viernes, 14 de diciembre de 2018

Extraños y enemigos



Queridos amigos...
Yo que usted no me fiaría mucho. Por ahí he visto a uno con un ladrillo.
Groucho Marx en la película Una noche en la ópera.

Podemos considerar a nuestro enemigo un gran maestro… Es la lucha misma la que nos hace ser lo que somos. 
Bertrand Russell.


La sustancia del mundo está hecha de extraños, que forman parte de ese telón de fondo anónimo sobre el cual se proyecta nuestra vida. Los extraños nos son ajenos, no están más entreverados con nuestra vida que las calles por las que nos los cruzamos o las tiendas en las que hacemos cola tras ellos. En cierto modo, no los vemos, o no más que a un árbol o una farola. Sabemos que se parecen a nosotros, y por eso tenemos noción de su dignidad, de sus alegrías y sus sufrimientos; intuimos que tras cada uno de esos rostros desconocidos se esconde una historia tan candente como la nuestra, pero es una historia que no nos concierne, una historia en la que no tenemos ningún lugar, del mismo modo que ellos tampoco tienen lugar en la nuestra. Los extraños, aunque nos tropecemos con ellos, aunque los sintamos apretujados contra nuestro cuerpo en un vagón de metro, incluso aunque nos pregunten la hora, son sombras en la pared de la caverna, discurren como aquel río de Heráclito en el que uno nunca se bañaba dos veces: llegan y se van, y nunca se quedan, y no nos hacen mella.
Existe una barrera sutil que separa la extrañeza de la familiaridad, lo propio de lo ajeno, lo significativo de lo indiferente. Existe una frontera, impalpable pero ineluctable, entre lo mío y lo otro, entre “nosotros” y “ellos”. Es un límite que perfilan nuestros afectos y nuestros hábitos, o quizá los afectos cuando se transforman en hábito. Al fin y al cabo, ¿qué es el cariño sino una dulce costumbre? Ternuras livianas como la que nos inspira la vecina viuda del quinto cuando saca a pasear a su perro o los dueños del bar donde tomamos el café cada mañana; amores devotos como el que nos despiertan nuestros padres; el embeleso que nos sacude el alma al contemplar a nuestros hijos… Ahí reside todo el color de la vida.

¿Todo? ¡No! Los extraños se mueven en una pantalla gris, pero de este lado de la frontera hay otras personas cargadas de color (a veces sobrecargadas). Personas que no son amigas pero son importantes, que han salido del anonimato y se han inmiscuido inextricablemente en nuestra vida. Son nuestros enemigos. Y por enemigos no entiendo tan solo aquellos que se han ganado nuestro odio, sino también ese otro grupo más numeroso que despierta nuestro rechazo. No todos van a ser buenos en las películas, y a menudo los malos (los antagonistas) son tan inseparables del héroe como su novia y sus colaboradores. ¿Qué habría sido de Sherlock Holmes sin Moriarti? ¿De Luke Skywalker sin Darth Vader? Los antagonistas nos definen tanto como los cómplices, si no más. Nos ponen a prueba, nos obligan a tomar partido y, de ese modo, ir construyendo nuestros principios y nuestra identidad; en definitiva, nuestra historia.
Los extraños no son enemigos, al menos no lo son desde un punto de vista emocional y existencial; pueden serlo, tal vez, de un modo abstracto, por ejemplo en una guerra, pero ahí, en realidad, no les conferimos la condición de seres humanos, se nos aparecen como meras sombras, frente a las cuales nos prevenimos porque de ellas tan solo sabemos que podrían ser peligrosas. Un verdadero enemigo, en cambio, es alguien que ya forma parte de nuestro teatro interior, que juega un papel en nuestra constelación íntima. Es alguien relativamente importante, y desde luego significativo, al que tal vez aborrecemos, o simplemente rechazamos, pero del que ya no podemos prescindir. Ha pasado la barrera, la misma que tuvieron que pasar nuestros familiares, nuestros amores y nuestros amigos.

Por eso, según se mire, odiar es querer; por eso los enemigos son amigos fallidos, o amigos en potencia, o amigos en proceso. Porque y ahí reside la verdadera paradoja conocer es amar, y cuanto más conozcamos a nuestros enemigos, cuantos más encontronazos tengamos con ellos, más se nos mostrarán en esa ambivalencia de enemistad/amistad. La frontera entre o extraño y lo propio es contundente; la que separa al amigo del enemigo es tenue y porosa: basta con compartir determinadas vivencias, con trastocar determinadas semánticas, para que una cosa se convierta en otra. Como en la película Enemigo mío, soberbia y asombrosa, donde un alienígena exterminador comparte con el protagonista la condición de víctima: cuando ese sufrimiento común se impone al odio abstracto, ambos descubren que ya no pueden seguir odiándose.
Y por eso tanto las amistades como las enemistades son frágiles y cambiantes, como todos los vínculos (porque de vínculos estamos hablando). Porque, además, la paradoja es doble: por un lado, el otro no es del todo otro desde el momento en que se establece un vínculo y se integra en nuestro particular teatro interno; pero, desde el lado opuesto, el otro siempre es irremisiblemente otro en cierto grado, por cercano que nos resulte, por mucho que haya atravesado la barrera: no nos pertenece, y el vínculo más intensamente grato siempre resultará transitorio, siempre habrá que renovarlo, siempre estará a merced de los oleajes del destino.
El otro es siempre otro y nunca lo es del todo. Así es como en el otro siempre alienta un extraño, un amigo y, cómo no, un enemigo.

sábado, 8 de diciembre de 2018

Salir al camino


El Viaje a la Alcarria es así como el cuaderno de bitácora de un hombre que se aburría en la ciudad, cogió el morral y salió al campo, a que no le pasase nada.
Camilo José Cela.


Hay muchas formas de vivir, pero casi todas se tuercen sobre sí mismas como las espirales. Somos animales sedentarios: lo familiar nos infunde seguridad y nos libra de pensar demasiado. Nuestras vidas suelen transcurrir al compás de rituales que hilvanan el tiempo y demarcan el propio espacio: la casa, el trabajo, la familia, los amigos, los deberes gozosos o sufridos con resignación…; las horas de sueño que marcan un hiato entre una jornada y la siguiente, que se le parece tanto.
Uno puede ser feliz en ese reino pequeño, donde las ínfimas diferencias son suficientes para hacerlo ilimitado. Es más: se puede ser muy feliz recostándose en lo familiar, y tal vez, para la mayoría, no haya otra manera de serlo. Cuando los quehaceres nos alejan demasiado de casa, estamos deseando regresar a ella para descansar. Adoramos la estabilidad, y por eso solemos buscar pareja, que es el sedentarismo de los afectos; el ideal de felicidad de los cuentos se expresa en su sentencia final: “fueron felices y comieron perdices”.
Así que nuestro horizonte se llena de relieves familiares y de nombres, y es el que contemplamos cada día desde nuestro balcón. De vez en cuando, sin embargo, una llama inesperada brilla a lo lejos, y nos deslumbra por unos instantes; o hay voces remotas que interrumpen el silencio de la noche y parece que pronuncian nuestro nombre. De vez en cuando acontece lo inesperado para bien o para mal, y si no, lo buscamos, o sea, lo sacamos de dentro. Algo nos sacude la modorra y nos despierta la añoranza del camino, el hambre de lo imprevisto, de regresar por un tiempo a los senderos y volver a convertirnos en exploradores, como cuando éramos niños y cada día era una excursión por lo desconocido. Tal vez no sigamos esa llamada y prefiramos volver al abrigo de lo cotidiano. Pero también puede suceder que elijamos caminar. Y, como escribía Tolkien, cuando uno pone un pie fuera de casa, no sabe adónde irá a parar.

En ese misterio reside la aventura de los verdaderos viajeros, los que se echan al camino y dejan que sea este el que les conduzca; los que se entregan al mundo a la buena de Dios, abiertos a lo que suceda. Un viaje programado es solo un calco: por distintos que sean los lugares visitados, apenas ofrecerán nuevas versiones de nosotros mismos. En cambio, los vagabundos, los caminantes y los peregrinos han consentido en pagar el precio de perder un poco de sí, abandonándose al creativo azar. Salir al camino es pasar una página y tener el valor de que la siguiente se escriba sin consultarnos.
En esa incertidumbre, en ese abandono, sopla una ráfaga de aire fresco que trae el aroma de la libertad. Al renovar el diálogo con el mundo, nos damos la oportunidad de renovarnos nosotros mismos. No es extraño que el peregrinaje se haya frecuentado con tanta asiduidad, y que actualmente seamos muchos los que, en algún momento de la vida, lo hayamos practicado. Y tampoco resulta sorprendente que la experiencia de salir al camino haya sido aureolada de misticismo: hay algo sagrado en esos pasos que liberan, que enseñan, que evaden, que curan.
Hermann Hesse decía que una de sus grandes contradicciones era la tensión entre el anhelo del hogar y el ansia del vagabundeo. “Pasar por delante de esta hermosa casa inspira un ansia y una nostalgia, ansia de quietud, tranquilidad y burguesía, y nostalgia de buenas camas, un banco en el jardín y olores de una buena cocina”, escribe en El caminante, soñando con todos los dulces detalles del gozo de la vida sedentaria.  Sin embargo, si se diera el caso de habitar ese hogar, admite que, a través de la ventana, “miraría con profunda comprensión a todos los caminantes…, y también con añoranza, pues ellos habrían elegido la mejor parte al ser reales y verdaderos huéspedes y peregrinos sobre la tierra”.
Hesse, como Nietzsche y tal vez siguiendo sus pasos, fue un alma inquieta, románticamente atormentada. Todas sus novelas glosan la búsqueda de alguna certidumbre que calme la angustia de quien se siente perdido. Pero, a la vez, expresan con belleza ese placer que da el mero hecho de explorar, de extraviarse por el mundo. “Buscas demasiado y a fuerza de buscar ya no encuentras”, escribe en Siddharta. “Pues al perseguir tu objetivo no ves muchas cosas que tienes a la vista”. Dichoso quien sale al camino sin una meta demasiado clara, solo por contemplar.

Y eso es justamente lo que retrata Camilo José Cela en ese entrañable libro que es su Viaje a la Alcarria. Salir al camino sin más pretensión que el camino mismo, a ver lo que nos depara. Su viaje es tan simple y sabroso como una hogaza de pan casero (que uno come, eso sí, sentado en alguna cuneta). Vagabundeando de un lado a otro, Cela contempla paisajes, se cruza con personas sencillas a las que eleva a la altura de los héroes o de los esperpentos por obra y gracia de la literatura, siempre bajo una mirada cálida y una sonrisa tierna. Los seres humanos de a pie damos para mucho humor, pero un humor que, si el que contempla no es un miserable, tiene que ser benévolo y compasivo.
Solo por enseñarnos a mirar con esos ojos, nuestra deuda con Cela ya es impagable. Un niño le pregunta si le permite que le acompañe unos “hectómetros”, y él “siente una admiración sin límites por los niños redichos”. El señor que dice una cosa y luego la contraria “se expone a tener siempre razón”. Las lavanderas, que despiertan el deseo, simbolizan también la resignada frustración de lo inalcanzable: “El viajero es un hombre con una vida tejida de renunciaciones”.
Leer el Viaje a la Alcarria es como caminar: todo va sucediendo por sí mismo, sin prisa, casualmente y a la vez con la textura de lo eterno. Subimos al carro de un arriero y charlamos con él de las criadas de Madrid, “que tienen unos humos que parecen condesas”. Nos hospedamos en un parador, y nos sobresalta de madrugada alguien que vocifera “al estilo de Aragón”. Vemos por los caminos conejos, cabras, ovejas y perros acostumbrados a recibir patadas. Dormimos bajo la misma manta, “compartiendo calores”, con un viejo que recorre los pueblos caminando tras su burro Gorrión, al que le ha puesto una nota que dice: “Cógeme, que mi amo ha muerto”. Visitamos el antro de Julio Vacas, alias Portillo, y nos enteramos de que le visitó nada menos que el rey de Francia. Compartimos camino con un buhonero que heredó del Virrey del Perú y que se llama Estanislao de Kostka Rodríguez y Rodríguez, a quien apodaron el Mierda porque se le soltó el vientre cuando hizo el amago de suicidarse tirado en la vía del tren. Un niño mea en la calle desde un balcón. Y seguimos por los campos y los pueblos, a veces solos, entreteniéndonos en la invención de algunas coplas, todo sea dicho, bastante malas. Pero qué más da.

¡Qué más da! Lo importante es seguir camino adelante, y no decirle que no a nada de lo que venga. Prestar atención, observar con la mirada limpia, y juzgar de tal modo que parezca que no lo hacemos. Lo importante, a veces, es salir al camino, y recorrerlo con gusto y sin mayores pretensiones, y, cuando nos cansamos, sentir el gusto de regresar.

domingo, 2 de diciembre de 2018

Rondando la locura

Hay un vértigo profundo en la línea que separa la realidad de la demencia. Un vértigo que a nadie le es desconocido, porque todos nos hemos asomado alguna vez a las simas de nuestra mente. Por suerte, la mayoría regresamos de allá sin haber perdido la lucidez, o al menos eso creemos. Pero se nos quedó grabada esa zozobra, tan parecida a la ambigüedad pavorosa de los terrores infantiles, que remiten a la infancia de la especie, al presagio de muerte que nos imponían, allá en la Prehistoria, la expulsión de la tribu y la soledad ante el mundo.
Quizás la locura no sea más que el derrumbamiento de la armazón que nos sostiene y el resquebrajamiento de los márgenes que nos contienen. Cuando la razón se rinde en su tarea de dar sentido a lo que vivimos, el mundo nos invade como el mar por una brecha, perdemos la noción de identidad y la psique se desarma o se hunde en las espumas del sinsentido.
Quizás la locura sea la rendición del alma aislada, el canto inconexo de un espíritu demasiado solo. Ni nuestro cuerpo, ni nuestras emociones, ni nuestra razón están preparados para una soledad demasiado severa. El solitario más aislado tiene que sentir aún el sutil hilo que lo une al universo: a la humanidad, a sus recuerdos, a los planetas o a Dios. Si uno se queda solo frente a todo lo demás, se siente inmediatamente aplastado por eso todo del que ya no forma parte.
No podemos refugiarnos únicamente en nosotros mismos. Necesitamos una garantía exterior: que apruebe, que reconozca, que trascienda. Necesitamos un espejo que nos devuelva nuestra imagen para reconocernos, o empezaremos a sospechar, privados de señales, que quizá no existimos. La locura es el presentimiento de nuestra inexistencia, o, lo que es peor, de una existencia sin sentido.
La locura se insinúa en algunos momentos de angustia: es, de hecho, la angustia que lo ocupa todo, la angustia sin esperanza. Cuando nos zarandea, el suelo parece faltar bajo nuestros pies. Tanteamos a ciegas y no encontramos nada en medio de la niebla. Es el terror de los niños abandonados y perdidos, el aullido de lobos en el corazón del bosque. Es —ya se va viendo— el miedo sin coartada, el miedo en estado puro.

Quizá todos los terrores se parezcan y procedan de unas mismas emociones básicas. El terror de quedarse solo puede equivaler al de sentirse acorralado: en los dos casos no hay escapatoria y se presiente el fin próximo. Para un niño pequeño, no recibir estimulación o afectividad equivale a no existir: solo sabe de sí mismo por la mirada afectuosa de otros, solo se concibe como querible porque parece que le quieren. ¿Qué nos hace pensar a los adultos que tenemos más entereza afectiva que un bebé?
Nuestra mente se esfuerza constantemente por articular la experiencia de un modo coherente. En la locura, la mente ha desistido y se mueve en un flujo desarticulado. Existe una zona intermedia: la extrañeza, esa especie de penumbra de la razón y del afecto en la que el juicio no se ha dislocado del todo pero empiezan a saltarle algunas costuras. El terror tiene lugar en ese crepúsculo: se sostienen aún las viejas estructuras, pero nos esforzamos por no mirar a los lugares donde sabemos que empiezan a ceder.

Ante el terror de esa zona crepuscular, la mente busca asideros. Chapotea entre espasmos, tragando lodo, e intenta hacer pie desesperadamente. En el extremo, inventará una coherencia propia y rígida y se retraerá de la realidad inconsistente, entrando en la paranoia; o bien oscilará entre distintas identidades, o se desentenderá de la identidad conocida, y así se convertirá en esquizofrénica. Sin embargo, por fortuna, la mayoría de los recursos no son tan extremos, y así, a veces, la seguridad se encuentra en determinados rituales o en ciertos pensamientos recurrentes, tanto más compulsivos cuanto mayores sean el uso previo de estos mecanismos o la angustia que induce a refugiarse en ellos.
En lugar de rechazarlas de plano, deberíamos escuchar y confiar en esas “enfermedades”, incluso en los desajustes mentales, porque, mientras no hayan alcanzado el nivel del desquiciamiento, cumplen aún una función, y son estratagemas, eficaces por torpes que nos parezcan, con las que el ánimo tantea un nuevo equilibrio.