domingo, 31 de marzo de 2019

La ineludible hipocresía

La cortesía
¡qué le vamos a hacer! conlleva, inevitablemente, un cierto grado de hipocresía: sonrisas y palabras amables que hagan llevadero, incluso grato, el arisco intercambio humano. Lo malo, a veces, es necesario para evitar lo peor, o, visto desde el otro lado, dar pie a lo mejor. Esto no debería sorprendernos: la vida social es un teatro, donde se juegan unas fuerzas y unos intereses distintos de los que rigen ese otro teatro interior de nuestros personajes íntimos. Las opiniones personales, los sentimientos hacia los demás, son solo un elemento más de nuestras relaciones, y ni siquiera el más importante: al relacionarnos, lo que cuenta en primer término es la imagen (el desempeño, la performance, como decía Goffman), y esta viene siempre condicionada por una intención.
Lo espontáneo, lo que bulle en esos rincones misteriosos de nuestro interior, cumple una función, pero, ajeno a la voluntad, carece de intención: se limita a irrumpir o a reaccionar por su cuenta. Es repentino, irracional, contradictorio. A veces parece que no nos pertenezca, y eso demuestra que no estamos hechos de una pieza, que somos multitud. El agitado mundo de pasiones, deseos, inquietudes y arrebatos que nos invade en las horas de insomnio, es un revuelo caótico que perfila la parte interior de nuestro ser.
Pero hay otra parte, probablemente más importante: la que discurre en nuestras relaciones. Y las relaciones sí son intencionales. Hay que trabajar; hay que intercambiar; hay que convivir: eso es lo prioritario. E incluye a quienes nos caen mal y nos ofenden, puesto que forman parte ineludible del contexto. La vida social requiere control, discreción, tacto, entereza, seducción… si queremos hacérnosla más fácil y satisfactoria. Todo ello exige un cierto grado de simulación: no podemos dejarnos llevar por las marejadas del ánimo ni por los remolinos de la emoción. Hay que contenerlos, encauzarlos, matizarlos, a veces sencillamente acallarlos.

La hipocresía, por lo que tiene de mentira y de traición sobre todo a nosotros mismos, no merece precisamente el elogio. Sin embargo, como sucede con la mentira, sin ella la convivencia no resultaría llevadera: al entrar como elefante en cristalería, al hacer añicos lo despreciable nos llevaríamos por delante también lo valioso, lo haríamos inviable. Sufriríamos y haríamos sufrir más de la cuenta a menudo injustamente, pues, ¿quién nos asegura que acertamos al despreciar o que no exageramos al ofendernos?. Viviríamos en un perpetuo estado de prevención y ataque, daríamos al traste con oportunidades irrepetibles. Intercambio conlleva precio, y el primer precio que se nos exige en un intercambio es la afabilidad.
Pero no todo es mentira en las impostaciones sociales: el rol, que empieza siendo una impostura, acaba a menudo convirtiéndose en nuestra verdad. Empeñarse en el afecto ya es un comienzo de afecto, y la simulación de una amistad se convierte a veces en la amistad misma. Hasta cierto punto, pues, la simulación social no es propiamente hipocresía: esforzarnos por tratar con discreción al otro es un modo de prudencia y la prudencia es una virtud, de darle una oportunidad, de apelar a lo que en él podría haber de bueno.
Ponerle un trazo más grueso a las señales de buena voluntad, aunque sean claramente más débiles, es preferir enfatizar lo que nos une o podría unirnos, y quizá logremos que nos una por encima de lo que nos separa. Es centrarnos en la meta común, que nos conviene a todos, en lugar de remarcar los devaneos de nuestra subjetividad, que a menudo no nos conviene ni a nosotros mismos, y que, en cualquier caso, contiene sus propias mentiras. A menudo, con una expectativa mala despertamos lo peor; y dando la oportunidad de lo mejor en el otro, resulta que nos sorprende con una faceta valiosa que desconocíamos.
La hipocresía, que tiene mucho de mentira, tiene también algo de respeto: respeto por nosotros mismos, por lo prioritario que hay en nuestra intención frente a la trivialidad del impulso inmediato. Pero también respeto a la complejidad del otro, a la prioridad de su valor sobre nuestros arrebatos. Es un regalo a los demás no someterlos a cada uno de nuestros caprichos, de nuestras malas opiniones o de nuestra aversión. Yo agradezco que no se me someta a todas las ocurrencias, y en especial agradezco no conocerlas siquiera: ni me conciernen en su mayor parte porque son asunto del otro, y bastante tengo con lo mío, ni me ayudan. Cada cual debe hacerse cargo de lo suyo.

No diré que me guste que me mientan, y de hecho hay mentiras imperdonables y perniciosas, pero agradezco que me ahorren las manías ajenas, en la medida de lo posible y si a nadie nos sirven para nada. Los adalides de la sinceridad, cuando actúan de buena fe, priorizan la verdad a las personas; pero, a menudo, ocultan tras la supuesta franqueza una agresión ensañada y una crueldad sibilina. Usan la sinceridad como arma arrojadiza, como un modo de cargarnos con sus problemas en lugar de afrontarlos por sí mismos. Hay que prevenirse mucho de los que se jactan de no callarse nada, porque lo que nos están demostrando es que no tendrán consideración con nosotros, que no les importará nuestra fragilidad, que nos aplastarán antes de mirarse al espejo; en suma, que para ellos no somos más que un objeto.
Hay que insistir en la distinción entre la simulación social dañina la que nos oculta verdades importantes, la que nos atrapa en la mentira, la que traiciona nuestra confianza y nos explota y nos maltrata y aquella que emana de la prudencia y el tacto, esa simulación que podríamos apostillar “de buena fe”. Tal vez habría que reservar al término “hipocresía” a la primera. Pero a menudo la frontera entre ambas es borrosa. Ante la duda, habría que ser prudente: es mejor hablar de menos que de más, es mejor pasarnos de contenidos que de déspotas. Antes de hacer, hay que pensar: sobre todo en lo que, una vez hecho, ya no tendrá remedio. La confianza es cosa delicada: no la malogremos en vano.

sábado, 23 de marzo de 2019

Casualidad y causalidad


Es un tópico ya manido, pero solo aparentemente sabio, aquello de que aprender consiste en sustituir la idea de casualidad por la exploración de la causalidad. No conformarse con el callejón sin salida del mero azar y esforzarse por hallar esa pista casi invisible, esa salida inesperada que pueda sugerirnos una hipótesis. Holmes frente a Watson. Sin embargo, el jueguecito de palabras, a fuerza de repeticiones, ha pasado de ingenioso a redicho, de lúcido a petulante, de sugerente a superficial. Porque expresa una verdad que, como casi todas la fórmulas fáciles, tiene algo que suena a hueco.
Los adalides de la causalidad (con la u antes de la ese) están proclamando el viejo sueño del conocimiento pleno, el mito del progreso perdurable en dirección al punto omega de la perfección (casi) absoluta. Aquella aspiración, tan humana como inagotable, de que lo único que media entre el desvalimiento y el control pleno es el tiempo y el esfuerzo: dar tiempo a nuestra inteligencia para responder a todas las preguntas. Pero, ¿cuánto control es ese control? ¿Cuántas preguntas son todas las preguntas?

Todo sucede por alguna causa, de hecho por más de una, como ya nos hizo ver Aristóteles. Lo que no se nos antoja nada claro es que alguna vez podamos abarcar la infinita complejidad de causas entrecruzadas, como para dar cuenta de todos los sucesos. La causalidad lineal ha quedado ya justamente desprestigiada: todo apunta a que las cosas, y dentro de ellas las personas, se mueven a través de grandes armazones de fenómenos que interaccionan y evolucionan constantemente.
Ese es el postulado de la ya veterana Teoría de Sistemas: el todo es más que la suma de las partes. El mundo, en fin, se revela como algo mucho más heterogéneo y complejo de lo que esperaría nuestro antiguo sueño de descifrarlo. En el tablero de billar del universo, las bolas corren todas a la vez, a distintas velocidades, entrechocando unas con otras, con los bordes y hasta con cosas que caen vaya a saber de dónde. Más que la fenomenología de cada bola, quizá lo que importe —y lo que debería interesarnos, y lo que habría que explicar, si se puede y hasta donde se pueda— sea la naturaleza y el comportamiento de esos conjuntos, y de las interrelaciones que se dan en ellos. O sea, más que las cosas, su movimiento.
El azar es, sin duda, un concepto absurdo, entre otras razones porque nos sume en la impotencia: ni puede comprenderse, ni puede explicarse. No sabemos si existe el azar como tal, pero sí sabemos que, a partir de un cierto grado de complejidad, nuestra mente no puede manejar el alud de causas más que como azar. Jamás podremos predecir cuál será el siguiente número que saldrá en el dado, por mucho que estudiemos las características del cubilete, la fuerza y el movimiento de la mano que lo agita y las irregularidades del propio dado. No digamos ya cuando se trata de un número de lotería. Al jugador le gustaría distinguir pautas en ese azar, y de hecho a veces cae en la ilusión de identificarlas. Pero se engaña, como lo demuestra el fracaso en la siguiente apuesta. La casa, lamentablemente, siempre gana, y un dios perverso ríe en su rincón del firmamento.

El futuro, a nuestros ojos, se parece a una tirada de dados: es comprensible que esa incertidumbre nos angustie, y que nos esforcemos por sortearla mediante atajos como la magia. Todas las tradiciones esotéricas han prometido sondear a través de la bruma de lo desconocido, inventando causalidades fantasiosas allá donde la razón se da de bruces con sus límites. Hemos inquirido sobre los designios de los dioses, con la esperanza de que al menos ellos nos salvaran del puro azar, o sobre el destino, que es un dios en sí mismo, con la esperanza de que todo condujera hacia él. Para interrogarles hemos usado huesos, caracolas, cartas o posos de café. Los gobernantes de la antigüedad no tomaban ninguna decisión sin escuchar antes las ambiguas premoniciones que les procuraban los delirios del oráculo de Delfos o el hígado de los pájaros. Muchos siguen cediendo a esa tentación de la magia, para regocijo de los bolsillos de adivinos de tres al cuarto.
Al final, nos guste o no, hemos de admitir que el futuro, como las causas últimas del universo, se nos resiste, y que sus designios, como repite el viejo adagio cristiano, son inescrutables. Einstein insistía en que Dios no juega a los dados, pero fue incapaz de descifrar la fórmula que explicara el todo. En la práctica, nuestra vida está marcada por una complejidad tan descomunal que equivale al azar.

La ignorancia de las causas, bien mirada, nos libera: seguimos pudiendo elegir, seguimos experimentando nuestras decisiones como fruto de la voluntad, y eso ya es libertad. También nos permite concebir el conocimiento como una tarea siempre inacabada e inacabable, y por tanto siempre apasionante. Si no podemos alcanzar certezas, siempre nos quedará la sugerencia de las probabilidades. Porque el conocimiento no cesará de ensancharse, pero el universo según parece siempre lo hará más deprisa. ¿Causalidad o casualidad? Nuestra vocación es la primera, la segunda es nuestro límite.

sábado, 16 de marzo de 2019

Lo humano y lo mejor


Dicen que cuando las cosas vienen mal dadas es cuando se conoce de veras a la gente. No estoy seguro de ello: todos tenemos muchas caras, además cambiantes; hemos de vernos en diversas circunstancias para conocernos un poco, y siempre de modo provisional. Las dificultades solo sacan de nosotros una parte más: a veces, si somos capaces de mantener el control, tal vez salga lo mejor; pero si puede el pánico, probablemente se desatará nuestra faceta más desesperada.
Ambas posibilidades —lo mejor y lo peor—, sin embargo, es cierto que tienen algo en común: corresponden a aspectos que de ordinario permanecen ocultos, que de algún modo contradicen la imagen que procuramos dar. Las circunstancias excepcionales, por consiguiente, tienen la virtud de desnudarnos incluso ante nosotros mismos, de revelar lo que también en nosotros es excepcional.

Tal vez resulte que somos capaces de soportar lo inconcebible. ¡Cuántas veces pensamos: “Si me llegan a decir que pasaría por esto…”! Comprobamos entonces que el ser humano está hecho para aguantar, incluso en circunstancias que desde fuera nos parecería que seguir adelante no vale la pena, que habría que darlo todo por perdido y dejar de luchar. Los supervivientes del avión uruguayo que se estrelló en los Andes en 1972, con sus más de dos meses en las cumbres y recurriendo incluso a la antropofagia, nos brindan un ejemplo espeluznante y admirable de tenacidad: ¿quién de ellos lo habría concebido antes de verse ante el dilema arcaico, brutal, de tener que elegir entre la vida (aunque improbable) o la muerte (casi segura)?
En esos enclaves extraordinarios de la lucha por la vida, en cambio, otros tal vez se rendirían antes de lo que hubieran creído, o pelearían entre ellos como alimañas por los recursos escasos, o serían incapaces, abrumados por la desesperación, de mantener la sangre fría y calcular las mejores posibilidades de supervivencia. Honestamente, nadie sabe qué hará en tales situaciones hasta que no se encuentra en ellas, y por eso todos alentamos la esperanza de no tener que afrontarlas nunca.

En cualquier caso, va quedando claro que lo excepcional puede sacar de nosotros lo mejor y lo peor, lo más admirable o lo más rastrero, y que sea una cosa u otra no depende solo de nuestra naturaleza. No todos los héroes lo son por vocación, como se muestra con perspicaz humor en la película Héroe por accidente. A veces la diferencia entre mantenernos firmes o naufragar depende de la evocación súbita de un recuerdo, del despertar imprevisto de un sentimiento, de la salud del cuerpo o la entereza del ánimo, del refugio de una creencia o el amor que nos obliga a persistir para poder proteger a quien amamos. Es fácil perder la compostura, y entonces casi todos resultamos muy poco admirables. Según cuentan, durante el rescate del avión uruguayo no todos los supervivientes cabían en los helicópteros, y a algunos de los que les tocaba esperar turno hubo que bajarlos por la fuerza: habían aguantado 72 días, pero les aterrorizaba pasar en aquel escenario una sola noche más.
¿Es más auténticamente nuestro, más definitorio de lo que somos, aquello que procuramos contener y que surge espontáneamente al bajar la guardia? En cierto modo, sí: se trata de ese sustrato que yace más allá de nuestra voluntad, y por tanto del disimulo y la afectación.
Sin embargo, eso mismo es lo que lo hace un poco “inhumano”. Porque la humanidad reside en el proyecto, en el ejercicio de la voluntad, en el esfuerzo por convertirnos en lo que queremos ser: lo que Sartre llamaba el ser para sí. ¿Acaso no habría que considerar eso más propio, más definitorio, más verdadero, en tanto que estrictamente humano? Por otra parte, como hemos visto y comprobamos a menudo, lo que escapa a nuestro control es tan frágil y voluble como el control mismo: la línea que separa el heroísmo de la cobardía es casi siempre extremadamente tenue, en cierto modo fortuita. Un leve empujón, una respuesta dada al azar, puede comprometernos hacia un lado o hacia el otro, y a partir de ahí se trata solo de caer e ir consolidándose, como las bolas de nieve. ¿Hasta qué punto, y sobre todo en situaciones extremas, fuimos nosotros los que decidimos, o resultamos ser más bien un juguete de las circunstancias? ¿Hasta qué punto, entonces, se nos puede elogiar o achacar aquel comportamiento?

Tal vez se trate de contar con ambas dimensiones: lo voluntario y lo accidental, lo reflexivo y lo irracional, lo elaborado y lo innato; considerarlas complementarias y por tanto incompletas la una sin la otra. Variables, imprevisibles, aleatorias hasta cierto punto. Llevamos fuerzas dentro que son nosotros y a la vez no lo son, o que son un nosotros distinto, impensable, asombroso. Tal vez, aunque nos gustaría creer que estamos hechos de una pieza, lo que nos defina sea la complejidad, y debamos contar con una naturaleza multifacética y contradictoria. Hay quien lo ha reivindicado así: lo racional junto a lo irracional, el pensamiento entreverado con la emoción… Hermann Hesse, de ese modo un tanto esotérico que le caracterizaba, lo resumía en el dios gnóstico Abraxas en su novela Demian: una deidad que rige a la vez el bien y el mal, lo más elevado y lo más telúrico. Nietzsche hablaba del superhombre, que asume sus pasiones pero a la vez las domina. La voluntad, tan hermosa y precaria, teniéndoselas con el instinto, el Yo frente al Ello freudianos. La lucha íntima, siempre reavivada como el Ave Fénix, escribiendo a cada instante el destino humano.

sábado, 9 de marzo de 2019

Ventajas e inconvenientes de la disonancia


La disonancia, para bien y para mal, simplifica la vida
especialmente la vida social, cuya complejidad tiende al infinito. La disonancia, con su divisa “más de lo mismo”, nos permite perfilar con trazo grueso nuestras convicciones sobre los que nos rodean, estrechando las cercanías y ahondando las distancias. Acentuar una hipótesis nos ofrece la posibilidad de manejarla como axioma, lo cual es poco riguroso, pero muy práctico. Nos permite tomar decisiones y vivir con la sensación de una cierta coherencia. Se disipan los matices de duda con respecto a quien nos inspira simpatía, consagrándolo como amigo, y se reafirman las razones para rechazar al que no entró en nuestra vida con buen pie. El universo humano se polariza en torno a nosotros, y las relaciones se hacen llevaderas y previsibles: lo contrario implicaría un aterrador caos en el que no sabríamos a qué atenernos.
Una vez definida una convicción, la disonancia es la guardiana de su estabilidad. Hace acopio de todos los detalles que le dan la razón, y corre tupidos velos sobre aquellos que podrían cuestionarla. Por eso tiene que actuar con especial esmero en los períodos de crisis, aquellos en los que la realidad es tan tozuda que resulta difícil seguir pasándola por alto: cuando el amigo ha fallado tanto que la amistad se tambalea, o cuando la persona odiosa nos procuró un inesperado favor. Que al final nuestro criterio se modifique, o no, depende de muchas variables: la acumulación de sucesos en una u otra dirección, la importancia relativa de cada uno de ellos, lo que más nos conviene en un determinado momento… En todas ellas sigue hundiendo el cazo la disonancia, poniendo por aquí o apartando a un lado por allá, dando pequeños retoques o destacando detalles, coleccionando o descartando argumentos, añadiendo o retirando los pesos que inclinan la balanza.

¿Dónde se da la disonancia por vencida? ¿Existe un umbral a partir del cual, por ejemplo, quepa considerar una relación inviable, una masa crítica desde donde tienda claramente a la disgregación? Aun habiéndolo, sería imposible definirlo: lo humano es siempre demasiado inestable, demasiado complejo, demasiado variable, demasiado cargado de valencias contradictorias. Parece más útil pensar en una “zona de inestabilidad”, en la que las certezas se diluyen o las posibilidades se amplían, y donde se daría el más enconado estira y afloja entre las obstinaciones de nuestras inercias y los estampidos de la realidad. O sea, donde el ascendente de la disonancia se tambalea y nos vemos obligados a revisar nuestras convicciones.
Cada paso forma parte de una disyuntiva, pero algunos son trascendentales, y no podemos cruzar la calle sin mirar antes a ambos lados. Por otra parte, como nos aleccionó Sartre, hay que elegir. Mi pareja me ha sido infiel: ¿le doy otra oportunidad y apuesto por defender la relación, o bien la considero tocada de muerte y la doy por perdida? La vida está llena de estos dilemas, que nos urgen a dar una respuesta sin conocer todas las implicaciones del suceso ni disponer de la posibilidad de calibrar todas las consecuencias de cada posible decisión. A menudo necesitamos un tiempo de ambigüedad, un margen que nos permita saber más y tantear las posibilidades. Pero ni el tiempo ni la reflexión son garantía de claridad: muchas veces sucede lo contrario, cuantas más cosas sabemos, cuantas más vueltas damos, mayor es nuestra confusión. Analizar la incertidumbre, a menudo, solo nos sirve para ser más conscientes de ella. Porque suele suceder que cada alternativa tiene sus ventajas y sus desventajas, sus ganancias y sus pérdidas, y porque, además, desconocemos el futuro, tan aficionado a reservarnos sorpresas. También lo dijo Sartre: estamos solos ante la obligación de la libertad.

Las circunstancias de la vida cambian, nosotros cambiamos: lo que parecía definitivo muestra su fragilidad, los altibajos son inevitables. A veces la grieta se ensancha a nuestro pesar: la distancia, los nuevos contextos, una circunstancia que nadie podía prever, diluyen la firmeza del vínculo. Lo nuevo compite con lo viejo y le plantea nuevos desafíos, obligándole a ensancharse o a desmoronarse. El simple hecho de un tiempo de alejamiento puede bastar para que un vínculo se debilite y acabe por resquebrajarse. La disonancia apoya siempre al que se perfila como ganador: es conservadora mientras prima la seguridad, y conspiradora cuando lo nuevo se impone. La disonancia es ese empujoncito que a veces nos falta para salir del marasmo y decantarnos al fin por una opción. Que esta sea acertada o no, ya depende de otras cosas: tampoco podemos pedirle tanto.

sábado, 2 de marzo de 2019

Conversaciones con extraños

A veces, cuando paseo o viajo solo, me asalta la curiosidad sobre algún detalle de la vida de las gentes con las que me cruzo. A un campesino me gustaría preguntarle cómo se las arregla para que le salga a cuenta su duro trabajo; a una muchacha le pediría su opinión sobre ese libro que está leyendo; a un viejo, si los años le han servido para librarse de la amargura.
Pocas veces me animo a entablar conversación. La gente siempre está deseando charlar de lo que sea, pero en general le intimida que se le dirija un extraño, especialmente a las jóvenes, que suelen ponerse a la defensiva. Y hacen bien, porque ese primer impulso en el que alguien se nos dirige tiene siempre algo de intromisión y mucho de incertidumbre, y hay que empezar por el trabajo de descifrar cuáles son las verdaderas intenciones del otro, siempre inquietantes. ¿A qué viene su desembarco en mi mundo? ¿Se propondrá manipularme, engañarme, asaltarme, forzarme? ¿Hacia qué interés propio pretenderá conducirme? ¿En qué papel de su teatro personal intentará encajarme? La llegada del otro, como tan bien explicó Sartre, es un sobresalto en sí misma, y lo es sobre todo por lo que puede llegar a ser.
Tiene sentido que para suavizar esos sobresaltos del primer contacto la costumbre haya establecido todo un abanico de cautelosos protocolos. Saludamos, nos dirigimos en forma de pregunta, pedimos perdón de antemano esto del perdón es divertido, como si nuestra entrada fuera en sí misma una intromisión y una ofensa, enfatizamos nuestra buena voluntad anteponiendo un “por favor”… Hay quien no hace nada de todo eso, quien suelta a bocajarro su pregunta o su demanda, y lo curioso es que no suele pasar nada, pero desde el otro lado, hay que reconocerlo, lo percibimos como una cierta insolencia…

Así que, por ahorrarme ese episodio de emociones encontradas, a menudo me resisto, incluso, a preguntar a los dependientes dónde encontrar un artículo determinado. Y ya no digamos una simple cuestión de curiosidad, como las que mencionaba más arriba. Y, sin embargo, cuando me animo suelo comprobar que la mayoría de la gente está ansiosa por hablar, lo cual demuestra hasta qué punto la principal utilidad de las palabras es servirnos para estar juntos.
El afán por la charla es una puerta abierta al encuentro, pero para mí, que soy de pocas palabras, se convierte en otra razón para mantener la distancia: confieso, algo avergonzado, que la palabrería, que a otros entretiene, a mí me fatiga pronto, y lo peor es que no sé escabullirme de ella con naturalidad, y fácilmente quedo atrapado por los interlocutores empedernidos. Tal vez mi curiosidad por los demás sea más endeble de lo que tiendo a creer.

Uno de mis mejores amigos era un maestro en esto de hurgar con parsimonia, ternura y también humor en el tejido íntimo de las gentes. Esa afición al espectáculo humano le procuró muchas curiosidades felices, y algunos testimonios impactantes que solía evocar con mucha pedagogía. Mi amigo sabía expresar un sincero interés que predisponía a la confidencia. No escatimaba preguntas comprometidas ni opiniones arriesgadas, infundiéndole a uno la impresión de que los detalles de su vida, trivial y vulgar, podían equipararse a los de una tragedia griega. Le conmovía especialmente el sufrimiento, pero no faltaba en su mirada ese punto de humor tierno de quien conoce bien los entresijos del trasiego humano. Atesoraba montones de anécdotas ejemplares, de las que echaba mano para ilustrar con viveza sus ocurrencias. ¡Cuánto ingenio! ¡Cuánta mano izquierda! ¡Cuánto sincero aprecio de la gente, que siempre le prodigaba sus confesiones entre la admiración y la simpatía! Siempre le envidié un poco ese don que nunca estaría a mi alcance, en parte por timidez, pero sobre todo porque yo era incapaz de sentir tanta afición como él por la vida de los demás.
No puedo evitar evocar a mi amigo cuando leo los libros de viajes de Camilo José Cela; me da la impresión de que el nobel gallego y él eran parecidos en esta naturalidad para el diálogo con los extraños. En el Viaje a la Alcarria, o en cualquier otro de sus libros de andariego, Cela nos relata decenas de encuentros con gentes de todo tipo: vagabundos, alcaldes, tenderos… El caminante intima con personajes de lo más estrafalario. Les sigue la corriente sin maldad, les deja hacer sin intención, y eso suele despertar su confianza y le procura sabrosos compañeros de viaje, que le cuentan sus vidas mezclando verdades con extravagantes invenciones. Son especialmente entrañables los encuentros con niños, como el del redicho Armando Mondéjar López, que se le ofrece a acompañarle unos hectómetros… Con las mujeres la cosa ya es más complicada, sobre todo con las jóvenes, que lo miran de lejos o lo ignoran, o se le ofenden, vete a saber con qué morbosa razón, como en la escena con las hermanas mesoneras. Él lo encaja todo con discreción de filósofo griego o de peregrino apátrida, y en esa serenidad de espíritu reside buena parte de su facilidad para seguir cruzando lazos con la gente.

Una facilidad que, ¡qué le vamos a hacer!, debo admitir que yo no tengo. Un don que requiere interés genuino, naturalidad, y también elegancia, sinceridad y una sonrisa cálida y compasiva. Para parecerme a Cela o a mi querido amigo perdido, me haría falta saber tomarme a bien los desafueros de la gente, esas pequeñas insolencias, esas súbitas indignaciones, ese empeño de tantos por demostrar que uno es un pardillo y tiene mucho que aprender de la vida cosa que por otra parte es cierta, pero, ¡qué incómodo es que le obliguen a uno a ponerse, sin quererlo, en el lugar de discípulo, y no saber ya cómo salir de ahí!.
Creo que, más que nada, carezco de la habilidad de escapar cuando es el momento y no quedar atrapado. Porque no implica solo seguir a merced de su verborrea, sino, ante todo, de los incómodos papeles que nos impone su reparto personal. También, tengo que confesarlo, debe faltarme paciencia. Por eso suelo caminar solo y me lo pienso antes de preguntarle a nadie por una calle, o de comentar el tiempo que hace. No digamos ya preguntas comprometedoras, que den pie a súbitas complicidades: un peligro mortal. Conversar con extraños es un don que no me ha sido concedido.