viernes, 26 de octubre de 2018

La sabiduría topográfica

La sabiduría tiene un componente topográfico: es el arte de que las cosas estén en su lugar, en el sitio apropiado, es decir, que les es propio. Llamadlo como queráis: equilibrio, estructura, orden… Pero la propia ciencia nos confirma que el universo es un cosmos, en el sentido griego: una complejidad organizada. El desafío es aprender a moverse según esa disposición, saber captarla y acomodar a ella la vida.
Lo que digo podría sonar a platónico, conservador, trascendentalista. Nada más lejos de mi intención. No hay trascendencias regentes, no hay deus ex machina, el universo se expande en un vacío que lo precede y probablemente lo suceda, si no se oculta ya en su espina dorsal. En cualquier caso, las trascendencias no explicarían nada: el cosmos es suficientemente desconcertante para que demos razón de él con nuevas perplejidades. Estamos aquí, encajonados, arrojados —dijo Heidegger— en el ser, y no podemos saber nada más allá de nuestros límites. Pero los límites ya son una ley, ya obedecen a una estructura (dinámica, puesto que se caracteriza por el cambio, como proclamaba Heráclito), que es a la vez andamio y desarrollo de lo que entendemos como real.

De algún modo, estamos sintonizados con este universo al que pertenecemos. Como dice Rilke, “es nuestro mundo”, y estamos hechos para formar parte de él. Platón vislumbraba una sinergia entre los objetos perecederos y las formas eternas; tal vez se trate de concebirla entre los hechos y los objetos concretos, por un lado, y las leyes eternas, por el otro. De ahí la osadía de la ciencia, que, a través del fenómeno individual, aspira a generalizar postulados válidos para todos los fenómenos.
Pero la sintonía que concierne al sabio se queda aún más cerca: en lo que nos conecta con las personas y las cosas concretas de nuestra vida, esas que experimentamos y que forman los escenarios de nuestra existencia única, esa vida frágil, a menudo dolorosa y siempre corta. Lo que nos interesa está aquí, al lado, y por eso la presencia es lo más urgente, pero una presencia que resulte a la vez lo más gozosa posible.
Parece haber personas especialmente hábiles en ese arte de vivir. Yo no soy una de ellas, desde luego. Si lo fuese, como argumenta Comte-Sponville, no me vería obligado a pensar: me bastaría con vivir, y dichosos los que pueden hacerlo sin tener que hacer otra cosa. Hesse habló de ello en una hermosa historia: Narciso, el intelectual, el dogmático, el institucional; frente a Goldmundo, el vital, el dotado de una sabiduría natural, que no necesita pensamiento ni palabras sino desplegarse en la propia vida: este era su preferido. Cuanto más pura la vida, cuando más pegada al suelo y embebida de sí misma, mucho mejor.

Para los que no poseemos ese don y pasamos la vida buscando, he aquí una posible clave: ahondar en la topografía correcta de las cosas, atenernos a lo oportuno, evitar lo que está fuera de lugar. Sufriremos, sin duda, pero quizá no más allá de lo justo. No se trata de conformismo, sino de consciencia. Para que la creatividad sea fecunda, debe conocer bien los materiales con los que trabaja y lo que pueden ofrecerle. El arte de vivir tal vez resida en eso: en acercarse lo bastante a la piedra para, igual que Miguel Ángel, concebir la escultura que pide salir de ella.
No se me escapa que la idea de “estar las cosas en su sitio” es peligrosa. ¿Quién decide cuál es “el sitio”? En las relaciones humanas, definir sitios es una función del poder. El más poderoso —el más fuerte, el más rico, el más culto, el más astuto, el más agresivo— acapara los lugares privilegiados. La cultura —generalmente urdida para reafirmar las relaciones de poder establecidas—, echando mano de la educación, nos alecciona acerca de cuál es nuestro “sitio”, y sobre todo nos enseña a aceptarlo. Rebelarse es cuestionar esas estructuras establecidas, es aspirar al trastocamiento de un orden que decidimos no permitir que se nos imponga.
La noción de cuál es el sitio adecuado, el juicio de cuándo las cosas están bien colocadas y cuándo están fuera de lugar, no tiene una referencia natural: solo puede ir definiéndose a través del criterio propio y, entre las personas, mediante la negociación o el conflicto. En definitiva, es un poso que va dejando la experiencia, con sus lecciones de placer y dolor. La topografía acertada se esculpe con tacto. Cada cual con el suyo. Y nunca está acabada, como tampoco lo está el mundo que intenta cartografiar, ni el propio observador que bosqueja los mapas. El mapa se traza mientras se recorre el territorio: se hace camino al andar. Topografía que fluye: buen viaje.

domingo, 21 de octubre de 2018

El argumento pragmático de la creencia en Dios

Uno de los argumentos favoritos con que se defiende la creencia en Dios es el pragmático, es decir, que creer en Dios nos hace la vida más fácil y hasta mejor. Si es beneficioso, convenzámonos de que es verdadero, o hagamos como si lo fuera: eso que ganaremos. ¿Por qué ponérnoslo difícil manteniéndonos fieles a la realidad, si ella nos traiciona? La ficción, en cambio, siempre está de nuestra parte.
Hay quien es capaz de convencerse de lo que le conviene, sin pedirle más. En ello se apoya esta pretendida “razón”, que aprovecha la confusión entre creencia y conocimiento; es una “razón” que renuncia a la “Razón”, como hacía Pascal al defender esas “razones” que la Razón no puede comprender. El argumento se desliza sutilmente, astutamente, del ámbito de lo razonable al ámbito de lo útil. El único modo de dejar al descubierto su falacia es mostrar la diferencia entre creer y comprender.

Una creencia es un postulado, producto de la especulación, que rige nuestra relación con el mundo, un principio arbitrario que hemos decidido tomar como válido. Su validez, por tanto, no gravita sobre ningún tipo de pruebas, ni lógicas ni empíricas: cuando se enarbola alguna, se aprecia rápidamente su inconsistencia y su insuficiencia. La validez de una creencia es subjetiva y, en el fondo, no pretende ser otra cosa: se basa en la seducción, en su capacidad para despertar emociones placenteras, como la serenidad y el optimismo, y sobre todo el consuelo, ya que la creencia es un eficaz calmante para la angustia de la incertidumbre. Así pues, hay que reconocer que la creencia resulta rentable, tanto por su efecto apaciguador de las angustias humanas como por su función vertebradora de la acción, a la que aporta coherencia interna y fuerza motivadora.
Sin embargo, como arguye Richard Dawkins, ninguno de esos efectos benéficos (que podrían considerarse razones a favor de las creencias) tiene la más mínima repercusión en la certeza; en otras palabras: ningún argumento a favor de las creencias les presta validez de conocimiento. Un creyente puede oponer a esta consideración el hecho de que mantiene absoluta certeza sobre sus creencias. Sin embargo, de nuevo caemos en una fácil confusión: esa certidumbre del creyente es puramente privada, su validez se limita a él, y no es posible compartirla, no es posible hacerla pública mediante el razonamiento, la contrastación y la demostración. Las mismas “razones” que sustentan la creencia en el Dios cristiano sirven para defender cualquier otra creencia, sea en el Alá mahometano o en las hadas o los duendes. En todos esos casos el individuo se siente convencido, opta por entregarse a la creencia y asumirla como convicción, pero no puede demostrar la validez de esas convicciones más de lo que puede hacerlo el que sustente las contrarias. Así pues, las creencias solo pueden acceder al ámbito de lo público en forma de imposición o seducción.
El conocimiento, en cambio, se basa en un contraste abierto. Apela a la lógica y a la observación, a partir de las cuales postula determinadas hipótesis y teorías. Una hipótesis nunca es definitivamente válida, es solo un buen instrumento de trabajo mientras no se encuentre una hipótesis mejor, o mientras su contraste con la realidad no la demuestre inadecuada. El conocimiento se sabe y se proclama siempre provisional.

Se desprende una diferencia obvia entre creencia y conocimiento: mientras que una hipótesis puede invalidarse públicamente, demostrando que no explica satisfactoriamente un determinado fenómeno, las creencias no pueden ser invalidadas. Ante una creencia, solo cabe elegir a qué convicción subjetiva decide uno entregarse.
Existe, por consiguiente, un paso previo que la persona tiene que dar a la hora de establecer sus convicciones: tiene que elegir entre la creencia y el conocimiento, entre las “razones del corazón” de Pascal y la razón, fundamentada empíricamente, de la ciencia. Obviamente, se pueden sostener (y de hechos todos sostenemos, en mayor o menor medida) ambas cosas, refiriéndolas a ámbitos diferentes. Hay científicos que creen en Dios, o en el poder espiritual de los lamas. Pero, si uno es honesto, debe admitir que tal simultaneidad de posturas no es coherente, de hecho es contradictoria; y, aun peor, es oportunista: aplica diferentes criterios en ámbitos distintos. Se puede ser un científico creyente, pero entonces hay que estar dispuesto a vivir con esa incongruencia, admitiendo su carácter arbitrario. Lo que no se puede —si uno es honesto— es solapar razón y fe.
Ante el argumento de que uno cree porque eso hace su vida mejor, sólo cabe responder, con Dawkins, que muy bien hecho, pero que eso no hace que su creencia sea cierta.

domingo, 14 de octubre de 2018

Más sobre evolución: los genes y lo humano

La lectura del libro El gen egoísta puede resultar, como prevé su autor, perturbadora hasta el vértigo. Desde luego, marca un antes y un después en el ánimo con el que uno se mira al espejo. Dawkins nos presenta
y lo peor de todo es que lo hace convincentemente como meras máquinas al servicio de la supervivencia y la reproducción de esos genes egoístas de los que somos simples vehículos. Da la impresión de que, si uno lleva el razonamiento a sus últimas consecuencias, todo lo “bueno” que caracteriza a lo humano desde la pretensión ética hasta el amor, desde el gozo estético a la devoción paterna no sea sino una treta que usa con nosotros la evolución para asegurarse de que transmitamos los genes eficazmente, una especie de fantasía sin entidad verdadera, un mecanismo de la máquina de la supervivencia genética.
Sin embargo, el propio Dawkins insinúa la solución a este angustioso callejón sin salida de nuestra identidad: aun siendo cierto que somos meras máquinas al servicio de los genes, tenemos una entidad en tanto que máquinas, no somos nuestros genes. Hay un ámbito de existencia genético y un ámbito humano, y, por más que éste funcione al servicio de aquél, sigue siendo distinto. Las máquinas genéticas de nuestra especie se caracterizan por tener sentimientos, apetencias y dolores, y su mundo consiste en esas experiencias. Se caracterizan también por algo insólito, por tener conciencia de sí mismas, es decir, por concebirse como sujetos, al margen de lo que los genes hayan hecho y hagan de ellas.
                                                                   
Y en ese ámbito en el que el individuo se concibe a sí mismo en tanto que individuo, adquiere una categoría ontológica, ya no se le puede considerar como un mero instrumento o una simple función. El sujeto de Descartes, en efecto, resulta que no existe como tal, pero sí como experiencia de sí mismo: sigue descubriéndose una y otra vez en el acto de pensar, en el hecho de percibirse como un yo. Y para ese sujeto materialmente ausente, hay una conmovedora, poética, trágica voluntad de existir que nos recuerda la de El caballero inexistente de Calvino. Para el hombre, lo humano tiene valor existencial, precisamente porque es humano, porque le pertenece, porque se reconoce en ello, quizá porque se inventa en ello, como consideraba Sartre.
Aquí los mitos sobre la inteligencia artificial cobran pleno sentido. Suponiendo que una inteligencia artificial evolucionase hasta el punto de ganar la conciencia de sí misma, hasta el punto de sentirse existir y apreciarse como existente, ¿cabría considerarla humana? En ese mito nos reconocemos porque es, en definitiva, nuestra historia, la historia de unas máquinas de supervivencia genética que han llegado a verse a sí mismas como una entidad, un sujeto. Así que, si tomamos como referencia los genes, es decir, la información, la respuesta es afirmativa: los replicantes de Blade Runner tienen la misma categoría ontológica y ética que cualquier ser humano, porque somos nosotros.
La relación entre los genes y el hombre es la misma que entre las reverberaciones sonoras y la música: en sentido estricto, sólo existen aquellas, es decir, el hecho es sólo la sucesión de vibraciones del aire a determinadas frecuencias. Pero eso no le resta categoría a la música en tanto que experiencia. Si un día toda nuestra especie desapareciera, dejaría de darse la experiencia de la música; pero estamos aquí lo cual es también un hecho, y nuestras experiencias son muy reales para nosotros. El mundo de lo humano cobra valor por el hecho de que somos humanos.

Por consiguiente, no tenemos por qué volvernos locos ante la perspectiva de ser meras máquinas al servicio de los genes. Mientras les servimos —y no podemos no servirles: hacerlo es nuestra esencia—, estamos construyendo nuestro propio ser, y en ese ámbito somos otra cosa. En ese ámbito sigue teniendo sentido ¡para nosotros! enamorarnos, disfrutar a nuestros hijos, saludar a nuestros vecinos y diferenciar lo que nos parece bien de lo que nos parece mal. Podemos seguir disfrutando de una buena música, o embelesándonos ante una puesta de sol, mientras dejamos que los genes cumplan a través de esas cosas sus propios objetivos. Podemos seguir aspirando a una dignidad, a una anábasis. “Si existe una moraleja humana que podamos extraer escribe Dawkins, es que debemos enseñar a nuestros hijos el altruismo ya que no podemos esperar que éste forme parte de su naturaleza biológica”.
El hecho de que los colores no existan como tales no le resta belleza a la contemplación de un cuadro de Velázquez. Y el hecho de que el mundo no sea como lo percibimos no hace que nuestra percepción sea menos nuestra. Estrictamente hablando, ni siquiera existe la verdad, puesto que no hay más que hechos, y la verdad es sólo nuestra convicción acerca de ellos. Creemos que hemos ido perfeccionando la capacidad para acercar la verdad (que es sólo una idea en nuestro cerebro genéticamente creado) a esos hechos, y eso tiene valor de verdad para nosotros. Nuestra biología nos hace humanos.

viernes, 5 de octubre de 2018

La evolución y yo

La evolución es un mecanismo ciego, un teorema matemático escrito en la abstracción del tiempo. La presencia de una especie no implica ningún objetivo, ninguna teleología, ningún sentido: sólo da testimonio del hecho de haber tenido oportunidad de reproducirse más eficazmente.
Apréciese esto más en detalle: estrictamente hablando, si una determinada configuración biológica “sigue ahí” y ha prevalecido sobre otras no es ni porque viva más, ni porque viva mejor, sino sólo porque ha transmitido sus genes con mayor eficacia, o al menos con la suficiente. Lo que cuenta no es, como creía Spinoza —y todos, tan egocéntricos, tendemos a creer—, la preservación del individuo, sino la de la especie. El individuo es sólo un transmisor más o menos eficiente de genes, una especie de contenedor que traslada los genes en el tiempo. Su historia concreta cuenta únicamente en tanto que lo hace un mejor transmisor de código genético, en tanto favorece su reproducción, su multiplicación. Aunque ni siquiera se trata de hacer que haya muchos individuos, sino tan sólo de que siga habiéndolos, para que los genes permanezcan en ellos.
El descubrimiento de esta ley natural tiene trascendentales consecuencias psicológicas y filosóficas para un materialismo consecuente. Para empezar, nuestra vida queda vacía de toda teleología: no tiene ningún objetivo, no sucede “para” nada. La propia afirmación spinoziana de que “todo ser se esfuerza por perseverar” queda en entredicho: los que perseveran son los genes, el ser aparente no es más que una efímera etapa, una escala, un tránsito del verdadero ser, que consiste en mera información. Los mecanismos psicológicos que han prosperado no son los que nos hacen más felices, sino los que nos hacen mejores preservadores y transmisores de genes. Nuestra felicidad individual no tiene el menor significado a escala evolutiva, es una fantasía de nuestro yo, que, por su parte, es otra fantasía, un sueño de la mente que culminó en esa anomalía que es la conciencia, quizá una construcción de esa mente colectiva que es la cultura.

La conciencia parece, en efecto, una anomalía, un subproducto de un cerebro quizá “demasiado” complejo, en una especie furiosamente social. “Pienso, luego existo”: y, sin embargo, no necesito pensar para existir, ni tampoco existir en tanto que yo individual para pensar. El pensamiento, en realidad, no necesita al sujeto. Toda la importancia que me doy a mí mismo en tanto que sujeto es sólo una pasión basada en una arbitrariedad. Le puse puertas al campo y luego me obcequé en guardarlas “como si” separaran algo. Parece que, al final, los budistas tenían razón al cuestionar el ego, y podemos empezar a entenderlos.
Tal vez, en contra de estos argumentos, podríamos considerar que el yo tiene una justificación material, basada en la existencia de un cuerpo individual, y una justificación psicológica, que es la percepción subjetiva de ese cuerpo. Podríamos suponer que el sujeto cartesiano no es completamente arbitrario, sino un concepto que se corresponde, hasta cierto punto, con un hecho. El error, tal vez, consistiría en sacar demasiadas consecuencias de ese hecho: desde un punto de vista material, el “yo” no es más que la conciencia de ser un individuo, un individuo perteneciente a una determinada especie, con unas características físicas y conductuales predeterminadas.

Es cierto que la cultura nos saca de la mera biología y nos introduce en la historia. Pero eso no le da a la cultura más contundencia que la de una fantasía humana. El lenguaje es un hecho, pero las normas, las creencias, la belleza y la ética no son hechos, son meros constructos psicosociales. Sueños de la razón, que es otro sueño. No tienen trascendencia, puesto que no poseen materialidad: no cuentan con referentes objetivos en el mundo real.
Así, desde el punto de vista de la vida, no estamos vivos para ser felices, como proclama la constitución norteamericana y hemos llegado a creer. Estar vivos es un azar que se agota en sí mismo y no tiene por qué conllevar ninguna consecuencia. Estamos vivos y sólo eso cuenta para la vida: lo que extraigamos de ahí, lo que decidamos a partir de ahí, sólo cuenta para nosotros. La naturaleza no lo legitima. Desde que nos fundamos como seres libres, como conciencias egoicas, nos quedamos solos. Podemos inventar lo que queramos; es más, como supo ver Sartre, no tenemos más remedio que inventar. Pero lo que inventemos será algo puramente arbitrario, no tendrá fundamento ni trascendencia fuera de nosotros. El hombre, cuando se constituye en sujeto, se descubre solo delante de un espejo.