sábado, 31 de marzo de 2018

Deseo, temor, esperanza...

Hay que hincar con decisión los pies aquí y ahora; “residir en la tierra”, decía Pablo Neruda. Vivir en el presente es permanecer ocupado. Estar fuera de él
dando vueltas a un pasado ingrato o que no fue, anhelando o temiendo un futuro que no es y que tal vez no sea nunca es, en cambio, vivir pre-ocupado. Ocuparse atender, actuar es lo contrario de preocuparse.
Sin embargo, somos criaturas del deseo y del temor, esto es, de la expectativa. Eso nos condena a padecer más de la cuenta, a sufrir por sufrir. ¿Podríamos desear sin apegarnos, solo como una vaga aspiración? Anhelar es gozoso cuando no lo hacemos con ansia. ¿Podríamos temer sin angustia, limitando el miedo a un presagio sin profundidad, un temblor de superficie que se disipa al impactar en la orilla? El temor nos hace prudentes y nos arrima a los otros cuando no nos paraliza. Buda nos instaba a liberarnos de todos los deseos y a desechar todos los temores. Tal vez la mayoría no podamos lograr tanto, pero podríamos procurar una buena convivencia con nuestros deseos y nuestros miedos, sí podemos invitarlos a casa y dejar que nos incomoden un poco, como visitantes intempestivos, que se marchan sin apenas perturbarnos.

Un deseo doméstico nos despierta y nos espolea en esas horas en que nos abruma la tentación de renunciar a todo; trae nostalgias de ilusiones, le pone color a los horizontes mustios, y caminos inesperados a esas tardes de domingo en las que podríamos empantanarnos. Un temor doméstico nos recuerda la pequeñez y la vulnerabilidad, y nos predispone a amar y dejarnos amar, a buscar abrigo y a leer a los antiguos sabios. Y los oleajes del miedo nos recuerdan nuestra medida de balandros frágiles cuando nos tientan las ansias de grandeza.
Si no los rechazamos ni pretendemos controlarlos, los vientos del deseo alimentan nuestros sueños y nos traen impulsos como brisas frescas. ¡Nos dan algo que hacer! Somos conquistadores: estamos hechos para buscar, para descubrir, para encarar problemas. ¿Cómo, si no, se explica el gozo que nos reporta construir, explorar, planear, encarar desafíos? Así que no todo deseo volcado sobre el futuro es malo, en contra de lo que sentencian los estoicos y arguye Comte-Sponville. El futuro nos sirve siempre que está al servicio del presente: para proponerle un sentido, para infundirle vigor, para justificar la valentía, el sacrificio y el esfuerzo. “Lo que no sabemos es solo una esperanza”: ¿y cómo llegaríamos a saber más sin una larga tarea de incertidumbre? “Lo que no podemos es solo una esperanza”: ¿y cómo llegaríamos a poder más si no midiéramos nuestras fuerzas contra lo que parece sobrepasarnos? No queremos la esperanza, pero sí la oportunidad y la tarea.
Porque incluso la esperanza, que aplaza la vida e instaura el miedo, también puede servir cuando la desesperación amenaza aplastarnos. No vale como hogar para instalarse, pero sí puede hacer de albergue para un alto en el camino. No nos dará fuerzas o nos quita más de las que nos da, pero, como los carteles que encontramos en las rutas, alimentará el ánimo al confirmarnos que vamos en la buena dirección.

Es imposible vivir del todo sin inquietud: siempre habrá cosas que no queremos y sin embargo sucederán, y cosas que queremos y sin embargo no tendremos nunca. ¿Qué queda entonces?  Aprender a reconciliarse, a asentir, dejarle el futuro al futuro; centrarse en el goce a medida que sucede, como hacen los niños pequeños (los que aún no han aprendido que, por bueno que esté un plato, siempre puede haber uno mejor; ni que, por deseado que sea el juguete que nos regalan, el que no nos ofrecen siempre se desea más); desesperar, en el sentido de “no esperar” que propone Comte-Sponville. Meternos en la mollera que la vida no es algo personal, que nos ha pillado por azar y que acabará por ley: la gravedad, que hace que caigan todas las cosas. Sonriamos mientras podemos, es decir, mientras dura el viaje, y no esperemos de él más de lo que ofrece. Y pensemos menos en nosotros mismos: eso se llama amor, y no puede inventarse, pero sí puede celebrarse.
En fin, basta con dar un paso más, mientras se pueda. La tarde es clara, fresca y plácida. El campanario toca las seis. Los árboles callan entre brisa y brisa. Hemos comido. Nos gusta apuntar ocurrencias en la libreta. Hay quien nos ama y a quien amamos. El universo no nos necesita, y sin embargo aún no se ha desprendido de nosotros. Uno podría pensar que hasta nos tiene un poco de cariño. ¿Qué más queremos?

viernes, 23 de marzo de 2018

Narciso liberado


“Sin amor, nada soy”, aleccionaba Pablo de Tarso en una de sus cartas. No hace falta ser religioso para estar de acuerdo. Amar es abrir la ventana de nuestra alma a la sustancia dulce, amarga, espléndida del sentido, y eso solo podemos encontrarlo en los otros, solo puede florecer al verternos en los otros y al dejar que nos acojan y, cómo evitarlo, que nos dañen. Y es ahí, en esa trascendencia de nuestro solipsismo acorazado, donde tenemos la oportunidad de encontrarnos, inesperadamente, a nosotros mismos; porque vivimos entrelazados unos con otros, y los caminos de ida son también siempre de vuelta. “Y adonde no hay amor, ponga amor y sacará amor”, escribía Juan de la Cruz, también en una carta.
¿Y cuál es nuestra principal dificultad para participar en esa fiesta? El miedo, que nos hace desconfiados y temerosos, que nos hace avaros y reticentes. El miedo que nos impide salir de nuestra coraza y correr el riesgo de que se acerquen los demás. El otro, que nos ofrece una oportunidad, se nos aparece de entrada como una amenaza Sartre explicó bien el sobresalto de ese encuentro, y en cierto modo lo es: una amenaza para nuestro narcisismo, para ese estanque de aguas quietas que nos hemos hecho a la medida, y en cuya superficie, como el jovenzuelo mítico, nos miramos encandilados, a la vez autocomplacientes y contrariados. Nada pudo salvar a Narciso de las aguas estancadas y las aguas estancadas acaban pudriéndose en las que quedó atrapado por su imagen, y así fue como acabó convirtiéndose en un vegetal, una planta hechicera pero congelada para siempre.

Para amar hay que estar abierto al mundo, hay que saltar al mundo (a veces sin paracaídas). Por tanto, arriesgarse, admitir que sufriremos. Quien se mantiene acorazado tras las murallas de su Yo corriendo de un lado a otro dentro de su recinto, obcecándose, encandilándose con la cháchara de la mente… no puede amar, simplemente porque no puede salir de sí mismo al encuentro de otro, ni tiene oportunidad de dar y recibir, ni es capaz de sufrir y disfrutar de otros. Es lo que suele denominarse narcisismo: todos los caminos nos conducen de regreso a nosotros mismos, y ninguno logra escabullirse hacia fuera. Y en el fondo del narcisismo, decíamos, está el miedo: al otro, al mundo, a lo que uno mismo es y no consigue transformar.
A veces uno está tan herido que tiene demasiado miedo para salir afuera. Tal vez esa persona nunca pueda sentir el gozo sereno del amor, que es entrega, que es salto un poco a ciegas. Sin embargo, hay que esforzarse por salir, aun con miedo, aun con reticencia, aun sabiendo que nunca se sale del todo y que uno siempre se guarda una retirada. Lo preferible es soltarse (porque así uno está más abierto a recibir), pero, si no se siente uno preparado, al menos nademos, aunque guardemos la ropa.
En cualquier caso, hay que salir, al menos a veces, al menos un poco, para que la soledad no lo ocupe todo, para estar en algún sitio que nos aporte algo nuevo, que no sea el territorio tan familiar y limitado de nosotros mismos. Porque entonces, al menos un poco, al menos a veces, encontraremos amor, y eso es lo único que puede brindarnos una verdadera alegría, un sentido auténtico. El narcisismo es incapaz de amar porque está atrapado en lo propio, en su territorio autárquico que no consigue abandonar. El narcisista es una víctima, un prisionero.
Y al salir sufriremos, sí, pero será un sufrimiento apasionado, no como el que sentimos al dar vueltas y vueltas dentro de nuestros muros, dándonos de bruces contra ellos. Será el sufrimiento de lo nuevo, de lo que nos transforma, de lo que nos empuja, tal vez de lo que nos destruye. Pero mejor destruirse ahí fuera que aquí dentro, donde ya nada nos da una oportunidad.

El melancólico (versión de Freud) está atrapado en una fascinación por su propia tristeza. Sin duda tendrá razones: la genética, la infancia, la pura mala suerte o no haber hecho las cosas demasiado bien. El problema de retroceder una y otra vez hacia uno mismo es que se convierte en un hábito amargo, pero seguro y acaba siendo una prisión.
“Vivir quiero conmigo”, declaraba Fray Luis de León, elogiando la vida retirada igual que había hecho Horacio en los tiempos romanos. Bien está si le servía como descanso “¡Qué descansada vida!”, pero, ¿dónde descansar de uno mismo? Bien está buscar esa alternativa a la vanidad perturbadora del mundo “Que no le enturbia el pecho de los soberbios grandes el estado…”, pero, ¿cómo librarse de la vanidad de Narciso? Bien está, para quien sepa, fundar una soledad fructífera “A la sombra tendido…, puesto el atento oído al son dulce, acordado, del plectro sabiamente meneado”, una soledad en la que recostarse y gozar, que no consista en un pantano donde quedar varado, sino en un ancho lago en el que remar y en el que pescar.
Bien está, pues, la soledad cuando es creativa “Del monte en la ladera, por mi mano plantado tengo un huerto”, que era la única que le parecía digna a un buen amigo que sabía de ello. Pero una soledad reticente, hinchada de su propia sustancia, aprisionadora e impotente, acaba por sacar de nosotros lo peor, porque a fuerza de hurgar acaba por encontrar detritos, porque nos confina en algo tan escaso, tan rígido, tan estéril como nuestro pobre ser. Los lamas y los ermitaños también se retiran, pero al menos hacen de su soledad una misión y una tarea, y tienen a su Dios para ir más lejos, o el desprendimiento de sí mismos para vaciarse; y así se hacen sabios: sabios de libertad y entrega, y, en última instancia o no serán sabios de amor. Narciso, en cambio, solo se regodea en la estrecha celda de su propia imagen, y es incapaz de ver más allá, o de remover las aguas para hacerla añicos.

Así que la soledad, por sí misma, no nos sirve de destino. El único destino valioso y liberador es el amor, o la creatividad, que es un ensayo de amor. La soledad impotente o temerosa es una tristeza. El amor, en cambio, es alegría “acompañada por la idea de su causa exterior”, nos recuerda Spinoza, incluso cuando se queda solo, incluso cuando sufre. 
¿Y cómo amar? Abriendo la puerta. Basta con acudir allá fuera y regalar algo: una sonrisa, un gesto, un apoyo, una cesión. Basta con levantar la mirada del estanque y desviar el interés a lo que nos rodea. Incluso si se nos devuelve indiferencia ¡hay tantos Narcisos atrapados como nosotros!, o desconfianza (y se nos devolverá, porque no dejamos de ser unos extraños para el mundo, aun cuando nos imbricamos en él); incluso si se nos paga con decepción (y se nos decepcionará, porque siempre pedimos antes de dar, porque siempre esperamos más de lo que entregamos). Incluso si regresamos heridos al anochecer, la jornada habrá tenido sentido, nos habrá ensanchado, nos habrá enseñado, nos habrá aliviado un poco de nuestras manías y nuestras locuras. Narciso liberado. Alegrémonos de vivir, y, viviendo, fundemos la alegría.

sábado, 17 de marzo de 2018

Asexuales

Hay un grupo de jóvenes resolutos que aseguran que para ellos la inapetencia sexual no es un problema, sino una manera más de encarar la sexualidad. No admiten que se les tilde de raros, ni de disfuncionales, ni de traumatizados o infelices. Reivindican con llaneza lo que ellos llaman "asexualidad", término que no por discutible deja de hablar claro y con la fuerza necesaria. Luego matizan: no es que no puedan sentir placer, o atracción, o incluso tener relaciones y hasta disfrutarlas. Es, simplemente, que de entrada no les va ni el acercamiento sexual, ni la pasión carnal, ni puñetera falta que les hace el coito. En una palabra, que sus hormonas no les urgen a follar. Disfrutan, pero no es para tanto.
Lo interesante, diría que lo temerario, es que rechacen que su rasgo sea una disfunción. Proclaman su carencia sin vergüenza. Ni inapetencia, ni inmadurez, ni miedo al pene ni trastorno de personalidad. Sencillamente, una modalidad más del talante humano. Eso da que pensar.
No creo que haya muchos psicólogos dispuestos a aceptarles, por más que lo aseguren, como “normales”. Sin embargo, ¿y si tuvieran razón? ¿Y si hubiésemos llegado a un punto en el que debiéramos redefinir el concepto de “normalidad”, o bien renunciar definitivamente a él? En ese concepto hay mucho de despotismo y arbitrariedad, y es de admirar cualquiera que lo denuncie. Con la etiqueta de “normal” se segrega a las personas, se las alecciona y en última instancia se las fuerza a someterse a patrones socialmente establecidos. La “normalidad” sirve, a menudo, como excusa para segregar, arrinconar, demonizar, discriminar y, en definitiva, violentar a todos aquellos que no cumplan con el paradigma ciudadano establecido como estándar, el cual suele ser definido por la ideología dominante de la clase dominante.
Volviendo a mi ejemplo, ni a la Iglesia ni al Estado le han preocupado nunca las posibles inapetencias sexuales de la gente: si acaso, les ha importado cómo y con qué disfruta la gente, pero que disfrute o no más bien les ha traído al fresco. Lo único que hay que hacer para cumplir con los poderes fácticos es que sigan fundándose células sociales reproductoras y estructuradoras en forma de familia. Por eso la homosexualidad, que se opone a esa función o al menos no la cumple, fue de entrada estigmatizada, arrinconada y perseguida, y aún lo es para el dogma religioso; el Estado va admitiéndola lentamente, obligado por la lucha gay, pero sin duda animado al comprobar que los homosexuales también trabajan y pagan impuestos (de hecho trabajan mejor si se les deja en paz con su homosexualidad), y además para el capitalismo avanzado la demografía o la moralidad ya no son problemas.

El hecho de que algunas personas se consideren asexuales aún lo es menos, pero hay que reconocer que descoloca de entrada. Es un atentado contra la definición al uso de “enfermedad” o “trastorno”, piedra angular del orden médico. No es que los asexuales militantes estén planteando una mera ampliación del concepto de “normalidad”, es que el propio concepto se ve sustancialmente vaciado, hasta el punto de cuestionar su utilidad.
Porque si la “asexualidad” puede llegar a ser considerada una mera característica más de la diversidad humana, no necesariamente anormal o patológica, ¿qué le queda a la patología (y al ejército de “especialistas” que viven de ella)? ¿Llegará un momento en que ningún sufrimiento en sí sea patológico? Se podría llegar a cuestionar la “anormalidad” de tendencias que hasta ahora llenaban los divanes de los terapeutas de todos los pelajes. Podrían llegar a no ser patológicos supuestos trastornos como la anhedonia (incapacidad para el placer), la evitación, la obsesión o la propia asociabilidad. Si ya se habla con toda naturalidad de “arros” para los que rechazan el romanticismo en las relaciones, ¿por qué no declarar que uno es “anhe(dónico)”, “evit(ativo)”, “obse(sivo)” o “aso(cial)”, y quedarse tan tranquilo, en lugar de procurar, como sucede ahora, mantenerlo oculto como una lacra y atiborrarse a pastillas y a interminables sesiones de terapia para intentar desatascar nuestras cañerías mentales, sin conseguirlo?
Así, yo podría confesar, tranquilamente y con soltura, que soy “evit” y “aso”, y a veces “obse”, y eso me hace comportarme, en parte a mi pesar, como “asex” y “arro” (esto menos, porque siempre fui un sentimental). Vale que no me hace feliz, pero si me comporto de esos modos es precisamente porque me siento aún menos feliz con lo contrario, o porque son mi manera de afrontar el hecho de ser ansioso o de no sentirme cómodo entre los demás. ¿Por qué esa obligación de ser permanente “mejores”? ¿Quién marca el ideal?

Con una normalidad entendida de un modo tan amplio, tal vez entonces el límite de las patologías (o, mejor, de lo que debe ser tratado y en lo que urge socorrer o limitar a una persona) se ceñiría a lo que siempre debió ser: a aquello que nos hace sufrir o que hace sufrir a los demás, lo que conculca los principios básicos de la convivencia: el respeto, la dignidad, la ayuda y protección de quien esté en desventaja y la igualdad de acceso a los bienes (unida a una lógica contribución al bien común). Tal vez dejaría de haber tantos especialistas de la salud, y esta regresaría, al menos un poco, a uno mismo, a lo que uno quiera y pueda para su vida. Menos salvadores que nos dijeran cómo tenemos que ser y comportarnos, y más gente que se encuentra en libertad y en respeto mutuo. Podríamos reapropiarnos de lo que somos, incluidas nuestras enfermedades y otras rarezas, a salvo de la dictadura de los especialistas, hoy dueños últimos de nuestra vida. Asexuales, o asociales, o aburridos. Razonablemente felices (e infelices) con lo que tenemos. Es una buena invitación, bravo por estos muchachos. No sé si tienen razón, pero su valentía se la da.

viernes, 2 de marzo de 2018

"Sos peleador"

“Sos peleador”, me decía a menudo mi pareja argentina, entre asombrada y complacida; como suele suceder, también ella lo era, y yo le hacía de torpe espejo. Nuestras discusiones podían prolongarse varios días, en una reiteración sin fin de esgrima argumental (pero más  emocional), y nunca se resolvían con un acuerdo: simplemente, se desmoronaban por puro agotamiento. Si alguno cedía, cosa que pasaba en contadas ocasiones, era mucho peor, ya que no se trataba de una cesión sincera, sino desesperada, por lo que abocaba invariablemente al resentimiento.
¿Qué nos sucedía? ¿Por qué nos comportábamos de esta manera estúpida y destructiva, que acabó con nuestra convivencia? Porque, en efecto, ambos somos peleadores: ambos tenemos una necesidad neurótica de no ceder, de no quedar atrás, de no sentirnos a la sombra de otro; de reafirmarnos, en definitiva (ella lo negaría por lo que respecta a sí misma, por supuesto, y aquí volveríamos a tener motivo de disputa). Es más: tal vez, incluso y en cierto modo, nos gustara pelear. La lucha tiene su esplendor de vitalidad derrochada, su arte de la fuerza confrontada, su erótica del poder que se mide con otro poder.  Al fin y al cabo, venimos de cazadores y de luchadores, ¿no? Venimos de guerreros, de gente que no se ha podido estar quieta en su casa y desde el inicio de los tiempos anda vapuleándose mutuamente. Los niños se pelean, casi siempre con ganas, a menudo con placer. Les fascina jugar con armas, y algo de eso nos queda durante toda la vida. Cuando en el servicio militar me obligaban a practicar con el fusil, admito que me sentía a la vez aterrorizado y excitado: era capaz de sentir esa fruición inconfesable que da verse investido por la capacidad de dañar a un enemigo.
Y hablando de enemigos: ¿acaso no lo son todos, al menos en algo, al menos alguna vez? ¿No tiene nuestra especie la mayor capacidad para el amor y también para el odio? ¿Y no se dan ambos, casi siempre y de maneras más o menos sutiles, mezclados? ¿Cómo amar sin odiar un poco, sin odiar a veces? ¿Cómo no sentirse intimidado por la grandeza y fastidiado por la miseria que atribuimos a quienes nos rodean? Y, aunque resulte menos evidente, ¿no hay algo de amor también en el odio? Al odiar, ¿no estamos otorgándole a nuestro rival un papel principal en nuestra vida? ¿Podemos amar sin pelear? ¿Podemos odiar sin soñar secretamente con la amistad del odiado?

Sí, me temo que soy peleador, y eso no tendría nada de malo si fuese una especie de afición controlada, si pudiera regularlo y detenerlo a conveniencia. Pero el desafío me arrastra, sobre todo cuando se trata de resistirme a la arbitrariedad o el poder de otros. Lo tengo visto, por ejemplo, en el caso de las figuras de autoridad: o me relego a un lugar excesivamente sumiso, o siento la necesidad irrefrenable de plantarles cara, por más que tengan razón o que ejerzan una potestad justificada.
Me ha sucedido con profesores y con líderes de grupos, con directores de escuelas en las que he trabajado y formadores o asesores, con terapeutas y con toda clase de pelagatos arrogantes que siempre acabamos por cruzarnos. Probablemente siento la necesidad de reafirmarme ante ellos, llevándoles la contraria de forma compulsiva. A menudo me siento como los héroes de las películas del Oeste, que sacan la pistola en cuanto alguien les tose y no pueden permitir que nadie parezca más o mejor que ellos. O César o nada: hay que ser el mejor o verse relegado a la nulidad. Tal impulso surge, evidentemente, de una profunda inseguridad, de la dificultad para reconocer las propias vulnerabilidades, de la incapacidad para reírse de uno mismo.
Me he dado cuenta de que me sucede más a menudo con figuras masculinas, lo cual reafirma el hecho de que se trate de algo innato que, en mi caso, se ha acentuado por la falta de autoestima o por el temor a ser relegado. De entrada, soy más bien acomodaticio: acepto la autoridad, la reconozco y me pliego a ella. Pero pronto empiezo a encontrar motivos para cuestionarla y me sorprendo plantándole cara en desafíos imaginarios. Una de las personas con las que más me he “peleado” (de forma simbólica e imaginaria, porque no me atreví a más) fue con el psiquiatra que dirigía mi grupo de terapia: reconocía en él genialidad, pero también, a veces, se me antojaba simplemente arbitrario. En mi incapacidad para soportar su liderazgo reside, supongo, buena parte del fracaso de aquella terapia (por ser honesto, también tuvo algunos brillantes aciertos; menos mal, porque me costó la juventud y una pequeña fortuna…).

¿Cuál es la cura para los peleadores (si es que tienen que curarse)? Puede que no haya solo una. Por ejemplo, se me ocurre que tal vez, si uno es peleador, lo mejor que puede hacer es pelear mucho, aunque de manera ordenada y consciente. Siempre he sospechado que me habría ido muy bien practicar alguna de las artes marciales, por ejemplo taekwondo, que estuvo muy de moda en mi veintena. O esgrima, tan fina y elegante. O incluso y esto me lo recomendó precisamente la que fue mi mujer algún deporte que consista en dar golpes a pelotas en lugar de personas (¿a pelotas por personas?), como podría ser el pádel, o el tenis… ¿Por qué no practiqué nunca alguno de estos deportes? Sobre todo, por pereza; y tal vez, un poco, por miedo. ¿Miedo a qué? Al descontrol, a ser golpeado, a ser humillado… Mi principal problema con los deportes competitivos es que no sé, ni he sabido nunca, perder. Lo cual es otro tema, pero a la vez viene a ser el mismo.
Otra cura para los peleadores es desarrollar una actitud pacífica, adaptable, dialogante, compasiva, tal vez humilde. ¡Ahí es nada!  Mostrarse como cordero en medio de los leones. Hace falta mucha valentía, o mucha cobardía, para hacer algo así y hacerlo bien, hacerlo con convicción y hasta sus últimas consecuencias. El cristianismo predica la humildad, el budismo aconseja la bodichita, esa mezcla de pacifismo y compasión… ¡Qué difícil! Supongo que hay que pasar por muchas y terribles luchas para conquistar (y creerse) una actitud así, para poder retirarse un día y sentir una misericordia sincera por todos los seres… Muchos santos fueron guerreros en su juventud, desde Milarepa a Ignacio de Loyola. ¿Quién conoce la paz mejor que un soldado? ¿Quién comprende el valor de la vida y de la compasión mejor que quien se entregó con ardor a matar y se arriesgó con temeridad a que lo mataran? Cervantes, Calderón, Lope, escribieron obras de una ternura y una profundidad humana admirables, y los tres, como tantos otros poetas, fueron soldados. “¿Qué tengo yo que hablarte, comandante, si el poeta eres tú?”

Por supuesto, no es ese camino el que queremos para nuestros hijos, y si todos lo transitáramos la sociedad resultaría insostenible. Nos lo avisó el viejo Freud: para poder vivir en sociedad hay que reprimir los instintos. Pero tal vez haya maneras sanas de canalizarlos, de expresarlos, de permitir que saquen fuera de nosotros nuestras tendencias más oscuras. Competir, en todas sus formas, es pelear simbólicamente (y a veces literalmente). Diré una burrada, pero, si no le hubiesen brindado la oportunidad de ser un guerrillero que luchaba por la justicia, quién sabe si el Che no habría podido ser un burdo asesino: alguna vez confesó el placer que le provocaba matar; la diferencia entre Robin Hood y un salteador de caminos tal vez sea más circunstancial de lo que solemos pensar.
La vida cotidiana, sin ir más lejos, y como describió el sociólogo Georg Simmel con tanto acierto, está trenzada de una enrevesada red de pulsos y disputas: “Las situaciones en el seno de la paz, de donde sale la guerra abierta, son ya guerra en forma difusa, imperceptible y latente”. Por cierto, y ya que empezaba este artículo evocando mi matrimonio malogrado, Simmel se habría encogido de hombros y tal vez me habría recordado: “No hay otra forma de unión que pueda soportar, sin disolverse exteriormente, odios tan feroces, antipatías tan completas, tantos choques y ofensas constantes”.
Entonces, ¿hay alguna esperanza de un futuro pacífico para la humanidad? Si la hay, requerirá contar con nuestra tendencia innata a pelear.