viernes, 14 de diciembre de 2018

Extraños y enemigos



Queridos amigos...
Yo que usted no me fiaría mucho. Por ahí he visto a uno con un ladrillo.
Groucho Marx en la película Una noche en la ópera.

Podemos considerar a nuestro enemigo un gran maestro… Es la lucha misma la que nos hace ser lo que somos. 
Bertrand Russell.


La sustancia del mundo está hecha de extraños, que forman parte de ese telón de fondo anónimo sobre el cual se proyecta nuestra vida. Los extraños nos son ajenos, no están más entreverados con nuestra vida que las calles por las que nos los cruzamos o las tiendas en las que hacemos cola tras ellos. En cierto modo, no los vemos, o no más que a un árbol o una farola. Sabemos que se parecen a nosotros, y por eso tenemos noción de su dignidad, de sus alegrías y sus sufrimientos; intuimos que tras cada uno de esos rostros desconocidos se esconde una historia tan candente como la nuestra, pero es una historia que no nos concierne, una historia en la que no tenemos ningún lugar, del mismo modo que ellos tampoco tienen lugar en la nuestra. Los extraños, aunque nos tropecemos con ellos, aunque los sintamos apretujados contra nuestro cuerpo en un vagón de metro, incluso aunque nos pregunten la hora, son sombras en la pared de la caverna, discurren como aquel río de Heráclito en el que uno nunca se bañaba dos veces: llegan y se van, y nunca se quedan, y no nos hacen mella.
Existe una barrera sutil que separa la extrañeza de la familiaridad, lo propio de lo ajeno, lo significativo de lo indiferente. Existe una frontera, impalpable pero ineluctable, entre lo mío y lo otro, entre “nosotros” y “ellos”. Es un límite que perfilan nuestros afectos y nuestros hábitos, o quizá los afectos cuando se transforman en hábito. Al fin y al cabo, ¿qué es el cariño sino una dulce costumbre? Ternuras livianas como la que nos inspira la vecina viuda del quinto cuando saca a pasear a su perro o los dueños del bar donde tomamos el café cada mañana; amores devotos como el que nos despiertan nuestros padres; el embeleso que nos sacude el alma al contemplar a nuestros hijos… Ahí reside todo el color de la vida.

¿Todo? ¡No! Los extraños se mueven en una pantalla gris, pero de este lado de la frontera hay otras personas cargadas de color (a veces sobrecargadas). Personas que no son amigas pero son importantes, que han salido del anonimato y se han inmiscuido inextricablemente en nuestra vida. Son nuestros enemigos. Y por enemigos no entiendo tan solo aquellos que se han ganado nuestro odio, sino también ese otro grupo más numeroso que despierta nuestro rechazo. No todos van a ser buenos en las películas, y a menudo los malos (los antagonistas) son tan inseparables del héroe como su novia y sus colaboradores. ¿Qué habría sido de Sherlock Holmes sin Moriarti? ¿De Luke Skywalker sin Darth Vader? Los antagonistas nos definen tanto como los cómplices, si no más. Nos ponen a prueba, nos obligan a tomar partido y, de ese modo, ir construyendo nuestros principios y nuestra identidad; en definitiva, nuestra historia.
Los extraños no son enemigos, al menos no lo son desde un punto de vista emocional y existencial; pueden serlo, tal vez, de un modo abstracto, por ejemplo en una guerra, pero ahí, en realidad, no les conferimos la condición de seres humanos, se nos aparecen como meras sombras, frente a las cuales nos prevenimos porque de ellas tan solo sabemos que podrían ser peligrosas. Un verdadero enemigo, en cambio, es alguien que ya forma parte de nuestro teatro interior, que juega un papel en nuestra constelación íntima. Es alguien relativamente importante, y desde luego significativo, al que tal vez aborrecemos, o simplemente rechazamos, pero del que ya no podemos prescindir. Ha pasado la barrera, la misma que tuvieron que pasar nuestros familiares, nuestros amores y nuestros amigos.

Por eso, según se mire, odiar es querer; por eso los enemigos son amigos fallidos, o amigos en potencia, o amigos en proceso. Porque y ahí reside la verdadera paradoja conocer es amar, y cuanto más conozcamos a nuestros enemigos, cuantos más encontronazos tengamos con ellos, más se nos mostrarán en esa ambivalencia de enemistad/amistad. La frontera entre o extraño y lo propio es contundente; la que separa al amigo del enemigo es tenue y porosa: basta con compartir determinadas vivencias, con trastocar determinadas semánticas, para que una cosa se convierta en otra. Como en la película Enemigo mío, soberbia y asombrosa, donde un alienígena exterminador comparte con el protagonista la condición de víctima: cuando ese sufrimiento común se impone al odio abstracto, ambos descubren que ya no pueden seguir odiándose.
Y por eso tanto las amistades como las enemistades son frágiles y cambiantes, como todos los vínculos (porque de vínculos estamos hablando). Porque, además, la paradoja es doble: por un lado, el otro no es del todo otro desde el momento en que se establece un vínculo y se integra en nuestro particular teatro interno; pero, desde el lado opuesto, el otro siempre es irremisiblemente otro en cierto grado, por cercano que nos resulte, por mucho que haya atravesado la barrera: no nos pertenece, y el vínculo más intensamente grato siempre resultará transitorio, siempre habrá que renovarlo, siempre estará a merced de los oleajes del destino.
El otro es siempre otro y nunca lo es del todo. Así es como en el otro siempre alienta un extraño, un amigo y, cómo no, un enemigo.

sábado, 8 de diciembre de 2018

Salir al camino


El Viaje a la Alcarria es así como el cuaderno de bitácora de un hombre que se aburría en la ciudad, cogió el morral y salió al campo, a que no le pasase nada.
Camilo José Cela.


Hay muchas formas de vivir, pero casi todas se tuercen sobre sí mismas como las espirales. Somos animales sedentarios: lo familiar nos infunde seguridad y nos libra de pensar demasiado. Nuestras vidas suelen transcurrir al compás de rituales que hilvanan el tiempo y demarcan el propio espacio: la casa, el trabajo, la familia, los amigos, los deberes gozosos o sufridos con resignación…; las horas de sueño que marcan un hiato entre una jornada y la siguiente, que se le parece tanto.
Uno puede ser feliz en ese reino pequeño, donde las ínfimas diferencias son suficientes para hacerlo ilimitado. Es más: se puede ser muy feliz recostándose en lo familiar, y tal vez, para la mayoría, no haya otra manera de serlo. Cuando los quehaceres nos alejan demasiado de casa, estamos deseando regresar a ella para descansar. Adoramos la estabilidad, y por eso solemos buscar pareja, que es el sedentarismo de los afectos; el ideal de felicidad de los cuentos se expresa en su sentencia final: “fueron felices y comieron perdices”.
Así que nuestro horizonte se llena de relieves familiares y de nombres, y es el que contemplamos cada día desde nuestro balcón. De vez en cuando, sin embargo, una llama inesperada brilla a lo lejos, y nos deslumbra por unos instantes; o hay voces remotas que interrumpen el silencio de la noche y parece que pronuncian nuestro nombre. De vez en cuando acontece lo inesperado para bien o para mal, y si no, lo buscamos, o sea, lo sacamos de dentro. Algo nos sacude la modorra y nos despierta la añoranza del camino, el hambre de lo imprevisto, de regresar por un tiempo a los senderos y volver a convertirnos en exploradores, como cuando éramos niños y cada día era una excursión por lo desconocido. Tal vez no sigamos esa llamada y prefiramos volver al abrigo de lo cotidiano. Pero también puede suceder que elijamos caminar. Y, como escribía Tolkien, cuando uno pone un pie fuera de casa, no sabe adónde irá a parar.

En ese misterio reside la aventura de los verdaderos viajeros, los que se echan al camino y dejan que sea este el que les conduzca; los que se entregan al mundo a la buena de Dios, abiertos a lo que suceda. Un viaje programado es solo un calco: por distintos que sean los lugares visitados, apenas ofrecerán nuevas versiones de nosotros mismos. En cambio, los vagabundos, los caminantes y los peregrinos han consentido en pagar el precio de perder un poco de sí, abandonándose al creativo azar. Salir al camino es pasar una página y tener el valor de que la siguiente se escriba sin consultarnos.
En esa incertidumbre, en ese abandono, sopla una ráfaga de aire fresco que trae el aroma de la libertad. Al renovar el diálogo con el mundo, nos damos la oportunidad de renovarnos nosotros mismos. No es extraño que el peregrinaje se haya frecuentado con tanta asiduidad, y que actualmente seamos muchos los que, en algún momento de la vida, lo hayamos practicado. Y tampoco resulta sorprendente que la experiencia de salir al camino haya sido aureolada de misticismo: hay algo sagrado en esos pasos que liberan, que enseñan, que evaden, que curan.
Hermann Hesse decía que una de sus grandes contradicciones era la tensión entre el anhelo del hogar y el ansia del vagabundeo. “Pasar por delante de esta hermosa casa inspira un ansia y una nostalgia, ansia de quietud, tranquilidad y burguesía, y nostalgia de buenas camas, un banco en el jardín y olores de una buena cocina”, escribe en El caminante, soñando con todos los dulces detalles del gozo de la vida sedentaria.  Sin embargo, si se diera el caso de habitar ese hogar, admite que, a través de la ventana, “miraría con profunda comprensión a todos los caminantes…, y también con añoranza, pues ellos habrían elegido la mejor parte al ser reales y verdaderos huéspedes y peregrinos sobre la tierra”.
Hesse, como Nietzsche y tal vez siguiendo sus pasos, fue un alma inquieta, románticamente atormentada. Todas sus novelas glosan la búsqueda de alguna certidumbre que calme la angustia de quien se siente perdido. Pero, a la vez, expresan con belleza ese placer que da el mero hecho de explorar, de extraviarse por el mundo. “Buscas demasiado y a fuerza de buscar ya no encuentras”, escribe en Siddharta. “Pues al perseguir tu objetivo no ves muchas cosas que tienes a la vista”. Dichoso quien sale al camino sin una meta demasiado clara, solo por contemplar.

Y eso es justamente lo que retrata Camilo José Cela en ese entrañable libro que es su Viaje a la Alcarria. Salir al camino sin más pretensión que el camino mismo, a ver lo que nos depara. Su viaje es tan simple y sabroso como una hogaza de pan casero (que uno come, eso sí, sentado en alguna cuneta). Vagabundeando de un lado a otro, Cela contempla paisajes, se cruza con personas sencillas a las que eleva a la altura de los héroes o de los esperpentos por obra y gracia de la literatura, siempre bajo una mirada cálida y una sonrisa tierna. Los seres humanos de a pie damos para mucho humor, pero un humor que, si el que contempla no es un miserable, tiene que ser benévolo y compasivo.
Solo por enseñarnos a mirar con esos ojos, nuestra deuda con Cela ya es impagable. Un niño le pregunta si le permite que le acompañe unos “hectómetros”, y él “siente una admiración sin límites por los niños redichos”. El señor que dice una cosa y luego la contraria “se expone a tener siempre razón”. Las lavanderas, que despiertan el deseo, simbolizan también la resignada frustración de lo inalcanzable: “El viajero es un hombre con una vida tejida de renunciaciones”.
Leer el Viaje a la Alcarria es como caminar: todo va sucediendo por sí mismo, sin prisa, casualmente y a la vez con la textura de lo eterno. Subimos al carro de un arriero y charlamos con él de las criadas de Madrid, “que tienen unos humos que parecen condesas”. Nos hospedamos en un parador, y nos sobresalta de madrugada alguien que vocifera “al estilo de Aragón”. Vemos por los caminos conejos, cabras, ovejas y perros acostumbrados a recibir patadas. Dormimos bajo la misma manta, “compartiendo calores”, con un viejo que recorre los pueblos caminando tras su burro Gorrión, al que le ha puesto una nota que dice: “Cógeme, que mi amo ha muerto”. Visitamos el antro de Julio Vacas, alias Portillo, y nos enteramos de que le visitó nada menos que el rey de Francia. Compartimos camino con un buhonero que heredó del Virrey del Perú y que se llama Estanislao de Kostka Rodríguez y Rodríguez, a quien apodaron el Mierda porque se le soltó el vientre cuando hizo el amago de suicidarse tirado en la vía del tren. Un niño mea en la calle desde un balcón. Y seguimos por los campos y los pueblos, a veces solos, entreteniéndonos en la invención de algunas coplas, todo sea dicho, bastante malas. Pero qué más da.

¡Qué más da! Lo importante es seguir camino adelante, y no decirle que no a nada de lo que venga. Prestar atención, observar con la mirada limpia, y juzgar de tal modo que parezca que no lo hacemos. Lo importante, a veces, es salir al camino, y recorrerlo con gusto y sin mayores pretensiones, y, cuando nos cansamos, sentir el gusto de regresar.

domingo, 2 de diciembre de 2018

Rondando la locura

Hay un vértigo profundo en la línea que separa la realidad de la demencia. Un vértigo que a nadie le es desconocido, porque todos nos hemos asomado alguna vez a las simas de nuestra mente. Por suerte, la mayoría regresamos de allá sin haber perdido la lucidez, o al menos eso creemos. Pero se nos quedó grabada esa zozobra, tan parecida a la ambigüedad pavorosa de los terrores infantiles, que remiten a la infancia de la especie, al presagio de muerte que nos imponían, allá en la Prehistoria, la expulsión de la tribu y la soledad ante el mundo.
Quizás la locura no sea más que el derrumbamiento de la armazón que nos sostiene y el resquebrajamiento de los márgenes que nos contienen. Cuando la razón se rinde en su tarea de dar sentido a lo que vivimos, el mundo nos invade como el mar por una brecha, perdemos la noción de identidad y la psique se desarma o se hunde en las espumas del sinsentido.
Quizás la locura sea la rendición del alma aislada, el canto inconexo de un espíritu demasiado solo. Ni nuestro cuerpo, ni nuestras emociones, ni nuestra razón están preparados para una soledad demasiado severa. El solitario más aislado tiene que sentir aún el sutil hilo que lo une al universo: a la humanidad, a sus recuerdos, a los planetas o a Dios. Si uno se queda solo frente a todo lo demás, se siente inmediatamente aplastado por eso todo del que ya no forma parte.
No podemos refugiarnos únicamente en nosotros mismos. Necesitamos una garantía exterior: que apruebe, que reconozca, que trascienda. Necesitamos un espejo que nos devuelva nuestra imagen para reconocernos, o empezaremos a sospechar, privados de señales, que quizá no existimos. La locura es el presentimiento de nuestra inexistencia, o, lo que es peor, de una existencia sin sentido.
La locura se insinúa en algunos momentos de angustia: es, de hecho, la angustia que lo ocupa todo, la angustia sin esperanza. Cuando nos zarandea, el suelo parece faltar bajo nuestros pies. Tanteamos a ciegas y no encontramos nada en medio de la niebla. Es el terror de los niños abandonados y perdidos, el aullido de lobos en el corazón del bosque. Es —ya se va viendo— el miedo sin coartada, el miedo en estado puro.

Quizá todos los terrores se parezcan y procedan de unas mismas emociones básicas. El terror de quedarse solo puede equivaler al de sentirse acorralado: en los dos casos no hay escapatoria y se presiente el fin próximo. Para un niño pequeño, no recibir estimulación o afectividad equivale a no existir: solo sabe de sí mismo por la mirada afectuosa de otros, solo se concibe como querible porque parece que le quieren. ¿Qué nos hace pensar a los adultos que tenemos más entereza afectiva que un bebé?
Nuestra mente se esfuerza constantemente por articular la experiencia de un modo coherente. En la locura, la mente ha desistido y se mueve en un flujo desarticulado. Existe una zona intermedia: la extrañeza, esa especie de penumbra de la razón y del afecto en la que el juicio no se ha dislocado del todo pero empiezan a saltarle algunas costuras. El terror tiene lugar en ese crepúsculo: se sostienen aún las viejas estructuras, pero nos esforzamos por no mirar a los lugares donde sabemos que empiezan a ceder.

Ante el terror de esa zona crepuscular, la mente busca asideros. Chapotea entre espasmos, tragando lodo, e intenta hacer pie desesperadamente. En el extremo, inventará una coherencia propia y rígida y se retraerá de la realidad inconsistente, entrando en la paranoia; o bien oscilará entre distintas identidades, o se desentenderá de la identidad conocida, y así se convertirá en esquizofrénica. Sin embargo, por fortuna, la mayoría de los recursos no son tan extremos, y así, a veces, la seguridad se encuentra en determinados rituales o en ciertos pensamientos recurrentes, tanto más compulsivos cuanto mayores sean el uso previo de estos mecanismos o la angustia que induce a refugiarse en ellos.
En lugar de rechazarlas de plano, deberíamos escuchar y confiar en esas “enfermedades”, incluso en los desajustes mentales, porque, mientras no hayan alcanzado el nivel del desquiciamiento, cumplen aún una función, y son estratagemas, eficaces por torpes que nos parezcan, con las que el ánimo tantea un nuevo equilibrio.


sábado, 24 de noviembre de 2018

Secretos


Los secretos demuestran que el mundo es peligroso y nosotros vulnerables, que existen enemigos, que la fuerza de la verdad puede madurarnos, pero también arrollarnos, según quién la conozca y qué manos la esgriman. Callar no es mentir, aunque se le parece mucho: la ocultación es también un disfraz, puesto que escatima nuestra verdad a ojos ajenos. Mentira, entonces, necesaria, o al menos justificada: en el mundo podría haber miradas que busquen nuestro daño.
Hay mucho en nosotros que no nos conviene que se sepa, y por eso todos hemos aprendido a ser hábiles en el disimulo. La antigua tensión entre el enmascaramiento y la revelación se repite, en forma de batalla, desde que tomamos conciencia del abismo que nos separa de los otros (de cada uno de los otros, y a menudo sobre todo de los que nos quedan cerca). Saber es ganar poder; permanecer agazapado en la penumbra es conservarlo.

Los secretos, y también sus retoños las mentiras, curiosamente, hacen la vida interesante. Puede que haya una gran valentía en la verdad, pero el secreto en sí no nos hace cobardes. Solo cautos y conscientes de lo fácil que es herirnos. Solo astutos, como Ulises, que jamás pretendió ser un héroe y tal vez por eso echó tanta mano de la mentira, el disfraz y el disimulo. Los héroes nunca mienten, porque andan por el mundo buscando rivales con los que medirse. Pero nosotros no somos héroes.
Los secretos, que son ocultación, tiemblan con un misterioso impulso que reclama que se muestren al mundo. La mujer que tapa su cuerpo celosamente es la que despierta más deseo de desnudez; lo recubierto pide ser confesado. Cuanto más ocultamos nuestros secretos, con más fuerza empujan y se nos empuja para salir a la luz. Resulta inquietante, y tal vez ofensivo, el que traiciona mi entrega con su prevención, y no me devuelve confidencia por confidencia; el que no se arriesga ante mí en la medida en que yo me arriesgo frente a él. La mayoría de las vidas ajenas no nos interesa, pero ansiamos saber cuando nos parece que hay algo deliberadamente escondido, porque así se esconden los puñales y las trampas.
Y es que los secretos propios son fuente de inquietud, pero los ajenos son fuente de curiosidad, tanto más viva cuanto más esfuerzo se adivina por escatimárnoslos. Es probable que no tengamos derecho a curiosear en las intimidades ajenas, pero de todos modos la sentimos. Puede comprenderse: al fin y al cabo, los demás son importantes para nosotros; esperamos cosas de ellos. En realidad, la mayoría de las cosas que piensan o sienten los demás nos resultan indiferentes. Pero cuando sospechamos de una ocultación deliberada, surge la duda: ¿me implicará de algún modo? ¿Podría estar maquinando algo contra mí, o algo que pudiera afectarme a mí?
Por otra parte, el secreto, como la mentira, nos atrapa. Para mantener un secreto hay que vigilar constantemente, vigilarse sobre todo a uno mismo: es fácil traicionarse con una indiscreción, con un detalle incoherente, con una muestra de pudor. No olvidemos que los demás siempre vigilan, los demás son expertos en descifrar nuestros enigmas e inmiscuirse en ellos. A veces hay que forzar las propias circunstancias, o las explicaciones que damos de ellas, para que no se vean asomar los flecos bajo la manta. Por eso, fácilmente, un secreto nos lleva a una mentira, y una mentira a otra. Y la mayoría somos tan torpes con la mentira como con la ocultación.

Así que en toda confesión hay algo liberador. Se dice que la verdad nos hace libres: tal vez la principal libertad sea la que nos otorgan la franqueza y la transparencia. No con todos: con quien lo merezca. El amor y la amistad se nutren, en buena parte, de los secretos compartidos. Porque los secretos son una soledad que duele, que pugna por llegar al otro. La persona querida es nuestro confidente, nuestro testigo, nuestro valedor, y gracias a ella nos mantenemos vinculados a la humanidad. El amigo comparte nuestros secretos y nos libera momentáneamente de nuestras pesadas máscaras. La confesión acaba con el costoso esfuerzo, el incierto esfuerzo del secreto. Tal vez por eso una parte de nosotros busque deliberadamente la persona y el modo de aliviarnos de esa extenuante tarea; aunque impliquen un riesgo. ¡Qué descanso de prevenciones y vigilancias, qué blanda naturalidad! 
Todos necesitamos confidentes. El problema es que, con una confidencia, trasladamos a los demás la tensión de ocultación que antes soportábamos a solas. Por eso, la mayoría de las confidencias están hechas para ser traicionadas: mi confesión llama a la confesión de mi confesor. Raro es el grupo en el que la mayoría no acaben conociendo casi todo de los demás (cosa que, por otra parte, los demás saben o sospechan): todos actúan de acuerdo a un relato oficial, un relato explícito, pero por debajo circula siempre, a modo de intrahistoria, una nube de confianzas incompletas y cotilleos, cuyas partes inciertas suelen completarse con detalles imaginarios que acaban muchas veces dándose por buenos y sustituyendo, incluso, a la propia verdad. Una vez más, ese tráfico de informaciones cumple una función: para cada integrante del grupo es importante tener idea de las vivencias y las intenciones de los otros, puesto que puede necesitar su complicidad y podría verse perjudicado por su mala predisposición.
Esta historia nuestra establecida a media voz, y medio inventada, es un fenómeno muy interesante. Puede difuminarse en el olvido, pero también puede acabar convirtiéndonos en caricaturas y en mitos, en personajes novelescos que se cruzan con los reales y a veces los suplantan. Uno puede obtener provecho de los mitos que lo recrean (“Mejor no molestarlo, ¡es tan sensible!”; “No le contradigas, ¡es muy rencoroso!”), pero también se puede ver atenazado por ellos (“No se puede contar con él, ¡demasiado sensible!”; “No pienso decirle nada, ¡es muy rencoroso!”). Si me quieren o me odian por mi fama, ¿qué amor y qué odio le queda a mi verdad, o al resto de mi verdad? Conviene contradecir de vez en cuando lo que se espera de nosotros, así los demás nunca estarán seguros de conocernos del todo.

Nadie puede vivir sin confesar nada, so pena de sumirse en la más ingrata sensación de soledad; pero probablemente tampoco podamos vivir revelándolo todo, como recomiendan algunos. Puede que el poder que nos conceden los secretos sea, sobre todo, la posibilidad de graduar su confidencia: requiere mucha sutileza, tal vez maestría, saber qué toca decir y qué es preferible callar… al menos de momento. Cada instante tiene sus requerimientos, cada ocasión sus circunstancias. Hay cosas que no se deben saber, incluso que no se quieren saber. Una confesión puede ser un arma arrojadiza, pero también, como un boomerang, puede volverse contra nosotros: “Todo lo que diga podrá ser usado en su contra”. Los secretos y las confidencias: un excelente desafío para aprender lo que son la discreción y el tacto.

domingo, 18 de noviembre de 2018

¿Te aburres? ¡Disfrútalo!

El aburrimiento tiene sus propios dioses y sus propios dones. El aburrimiento es un hueco en la trama cotidiana por el que, si somos hábiles y dignos, lo nuevo encuentra su oportunidad: una ocurrencia, una inspiración, un recuerdo olvidado que tenía algo por decirnos… Hay que poder, hay que saber aburrirse. Porque si uno sabe aburrirse descubre que, en realidad, no estaba aburriéndose, sino abriéndose al mundo, descansando de la voluntad hiperactiva y dejando que la propia vida le tome de la mano. Es la ocasión de la creatividad, de la concepción de sueños imposibles que tal vez nos conduzcan a otros posibles, de la intuición que tal vez nos abra a lo inesperado.

Los niños no soportan aburrirse porque no les hemos enseñado los dones del silencio, la paciencia, la creatividad… Trasladamos a ellos nuestra frenética necesidad de activismo, y procuramos atiborrar su tiempo de actividades organizadas, de tareas y entretenimientos. La cuestión es que siempre hay que estar haciendo algo, si no algo útil, al menos algo que nos divierta (o sea, que cumpla la utilidad de divertirnos). Además, la utilidad y la diversión tienen que ser inmediatas.
Sin embargo, el mensaje subyacente a esta actitud es absurdo: la vida no es siempre divertida. La vida tiene momentos de ingrato cumplimiento, que hemos de atravesar para poder alcanzar satisfacciones difíciles, metas que hemos de alcanzar con el trabajo largo, paciente y perseverante. A veces la alegría debe ser conquistada, mediante el esfuerzo o la reflexión, mediante un paciente intercambio con los otros. Paciencia y perseverancia son dos virtudes antiguas, nobilísimas, llenas de sabiduría, que nuestra sociedad nos escatima con su precipitación y su productivismo. No deberíamos permitir que nuestros hijos crecieran sin cultivarlas, y para ello tenemos que ayudarles, porque el mundo está más bien por escatimarlas. Cuando un niño se lamenta "¡Me aburro!", vale la pena replicarle: "¡Felicidades! Aprovecha, el aburrimiento es una oportunidad".
El mejor modo de educar a los otros en el aburrimiento, al tiempo que nos educamos a nosotros mismos, es acompañarles en él. ¿Seremos capaces de aburrirnos juntos? El amor también es eso. ¿Cómo no van a resultarnos tediosos a veces los que amamos, si nosotros mismos nos lo resultamos tan a menudo? ¿O usted se encuentra siempre a sí mismo divertido, ocurrente y entretenido? Cada cual es tan insoportable como conciba que pueden serlo los demás, y lo será en algún momento por mucho que se esfuerce en lo contrario. Así que mejor tomarlo con calma. Pero tomar las cosas con calma es algo infrecuente en nuestra sociedad, que se basa en la prisa y el resultado, y que por eso tiende a llenarlo todo de cosas y de actividades, y, lo que es peor, a educarnos en valorarlo todo —incluidas las personas— por lo que nos aporta, lo que nos satisface, lo que nos entretiene.

Quizá sea esa una de las claves por las que nos cuesta tanto mantener la convivencia. El otro tiene que ser siempre fuente de sorpresa, de entusiasmo, de entretenimiento. Tiene que ser permanentemente positivo: constructivo, ocurrente, enérgico y energetizante como las pastillas que nos venden en las farmacias. De lo contrario, si resulta que a veces se muestra cansado, deprimido, confundido, titubeante, malhumorado o simplemente insoportable, entonces se le puede catalogar de inmediato como persona “tóxica”.
Ahora está muy de moda hablar de personas tóxicas; algunos gurús de tres al cuarto nos insisten en que todo lo que no es positivo es tóxico, de modo que el mundo se ha llenado de seres tóxicos (que son siempre los demás) de los cuales tenemos que huir como de la peste, no vayan a contagiarnos de su negatividad. Esto convierte al otro en una permanente fuente de amenaza, lo cual sin duda es, pero no solo: también es fuente de oportunidades, si somos capaces de verlas y de estimularlas, si tenemos suficiente paciencia para esperarlas y para tolerar las ocasiones en que nuestro pobre semejante, tan perdido y vulnerable como nosotros, no pueda o no quiera ofrecérnoslas.
Pero no, no solemos tener esa paciencia. A la persona tóxica hay que tirarla a la basura, como haríamos con la comida caducada o el aparato que ya no funciona. Así que le damos muy pocas oportunidades a la gente para que nos entregue lo bueno que sin duda tiene. Reprochamos a nuestra pareja que se aburra a nuestro lado, o que no nos divierta lo suficiente. Incapaces de aburrirnos juntos, buscamos nuevos entretenimientos fuera; y los encontramos fácilmente, porque todos somos entretenidos al principio, mientras quedan preguntas que hacernos y novedades que desvelarnos, mientras no hemos tenido que compartir la tristeza o el tedio.
Pretendemos que nuestra vida sea un estímulo constante, pero los estímulos se desgastan si no se les da un respiro, si no se les deja recargarse de vez en cuando, como las baterías. Nuestra cultura bulímica aspira a tenerlo todo, a vivirlo todo, a sacarle a todo el máximo partido. ¿Qué pasa con la moderación y la renuncia, con el cuidado paciente y delicado que el Principito dispensaba a su flor? “Lo que da valor a tu rosa es el tiempo que le has dedicado”, le dice el zorro al Principito. ¿Quién tiene tiempo todavía para dedicarlo a una rosa? ¿Cuánto estamos dispuestos a cuidar, a regar, a limpiar, a esperar —sin garantía— en los demás? Cada vez menos.

Yo tuve un tiempo en que frecuenté las páginas de contactos por internet. Por la noche, después de cenar, o en las soporíferas tardes de domingo, entraba en los chats y abría una conversación tras otra, a veces dejando en el aire un simple hola, otras con alguna tontería que me parecía ocurrente (seguro que lo mismo hacían todos los demás). Y así acumulaba a veces un montón de ventanas con charlas simultáneas; algunas me divertían o me resultaban sugerentes, crecían y se prolongaban; otras languidecían en seguida en mustios silencios o convencionalismos, y las cerraba o me las cerraban a mí. No dejaba de sorprenderme, y me abrumaba a veces, cómo podía pasar de una charla cibernética a otra, como quien se cambia de una a otra atracción a velocidad de relámpago, siempre esperando que la próxima sea más emocionante que la anterior, siempre aguardando una sorpresa nueva; y cómo todas las conversaciones, al rato, si no se iban por los cerros de Úbeda de lo delirante o lo grotesco, tendían más bien a apaciguarse en veladas confidencias o intercambios de opiniones que, casi siempre, acababan por rozar el hastío. Entonces, la mayoría de las veces me metía en una nueva conversación o apagaba el ordenador y me iba a dormir, invariablemente con una sensación de superficialidad, de vacío, de pérdida de tiempo.
Solo me marché satisfecho las contadas veces en que esperé y logré entrever, tras esas líneas inexpresivas, una presencia viva, un sentir verdadero que, como yo, no hacía más que buscar su oportunidad. Eso me llevó a unos cuantos encuentros que, lamentablemente, resultaron ser decepcionantes, pero no o no solo porque no hubiera cuajado el interés por una relación, sino porque en la presencia se reproducía la misma actitud de voracidad atropellada: lo quiero todo, y ahora mismo, o me marcho y pruebo otro.
Había algo inquietantemente inhumano en esos diálogos y esos encuentros. Una amiga lo definió con una imagen muy acertada: “Es como si te ofrecieran un menú interminable en el que puedes probar un poco de todos los platos”. Esa era mi impresión: probar de todo sin alimentarse de nada. Visitar muchos sitios sin quedarse en ninguno. Todo era vistoso, pero superficial y acelerado, como los anuncios publicitarios; era imposible hacer pie en el fondo, tembloroso y sutil, de lo humano. Y si uno hacía por comprometerse un poco más, si uno dejaba la máscara por un instante, rara era la vez que no salía escaldado. Aunque reconozco que de eso no tenían la culpa solo la superficialidad o la impaciencia.

No pretendo defender que haya que aguantar por aguantar a los demás. Cada cual sabrá dónde están sus expectativas y sus límites, me libraré mucho de juzgarlos, y más yo, que no me distingo por tener paciencia con los otros (lo cual me lleva a mantenerme más bien a distancia, aunque ese es un tema más peliagudo y complicado). Lo único que intento aquí es entonar —persuadiéndome de paso— una tímida defensa a favor de la paciencia y la tolerancia; a favor del realismo que, en contra de nuestros sueños románticos, nos enseña que las personas somos a veces —qué le vamos a hacer—, también, irritantes y aburridas; a favor de soportar el aburrimiento y, si somos capaces, de convertirlo en oportunidad: en descanso, en silencio, en espera, en paciencia, en ternura…, todas esas cosas que incomodan a nuestra sociedad y que sin embargo le hacen tanta falta a nuestra humanidad. ¿Te diviertes? ¡Felicidades! Disfrútalo. ¿Te aburres? ¡Felicidades! Disfrútalo.

domingo, 11 de noviembre de 2018

Pereza rebelde

¡Qué descansada vida / la del que huye el mundanal ruido! 
Fray Luis de León.

La moral tradicional condena la pereza porque es un lastre, un impedimento para la construcción del proyecto humano. Los moralistas, defiendan la trascendencia o la productividad, nos quieren siempre laboriosos y atareados. Está bien: hay que trabajar. Pero también hay que mantener una cierta conspiración contra el trabajo, siquiera sea para que no se apropie (y no lo usen otros para apropiarse) de nuestra vida. Y en esa reticencia clandestina, en ese epicúreo reclamo de la existencia como disfrute, la pereza nos secunda como una afable cómplice.
La pereza tiene su propia sabiduría. Es la gran economizadora, y nos ayudará a administrar bien las cuentas de nuestras energías, siempre que no se vuelva avara. Una vez más nos encontramos con ese camino medio que aconsejaba Aristóteles: todo en su justo equilibrio es un don, pero llevado al extremo se convierte en vicio y nos trae más problemas que soluciones. La pereza moderada, tomada con cautela e inteligencia, nos enseña a no dilapidar los esfuerzos inútilmente, a administrarlos según merezca la pena, a no dejar que la actividad sana se convierta en un activismo desbordante que mina nuestra salud y nuestro ánimo.
La pereza nos habla de nuestras verdaderas motivaciones, de las que es valedora. Se rebela contra las obligaciones que se nos imponen arbitrariamente —que también nos imponemos nosotros, llevados por la ambición—, y reivindica lo esencial frente a lo vano. Es, pues, un sano contrapeso del productivismo que nos reduce a máquinas o instrumentos, y frente a él nos recuerda que la vida buena es corta y sencilla, y que, como enseñaba Epicuro, los placeres son fáciles de alcanzar cuando no los abigarramos con nuestras pretensiones desmedidas. La pereza sueña con una existencia de pequeñas alegrías, descansos afables, dulces horas entregadas a lo inútil y a lo improductivo, simplemente porque es grato y es bello.
Si tenemos que aprender a controlar la pereza es para que no nos pierda en su ingravidez y no acabe por convertirnos en indolentes. No porque ello sea malo en sí mismo, sino porque la vida es también tarea, como dijo Ortega; el proyecto humano está hecho también de metas y esfuerzos, y sin ellos podríamos acabar por no saber qué somos o qué hacemos, o aun peor, podríamos caer en la absoluta indiferencia y el hastío, que son en sí ingratos y además caldo de cultivo de torceduras y perversiones, como aseguraba Baudelaire, quien consideraba el hastío, tal vez de modo exagerado pero no exento de sentido, como el peor mal del hombre. “El diablo, cuando no sabe qué hacer, con el rabo mata moscas”, sentencia el refrán, para darle la razón. Hay que saber qué hacer, y qué no hacer.

Pero, ¿por qué la realización humana debería comportar trabajo? ¿No podría bastarnos con buena comida, agradables paseos en compañía y tranquilos sueños, como pretendían los epicúreos? No, no basta, y Epicuro ya lo tuvo en cuenta en su Jardín, en el que, además de filosofar y estar alegremente juntos, se acudía cada mañana a laborar en los campos, y cada cual tenía su tarea. Porque también es necesidad humana sentirse útil y productivo, crearse problemas y afrontarlos para encontrarles solución, tener proyectos y esforzarse para conseguirlos. Spinoza nos da la clave: la potencia humana necesita desplegarse para cobrar conciencia de sí misma y convertirse en alegría, porque “el que experimenta la propia potencia, se alegra”. La pereza tiene que ser cómplice de esa potencia administrándola, moderándola, encaminándola hacia lo realmente importante; si se convierte en su obstáculo, entonces actúa en contra de nosotros, no a nuestro favor.
Caer en un pantano de pereza es uno de los peores males en que puede incurrir la vida humana, y en esto Baudelaire tenía razón. Los monásticos medievales llamaban acidia a esa actitud indolente y abandonada, y la temían por su poder para minar el entusiasmo y el sentido. Se corresponde con un estado de ánimo abatido, embotado, nebuloso, y en definitiva triste. Lo vemos en los niños: pocas cosas hay peores que no saber qué hacer, sobre todo para el “sujeto del rendimiento”, como lo llama Byung-Chul Han.
El hombre actual, acostumbrado a un quehacer constante y a una estimulación permanente, no soporta detenerse, y no sabe qué hacer con el aburrimiento. Eso nos relega a un desánimo y a una indiferencia que pueden desembocar en depresión y en actividades desesperadas que, a menudo, son autodestructivas. En la actualidad, en efecto, los grandes peligros a los que conduce la acidia son la depresión y las adicciones (aunque quizá tengan que ver, precisamente, con nuestra incapacidad para disfrutar del aburrimiento). El adicto tal vez busca estímulos artificiales porque ha perdido las metas y las fuerzas para encontrarlos en sí mismo de manera constructiva. Mucha gente, cuando pierde su trabajo, se hunde en un arenal depresivo, que le impide aprovechar ese tiempo para otras cosas, o preparar pacientemente la posibilidad de una nueva ocupación. Claro que en estos casos seguramente influirá también una pobreza de metas en la vida, o al menos una falta de imaginación para concebir otras nuevas.

En definitiva, el hombre se hunde cuando la vida se le vacía de sentido, de horizonte, de tarea: por eso es importante tener siempre algo que hacer, y si no se tiene inventarlo. El camino de salida para el marasmo de las adicciones tal vez sea una vez recuperado el control y el orden sobre la propia vida encontrar nuevos estímulos que nos motiven y entregarnos activamente a ellos: un trabajo satisfactorio, una actividad artística, la colaboración en una asociación que ayude a los demás. En la actividad insistamos: y más hoy día, las personas hallamos sentido y entusiasmo, y por eso la pereza mal dosificada puede arrastrarnos al sinsentido y la dejadez. Es más: para salir de los pantanos —para ese empuje ascendente que José Antonio Marina llama anábasis, y en el que reside la luminosidad del proyecto humano— hace falta esfuerzo, y en ese punto la pereza será nuestra enemiga y tirará de nosotros hacia abajo. En esa tesitura, al menos, tendremos que hacer un esfuerzo para llevarle la contraria, para no dejarnos arrastrar por ella.
Pero cuando la vida está llena, cuando el amor y la tarea son suficientes, la pereza es un estupendo termostato de la actividad. Porque es fácil caer en el extremo contrario, es fácil embrollarnos en un hacer y hacer y hacer que nos impulsa desde intereses ajenos, a costa de nuestras fuerzas y nuestra alegría. Necesitamos descansar, necesitamos dedicarnos a lo dulcemente inútil jugar a las cartas, construir maquetas de barcos, amodorrarse frente a la tele, leer poesía, charlar despreocupadamente…; necesitamos incluso no hacer nada, sentir algo de aburrimiento y dejar que la mente mientras no nos traicione con filigranas sombrías vague por viejos recuerdos o sueños imposibles… Hay que dar un respiro a la voluntad, hay que hacer cosas por el gusto de hacerlas, hay que ponerle coto a las obligaciones que nos impone nuestra sobrecargada vida de hormigas obreras al servicio de las reinas.

Como reflexiona Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio, somos animales laborans, envueltos en la hiperactividad y la hiperneurosis; no soportamos el vacío de la inactividad porque tememos encontrar en él el vacío de nosotros mismos. Tanto produces, tanto vales. Eso incluye la hiperactividad en el supuesto “tiempo libre”: si no saliste de copas el sábado por la noche, si no fuiste a cenar a casa de unos amigos, si te limitaste a ver una película en la televisión o a leer un libro, tu fin de semana ha pasado en balde, has perdido parte de tu vida. Si las últimas vacaciones no te has ido de viaje y te has limitado a dar paseos por el parque, has perdido tus vacaciones.
La sociedad del rendimiento nos exige que no nos estemos quietos, que vayamos de acá para allá, que no dejemos de hacer muchas cosas. “El reverso de este proceso opina Han estriba en que la sociedad del rendimiento y actividad produce un cansancio y un agotamiento excesivos”. Cabría añadir que provoca su propio vacío existencial, un vacío no menor que el de la absoluta inactividad, y que se manifiesta en el estrés o la depresión que nos aquejan a la mayoría.
Hay que rebelarse contra eso, y tal vez la pereza nos eche una mano. Lo que se ha llamado el “cansancio fundamental”: admitir que estamos cansados, y tomarnos la libertad de descansar. “El cansancio fundamental inspira escribe Han. Deja que surja el espíritu”. De vez en cuando tenemos que sentirnos vagabundos, echarnos a los caminos por ver mundo, detenernos a contemplar un paisaje solo por su belleza, o por sentir el milagro de estar allí. Es lo que, frente al desquiciamiento productivo, propone la vieja tradición de la vita contemplativa. ¡Y cuánto nos cuesta detenernos y mirar! ¿Hay algo menos productivo, y más reconfortante, que la meditación? Pero nunca encontramos el momento, como no lo encontramos para llamar a un viejo amigo o para sentarnos a jugar con nuestros hijos. Un poco de rebeldía perezosa —aquella que proclamaba el derecho a la pereza en el ya lejano 68— tal vez nos ayude a plantarle cara a ese activismo obsesivo de nuestra era tardocapitalista.

viernes, 26 de octubre de 2018

La sabiduría topográfica

La sabiduría tiene un componente topográfico: es el arte de que las cosas estén en su lugar, en el sitio apropiado, es decir, que les es propio. Llamadlo como queráis: equilibrio, estructura, orden… Pero la propia ciencia nos confirma que el universo es un cosmos, en el sentido griego: una complejidad organizada. El desafío es aprender a moverse según esa disposición, saber captarla y acomodar a ella la vida.
Lo que digo podría sonar a platónico, conservador, trascendentalista. Nada más lejos de mi intención. No hay trascendencias regentes, no hay deus ex machina, el universo se expande en un vacío que lo precede y probablemente lo suceda, si no se oculta ya en su espina dorsal. En cualquier caso, las trascendencias no explicarían nada: el cosmos es suficientemente desconcertante para que demos razón de él con nuevas perplejidades. Estamos aquí, encajonados, arrojados —dijo Heidegger— en el ser, y no podemos saber nada más allá de nuestros límites. Pero los límites ya son una ley, ya obedecen a una estructura (dinámica, puesto que se caracteriza por el cambio, como proclamaba Heráclito), que es a la vez andamio y desarrollo de lo que entendemos como real.

De algún modo, estamos sintonizados con este universo al que pertenecemos. Como dice Rilke, “es nuestro mundo”, y estamos hechos para formar parte de él. Platón vislumbraba una sinergia entre los objetos perecederos y las formas eternas; tal vez se trate de concebirla entre los hechos y los objetos concretos, por un lado, y las leyes eternas, por el otro. De ahí la osadía de la ciencia, que, a través del fenómeno individual, aspira a generalizar postulados válidos para todos los fenómenos.
Pero la sintonía que concierne al sabio se queda aún más cerca: en lo que nos conecta con las personas y las cosas concretas de nuestra vida, esas que experimentamos y que forman los escenarios de nuestra existencia única, esa vida frágil, a menudo dolorosa y siempre corta. Lo que nos interesa está aquí, al lado, y por eso la presencia es lo más urgente, pero una presencia que resulte a la vez lo más gozosa posible.
Parece haber personas especialmente hábiles en ese arte de vivir. Yo no soy una de ellas, desde luego. Si lo fuese, como argumenta Comte-Sponville, no me vería obligado a pensar: me bastaría con vivir, y dichosos los que pueden hacerlo sin tener que hacer otra cosa. Hesse habló de ello en una hermosa historia: Narciso, el intelectual, el dogmático, el institucional; frente a Goldmundo, el vital, el dotado de una sabiduría natural, que no necesita pensamiento ni palabras sino desplegarse en la propia vida: este era su preferido. Cuanto más pura la vida, cuando más pegada al suelo y embebida de sí misma, mucho mejor.

Para los que no poseemos ese don y pasamos la vida buscando, he aquí una posible clave: ahondar en la topografía correcta de las cosas, atenernos a lo oportuno, evitar lo que está fuera de lugar. Sufriremos, sin duda, pero quizá no más allá de lo justo. No se trata de conformismo, sino de consciencia. Para que la creatividad sea fecunda, debe conocer bien los materiales con los que trabaja y lo que pueden ofrecerle. El arte de vivir tal vez resida en eso: en acercarse lo bastante a la piedra para, igual que Miguel Ángel, concebir la escultura que pide salir de ella.
No se me escapa que la idea de “estar las cosas en su sitio” es peligrosa. ¿Quién decide cuál es “el sitio”? En las relaciones humanas, definir sitios es una función del poder. El más poderoso —el más fuerte, el más rico, el más culto, el más astuto, el más agresivo— acapara los lugares privilegiados. La cultura —generalmente urdida para reafirmar las relaciones de poder establecidas—, echando mano de la educación, nos alecciona acerca de cuál es nuestro “sitio”, y sobre todo nos enseña a aceptarlo. Rebelarse es cuestionar esas estructuras establecidas, es aspirar al trastocamiento de un orden que decidimos no permitir que se nos imponga.
La noción de cuál es el sitio adecuado, el juicio de cuándo las cosas están bien colocadas y cuándo están fuera de lugar, no tiene una referencia natural: solo puede ir definiéndose a través del criterio propio y, entre las personas, mediante la negociación o el conflicto. En definitiva, es un poso que va dejando la experiencia, con sus lecciones de placer y dolor. La topografía acertada se esculpe con tacto. Cada cual con el suyo. Y nunca está acabada, como tampoco lo está el mundo que intenta cartografiar, ni el propio observador que bosqueja los mapas. El mapa se traza mientras se recorre el territorio: se hace camino al andar. Topografía que fluye: buen viaje.

domingo, 21 de octubre de 2018

El argumento pragmático de la creencia en Dios

Uno de los argumentos favoritos con que se defiende la creencia en Dios es el pragmático, es decir, que creer en Dios nos hace la vida más fácil y hasta mejor. Si es beneficioso, convenzámonos de que es verdadero, o hagamos como si lo fuera: eso que ganaremos. ¿Por qué ponérnoslo difícil manteniéndonos fieles a la realidad, si ella nos traiciona? La ficción, en cambio, siempre está de nuestra parte.
Hay quien es capaz de convencerse de lo que le conviene, sin pedirle más. En ello se apoya esta pretendida “razón”, que aprovecha la confusión entre creencia y conocimiento; es una “razón” que renuncia a la “Razón”, como hacía Pascal al defender esas “razones” que la Razón no puede comprender. El argumento se desliza sutilmente, astutamente, del ámbito de lo razonable al ámbito de lo útil. El único modo de dejar al descubierto su falacia es mostrar la diferencia entre creer y comprender.

Una creencia es un postulado, producto de la especulación, que rige nuestra relación con el mundo, un principio arbitrario que hemos decidido tomar como válido. Su validez, por tanto, no gravita sobre ningún tipo de pruebas, ni lógicas ni empíricas: cuando se enarbola alguna, se aprecia rápidamente su inconsistencia y su insuficiencia. La validez de una creencia es subjetiva y, en el fondo, no pretende ser otra cosa: se basa en la seducción, en su capacidad para despertar emociones placenteras, como la serenidad y el optimismo, y sobre todo el consuelo, ya que la creencia es un eficaz calmante para la angustia de la incertidumbre. Así pues, hay que reconocer que la creencia resulta rentable, tanto por su efecto apaciguador de las angustias humanas como por su función vertebradora de la acción, a la que aporta coherencia interna y fuerza motivadora.
Sin embargo, como arguye Richard Dawkins, ninguno de esos efectos benéficos (que podrían considerarse razones a favor de las creencias) tiene la más mínima repercusión en la certeza; en otras palabras: ningún argumento a favor de las creencias les presta validez de conocimiento. Un creyente puede oponer a esta consideración el hecho de que mantiene absoluta certeza sobre sus creencias. Sin embargo, de nuevo caemos en una fácil confusión: esa certidumbre del creyente es puramente privada, su validez se limita a él, y no es posible compartirla, no es posible hacerla pública mediante el razonamiento, la contrastación y la demostración. Las mismas “razones” que sustentan la creencia en el Dios cristiano sirven para defender cualquier otra creencia, sea en el Alá mahometano o en las hadas o los duendes. En todos esos casos el individuo se siente convencido, opta por entregarse a la creencia y asumirla como convicción, pero no puede demostrar la validez de esas convicciones más de lo que puede hacerlo el que sustente las contrarias. Así pues, las creencias solo pueden acceder al ámbito de lo público en forma de imposición o seducción.
El conocimiento, en cambio, se basa en un contraste abierto. Apela a la lógica y a la observación, a partir de las cuales postula determinadas hipótesis y teorías. Una hipótesis nunca es definitivamente válida, es solo un buen instrumento de trabajo mientras no se encuentre una hipótesis mejor, o mientras su contraste con la realidad no la demuestre inadecuada. El conocimiento se sabe y se proclama siempre provisional.

Se desprende una diferencia obvia entre creencia y conocimiento: mientras que una hipótesis puede invalidarse públicamente, demostrando que no explica satisfactoriamente un determinado fenómeno, las creencias no pueden ser invalidadas. Ante una creencia, solo cabe elegir a qué convicción subjetiva decide uno entregarse.
Existe, por consiguiente, un paso previo que la persona tiene que dar a la hora de establecer sus convicciones: tiene que elegir entre la creencia y el conocimiento, entre las “razones del corazón” de Pascal y la razón, fundamentada empíricamente, de la ciencia. Obviamente, se pueden sostener (y de hechos todos sostenemos, en mayor o menor medida) ambas cosas, refiriéndolas a ámbitos diferentes. Hay científicos que creen en Dios, o en el poder espiritual de los lamas. Pero, si uno es honesto, debe admitir que tal simultaneidad de posturas no es coherente, de hecho es contradictoria; y, aun peor, es oportunista: aplica diferentes criterios en ámbitos distintos. Se puede ser un científico creyente, pero entonces hay que estar dispuesto a vivir con esa incongruencia, admitiendo su carácter arbitrario. Lo que no se puede —si uno es honesto— es solapar razón y fe.
Ante el argumento de que uno cree porque eso hace su vida mejor, sólo cabe responder, con Dawkins, que muy bien hecho, pero que eso no hace que su creencia sea cierta.

domingo, 14 de octubre de 2018

Más sobre evolución: los genes y lo humano

La lectura del libro El gen egoísta puede resultar, como prevé su autor, perturbadora hasta el vértigo. Desde luego, marca un antes y un después en el ánimo con el que uno se mira al espejo. Dawkins nos presenta
y lo peor de todo es que lo hace convincentemente como meras máquinas al servicio de la supervivencia y la reproducción de esos genes egoístas de los que somos simples vehículos. Da la impresión de que, si uno lleva el razonamiento a sus últimas consecuencias, todo lo “bueno” que caracteriza a lo humano desde la pretensión ética hasta el amor, desde el gozo estético a la devoción paterna no sea sino una treta que usa con nosotros la evolución para asegurarse de que transmitamos los genes eficazmente, una especie de fantasía sin entidad verdadera, un mecanismo de la máquina de la supervivencia genética.
Sin embargo, el propio Dawkins insinúa la solución a este angustioso callejón sin salida de nuestra identidad: aun siendo cierto que somos meras máquinas al servicio de los genes, tenemos una entidad en tanto que máquinas, no somos nuestros genes. Hay un ámbito de existencia genético y un ámbito humano, y, por más que éste funcione al servicio de aquél, sigue siendo distinto. Las máquinas genéticas de nuestra especie se caracterizan por tener sentimientos, apetencias y dolores, y su mundo consiste en esas experiencias. Se caracterizan también por algo insólito, por tener conciencia de sí mismas, es decir, por concebirse como sujetos, al margen de lo que los genes hayan hecho y hagan de ellas.
                                                                   
Y en ese ámbito en el que el individuo se concibe a sí mismo en tanto que individuo, adquiere una categoría ontológica, ya no se le puede considerar como un mero instrumento o una simple función. El sujeto de Descartes, en efecto, resulta que no existe como tal, pero sí como experiencia de sí mismo: sigue descubriéndose una y otra vez en el acto de pensar, en el hecho de percibirse como un yo. Y para ese sujeto materialmente ausente, hay una conmovedora, poética, trágica voluntad de existir que nos recuerda la de El caballero inexistente de Calvino. Para el hombre, lo humano tiene valor existencial, precisamente porque es humano, porque le pertenece, porque se reconoce en ello, quizá porque se inventa en ello, como consideraba Sartre.
Aquí los mitos sobre la inteligencia artificial cobran pleno sentido. Suponiendo que una inteligencia artificial evolucionase hasta el punto de ganar la conciencia de sí misma, hasta el punto de sentirse existir y apreciarse como existente, ¿cabría considerarla humana? En ese mito nos reconocemos porque es, en definitiva, nuestra historia, la historia de unas máquinas de supervivencia genética que han llegado a verse a sí mismas como una entidad, un sujeto. Así que, si tomamos como referencia los genes, es decir, la información, la respuesta es afirmativa: los replicantes de Blade Runner tienen la misma categoría ontológica y ética que cualquier ser humano, porque somos nosotros.
La relación entre los genes y el hombre es la misma que entre las reverberaciones sonoras y la música: en sentido estricto, sólo existen aquellas, es decir, el hecho es sólo la sucesión de vibraciones del aire a determinadas frecuencias. Pero eso no le resta categoría a la música en tanto que experiencia. Si un día toda nuestra especie desapareciera, dejaría de darse la experiencia de la música; pero estamos aquí lo cual es también un hecho, y nuestras experiencias son muy reales para nosotros. El mundo de lo humano cobra valor por el hecho de que somos humanos.

Por consiguiente, no tenemos por qué volvernos locos ante la perspectiva de ser meras máquinas al servicio de los genes. Mientras les servimos —y no podemos no servirles: hacerlo es nuestra esencia—, estamos construyendo nuestro propio ser, y en ese ámbito somos otra cosa. En ese ámbito sigue teniendo sentido ¡para nosotros! enamorarnos, disfrutar a nuestros hijos, saludar a nuestros vecinos y diferenciar lo que nos parece bien de lo que nos parece mal. Podemos seguir disfrutando de una buena música, o embelesándonos ante una puesta de sol, mientras dejamos que los genes cumplan a través de esas cosas sus propios objetivos. Podemos seguir aspirando a una dignidad, a una anábasis. “Si existe una moraleja humana que podamos extraer escribe Dawkins, es que debemos enseñar a nuestros hijos el altruismo ya que no podemos esperar que éste forme parte de su naturaleza biológica”.
El hecho de que los colores no existan como tales no le resta belleza a la contemplación de un cuadro de Velázquez. Y el hecho de que el mundo no sea como lo percibimos no hace que nuestra percepción sea menos nuestra. Estrictamente hablando, ni siquiera existe la verdad, puesto que no hay más que hechos, y la verdad es sólo nuestra convicción acerca de ellos. Creemos que hemos ido perfeccionando la capacidad para acercar la verdad (que es sólo una idea en nuestro cerebro genéticamente creado) a esos hechos, y eso tiene valor de verdad para nosotros. Nuestra biología nos hace humanos.

viernes, 5 de octubre de 2018

La evolución y yo

La evolución es un mecanismo ciego, un teorema matemático escrito en la abstracción del tiempo. La presencia de una especie no implica ningún objetivo, ninguna teleología, ningún sentido: sólo da testimonio del hecho de haber tenido oportunidad de reproducirse más eficazmente.
Apréciese esto más en detalle: estrictamente hablando, si una determinada configuración biológica “sigue ahí” y ha prevalecido sobre otras no es ni porque viva más, ni porque viva mejor, sino sólo porque ha transmitido sus genes con mayor eficacia, o al menos con la suficiente. Lo que cuenta no es, como creía Spinoza —y todos, tan egocéntricos, tendemos a creer—, la preservación del individuo, sino la de la especie. El individuo es sólo un transmisor más o menos eficiente de genes, una especie de contenedor que traslada los genes en el tiempo. Su historia concreta cuenta únicamente en tanto que lo hace un mejor transmisor de código genético, en tanto favorece su reproducción, su multiplicación. Aunque ni siquiera se trata de hacer que haya muchos individuos, sino tan sólo de que siga habiéndolos, para que los genes permanezcan en ellos.
El descubrimiento de esta ley natural tiene trascendentales consecuencias psicológicas y filosóficas para un materialismo consecuente. Para empezar, nuestra vida queda vacía de toda teleología: no tiene ningún objetivo, no sucede “para” nada. La propia afirmación spinoziana de que “todo ser se esfuerza por perseverar” queda en entredicho: los que perseveran son los genes, el ser aparente no es más que una efímera etapa, una escala, un tránsito del verdadero ser, que consiste en mera información. Los mecanismos psicológicos que han prosperado no son los que nos hacen más felices, sino los que nos hacen mejores preservadores y transmisores de genes. Nuestra felicidad individual no tiene el menor significado a escala evolutiva, es una fantasía de nuestro yo, que, por su parte, es otra fantasía, un sueño de la mente que culminó en esa anomalía que es la conciencia, quizá una construcción de esa mente colectiva que es la cultura.

La conciencia parece, en efecto, una anomalía, un subproducto de un cerebro quizá “demasiado” complejo, en una especie furiosamente social. “Pienso, luego existo”: y, sin embargo, no necesito pensar para existir, ni tampoco existir en tanto que yo individual para pensar. El pensamiento, en realidad, no necesita al sujeto. Toda la importancia que me doy a mí mismo en tanto que sujeto es sólo una pasión basada en una arbitrariedad. Le puse puertas al campo y luego me obcequé en guardarlas “como si” separaran algo. Parece que, al final, los budistas tenían razón al cuestionar el ego, y podemos empezar a entenderlos.
Tal vez, en contra de estos argumentos, podríamos considerar que el yo tiene una justificación material, basada en la existencia de un cuerpo individual, y una justificación psicológica, que es la percepción subjetiva de ese cuerpo. Podríamos suponer que el sujeto cartesiano no es completamente arbitrario, sino un concepto que se corresponde, hasta cierto punto, con un hecho. El error, tal vez, consistiría en sacar demasiadas consecuencias de ese hecho: desde un punto de vista material, el “yo” no es más que la conciencia de ser un individuo, un individuo perteneciente a una determinada especie, con unas características físicas y conductuales predeterminadas.

Es cierto que la cultura nos saca de la mera biología y nos introduce en la historia. Pero eso no le da a la cultura más contundencia que la de una fantasía humana. El lenguaje es un hecho, pero las normas, las creencias, la belleza y la ética no son hechos, son meros constructos psicosociales. Sueños de la razón, que es otro sueño. No tienen trascendencia, puesto que no poseen materialidad: no cuentan con referentes objetivos en el mundo real.
Así, desde el punto de vista de la vida, no estamos vivos para ser felices, como proclama la constitución norteamericana y hemos llegado a creer. Estar vivos es un azar que se agota en sí mismo y no tiene por qué conllevar ninguna consecuencia. Estamos vivos y sólo eso cuenta para la vida: lo que extraigamos de ahí, lo que decidamos a partir de ahí, sólo cuenta para nosotros. La naturaleza no lo legitima. Desde que nos fundamos como seres libres, como conciencias egoicas, nos quedamos solos. Podemos inventar lo que queramos; es más, como supo ver Sartre, no tenemos más remedio que inventar. Pero lo que inventemos será algo puramente arbitrario, no tendrá fundamento ni trascendencia fuera de nosotros. El hombre, cuando se constituye en sujeto, se descubre solo delante de un espejo.

domingo, 30 de septiembre de 2018

La religión y el discurso de mínimos

Ser religioso es relativamente fácil: basta con “dar el salto” del que hablaba Pascal, cerrar los ojos y entregarse al abrazo de la fantasía, que es blando y cálido y siempre nos compensa. Sostener la soledad de la razón, contra la dureza y el terror de la vida, es, en cambio, tarea ardua y con un ineludible dejo de angustia. Al fin y al cabo, somos seres frágiles y perdidos en un infinito indescifrable, y es verosímil que llevemos en los genes una tendencia atávica a personalizar y venerar lo desconocido, concibiendo con nuestra imaginación un universo de fuerzas ignotas y seres imaginarios que, si bien no ofrecen explicaciones coherentes, sirven al menos para llenar con algo el silencio aterrador con que responde el universo a nuestras preguntas angustiadas.
Respuestas, en efecto: donde la razón se inhibe, la fe sigue adelante con el paso firme de los desesperados. Su fuerza reside en el sentimiento, en la convicción que ya ha renunciado a las contradicciones del pensamiento y se sostiene en sí misma, en su puro temblor emocional. La religión ofrece siempre respuestas porque su verdad es anterior a todo, incluidas las preguntas y quienes las formulan. En última instancia, no pretende convencer, sino vencer: por agotamiento, por debilidad de los escépticos. Su fuerza es la mera insistencia frente a los tambaleantes pasos de la razón, frente a la desnudez con que el ser humano afronta su precaria condición, su vida marcada por la incertidumbre y el sufrimiento. Frente a ellas, en el regazo de la religión siempre hay consuelo, siempre se ofrece la posibilidad de cambiar la lucha por la entrega. Es tentador, para el hambriento, acudir a un lugar donde le den comida, la que sea, desistiendo del camino orgulloso, altivo, pero durísimo, de los que buscan alimento por sí mismos.
Sin embargo, seamos justos: la religión conoce sus debilidades, y ha dedicado muchos siglos a apuntalar algo parecido a unos cimientos. Sabe que siempre habrá quién la interpele, y para él reserva un sofisticado cuerpo de argumentos. El proselitista suele empezar por dar razones, sobre todo a quien se le acerca con preguntas, y con ellas puede llegar a convencer a muchos. Solo esgrime la fe cuando se le acorrala en una evidente inconsistencia.
  
No se pueden discutir las creencias, o más bien no sirve de nada hacerlo. Pero ante las afirmaciones capciosas, la persona coherente tiene que discutir. El discurso de mínimos es uno de los recursos argumentales favoritos en la doctrina religiosa.
Cuando la religión choca con el rechazo a su discurso de resignación, procura legitimarse mediante un discurso de mínimos: “Al menos la persona religiosa es más feliz”, “Al menos siente que su vida tiene sentido”, “Al menos se da consuelo a los que sufren”. Este discurso se extiende, incluso, a las acciones de la Iglesia: “Al menos el que es religioso es profundo”, “Al menos tiene unos valores”, “Al menos la caridad da de comer a muchos que estarían condenados a la miseria”... Se consolida así la impresión de que fuera de la religión, y particularmente de la religión organizada, no hay más que caos, amargura, confusión… El valle de lágrimas de los pecadores.
Dejando a un lado el hecho de que todos esos supuestos beneficios son en sí mismos discutibles (muchas personas religiosas ni son buenas, ni son más felices, ni son más profundas, ni tienen para comer cada día), hay que admitir que en muchas ocasiones, como decíamos, es cierto que la religión ayuda, de un modo u otro, a soportar la vida. Si no disipa la duda, le quita hierro, y ofrece una orientación precisa a la tarea de la existencia. Para quien siente vértigo al pensar, entrega las respuestas empaquetadas y selladas. Si somos consecuentes con esta idea, tal vez tendríamos que dar la razón a quienes defienden la religión desde el discurso de mínimos, y reconocer que el mundo nos resultaría mucho más indigesto sin su abrazo protector, por irracional e insuficiente que nos pareciera.

Sin embargo, estaríamos cayendo en la trampa de un argumento que, sin ser falaz, oculta hábilmente el meollo de la verdad. ¿Por qué nuestra vida debería estar ceñida por mínimos, en lugar de guiarse por aspiraciones a la plenitud? ¿Por qué deberíamos aceptar que nuestros valores se restringieran voluntariamente, convirtiéndonos en mendigos de lo deseable, en lugar de insistir en realizarlo de una manera completa, dueños de nuestro destino?
El discurso de mínimos nos hace regresar, por la puerta de atrás, a la resignación. De un modo encubierto, se basa en el supuesto de que nuestras aspiraciones no son realizables, que tenemos que darlas por imposibles, y que, por consiguiente, debemos aceptar lo poco que se nos ofrece con el agradecimiento de que “al menos” se nos ofrezca eso. La caridad tiene sentido sólo en un mundo marcado por la carencia; en un sistema que se basa en la opulencia de unos pocos frente a la privación de la mayoría, la caridad secunda esa escasez, como si fuera su otra cara de la moneda. ¿Qué valor tendría la limosna o la beneficencia en una sociedad en la que todos dispusieran de lo que necesitan? Y, si preferimos remitirnos menos a lo material, ¿qué falta haría el consuelo a un ser que basa la dignidad en sí mismo, sin apelar a platónicas esencias superiores, y se alza firme sobre ella? Cuando nos dicen “al menos” nos están empujando a aceptar el “menos”, a movernos según parámetros que nos limitan al “menos”.

Por eso, aunque reconozcamos con admiración determinados esfuerzos de personas entregadas a la beneficencia, aunque no le quitemos valor a determinadas labores sociales de la Iglesia, no podemos considerarnos satisfechos con ellas, no podemos alabarlos alegremente como una prueba de que nuestra sociedad, como quería Leibniz, “es la mejor de las posibles”. La práctica organizada de la caridad es la prueba palpable de una sociedad perversa y despreciable, es su consecuencia y su cómplice. No nos conformamos con el “menos”, y no porque no admitamos que la vida está llena de sufrimiento, que los recursos son escasos; no porque no nos preguntemos a veces, atormentados de incertidumbre, si el ser humano es capaz de construir un mundo mejor. No nos conformamos porque sabemos que mientras haya alguien que nos diga “al menos”, estará invitándonos a la resignación, a convertirnos nosotros también en cómplices sumisos de la iniquidad; estará robándonos la dignidad, estará negándonos la capacidad de hacer algo mejor; estará relegándonos a la categoría de víctimas impotentes.
Si se supone que la persona religiosa “al menos” es un poco más feliz, nosotros respondemos que preferimos ser “bastante” más felices, y serlo desde la lucidez y la racionalidad, no desde el apocamiento y la fantasía. Si nuestra vida ha de tener sentido, no renunciamos a dárselo desde el pensamiento y la dignidad del ser que se hace cargo de su propio destino. Si hemos de consolar nuestro sufrimiento, preferimos hacerlo desde lo humano, desde la reflexión y la sabiduría, en lugar de poner la esperanza en primitivas falacias sobrehumanas. Si se trata de ser profundos, ¿qué mayor profundidad que la del que mira la verdad sin subterfugios, aunque lo haga con temor? Si se trata de contar con unos valores, ¿por qué no podemos referirlos a la propia vida humana y a un proyecto estrictamente humano, a nuestra condición natural e inmediata, en lugar de tomarlos de pretendidas revelaciones sobrenaturales?
Y si de lo que se trata es de que los pobres coman, ¿no sería mejor que aspiráramos a que dejaran de ser pobres, a que tomaran las riendas de su destino y dejaran de transigir con que se les relegue a esa condición? ¿No sería preferible que dejara de haber otros que los someten a la indigencia para poder amasar fortunas a su costa? El mendigo, mientras come de la caridad, debería estar aprovechando para planear un mundo en el que no fuese necesaria. Y si él no puede o no sabe, entonces deberíamos hacerlo por él quienes nos limitamos a tranquilizar nuestra conciencia con limosnas. Si la convicción no nos diera para ello, “al menos” debería sacudirnos la vergüenza.
No nos conformamos con los mínimos, no estamos dispuestos a ser cómplices de un mundo que nos parece injusto. La vida humana se define por sus derrotas, pero se gesta en las aspiraciones y los esfuerzos. El hombre es el ser que se alza, una y otra vez, frente a la limitación.