Leer sobre las grandes batallas
de la historia provoca sentimientos encontrados. Nos apasionaría, como hizo
Jerjes en Salamina, poder contemplarlas en un cómodo trono desde un
promontorio. Pero a la vez sentimos el alivio de librarnos del horrible
espectáculo, el vértigo de tanta crueldad junta, el agolpamiento brusco de
tantas almas a las puertas del Hades. Y, sobre todo, la inmensa suerte de
librarnos del dolor y el terror, de poder contemplarlas tras el velo del
tiempo, que las hace casi tan irreales y esquemáticas (buenos, malos, héroes,
traidores…) como un relato épico.
La grandeza se
concibe en la distancia, cuando, al amor del fuego, uno puede dejar que la
imaginación le estremezca con la bravura de Aquiles o la astucia de Napoleón,
sabiendo que luego se irá a dormir, a salvo en su humilde trivialidad cotidiana.
En el fragor de la contienda no debe haber sitio más que para el pavor, la consternación,
la rabia atropellada y el dolor candente. La gloria la ponemos después, en las
leyendas: no hay grandeza en la violencia ciega, en el destrozo de los cuerpos,
en la súbita siega de la vida. La literatura tiene ese don: impregna lo divino
en lo humano, lo eterno en lo pedestre, y tanto inventa amores inmaculados como
convierte en héroes a hombres desesperados o sanguinarios.
Y no es que no
pueda haber en ello algo de cierto: la guerra, que saca lo peor, seguramente
también obligará al cobarde a apelar a un coraje que desconocía, al mezquino a
entregarse, al indeciso a actuar con resolución, al reticente a apoyarse en los
otros. Como todas las situaciones extremas, la guerra debe borrar de un
manotazo esa retahíla de pequeñas rivalidades, envidias y antipatías que
salpican nuestras relaciones cotidianas, compactando las filas en un espíritu
de grupo en el que se disuelven las individualidades, esa efusión que F.
Alberoni llamó estado naciente. En una batalla debe supurar tanta adrenalina
que no es extraño que hayan existido adictos al combate, y se haya cantado su
belleza, como hacía Gil Vicente en el siglo XVI comparándola con la de su
amada:
Digas tú, el caballero
que las armas vestías,
si el caballo o las armas o la guerra
es tan bella.
Pero no, la belleza de la guerra está hecha de dolor y muerte, de sangre y brutalidad; no la queremos. “La guerra es ocupación más propia de bestias que de hombres”, escribe Juan Luis Vives, recordándonos que lo humano se hace valioso en la construcción, no en la destrucción. Si puede inspirarnos entusiasmo o valor, no basta para compensar su horror y su vileza. ¿Vale la pena ganar cuando se pierde tanto? Por otra parte, ¿quién gana o pierde? Gana la avaricia de un poderoso a la de otro; en cambio, los pobres siempre pierden: la tierra, las casas, la cosecha, la justicia, la vida…
Y, en definitiva,
¿qué es lo que decide el triunfo o el fracaso? La astucia y la prudencia cuentan,
pero seguramente menos que la suerte, las fluctuaciones del ánimo, los errores
del enemigo. Se comprueba en esos remedos de combates que son los encuentros
deportivos. Hay grandes jugadores y grandes guerreros, pero todos tienen días
mejores y peores.
Puestos
a luchar, mejor ser grandes forjadores de la paz y de la vida. Defenderlas es lo único que hace que merezca la pena ir a la guerra: si un día no hay más remedio,
tengamos al menos la decencia de hacerlo con tristeza.