La cortesía ―¡qué le vamos a
hacer!― conlleva,
inevitablemente, un cierto grado de hipocresía: sonrisas y palabras amables que
hagan llevadero, incluso grato, el arisco intercambio humano. Lo malo, a veces,
es necesario para evitar lo peor, o, visto desde el otro lado, dar pie a lo
mejor. Esto no debería sorprendernos: la vida social es un teatro, donde se
juegan unas fuerzas y unos intereses distintos de los que rigen ese otro teatro
interior de nuestros personajes íntimos. Las opiniones personales, los
sentimientos hacia los demás, son solo un elemento más de nuestras relaciones,
y ni siquiera el más importante: al relacionarnos, lo que cuenta en primer
término es la imagen (el desempeño, la performance,
como decía Goffman), y esta viene siempre condicionada por una intención.
Lo espontáneo, lo que
bulle en esos rincones misteriosos de nuestro interior, cumple una función,
pero, ajeno a la voluntad, carece de intención: se limita a irrumpir o a
reaccionar por su cuenta. Es repentino, irracional, contradictorio. A veces
parece que no nos pertenezca, y eso demuestra que no estamos hechos de una
pieza, que somos multitud. El agitado mundo de pasiones, deseos, inquietudes y
arrebatos que nos invade en las horas de insomnio, es un revuelo caótico que
perfila la parte interior de nuestro ser.
Pero hay otra parte,
probablemente más importante: la que discurre en nuestras relaciones. Y las
relaciones sí son intencionales. Hay que trabajar; hay que intercambiar; hay
que convivir: eso es lo prioritario. E incluye a quienes nos caen mal y nos
ofenden, puesto que forman parte ineludible del contexto. La vida social
requiere control, discreción, tacto, entereza, seducción… si queremos
hacérnosla más fácil y satisfactoria. Todo ello exige un cierto grado de
simulación: no podemos dejarnos llevar por las marejadas del ánimo ni por los
remolinos de la emoción. Hay que contenerlos, encauzarlos, matizarlos, a veces
sencillamente acallarlos.
La hipocresía, por lo
que tiene de mentira y de traición ―sobre todo a nosotros mismos―, no merece
precisamente el elogio. Sin embargo, como sucede con la mentira, sin ella la
convivencia no resultaría llevadera: al entrar como elefante en cristalería, al
hacer añicos lo despreciable nos llevaríamos por delante también lo valioso, lo
haríamos inviable. Sufriríamos y haríamos sufrir más de la cuenta ―a menudo
injustamente, pues, ¿quién nos asegura que acertamos al despreciar o que no
exageramos al ofendernos?―. Viviríamos en un
perpetuo estado de prevención y ataque, daríamos al traste con oportunidades
irrepetibles. Intercambio conlleva precio, y el primer precio que se nos exige en
un intercambio es la afabilidad.
Pero no todo es mentira
en las impostaciones sociales: el rol, que empieza siendo una impostura, acaba a
menudo convirtiéndose en nuestra verdad. Empeñarse en el afecto ya es un comienzo
de afecto, y la simulación de una amistad se convierte a veces en la amistad misma.
Hasta cierto punto, pues, la simulación social no es propiamente hipocresía:
esforzarnos por tratar con discreción al otro es un modo de prudencia ―y la prudencia es una
virtud―, de darle una oportunidad,
de apelar a lo que en él podría haber de bueno.
Ponerle un trazo más grueso
a las señales de buena voluntad, aunque sean claramente más débiles, es
preferir enfatizar lo que nos une ―o podría unirnos, y quizá logremos que nos una― por encima de lo que
nos separa. Es centrarnos en la meta común, que nos conviene a todos, en lugar
de remarcar los devaneos de nuestra subjetividad, que a menudo no nos conviene
ni a nosotros mismos, y que, en cualquier caso, contiene sus propias mentiras.
A menudo, con una expectativa mala despertamos lo peor; y dando la oportunidad
de lo mejor en el otro, resulta que nos sorprende con una faceta valiosa que
desconocíamos.
La hipocresía, que
tiene mucho de mentira, tiene también algo de respeto: respeto por nosotros
mismos, por lo prioritario que hay en nuestra intención frente a la trivialidad
del impulso inmediato. Pero también respeto a la complejidad del otro, a la
prioridad de su valor sobre nuestros arrebatos. Es un regalo a los demás no
someterlos a cada uno de nuestros caprichos, de nuestras malas opiniones o de
nuestra aversión. Yo agradezco que no se me someta a todas las ocurrencias, y
en especial agradezco no conocerlas siquiera: ni me conciernen en su mayor
parte ―porque son asunto del
otro, y bastante tengo con lo mío―, ni me ayudan. Cada cual debe hacerse cargo
de lo suyo.
No diré que me guste
que me mientan, y de hecho hay mentiras imperdonables y perniciosas, pero agradezco
que me ahorren las manías ajenas, en la medida de lo posible y si a nadie nos
sirven para nada. Los adalides de la sinceridad, cuando actúan de buena fe,
priorizan la verdad a las personas; pero, a menudo, ocultan tras la supuesta
franqueza una agresión ensañada y una crueldad sibilina. Usan la sinceridad como
arma arrojadiza, como un modo de cargarnos con sus problemas en lugar de
afrontarlos por sí mismos. Hay que prevenirse mucho de los que se jactan de no
callarse nada, porque lo que nos están demostrando es que no tendrán
consideración con nosotros, que no les importará nuestra fragilidad, que nos
aplastarán antes de mirarse al espejo; en suma, que para ellos no somos más que
un objeto.
Hay que insistir en la distinción entre la simulación
social dañina ―la que nos oculta verdades importantes, la que nos atrapa
en la mentira, la que traiciona nuestra confianza y nos explota y nos maltrata― y aquella que emana de la prudencia y el tacto, esa simulación que podríamos apostillar “de
buena fe”. Tal vez habría que reservar al término “hipocresía” a la primera.
Pero a menudo la frontera entre ambas es borrosa. Ante la duda, habría que ser
prudente: es mejor hablar de menos que de más, es mejor pasarnos de contenidos
que de déspotas. Antes de hacer, hay que pensar: sobre todo en lo que, una vez
hecho, ya no tendrá remedio. La confianza es cosa delicada: no la malogremos en
vano.