Hay que hincar con
decisión los pies aquí y ahora; “residir en la tierra”, decía Pablo Neruda.
Vivir en el presente es permanecer ocupado. Estar fuera de él ―dando vueltas a un
pasado ingrato o que no fue, anhelando o temiendo un futuro que no es y que tal
vez no sea nunca― es, en cambio, vivir
pre-ocupado. Ocuparse ―atender, actuar― es lo contrario de
preocuparse.
Sin embargo, somos
criaturas del deseo y del temor, esto es, de la expectativa. Eso nos condena a
padecer más de la cuenta, a sufrir por sufrir. ¿Podríamos desear sin apegarnos,
solo como una vaga aspiración? Anhelar es gozoso cuando no lo hacemos con ansia.
¿Podríamos temer sin angustia, limitando el miedo a un presagio sin
profundidad, un temblor de superficie que se disipa al impactar en la orilla? El temor
nos hace prudentes y nos arrima a los otros cuando no nos paraliza. Buda nos
instaba a liberarnos de todos los deseos y a desechar todos los temores. Tal
vez la mayoría no podamos lograr tanto, pero podríamos procurar una buena
convivencia con nuestros deseos y nuestros miedos, sí podemos invitarlos a
casa y dejar que nos incomoden un poco, como visitantes intempestivos, que se marchan
sin apenas perturbarnos.
Un deseo doméstico nos
despierta y nos espolea en esas horas en que nos abruma la tentación de
renunciar a todo; trae nostalgias de ilusiones, le pone color a los horizontes
mustios, y caminos inesperados a esas tardes de domingo en las que podríamos empantanarnos.
Un temor doméstico nos recuerda la pequeñez y la vulnerabilidad, y nos
predispone a amar y dejarnos amar, a buscar abrigo y a leer a los antiguos
sabios. Y los oleajes del miedo nos recuerdan nuestra medida de balandros
frágiles cuando nos tientan las ansias de grandeza.
Si no los rechazamos
ni pretendemos controlarlos, los vientos del deseo alimentan nuestros sueños y
nos traen impulsos como brisas frescas. ¡Nos dan algo que hacer! Somos
conquistadores: estamos hechos para buscar, para descubrir, para encarar
problemas. ¿Cómo, si no, se explica el gozo que nos reporta construir,
explorar, planear, encarar desafíos? Así que no todo deseo volcado sobre el
futuro es malo, en contra de lo que sentencian los estoicos y arguye Comte-Sponville.
El futuro nos sirve siempre que está al servicio del presente: para proponerle
un sentido, para infundirle vigor, para justificar la valentía, el sacrificio y
el esfuerzo. “Lo que no sabemos es solo una esperanza”: ¿y cómo llegaríamos a
saber más sin una larga tarea de incertidumbre? “Lo que no podemos es solo una
esperanza”: ¿y cómo llegaríamos a poder más si no midiéramos nuestras fuerzas
contra lo que parece sobrepasarnos? No queremos la esperanza, pero sí la
oportunidad y la tarea.
Porque incluso la
esperanza, que aplaza la vida e instaura el miedo, también puede servir cuando
la desesperación amenaza aplastarnos. No vale como hogar para instalarse, pero sí
puede hacer de albergue para un alto en el camino. No nos dará fuerzas ―o nos quita más de
las que nos da―, pero, como los carteles
que encontramos en las rutas, alimentará el ánimo al confirmarnos que vamos en
la buena dirección.
Es imposible vivir
del todo sin inquietud: siempre habrá cosas que no queremos y sin embargo
sucederán, y cosas que queremos y sin embargo no tendremos nunca. ¿Qué queda
entonces? Aprender a reconciliarse, a
asentir, dejarle el futuro al futuro; centrarse en el goce a medida que sucede,
como hacen los niños pequeños (los que aún no han aprendido que, por bueno que
esté un plato, siempre puede haber uno mejor; ni que,
por deseado que sea el juguete que nos regalan, el que no nos ofrecen siempre
se desea más); desesperar, en el sentido de “no esperar” que propone
Comte-Sponville. Meternos en la mollera que la vida no es algo personal, que
nos ha pillado por azar y que acabará por ley: la gravedad, que hace
que caigan todas las cosas. Sonriamos mientras podemos, es decir, mientras dura
el viaje, y no esperemos de él más de lo que ofrece. Y pensemos menos en nosotros
mismos: eso se llama amor, y no puede inventarse, pero sí puede celebrarse.
En fin, basta con dar un paso más, mientras se pueda.
La tarde es clara, fresca y plácida. El campanario toca las seis. Los árboles callan
entre brisa y brisa. Hemos comido. Nos gusta apuntar ocurrencias en la libreta.
Hay quien nos ama y a quien amamos. El universo no nos necesita, y sin embargo
aún no se ha desprendido de nosotros. Uno podría pensar que hasta nos tiene un
poco de cariño. ¿Qué más queremos?