si el niño se aburre o se queja, si se le
plantean incómodos límites o no se le presta una atención suficiente (y solo
cuando es toda es suficiente), se le buscará a toda prisa una nueva atracción.
Las recriminaciones del pequeño contra el adulto son siempre sagradas y no cabe
cuestionarlas; he visto a padres que no se inmutaban al ver que su hijo gritaba,
insultaba o hacía callar a un educador; y he visto a esos mismos padres
amenazando al adulto cuando intentaba poner al niño en su lugar: “Que sea la
última vez que le hablas así a mi hijo”.
Ni que hablar de la
desautorización del adulto cuando el niño llega a casa y protesta por un
castigo del profesor. El padre o la madre rudos y más heroicos se limitan a
replicarle: “No le hagas caso, yo hablaré con él, no toleraré que te trate
así”; otros, más sofisticados (y a menudo son los peores), pueden ironizar:
“¡Menudo maestro! ¡Ese castigo es el mismo que le ponían a mi abuelo! ¿Para
esto le han servido los estudios y la experiencia? ¡Un poco más de pedagogía es
lo que tendría que estudiar!”. Son casos reales que he conocido en mi
profesión. Por suerte, y para ser justos, no se trata de la mayoría, pero son
unos cuantos y se hacen notar. Y, en cualquier caso, lo que sí hacen muchos es
desconfiar de entrada de la tarea del educador, dar por sistema la razón al
hijo e invitarle a hacer lo que le dé la gana.
Con estas actitudes,
los padres van modelando a pequeños tiranos que proyectan en el mundo lo que
ven en casa: que pueden hacer lo que quieran, impunemente, porque el mundo
tiene que adaptarse a ellos en lugar de ellos al mundo. La vida es un cuerno de
la abundancia en el que no hace falta esforzarse para conseguir nada, ni tener
en cuenta a los otros, ni negociar con ellos. Ese niño despótico, que tantos
problemas da y dará, que tantos problemas tiene y tendrá, es, para el
imaginario de muchos padres de hoy, el colmo de la felicidad infantil.
Se trata, por
supuesto, de un trágico error, del cual el niño será la principal víctima,
debido a las enormes dificultades para controlarse, para empatizar, para
negociar, para cuestionarse, al verse así condenado a un déficit de estrategias
de autocontención y a una carencia en el aprendizaje de las normas, que son las
bases de la convivencia social. Ese niño no tendrá manera de escapar de su ego
hipertrofiado, no gozará de la tranquilidad que dan los límites que nos protegen
de la arbitrariedad ajena y, sobre todo, de la propia (¡y de la nuestra como
padres!), las normas que regulan la justicia y protegen al débil; ese niño no
comprenderá la dificultad intrínseca a lo valioso, no disfrutará de la
satisfacción de conquistar el mundo por sí mismo, no entenderá valores como la
solidaridad, la colaboración, el esfuerzo y la iniciativa propia. Su vocación
de tirano lo estampará contra el entorno.
Todas estas
consecuencias de la actitud superprotectora del adulto se corresponden con ese
venenoso mito de la infancia feliz, la edad de oro de la vida que todos
supuestamente añoramos (aunque ninguna infancia, como ninguna vida, está exenta
de angustia y sufrimiento, por más que queramos olvidarlos). Es el País de
Nunca Jamás de Peter Pan, la estrella de El Principito, deformación de la
arquetípica figura del “niño divino”, el puer
aeternus, encantador y encandilador.
Porque algo de verdad
y de necesario acierto hay en esa veneración hacia la infancia, por supuesto:
los niños tienen mucho de esa inocencia, esa pureza, ese brillo fundador de la
vida, y por eso merecen que les dediquemos nuestra protección y nuestro amor.
Pero en la actualidad creo que hemos acabado por exagerar esos dones de la
infancia, cayendo, insisto, en una idealización que no se corresponde con su
realidad, sino con nuestras nostalgias. Al someter al niño a nuestros sueños,
le impedimos que crezca en un mundo real, un mundo que inevitablemente le
planteará problemas que deberá sufrir y encarar por sí mismo, un mundo que le
cortará las alas y le obligará a ir perdiendo la inocencia, un mundo en el que
tendrá que descubrirse a sí mismo en dimensiones amargas: el miedo, la lucha,
la frustración, el coraje… Eso es madurar, y eso es lo que a menudo, con la
mejor voluntad o simplemente porque así nos gustan más, les negamos con nuestra
sobreprotección y nuestra permisividad, impidiéndoles que vayan dotándose
frente a la dificultad de la vida.
Pero hay más, y creo
que peor. Todo exceso tiene su reverso, y nuestro exceso paternal de devoción
oculta otra cara, que disfrazamos muy hábilmente con nuestra paternidad
amantísima: hablo del profundo descuido en el que crecen los niños actualmente,
la falta de presencia materna y paterna que les acompañe, les modele o
simplemente les soporte (en los dos sentidos de la palabra).
Los padres de hoy
llevamos una vida demasiado ajetreada, demasiado llena de actividades y
requerimientos, y tenemos poco tiempo para estar junto a nuestros hijos, aunque
sea aburriéndonos a su lado. Muchos padres de hoy están encantados de tener
hijos, pero no tienen tiempo ni paciencia para estar a su lado; de hecho, no
tienen tiempo ni siquiera para educarlos, y por eso delegan la educación en los
mismos especialistas a los que luego, tal vez movidos por un cierto complejo de
culpa, reprochan que no estén haciendo bien su trabajo. En esta dimisión de la
educación por parte de muchos padres se revela dramáticamente esa naturaleza de
consumo de un producto con la que, por doloroso que nos resulte reconocerlo, se
tiende a vivir actualmente la paternidad.
Así que la infancia,
hoy día, se enfrenta a trágicas paradojas. Por un lado, nunca estuvo más
mitificada y valorada; por otro, nunca fue peor entendida ni se halló, en el
fondo, más descuidada por la ausencia de los progenitores. Por un lado,
esperamos de nuestros hijos la mayor oportunidad de amor y de felicidad; por
otro, ahogamos su individualidad bajo nuestra expectativa de idealizado
sentimentalismo. Por un lado, consideramos un propósito prioritario el hecho de
que nuestros hijos reciban la mejor educación (la que los haga felices, la que
los prepare para el mundo y el trabajo); por otro, la educación se nos ha hecho
tan compleja que preferimos delegarla en los especialistas que nos ofrece la
sociedad, pero lo hacemos sin confiar del todo en ellos, sin permitir que nos
lleven la contraria o nos muestren nuestras propias contradicciones.
No me gusta mirar
atrás con nostalgia: generalmente sirve de subterfugio para eludir el presente,
y en cualquier caso pocas veces acertamos idealizando esos tiempos pasados que
supuestamente fueron mejores. Las tradiciones tienen muchas sombras, y en
muchos aspectos es una suerte que las hayamos superado. Sin embargo, debemos
reconocer que no hace tanto, cuando los hijos eran considerados más bien una
carga y un fastidio que había que tolerar como inversión de futuro, cuando se
les sometía sin rechistar a la disciplina del hogar, cuando apenas se tomaba en
serio su derecho a la infancia, al menos los niños crecían más libres de
nuestras obcecaciones y nuestras expectativas, al menos no eran tratados como
un producto para la felicidad paterna, al menos podían sentirse artífices de su
propio destino en la medida en que eran conscientes de las dificultades y las
afrontaban por sí mismos.
No se trata, en fin, de volver atrás, cosa por otro lado
imposible, ni tampoco de culparnos a la ligera, sino de analizar qué podríamos hacer
mejor: al fin y al cabo, nuestra generación ha tenido que inventar cómo educar en
un mundo completamente distinto del que vivieron nuestros padres. Es normal que
tengamos mucho en qué equivocarnos y rectificar. Un buen tema de reflexión sería
pensar seriamente cuánta responsabilidad tenemos los padres de hoy en la
proliferación de niños y adolescentes inadaptados, acosados, neuróticos y
autodestructivos.
domingo, 25 de agosto de 2019
¿Por qué el psicoanálisis no es ciencia?
Cuando tomamos ojeriza a alguien, es fácil ver malas intenciones en todo lo que haga, sea lo que sea. Si no nos habla, nos está demostrando su desprecio; si nos habla, nos está ofendiendo con su hipocresía o su arrogancia. Si no nos ayuda es un egoísta; si nos apoya pretende humillarnos. Con cada uno de sus actos crece nuestra convicción acerca de su iniquidad, y se reafirma nuestro juicio que lo considera execrable.
De ahí a considerarlo
implicado en la causa de todos nuestros males, solo hay un pequeño paso. No
hará nada que no nos perjudique: si se mantiene alejado, algo estará tramando;
si se acerca, será con la intención de dañarnos. Detrás de cada detalle ―la mirada, el
cuchicheo con otros, la mera presencia― sospecharemos una conspiración.
Lo más interesante de
todos esos recelos no es que respondan o no a la realidad ―a veces acertaremos―. Lo que da para
pensar es que, por errados y excedidos que resulten, podrían ser ciertos. Y es
ese rasgo de posibilidad el que nos atrapa. Cuando tenemos ganas de creer en
algo, nos basta con verlo como verosímil, y nos las arreglamos para que nos lo
parezca aunque no lo sea. Damos como probable lo que es meramente posible.
Todos hemos vivido la
desesperante experiencia de no poder mejorar el concepto que otro se ha hecho
de nosotros, sobre todo si ese concepto es peyorativo, por mucho que nos
esforcemos en demostrarle nuestra buena voluntad. En cambio, esa misma obstinación
en el prejuicio nos pasa desapercibida cuando la incubamos dentro de nosotros
mismos. Somos prisioneros ―a
veces de manera inconsciente―
de lo posible: basta con que un elemento no invalide nuestra convicción para
considerarlo prueba de que estamos en lo cierto. La verdad es simplemente lo
que hemos decidido que es verdad, y nuestra capacidad racional se asegura de
concebir maneras de reafirmarlo, confiriendo significados tendenciosos a lo
que, aunque sea probable que no los tenga, podría tenerlos.
¿Cómo podemos salir
de esa trampa mental? ¿Cómo podemos establecer una regla que, aunque no nos
certifique la validez de nuestros postulados, al menos distinga los plausibles
de los meramente posibles? ¿Cómo podríamos, si no certificar la verdad, al
menos pertrecharnos contra la falacia?
El filósofo austríaco
Karl Popper dio a esta pregunta una elegante respuesta, que se ha convertido en
una premisa del conocimiento científico. Para Popper, nunca podemos estar del
todo seguros de que un postulado es cierto: por mucho acopio que hagamos de
pruebas a favor, basta con una en contra ―ni siquiera eso: basta con una que no
confirme nuestra hipótesis―
para invalidarlo, o al menos para poner en duda su veracidad. Lo único que
podemos hacer para acercarnos a la verdad (inalcanzable) es corroborar nuestras
convicciones sobre ella, o sea, demostrar por todos los medios a nuestro
alcance que nada la invalida de momento. Todo el saber teórico es provisional:
no existe la verificación, sino únicamente la no refutación.
La consecuencia que
se sigue de este principio me parece aún más interesante: solo es válido ―provisionalmente― el conocimiento que
puede ser refutado, puesto que su valor reside, precisamente, en que, pudiendo
serlo, no lo es. Si las teorías de la evolución o del Big Bang pueden
considerarse creíbles es porque, además de haber recopilado muchas pruebas a su
favor, no se ha encontrado ninguna que las invalide. Bastaría con hallar restos
humanos de hace muchos millones de años para concluir que existen personas
anteriores a los primates, y que por tanto resulta dudoso que procedamos de estos.
Bastaría con descubrir una galaxia lejana que retrocede para poner en duda que
el universo entero proceda de una gran explosión. El Big Bang y la evolución
son teorías científicas porque pueden ser invalidadas por una prueba en contra:
a esta condición, Popper la llamó principio
de falsabilidad, y la consideró un requisito de cualquier hipótesis para
presentarse como científica, esto es, para que la ciencia pueda hacer algo con
ella.
¿Por qué el
psicoanálisis no es ciencia? Porque sus propuestas, por ingeniosas y elegantes
que resulten, no son falsables. No se puede demostrar que el Ello o el complejo
de Edipo no existen: nadie puede entrar en nuestra mente para ver si están o no
están. El psicoanálisis es una bella, sofisticada, inteligente especulación
sobre el funcionamiento de la psique humana; una metáfora repleta de poesía que
ha inspirado muchas otras metáforas, y que nos sorprende por su ingenio y su
impacto tan sugerente. Pero, dado que no podemos presentar ninguna prueba que
lo invalide, debemos tomarlo con la misma precaución que reservamos para
cualquier creencia.
El psicoanálisis, por
consiguiente, pertenece a la categoría de las creencias, del mismo modo que lo
hacen la afirmación de la existencia de Dios o la convicción en la ley del
karma. Los teístas suelen aducir, como argumento a su favor, el hecho de que,
del mismo modo que no se puede demostrar la existencia de Dios, tampoco se
puede demostrar su inexistencia. Siguiendo a Popper, un científico les
replicará que es precisamente esa imposibilidad de falsación lo que hace que no
debamos aceptar la existencia de Dios como una hipótesis seria.
Volviendo a nuestra
vida cotidiana, tal vez podamos sacar algunas enseñanzas útiles del principio
de falsabilidad de Popper. Un buen modo de liberarse de la tiranía de la
posibilidad sería exigirle, para tomarla en serio, que además sea falsable. Ese
prójimo que nos parece un enemigo acérrimo, ¿habría manera de demostrar que en
realidad es una persona benévola que no pretende perjudicarnos? Por supuesto,
no: por muchas veces que actuara a nuestro favor, jamás podríamos estar seguros
de que lo hará la próxima vez.
Entonces, ¿estamos
condenados a no conocer nunca de modo consistente a los demás? Exacto: es
imposible. Pero eso no implica que no valga la pena tener en cuenta nuestra
experiencia o nuestra intuición a la hora de juzgar a los otros. De hecho, para
relacionarnos de modo exitoso necesitamos disponer, al menos, de unos ciertos
criterios y unas determinadas ideas acerca de ellos. Necesitamos atribuirles una
mente como la nuestra, el hecho de que como nosotros actúen movidos por
determinadas motivaciones, la probabilidad de que sus actos sean intencionados
y por tanto descifrables y previsibles. Lo contrario sumiría nuestras
interacciones en un caos que no podríamos soportar, y que nos incapacitaría
para desenvolvernos en el mundo social. Estaríamos condenados a una inseguridad
permanente e insufrible.
Para relacionarnos tenemos que contar con lo que de
previsible y probable hay en los otros. No hay más remedio que guiarse por esa
probabilidad. Pero, precisamente porque no es más que una posibilidad, siempre
hemos de estar dispuestos a cuestionarla, a revisarla y a matizarla. La
experiencia nos va enseñando que la gente, como nosotros, es un enigma mucho
más complejo de lo que nos gustaría creer. Estar abiertos a la duda no es
garantía de acercarnos a la verdad, pero sí de que nos mantenemos en guardia
contra el prejuicio.
miércoles, 14 de agosto de 2019
Rescatarse de uno mismo
Cada día es más firme
mi sospecha de que la felicidad (lo más parecido a eso que llamamos felicidad,
dentro de lo humanamente alcanzable) consiste ante todo en pensar poco en la
propia felicidad, o sea, en uno mismo. Tal vez si dedicáramos menos tiempo a
pensar en nosotros (en lo perdido y lo sufrido, en cómo deberíamos ser, en lo
que deseamos y no tenemos, en lo que nos dan o no nos dan los demás…), tal vez
si nos tomáramos menos a pecho y nos obsesionáramos menos con mirarnos en el
espejo, llegaríamos a querernos más, es decir, a disfrutar de la vida (lo cual
incluye a veces sufrirla, qué le vamos a hacer).
Porque si al menos
nos observáramos con el ánimo de conocernos mejor, como proponía el Oráculo de
Delfos, hacerlo podría resultar interesante y constructivo; podría llevarnos,
incluso, a una cierta sabiduría. Pero pensamos en nosotros mismos (y casi
siempre también en los demás) como en algo incompleto y defectuoso que hay que
modelar, algo que requiere solución; es decir, nos convertimos en problema. Nos
tratamos como un problema, y, como en general no tenemos remedio, eso nos
convierte en seres constantemente preocupados, y permanentemente frustrados.
¿Merece la vida,
realmente, tanta preocupación? ¿Es tan grave que suframos fracasos,
dificultades o tristezas, como para estar dándoles vueltas, temiéndolos antes
de que sucedan y rumiándolos después de suceder? ¿Son tan importantes nuestros
deseos como para padecer para cumplirlos (pues nos remiten a una carencia, establecen
un conflicto, convocan a una batalla) y sufrir cuando los hemos cumplido (pues no
son lo que esperábamos, o reclaman nuevos deseos)? ¿Somos, nosotros, estos sacos
efímeros de presencia mortal y rosa, realmente un problema tan grave como para
que no resulte preferible dejar de tomarnos como problema, y vernos como una
oportunidad para la alegría?
No hay alegría en
mirarnos con lupa constantemente, en compararnos angustiosamente con los demás,
en tener tanto miedo de no dar la talla o de que la vida no dé la talla de
nuestras esperanzas. El que mira con angustia no puede hallar más que razones para
la angustia. La alegría, en cambio, mana de modo natural cuando miramos a otros
lado, cuando nos olvidamos de nosotros mismos y salimos a la calle a pecho descubierto,
prodigándonos como somos a la vida tal como es.
El amor es el mejor
camino para esa transformación, y quizá por eso lo deseamos tanto. El amor nos
vuelca por completo en el exterior, nos convierte en mera presencia entregada a
otra presencia. Solo en esa entrega reposamos, recuperamos el sentido y el
disfrute. El amor nos rescata de ese solipsismo en el que sucumbiríamos si no
fuese por su dulzura redentora.
Sartre consideró una
tragedia la irrupción de los otros en nuestro idilio interior. Se equivocó. El
supuesto idilio aboca, inevitablemente, al hastío: únicamente los demás pueden rescatarnos
de esa prisión de barrotes de oro que es la soledad. Nos rescatan, por
supuesto, para sufrir, porque ese es el único modo de gozar, como le explica el
zorro al Principito en su despedida:
―Si lloras será por tu
culpa ―dijo el Principito―. Yo no quise hacerte
ningún mal; pero tú insististe en que te domesticara.
―Es cierto ―dijo el zorro.
―¡Pero ahora vas a
llorar! ―dijo el Principito.
―Así es ―respondió el zorro.
―Entonces, no has
ganado nada.
―Sí he ganado ―dijo el zorro―. He ganado el color
del trigo.
El color del trigo,
ya lo sabrá el lector, era el mismo que el del cabello del Principito. Gracias
a la amistad, el mundo del zorro se había enriquecido de significados. El zorro
lloraría por la marcha del Principito, pero a partir de entonces, el trigo, que
para él nunca había significado nada, le “recordaría sus cabellos de oro, y
amaría el rumor del viento entre las espigas”.
Eso hace por nosotros
el amor: rescata al mundo de la indiferencia (y a cada cual de su propio laberinto
solitario) y lo llena de sentido. Y para eso hay que salir al mundo y amarlo,
es decir, olvidarse por un momento de uno mismo, reconocer el centro del
universo fuera y girar, mansa y silenciosamente, en torno a él.
La meditación es una
práctica de atención que ejerce el mismo efecto: sacarnos de la cháchara mental
y provocar un estado de pura presencia. Su camino parece contrario al del amor,
y en cierto modo lo es: el amor es apego, es profusión de significados; la
meditación, en cambio, se basa en no implicarse con los movimientos de la mente
y del afecto, busca el desapego y el vacío. Sin embargo, esa aparente
diferencia desaparece si miramos con detalle: tanto el amor como la meditación
nos sacan de nosotros mismos, de nuestro pensamiento atiborrado y compulsivo.
Así que lo que necesitamos es pensar un poco menos en
nosotros mismos. Sea pasando un rato con la pareja, con los hijos o con un
amigo, sin objeto, por el mero hecho de estar y sentirse estando; sea
escuchando música o leyendo un libro; sea entregándonos a una actividad grata y
entretenida; sea dando un paseo o practicando meditación: eso que los
psicólogos han llamado “estado de flujo”, no es más que el gozo de salir de uno
mismo y encandilarse con la maravilla del mero existir. Dejémonos estar un
rato: al fin y al cabo, ya nos tenemos demasiado vistos. Ahí reside el sosiego
y la satisfacción, ahí reside la felicidad.
miércoles, 7 de agosto de 2019
Elogio del egoísmo
La moral cristiana,
con su habitual simpleza esquemática, condena la defensa apasionada del ego, sin
compasión ni matices. La tribu lo contempla siempre con recelo: ambas prefieren
la sumisión. Sin embargo, desde que la vida se fragmentó en individuos tuvo que
dotarlos de la defensa de sí mismos ante los demás, con quienes hay que luchar,
competir y pactar. Un impulso tan elemental, tan crítico, no debería juzgarse a
la ligera.
¿Se puede, entonces,
ser sanamente egoísta? No solo eso: se diría que la única manera de mantenerse
realmente sano es ser egoísta. Practicar un egoísmo lúcido, ético, riguroso, leal,
reflexivo, …inteligente. Un egoísmo que cuide de uno mismo y que, precisamente
porque lo hace con eficiencia, deje lugar para el amor (puesto que se ama), que
responda a unos valores y se mantenga coherente y respetuoso con el otro
(puesto que así es consigo mismo). Un egoísmo, si se me permite, alegre y
amoroso.
Ya nos lo señalaron cuatro
de los filósofos más sinceros y más consecuentes que ha habido: Epicuro,
Montaigne, Spinoza y Nietzsche. A su manera también vino a decirlo Schopenhauer,
solo que vencido a veces por el pesimismo y la tristeza. Como Sartre, que lo
llevó muy bien a la práctica pero no acabó de estipularlo en la teoría. Y quizá
Camus. En cambio, Aristóteles y Séneca lo intuyeron pero no acabaron de
entenderlo. De Platón y los cristianos mejor no hablar, porque andan perdidos
en una trascendencia perfecta y los individuos se les quedan pequeños. Pascal y
Kierkegaard empezaron bien, pero prefirieron dar el "salto" y
traicionarse. A Freud el egoísmo le debía parecer una debilidad, o bien lo daba
por sobreentendido en tanto que fuerza vital y no le interesaron sus
implicaciones éticas.
Estoy convencido de
que si hubiese sido consciente y consecuentemente egoísta todo me habría ido
mejor. Para empezar, habría podido asumir sin culpabilidad ―¡ay, la culpabilidad,
qué trampa más engañosa nos legaron el judaísmo y el cristianismo!― lo que era y lo que
quería, y habría podido expresarlo y hacerlo valer… también sin culpabilidad.
Pero es que, por añadido, eso habría beneficiado a los demás, habría evitado
muchas confusiones dolorosas: ellos habrían sabido a qué atenerse, no habrían
perdido el tiempo, no habrían tenido que someterse en mi proximidad a un
laberinto tortuoso de incertidumbre para acabar en el mismo sitio.
Si hubiera sido
consecuentemente egoísta, habría hablado claro; habría expuesto mis
diferencias, dando al otro una oportunidad para negociar; habría planteado mis
precios, dando al otro la posibilidad de aceptar o no; me habría marchado
directamente, abiertamente, y no habría sido necesario que acabáramos por
odiarnos o por resultarnos insoportables para separarnos.
Pero, claro, para ser
sanamente egoísta hay que tener una sólida autoestima; hay que haber sido
enseñado a quererse y a hacerse valer, en lugar de a conseguir las cosas
indirectamente, como por compasión o por casualidad. Solo conseguimos aquello
de lo que nos sentimos merecedores; solo conservamos aquello de lo que nos
consideramos dignos.
¡Y qué engañosa es la
compasión, cuando sirve para camuflar la reticencia, o para eludir la culpa! Hay
que sobreponerse a la pena que pueda provocarnos hacer daño, si ese daño es
inevitable y legítimo, o si es menor que el otro, el de los cuentos de nunca
acabar, el de no quiero hacerte daño pero te lo hago porque estoy mal. “Pide lo
que quieras, pero no lo exijas”, aconseja un libro de autoayuda
sorprendentemente lúcido. Pero para pedir lo que uno quiere, decíamos, uno
tiene que sentirse digno de recibirlo, y mantenerse abierto a que se lo den; y,
a la inversa, uno tiene que aceptar, sin desmoronarse, que se lo nieguen; uno
tiene que tener asumido que el rechazo del otro es solo una pérdida entre
tantas, tan triste y tan ineludible como tantas, y estar dispuesto a asumir ese
duelo como la infinidad de duelos que escribirán su biografía: vivir es perder.
Admito que esto último
resulta especialmente difícil, sobre todo, insisto, cuando no se cuenta con un
amor propio un poco consistente. Nuestra autoestima, en origen y en el fondo,
es el reflejo del aprecio de los demás. El amor básico, elemental, que uno se
dedica a sí mismo, solo es posible si se ha sentido amado cuando aún no sabía
amarse. El que tuvo esa suerte seguirá necesitando que le quieran, pero podrá
soportar que alguien concreto no le quiera. Es más, contará con ello, puesto
que es lo justo, ya que él tampoco quiere a todos. Se trata de superar eso que
los psicoanalistas llaman, con cruel acierto, omnipotencia, y que podría
denominarse anhelo de confirmar sin cesar que somos amados, cuando partimos de
la convicción de que no merecemos serlo. Si no puedo soportar que esa persona
no me quiera, aun comprobándolo palpablemente, aun reconociendo que no vale la
pena, aun dándose el caso de que yo tampoco la quiero, si en cada relación
creemos jugárnoslo todo (y en cierto modo así es, cuando estamos seguros de que
se nos rechazará y se nos abandonará), ¿cómo no voy a luchar para no perderla,
para que la relación siga y siga y no me deje solo, por dañina y destructiva
que resulte?
Quien ha sido amado
se puede permitir ser egoísta; es más: suele serlo. Sanamente egoísta. Pide lo
que quiere, pero no lo exige. Acepta la posibilidad de ser rechazado, porque él
también pondrá por delante la franqueza, llegado el caso. No reclama más que lo
que ofrece: respeto por respeto, dignidad por dignidad, amor por amor. Quien ha
sido amado puede soportar que no le amen, porque sabe que hubo quien le amó, y
que por tanto encontrará a otros que lo harán. Puede soportar que el otro no le
quiera siempre, puesto que él tampoco quiere siempre. Deja que el otro le trate
como a un igual, porque así es como él lo trata.
El sueño
del amor incondicional, de la entrega absoluta y sin reclamos, ha seguido y
sigue moviendo los hilos en la sombra. Es un sueño que, según dicen los psicoanalistas ―y aquí comparto su
opinión―, todos tenemos en la
primera infancia; es más: todos necesitamos sentirlo, de entrada, como
verdadero. Hasta que poco a poco se va imponiendo el principio de realidad.
¿Podemos concluir, entonces, que quien se queda anclado en ese sueño es porque
no llegó a experimentarlo en sus orígenes? ¿Será por eso por lo que anda
errabundo, condenado a seguir buscando lo que no tuvo? Eso no lo tengo tan
claro, aunque me parece plausible.
Nuestra cultura
también es responsable de ese sueño. El ideal del amor romántico, del “amor
verdadero”, impregna los mitos y los cuentos. Dicen que fue concebido, al menos
como ideal, a partir del siglo XII, cuando se extendió la moda del amor cortés
y del amante absoluto. Si bien se mira, es un ideal consecuente con el
platonismo y el cristianismo: tras el mito de Romeo y Julieta hay veinte siglos
de trascendentalismo. La idea vendría a ser algo así: solo es verdadero el amor
perfecto, es decir, incondicional; el amor que solo da y no pide; el amor que
se conforma consigo mismo. No hay que buscar mucho para encontrar discursos de
este tipo, tanto en los escritos de Platón como en el dogma cristiano. El amor
de Dios vendría a ser así; luego todo otro amor resulta incompleto, imperfecto,
incluso deleznable.
Por fortuna, la
mayoría de los niños, al crecer, son capaces de desprenderse de ese amor
idealizado e iluso, y comprender que todo lo humano es interesado porque de lo
contrario no suscita interés, que todo lo humano es un intercambio porque
además eso es lo justo y lo reconfortante, lo que preserva nuestro valor y el
de los demás: do ut des. Tal vez sea
cierto que solo pueden admitir el principio de reciprocidad quienes han sentido
un amor incondicional que les ha permitido amarse incondicionalmente. Porque
para tolerar que los demás no nos amen, o nos pongan condiciones para amarnos
(lo cual, para un niño, sería similar), hace falta sentir, como decíamos, que el
mundo no se hunde, que yo continúo intacto y en pie, que sigo siendo digno, que
lo único que ha pasado es que una persona concreta no me ha elegido, pero eso
no cierra la puerta a que otra lo haga.
Un egoísmo sano es la
única puerta al verdadero amor y al verdadero altruismo. No es que el altruismo
sea la excepción en un mundo egoísta, es que el altruismo viene de la mano del
egoísmo. Y viceversa: el altruismo bien entendido empieza por uno mismo. ¿Cómo
podríamos dar si no estamos abiertos a la experiencia de recibir? Es más, ¿cómo
podríamos dar si la experiencia de dar no incluyera recibir de algún modo, es
decir, si no resultara placentera o al menos satisfactoria para el que da? No
puede darse un acto sin motivación, y la motivación es siempre egoísta.
Rechazamos
erróneamente el egoísmo porque lo confundimos con el egocentrismo, esto es, con
una actitud centrada obcecadamente en uno mismo que no tiene en cuenta al otro
(más que como instrumento, como dicen que les pasa a los psicópatas). Ese no es
el egoísmo sano. Como todas las cosas, el egoísmo tiene que ceñirse a su
equilibrio, sus condiciones y sus límites. Por eso decía que el egoísmo sano
cuenta con una ética, con unos principios y una lealtad, que incluye la ley
básica de que, igual que dar viene aparejado indisolublemente a recibir,
también recibir debe estar asociado a dar para resultar positivo y no
alienante. El egoísmo puro (si se le puede llamar así), el egoísmo que no ve
más allá de los propios intereses o las propias apetencias, es un egoísmo
inmaduro, consecuencia probable de un mal aprendizaje, de un aprendizaje que no
experimentó el amor desinteresado, el mismo amor que, de ser genuino, debió
educarnos en la ley del dar y recibir.
Epicuro proclamaba la
amistad como el mayor don para llevar una vida placentera y plena; una amistad
basada en el afecto, pero también en la colaboración dentro de la comunidad (su
famoso Jardín), tanto en tareas
prácticas como en la tarea filosófica. Los amigos son para disfrutar y para
cooperar, y una cosa se entrelaza indisolublemente con la otra: ¿cómo disfrutar
al lado de alguien que no coopera? De hecho, ¿qué significa amar si la
cooperación no lo acompaña espontáneamente? Epicuro admitía que lo que lleva a
las personas a aproximarse entre ellas es, por tanto, la coincidencia de
intereses, y animaba a dejarse llevar por esos intereses sin ningún escrúpulo,
puesto que de la confluencia de ellos fructificaría la comunidad y el mutuo
afecto donde cada cual podría encontrar su lugar y su felicidad.
En cierto modo,
Epicuro apuntaba a lo que podría ser un cierto colectivismo, aunque tampoco
estaba en contra de que cada uno mantuviera para sí, al margen de la comunidad,
sus propiedades y sus fuentes de riqueza. Junto a los compañeros que se
integraban en la comunidad, a la que solían aportar todos sus bienes, estaban
los que la beneficiaban desde fuera con donaciones y apoyos. El ideal seguía
siendo, en cualquier caso, alcanzar la autarkéia
(la independencia, tanto personal como económica) y la ataraxia (la paz serena que admite las cosas como son y modera los
deseos para que no nos esclavicen). Por tanto, si bien el camino se recorría en
comunidad, en definitiva cada cual tenía que esforzarse en ir ganando la
madurez suficiente para alcanzar ambas situaciones internas. La comunidad era,
pues, una confluencia de egoísmos inteligentes, que se apoyaban unos en otros
para avanzar.
Montaigne, a pesar de
su filiación cristiana, estaba lo suficientemente influido por el epicureísmo,
el escepticismo y el estoicismo para considerar la tendencia egoísta del ser
humano como una manifestación natural de su camino interior. Cuando se retiró a
su torre de Aquitania, Montaigne practicaba un sano egoísmo ―¡que se lo dijeran a
su mujer!― que, sin
desentenderse de las necesidades del mundo, admitía las limitaciones de lo que
cada cual, individualmente, puede hacer para cambiarlo, y más bien entendía,
como Epicuro, que la obligada colaboración en las cuestiones colectivas de la
sociedad no debe impedir que cada uno se labre su propio camino interior
mediante la reflexión y el sentido común. Montaigne, en definitiva, era
considerablemente individualista, si bien incluía, también como Epicuro, un intenso
aprecio por los dones de la amistad, el amor y la vida social. Su canto a la
hermandad con el malogrado Étienne de la Boétie nos conmueve a través de los
siglos.
Spinoza fue quizá el
primer filósofo que defendió abiertamente y sin prejuicio el egoísmo. Cifró la realización
del hombre en el desarrollo personal de sus potenciales y la anulación, hasta
donde le fuese posible, de todo aquello que le debilita o le distrae. “El propósito
de todo ser vivo es medrar”, y eso le impulsa a colaborar, pero también a
luchar cuando es necesario. Y lo que nos hace felices es todo aquello que nos
hace sentir esa potencia, esa fuerza vital que nos impulsa (el conatus), y el hecho de llevarla a cabo.
“Cuando el ser vivo experimenta su potencia se alegra”. El mundo es
inevitablemente autorreferente, y así, el amor es “una alegría unida a la
conciencia de su causa externa”.
Nietzsche consideró
el egoísmo, esto es, la fuerza que nos impulsa desde dentro en función de
nuestros intereses, como la base de toda vida sana y fructífera. De ahí que
elogiara el ideal de la “bestia rubia”, el antiguo guerrero que luchaba sin
miramientos por sí mismo y por lo suyo, ideal que se correspondía con su ideal
de “superhombre” u hombre realizado: franco, espontáneo, visceral, arrollador,
desacomplejado... Se trataría de desarrollar al máximo las propias fuerzas, y
liberarse de todos los que procuran manipularlas y aprovecharse de ellas en su
propio beneficio, en especial los “débiles”. En cambio, la compasión cristiana
era para él una hipócrita y perversa manera que tienen los débiles de debilitar
e incluso someter al fuerte. Esta obsesiva afirmación del fuerte frente al
débil hay que leerla críticamente, por supuesto, y matizarla dentro del
contexto del filósofo, que pretendía usarla como mazazo a la mezquindad
hipócrita de la cultura burguesa occidental, de la que él quería liberarnos.
En cualquier caso, no
hace falta insistir en que el programa nietzscheano es básicamente individualista.
Sin embargo, ello no excluye en absoluto el reencuentro con los otros: un
reencuentro entre iguales, basado en el amor que nos une espontáneamente cuando
nos sentimos plenos y libres. En sus solitarias caminatas hasta las cimas de
los picos alpinos, Nietzsche siempre lamentaba que la corrupción del mundo no
le permitiera contar con una comunidad de amigos, y echaba de menos ese grupo
de “hermanos” con los que disfrutar de la vitalidad natural. Seguramente habría
sido feliz en el Jardín de Epicuro.
En definitiva, hay
que limpiar la reputación del egoísmo frente a quienes lo han culpabilizado
cicateramente, sobre todo contra un cristianismo que lo ha condenado como
pecado mientras promovía la sumisión y la moral del esclavo, en lugar de
enfatizar el mandamiento de “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. Pero nuestro elogio deberá prevenirse contra el
llamado egoísmo ético, el que
defienden, por ejemplo, Mandeville en su Fábula
de las abejas o Adam Smith en su Riqueza
de las naciones: según ellos, el egoísmo particular es la conducta más
racional, puesto que es la que promueve el bien colectivo. Este argumento forma
parte de las bases de la defensa moral del capitalismo, y lleva a Ayn Rand a
considerarlo éticamente superior. Hoy hemos comprobado dramáticamente lo mendaz
de estas afirmaciones, y Marx ya hace mucho que nos explicó por qué: en una
sociedad de clases hay lucha de clases, todo lo demás es metafísica.
El egoísmo no es ético cuando justifica la opresión
social, ni tampoco cuando lleva al individuo a abusar de otros individuos. El
verdadero egoísmo debería hacernos más empáticos, más capaces de comprender y
ayudar a los otros, puesto que son como nosotros. Si el egoísmo que se ama
necesariamente ama, tenemos que educar a nuestro egoísmo en el altruismo. La
propia evolución premia la simbiosis de ambos: en un mundo de altruistas, el
egoísta triunfaría rápidamente, pero si todos acabasen siendo radicalmente egoístas
todos perderían. Somos seres gregarios y nuestra fuerza reside tanto en nuestra
entereza como en el abrazo de la tribu: un abrazo egoísta que se trasciende a sí
mismo en la colectividad.
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