viernes, 25 de enero de 2019

Ampliar la perspectiva


Creo que muchos problemas, si no todos, son cuestión de perspectiva; me refiero a esto: lo que implica un conflicto o una contradicción en un determinado nivel, queda incluido de forma coherente en otro. Las partes que son tesis y antítesis pueden elevarse a síntesis. La tarea de resolver conflictos es racional, pero no solo: tiene más de arte, de danza, de música, de flexibilidad. Es una cuestión de situación, de punto de vista. Así que la sabiduría podría ser el desarrollo de una mente suficientemente flexible para mirar de cerca en el análisis y a la vez de lejos en la síntesis o gestalt. Lo que de cerca parecen puntos caóticos cobra sentido de lejos en forma de imagen.
Según Camus, el principal problema filosófico es si la vida merece ser vivida. De ahí pasa a responder primero que no (el absurdo) y luego que sí (el heroísmo absurdo). En realidad, Camus no halla un sentido incontestable porque no lo hay. Pero ensancha su perspectiva hasta dar con una gestalt más satisfactoria. Entonces, quizás el verdadero problema filosófico sea ese: ensanchar continuamente la perspectiva para lograr concebir nuevos sentidos.
Nadie nos redimirá de la inquietud básica, lo que Salvador Pániker llama “radiación de fondo” de la vida: ignoramos demasiado, las certezas son frágiles y moriremos un día. En medio de ese mazacote de ansiedad, podemos ejercitar al menos dos cosas: atenuar progresivamente nuestra rebeldía estéril mediante la meditación y la ecuanimidad, y equilibrar nuestro universo perceptivo mediante una perspectiva amplia, gestáltica. No tenemos respuestas, pero podemos disponer de alivios. Y quizá eso sea suficiente para el siguiente paso.

Y el siguiente paso podría ser concentrar la atención y la voluntad en un proyecto, o, como dice Mary Wollstonecraft, un “propósito”. “Nada contribuye más a tranquilizar la mente como un firme propósito, un punto en el que el alma pueda fijar su ojo intelectual”. De hecho, el propósito vendría a ser el pivote en torno al cual giraría la gestalt del sentido, el punto de fuga de la perspectiva válida.
Todo este trabajo requiere energía y ejercicio de la voluntad. Ayer discutía con un amigo qué es primero, el motivo o las fuerzas; él opinaba que cuando se tienen fuerzas siempre se encuentra algún motivo, y tenía razón. Lo mismo da una ocupación artística o filosófica que adherirse a una ONG o esforzarse por ser buen padre o maestro: la cuestión es tener algo que hacer, disponer de un canal por donde encauzar las ganas de vivir, el arrebato del conatus, el arrobo de la Voluntad de vivir. Sin embargo, los orientales desconfían de la mente: una mente caótica y descentrada puede dar al traste con las energías más intensas, y desvirtuar nuestros mejores propósitos. Quizá para algunos la vía sea elegir un objetivo y centrarse en él: a menudo, las fuerzas se encuentran por el camino.
Esto podría explicar por qué en las guerras no hay depresiones ni suicidios: las prioridades y las metas están incontestablemente claras, toda la atención está capturada por la urgencia, no se pueden desperdiciar energías en nada que no ayude a sobrevivir. En cambio, cuando las necesidades básicas quedan abastecidas y uno se puede parar a preguntarse qué más quiere, hay que elegir cuáles serán las necesidades secundarias, y es fácil perderse en ese limbo indefinido, en el que nuestras vetas neuróticas florecen y toman el mando. A medida que se asciende en la pirámide de Maslow, más solo está uno frente a la libertad.
Dichosos los que se dejan poseer incondicionalmente por un propósito, y tienen la fuerza de mantenerse en él y de llevarlo hasta el final. Su vida gozará de sentido, sus días tendrán pasión, sus actos contenido; podrán discurrir por la existencia como una unidad, sentirán la satisfacción del avance y del logro que nos salvan de la angustia y de la depresión. ¿O no?

Por mi parte, he contado con muchas pasiones y muchos propósitos, pero me ha faltado constancia, y eso me hace creer que no me he entregado de verdad a ninguno de ellos; algo similar me ha sucedido con las personas. O quizá mi mente estuviera demasiado dispersa, e inmadura mi personalidad, para mantenerme más o menos estable en ningún sitio. A veces llevamos en el alma una inquietud que no sabe hallar acomodo.
De un modo u otro, la divisa sigue pareciéndome que es “ampliar la perspectiva”. Ensancharla hasta que lo que parecía grande ya nos parezca pequeño. Cuando nuestros pequeños males, que tanto nos atormentan, pasan a convertirse en parte de algo mucho más amplio, que los contiene y los completa, recuperan su verdadera dimensión, su real insignificancia. Entonces quizá, en alguna parte de nosotros, acontezca la risa, y cuando hay risa ya estamos salvados.
Estar en uno mismo, donde lo fácil no se hace difícil, donde lo difícil se hace natural. Reír es natural, sufrir también es natural y quizá por eso una cosa no quede muy lejos de la otra. Allá donde fui feliz, tampoco fui tan feliz. Allá donde sufrí, tampoco sufrí tanto. Ambas cosas terminaron: la existencia es cambio.
Eso es ampliar la perspectiva. Incluso lo importante es pequeño; incluso lo pequeño es importante. Y todo acontece de forma natural. No me conformo, pero acepto. Lucho sin entrar en guerra. Hago sin hacer: wu wei. Puedo entrar en conflicto sin que mi centro de gravedad esté en conflicto. Puedo desear sin apegarme. Puedo rechazar sin agresividad o temor. Mi corazón es mi hogar. Y el mundo, tanto más cuanto más ancho, está en mi corazón.

viernes, 18 de enero de 2019

Los cuatro enemigos

No sé dónde leí una vez que, según la terminología tibetana, hay cuatro enemigos principales: la pereza, el apego, la rabia y el perjuicio de sí. Se entremezclan y unos son consecuencia de los otros.
¿Se pueden simplificar de este modo las causas de los sufrimientos humanos? ¿Se puede reducir el conjunto de la experiencia de una vida, tan compleja, tan poliédrica, a unos pocos principios? Desde los griegos hemos soñado con un manual de instrucciones para la buena vida, una receta cuanto más simple mejor; y esa tendencia se ha hecho más acusada en nuestra época de prisas, eslóganes inmediatos y creciente esquematismo mental. Sin embargo, los budistas tibetanos llevan cientos de años esforzándose por sintetizar las orientaciones para el buen vivir, haciéndolas más manejables y facilitando su transmisión y su aprendizaje.
Lo han hecho, es cierto, entremezclándolos con múltiples personajes míticos, rituales sofisticados y creencias atávicas. Eso lo hace más vistoso: es difícil contemplar un dibujo tibetano sin sentirse turbado, y no se puede asistir a una puja, con sus cantos graves y sus estridencias inesperadas, sin tener la impresión de que se accede a un estado hipnótico. Aunque entiendo que todo ese abigarrado artificio tiene su poder impactante, personalmente, prefiero la transparencia prístina del budismo zen, que se limita a sentarse durante horas y mirar a la pared sin la más mínima metáfora. Sin embargo, eso no quita que las enseñanzas tibetanas, tan sistemáticas, puedan inspirarnos valiosas reflexiones.

Empecemos por la pereza. Siempre he sido muy perezoso. El problema de lo importante, por más discernimiento que tengamos para distinguirlo, es que suele requerir esfuerzo, y yo soy más bien de naturaleza indolente. Un paseo hace bien al cuerpo y al alma, pero hay que salir a la calle y caminar, y sobre todo hay que reservarle un tiempo y disputárselo al tráfago cotidiano. La meditación es la actividad más centradora a la que podamos entregarnos, vindicada por místicos de todos los tiempos, pero requiere el esfuerzo de sustraerse a las ocupaciones y personas que nos reclaman, componer para ella un tiempo y un espacio, reafirmar una actitud interior que se escabulla de la baraúnda de los días. El amor y la amistad, en fin, reclaman atención y tiempo, presencia y entrega, cuidado y delicadeza. Y no pocas veces, conflicto, porque no hay relación humana de una cierta intensidad que no sea conflictiva en algún momento. Avanzar en la vida es abrirse a la complejidad: reconozco que a menudo renuncio a cosas por pereza de afrontar esa complejidad. La gente es enriquecedora, pero suele dar bastante trabajo, y en casa se está muy bien. No quiero caer en el cinismo: cuando se ama, el esfuerzo es también un gozo, y la dificultad un privilegio. Pero gozo y privilegio tienen su precio.
Hay perezas más amplias, como la que nos impide hacernos cargo de la propia vida, la que nos empantana a la hora de cumplir con la tarea de hacer nuestra existencia fructífera. Cuando sabemos lo que hay que hacer, y no lo hacemos por pereza, el resultado es empobrecedor. Esa pereza que nos limita en nuestro proyecto es objetivamente un mal hábito al que hay que plantar cara. Frente a la indolencia, hay que oponer diligencia, voluntad, constancia, disciplina, convicción. Todo eso cuesta, sobre todo mantenerlo. Los lamas se sirven para ello de la mente: visualizan los actos y sus buenas consecuencias para facilitarlos. Puede ser un buen recurso.

Pasemos al apego. Los budistas han dicho tanto y tan bien de los males del apego en consonancia con muchos de nuestros filósofos, como los epicúreos y los estoicos que no se pueden cuestionar su influencia perniciosa y la conveniencia de regularlo. Lo cierto es que apegarse es humano, o, mejor dicho, parece inhumana la total ausencia de apego. Quizá, más que pretender desprenderse de ello por completo, se trate de vivirlo como un juego, una especie de teatro, recordando siempre, sin perderlo de vista, que en un nivel más profundo sonreímos escépticos, que el juego es solo un juego, que algo en nosotros sabe que no podemos apropiarnos de las cosas puesto que no controlamos su mutabilidad. Todo pasa y se agota; los dones se nos conceden y se nos arrebatan. El placer se extingue, la alegría se ensombrece, la paz se perturba. Y uno de los ejercicios más difíciles y más necesarios de nuestra humanidad es aceptar esa verdad y dejar ir con agradecimiento (a veces con resignación) lo que se nos sustrae. Es un ejercicio de madurez y de humildad.
Dejando aparte los apegos a personas, que parecen intrínsecos a lo humano, los peores y los más difíciles de controlar son los que mantenemos hacia nuestros sueños, caprichos, expectativas y hábitos infantiles. “Ahora que soy hombre me comporto como hombre”, dice el Eclesiastés, pero muchas veces no es así, nos demos cuenta o no: nos empeñamos en cumplir el guion que compusimos en la infancia, y por eso damos vueltas y vueltas en torno a las mismas limitaciones, prisioneros del relato que prefijó un niño sufriente y desconcertado. Cobrar conciencia de ello es dar ya un gran paso: como dicen los budistas, las cosas son peores cuando se mantienen en la ignorancia.
A continuación hay que fomentar en el espíritu las condiciones para transformar esos apegos tempranos, y alimentar la voluntad. Habrá que renunciar a algunas cosas, la principal aquel niño que fuimos que nos da pena dejar de ser, o más bien su predominio. El adulto que somos tendrá que convencerle y tranquilizarle pacientemente para que le ceda las riendas y se deje guiar. Hay siempre en ese paso algo de pérdida, de envejecimiento y de muerte. Por eso tenemos que meditar mucho en que la vida es todas esas cosas, ir cediendo poco a poco a la derrota del tiempo que culminará debemos recordárnoslo con el desmoronamiento final y la desaparición eterna. El ansia humana por escapar de la muerte subyace, probablemente, en los más hondos apegos. Llevarla hasta un blando consentimiento es una de nuestras tareas primordiales.
El niño se apega a sus miedos porque el vacío de quedarse sin ellos le inspira un pavor mucho más grande. Hace falta mucha delicadeza, mucha ecuanimidad, mucha entereza para abrazarlo y animarlo a soltarse, poco a poco. De lo contrario, jamás podremos ser adultos. Ser adulto es consentir en crecer, y crecer es renunciar a los paraísos perdidos y, en ese desprenderse, morir un poco.

Uno de los apegos infantiles más difíciles de abandonar es el que nos enroca en la rabia. Cuando uno se enfada, renunciar a ese enojo es como perder parte de la propia dignidad. Así es como la ira o se expresa o nos atrapa, si no sabemos escabullirnos de ella.
Y de esas profundas rabias que sentí de niño surge el vicio del autoperjuicio, que convertí en hábito porque permite dar entidad a las contrariedades de un modo más o menos seguro. No las remedia, pero al menos las convierte en algo concreto y definido, y sobre todo controlado: todo queda en casa. Mi autoestima estaba por los suelos y yo me sentía convencido de no contar con que nadie ni nada se interesaran realmente por lo que yo sentía. Así que, cuando me invadían el enfado o la frustración, solo me quedaba, para sentirme seguro, el triste alivio de darme cabezazos contra las paredes.
Ese recurso quedó tan enraizado en mí que durante la mayor parte de mi edad adulta no he sido capaz de resistirme a él. Hay una complacencia torva en conspirar contra uno mismo y ejercer los reproches y las venganzas que no puedo (no me atrevo a) lanzar sobre los demás. Pero, claro, tal actitud solo atañe al manejo de la rabia, no afecta en lo más mínimo a la realidad insatisfactoria que la provoca, por lo que nada se resuelve. Es como la canalización simbólica y silenciosa de lo que no me atrevo a expresar abiertamente. Ni siquiera sirve para generar culpa en los otros que es el triste consuelo que persigue nuestra fantasía, seguramente porque es demasiado callado y simbólico. Insistir en ello es un trágico error, que no hace mejor nuestra vida, sino que la atenaza en diabólicos círculos viciosos. Perdonar, cuando no tenemos otra manera, es un buen recurso para ponernos a salvo de los venenosos entramados de la ira. Perdonar y perdonarnos, por compasión, por prudencia o por simple cansancio. 

Decíamos, pues: pereza, apego, rabia y perjuicio de uno mismo. Tal vez existan otros, pero sin duda los budistas aciertan recomendándonos permanecer atentos a esos cuatro enemigos. Probablemente nunca los superaremos del todo, pero si procuramos conocerlos y descifrarlos, si aprendemos a arreglárnoslas con ellos de manera inteligente, si no les permitimos tomar impunemente las riendas, podremos al menos mantenernos más lúcidos y más libres. Lograr algo así, no es poco.

martes, 15 de enero de 2019

Compañeros de viaje


―Y si hemos dormido una noche bajo la misma manta, cambiando los calores,
es que ya somos amigos, ¿no le parece?
El viajero piensa que sí, pero no responde.
―Porque, ¿usted sabe de fijo cuándo nos vamos a separar?
―No.
Camilo José Cela: Viaje a la Alcarria


Los compañeros de trayecto, en un viaje dilatado, prodigan una chocante versión de la intimidad, lo que podríamos llamar una intimidad efímera. Un modo de intimidad que tiene sus propias reglas, sus glorias y sus defectos peculiares.
Suelen consistir en relaciones obligadamente acotadas en el tiempo, pero que ganan a veces una considerable intensidad momentánea y dispensan un generoso alimento a la imaginación. Meten en nuestras vidas compañeros de excepción, y ese carácter excepcional es el que les confiere el encanto de lo inesperado y la melancolía de lo fugaz.
Difícilmente se prolongarán en el tiempo, precisamente porque surgen muy ceñidas a un contexto determinado: unas horas de avión o de tren hoy ya difícilmente caminando detrás de un burro, como nos cuenta Cela, unos días en la habitación de un hospital, una semana de vacaciones en el mismo hotel… La brevedad instituye la intensidad: hay mucho que inquirir y presentar en poco tiempo, hay que mostrarse y explorar deprisa, hay que ser osado en las confidencias porque de lo contrario puede no haber ocasión de hacerlas, y a quién no le hace falta airear algunos flecos de su vida, quién no busca sentirse una vez más interesante y paladear la vieja excitación del exhibicionismo… Hay que desplegar precipitadamente sin que importe la indiscreción, resguardados por una distancia que nos pone a salvo de la comprometedora vida cotidiana, donde todos se conocen demasiado lo que uno es, o quisiera ser, o pudiera ser, o le convendría ser. Hay que tasar con rapidez qué cabe esperar del otro, qué es adecuado ofrecerle y qué conviene ser cuidadoso en ocultarle… ¿Hasta dónde vale la pena exhibirse, desde dónde es mejor prevenirse? ¿Qué podremos llevarnos como recuerdo inesperado, y qué querrán llevarse de nosotros?

Frente a la apelmazada consistencia del ser que experimentamos en la cotidianidad nuestra familia, nuestros amigos, nuestros compañeros de trabajo…, los compañeros de viaje nos ofrecen una levedad que tiene tanto de voluble como de estimulante. Nos brindan la ocasión de experimentar la intensidad de los encuentros sin el vértigo de la perdurabilidad; el juego de los comienzos sin el compromiso del futuro. Ese juego puede enseñarnos mucho, y además resultar ameno. Uno tiene la opción de experimentar con roles que no son los habituales, y en ese sentido escapar un poco de sí mismo, de ese yo sofocante en el que nos confinan los que ya tienen un concepto sobre nosotros.
Es cierto que no solemos llegar muy lejos con ese experimento, por falta de imaginación, por el ansia de mostrarnos, por la inseguridad que nos inspira distanciarnos de lo familiar. ¿O por simple cansancio? Simular cara a cara, incluso ante un extraño, no es fácil; y los roles nos arrastran. Pero, aunque se trate de pequeños detalles, tal vez nos sugieran mucho: el tímido puede jugar a ser un seductor; el severo puede probar a sonreír un poco; uno puede adornar sus verdaderas circunstancias con las mentiras más creativas. E incluso si uno se ciñe escrupulosamente a sí mismo a ese autoconcepto que nos persigue desde nuestra biografía, en esa sinceridad apócrifa se pueden rastrear novedades inesperadas.

Al final, incluso cuando se da mucho aparato de afectos e intercambio de teléfonos, lo más probable es que todo termine disipándose al abandonar el escenario en el que se desplegó. Al bajar del avión a cada cual le corresponde una cola distinta, nos esperan familiares o amigos por completo ajenos a esa precaria intimidad de los asientos. Para bien o para mal, el celoso relato de la cotidianidad nos reclama con todo su peso, y regresamos a ella como quien despierta de un sueño. 
Tal vez sea mejor así: necesitamos la rutina como refugio, como salvaguarda de la identidad; solo ella garantiza una cierta continuidad en esa historia de nuestra vida a la que llamamos yo, y que sabemos en realidad tan frágil, tan etérea. En los viajes, lo nuevo nos saluda como una promesa vaga, brillante pero poco consistente. Pero no por difusa deja de ser promesa: debemos guardarles gratitud a nuestros compañeros de viaje.

A ver si nos vemos.
Será lo que Dios quiera.
Y si no nos vemos…
Si no nos vemos, que haya suerte.

Camilo José Cela: Viaje a la Alcarria.


sábado, 5 de enero de 2019

Memoria y coartada

Uno de mis recuerdos preferidos es la evocación de una tarde de la infancia que pasé jugando con una niña vecina de mi abuela. La escena me llega a la memoria entre tantas brumas que apenas sabría precisar ningún detalle. No recuerdo ni la cara de aquella niña, ni nada de lo que hablamos o hicimos, ni cuánto duró la visita. Apenas se me esboza en la mente la imagen de un salón en su casa, mi saludo vergonzoso, su sonrisa. Pero conservo con mucha intensidad la sensación gozosa de estar a su lado, la dulzura del rato que pasamos, la difusa evocación de una conversación feliz hilada de confidencias y complicidades.
He atesorado esa estampa toda la vida, enseña nostálgica del amor ideal, quizá porque no se me dieron muy bien los amores reales. La duda que me acomete a menudo es si esa escena sucedió realmente, y si fue tal como la recuerdo o tanto romanticismo es fruto de mi imaginación soñadora, que inventa más que revive. Si no fuera porque años más tarde mi madre me confirmó la existencia de aquella niña, dudaría de ella misma, puesto que no la volví a ver.
 
Los psicólogos tienen cada vez más claro que la memoria no consiste tanto en un almacén de experiencias pasadas como en un mecanismo de reconstrucción y reinterpretación del pasado desde las circunstancias presentes. Nuestros recuerdos son reestructurados, como quien cambia los muebles de sitio, cada vez que los engarzamos en nuestra historia de la forma que más nos conviene. Un detalle inventado por aquí, una omisión por allá, y el recuerdo, creado y convertido en relato, se encaja más o menos con nuestra necesidad de vivir o la contradice, lo que puede ser otro modo de cumplir una función pertinente: en ocasiones necesitamos llevarnos la contraria; a veces, ¡ay!, no sabemos vivir sin una piedra en el zapato.
Esta tendencia, una vez más, reafirma aquel axioma de que nos importa más la vida que la verdad. El concepto de nosotros mismos y sus mitos fundacionales radicados en el pasado no aspiran a ser fidedignos, sino que están hechos para dotar a nuestra existencia de significados apropiados, que, una vez establecidos, tienden a retocarse para consolidar su coherencia recordemos la disonancia cognitiva, que es también emocional y su plausibilidad. Necesitamos que el vivir tenga sentido, y ese sentido se expresa siempre en forma narrativa: somos una historia, y son las historias que nos contamos acerca de nosotros mismos las que nos hacen descifrables, las que van perfilando eso que llamamos identidad. Si nuestra historia funciona, si da cuenta de nosotros de manera satisfactoria, o si, simplemente, es la que hemos asumido, tenderá a ganar en detalles, a intensificarse hasta cobrar carta de realidad, aunque en el fondo se trate de un mito sobre nosotros mismos.
Esas historias confieren sentido y fuerza a nuestra frágil presencia en el mundo. Aportan también seguridad, al enraizarnos en una secuencia causal y coherente, y por tanto previsible y explicable. No soy un ser caótico, no me comporto de un modo determinado por mero azar, sino porque “soy así” y no puedo ser de otra manera: así me han predispuesto mis genes y me han modelado mis vivencias. El fatalismo implícito nos protege y nos justifica. Reacciono con agresividad porque desde pequeño tuve que aprender a defenderme, o con poca resolución porque nadie elogió mi valía: no falta nunca una coartada el padre alcohólico, la madre ausente, los compañeros brutales… que da cuenta de esa naturaleza ineludible. Otro ejemplo: soy depresivo porque mis padres no me comprendieron, o me abandonaron, o no me dieron el cariño que precisaba… Desde el psicoanálisis, los pobres padres han cargado cada vez con más responsabilidad sobre nuestro talante y hasta nuestra suerte. ¿Y qué le voy a hacer? “Yo soy rebelde porque el mundo me ha hecho así”, se lamentaba con voz lastimera Jeanette en una canción que se hizo famosa en mi infancia.

Así pues, la memoria, más que un almacén de información, se nos revela como un instrumento puesto al servicio de nuestra supervivencia, o de nuestro interés. Como archivo no parece demasiado fidedigno, sino más bien ambiguo y maleable, un conjunto de manchurrones en el muro del tiempo en los que vemos lo que sabemos o queremos ver. El presente fuerza al pasado a su favor, lo usa como causa y como pretexto. Si soy infeliz, tal vez opte por renegar de mala suerte que es a menudo, también, otro mito, como sucede con el concepto del karma, o bien puedo explicármelo lamentando una infeliz infancia en la que no conté con modelos adecuados. También lo bueno puede consolidarse y ganar sentido con el salvoconducto del pasado: si soy feliz con mi pareja, es porque estábamos hechos el uno para el otro, porque era mi “media naranja” mito sempiterno donde los haya y estábamos predestinados a encontrarnos. 
Sartre llamaba “mala fe” a estas componendas, a estas excusas instrumentales y míticas con las que aligeramos la responsabilidad. Para él, siempre somos libres y por tanto responsables de lo que elegimos. En un sentido absoluto, es obvio que tiene razón. Pero olvidó que no somos seres de una pieza, sino una amalgama de felicidades y traumas, de alimentos y hambres, de apuntalamientos desesperados y pérdidas angustiosas. Olvidó nuestra naturaleza narrativa, la conspiración de los genes, el enquistamiento del dolor. Olvidó que, de las fuerzas que nos mueven, la menos intensa es la razón, y la más potente a menudo a nuestro pesar es nuestra historia, real o mítica, pero siempre grabada a fuego en forma de emociones insidiosas, de convicciones enquistadas, de comportamientos automáticos. En definitiva, el admirable filósofo francés ignoró el peso de la narrativa, a menudo inconsciente, casi siempre desfigurada, pero, por imaginaria que resulte, activa de un modo muy real. No es la verdad lo que nos mueve, ni siquiera lo que nos interesa: es el mito y la memoria construida.
¿Legitima eso nuestras excusas y nuestras distorsiones, tantas veces torticeras? En absoluto. Desde el punto de vista ético, hay que ponerse del lado de Sartre: estamos requeridos a exigirnos lucidez, a trabajar a su favor, a optar por lo arduo del pensamiento crítico. Pero desde el enfoque vitalista, desde la urgencia del vivir y la vulnerabilidad del ser, podemos al menos dedicarnos una cierta comprensión piadosa, y a menudo quizá no tengamos más remedio que hacer la vista gorda. La verdad no solo duele: a veces, simplemente, sus ángulos no encajan con la ardua sinuosidad de la existencia. 
Una infancia desdichada o una economía precaria no justifican al maltratador, pero deberían volvernos más cautos a la hora de juzgarlo, y desde luego de explicarlo y prevenirlo. Deberían servirnos para admitir en él una complejidad que va más allá de la simple sentencia cristiana de pecador o monstruo. En una proporción que desconocemos, es cierto que “el mundo le hizo así”: eso, que no lo disculpa (y por tanto no le exime de sanción), sí añade una dimensión en la que es tan víctima como culpable, en la que nos hace a todos un poco responsables, en tanto que cómplices de una sociedad que engendra maltratadores. Y si queremos que deje de haberlos tendremos que reflexionar también sobre esa responsabilidad común.

Truman Capote, en su novela A sangre fría, descartó la simplicidad y puso su empeño en perfilar pacientemente los requiebros del laberinto humano; los asesinos de Kansas pudieron elegir, pero, por más que nos incomode, hemos de admitir que también eran víctimas: de su miseria, de su desesperación, de su propia narrativa personal de seres a la deriva por una sociedad que no tenía lugar para ellos, una sociedad que genera monstruos. Cuando se abrió la trampilla del patíbulo y la caída les quebró el pescuezo, ¿no estábamos desplomándonos con ellos, un poco, cada uno de nosotros? ¿No hay en todos los “ajusticiamientos” algo de esa fantasía de redención colectiva que cumplen los chivos expiatorios, como tan bien supo explicarnos René Girard?
Por consiguiente, hay que responder a Sartre que sí, que siempre podemos elegir, que poner excusas basadas en lo externo es mala fe. Pero matizándole que esa dimensión ética coexiste con otras muchas dimensiones, donde tienen también su lugar el pasado, tanto el real como el mítico. La ética no puede ceñirse al ralo veredicto de la dicotomía bueno/malo. Tiene que atreverse a sondear las intrincadas profundidades del individuo que se las apaña en el mundo, los apaños con que su memoria haya zurcido los desgarrones de su biografía. De lo contrario correremos el riesgo de caer en simplificaciones que son, a su vez, míticas: la bella y la bestia, el ángel y el demonio…  Al final, no solo importa si somos culpables, sino también los mil matices de la culpabilidad.