lunes, 19 de febrero de 2018

Introtopía

Ya lo denuncia Zygmunt Bauman: la globalización posmoderna ha erosionado, paradójicamente, el valor y la propia noción de lo común; cada cual tiene que arreglárselas solo. A la dimisión de la utopía se responde con la retrotopía (vuelta atrás, según Bauman) y, añadiría yo, con la introtopía: el sueño de la realización personalizada y lograda individualmente.
Se trata de triunfar a toda costa, de sacarle partido al mundo al servicio de nuestras intenciones egocéntricas. Recluidos en nuestras celdas de la colmena atomizada, nos entregamos a una orgía masturbatoria de “pensamiento positivo” y sueños megalómanos: basta con poner suficiente empeño y con acudir, si acaso, al especialista indicado (gurú, terapeuta, coach…) que nos enseñe a hacerlo. La propia moralidad, cuyo sentido originario es social, se privatiza y se convierte en autorreferente, como explica Bauman: “de ser el principal aglutinante que salvaba distancias y acercaba posiciones entre las personas y, en definitiva, las integraba, ha pasado a convertirse en una más de la ya larga y aún creciente lista de herramientas de división, separación, disociación, alienación y laceración”.
Es obvio que tales espejismos reavivan el temprano sueño narcisista de una autarquía absoluta: triunfar sobre todos sin necesitar a nadie. Ese narcisismo subyace, por ejemplo, en la pseudomística de la conexión directa con las fuerzas del universo. Algunos gurús lo han expresado rotundamente: “Concéntrate en lo que deseas y el universo entero conspirará para que se cumpla”. Es la apoteosis mágica de la voluntad omnipotente. Ni siquiera hace falta esforzarse, basta con desear. “Piense y hágase rico”: la autarquía es puramente mental, es una psicoautarquía de sillón y libro de autoayuda (literatura, en palabras de Bauman, “sobre cómo convertirse en narcisistas y cómo disfrutarlo sin cargos de conciencia”). Basta con cambiar los pensamientos para que nos cambie la vida. Como decía mi terapeuta, ¡ojalá fuera tan fácil!
Las ancestrales y humildes plegarias han pasado a entenderse como hechizos tras el ocaso de los dioses. Lamentablemente, no somos ni dioses ni magos, y el único poder de los mantras es que, como el rosario de nuestras abuelas, nos calman con su cantinela y nos sumen en un dulce aturdimiento. Reiterarnos los deseos puede ser útil en tanto dirige a ellos nuestra atención y nuestra acción, no porque sean despachados en ninguna oficina sideral de pedidos.
Nada más sano para nuestro narcisismo que un nuevo giro copernicano que nos vuelva a echar del centro del cosmos. Porque la realidad es todo lo contrario: somos nosotros los que orbitamos en torno a innumerables condicionantes (los genes, la propaganda, el consumo, el capital, el deterioro del entorno…). Nos dicen: “El mundo es tuyo, cómetelo”, y nosotros, como buenos Narcisos, abrimos la boca, mientras él nos devora; buena parte de la humanidad vive sumida en guerras y crisis de subsistencia, y las propias sociedades opulentas asisten a una precarización del trabajo y del nivel de bienestar.
El mito de la introtopía, pues, hace aguas por todas partes. Lo valioso escasea tanto como siempre, y solo es accesible junto a los otros y a través de otros. El universo, por mucho que nos identifiquemos con él y queramos verlo como un ámbito de armonía y belleza, sigue siendo frío, indiferente, inseguro, erizado de cataclismos; no solo no suele darnos la razón, sino que continúa oponiendo a nuestras pretensiones la resistencia pantanosa de la facticidad. Vivir sigue siendo difícil y arriesgado, y para ello no contamos con más apoyo que el de la solidaridad y el intercambio. Narciso tendrá que madurar.

viernes, 9 de febrero de 2018

Diligente pereza

Solo hay realidad en la acción.
Sartre.
La habilidad y la constancia son las armas de la debilidad. Maquiavelo.
Haz pocas cosas si quieres conservar tu buen humor. Demócrito.


La vida pasa por sí misma; las necesidades y los requerimientos la empujan y la van desplegando: en este sentido, la vida simplemente sucede. Su objetivo es desplegar sus leyes fundamentales, y un buen día nos encontramos con que el tiempo ya las ha cumplido todas. En cierto modo, la vida no nos necesita para acontecer: no le hace falta nuestra atención, ni nuestra complicidad, ni nuestra voluntad. De pronto descubrimos que nos hemos hecho viejos, y nos preguntamos, atónitos, dónde estábamos mientras pasaba nuestra existencia.
Del mismo modo que la gravedad tira de nosotros hacia abajo, la vida nos arrastra hacia delante, nos gasta y nos consume. Ese peso del existir es lo que Sartre llamó facticidad. Nos parece que se opone a nuestro proyecto porque notamos su tirón cada vez que queremos hacer algo propio, y no podemos hacer nada si no es contra el freno de su viscosidad. Pero lo cierto es que la facticidad no es una resistencia, sino el curso natural de las cosas. Es el proyecto humano el que se construye rebelándose contra ella, asumiendo el trabajo a menudo estéril, pero ineludible de atravesarla contracorriente. La libertad es estar dispuesto a replantear y si hace falta contrariar lo dado, con todas las consecuencias. La voluntad no tiene noción de sí misma si no conspira contra la facticidad. De vez en cuando, como la paloma de Kant, necesitamos notar la resistencia del aire en nuestra cara para descubrir que estamos volando.

Por eso tenemos la sensación de que la aventura humana cuesta y cansa. Por eso la pereza es un placer el gusto de renunciar, de entregarse, de dejar que todo suceda por sí mismo: descansar, al menos por un rato, de la ardua tarea de nuestra voluntad, pero también es enemiga de nuestro proyecto. Si quiero educar a mi hijo, tengo que vencer la pereza de esforzarme por ponerle límites, para que aprenda a ponérselos él mismo. Si quiero tener amigos, debo poner paciencia cuando me cargan sus manías o sus mezquindades, debo superar los instantes en que los mandaría a hacer gárgaras o me desentendería de sus angustias, que desde fuera parecen tan simples: amar sucede por sí mismo, pero hay que insistir en ello si no queremos que languidezca, como señalaba sabiamente Erich Fromm. Si quiero sentir la satisfacción de hacer bien mi trabajo, tengo que esforzarme por cuestionarlo cada día, por recoger y clasificar cuidadosamente mis errores como hacen los biólogos con las muestras de una charca, por concebir nuevos intentos como hacen los ingenieros, en su guerra sin tregua por domesticar los materiales. Si quiero sondear el enigma mediante la reflexión, tengo que ponerme a pensar, aunque me apetezca más seguir durmiendo.
Las necesidades de mi hijo, las contrariedades de mis amigos, las esterilidades de mi trabajo, el espesor confuso de las ideas, todo ello forma parte de la facticidad, y no es malo, y tampoco es malo que sucumba a ello y le deje hacer: que consienta en caprichos, que reniegue de personas, que cometa los errores de siempre, que apague el despertador y me desentienda del día que me reclama. Puedo elegir desentenderme, pero lo que no puedo, al hacerlo, es ocultarme que estoy traicionándome, estoy descuidando mi proyecto, estoy faltando a mis valores. No renuncio solo a un acto concreto: renuncio a lo que la ejecución de ese acto tiene de construcción de mí mismo. Renuncio a ejercer mi voluntad, y en cada renuncia mi voluntad queda un poco más disminuida.

Así que la pereza no es mala, y a veces parece incluso digna de elogio. No es mala en lo que tiene de entrega y renuncia, y es buena porque nos enseña nuestros límites, nos ayuda a asumirlos, nos obliga a descansar cuando estamos llevando demasiado lejos nuestras ínfulas prometeicas. La pereza es un blando refugio para las tardes de derrota, es el lugar en que nos reencontramos con nuestra verdadera medida, nosotros que nos habíamos soñado omnipotentes. La pereza nos recuerda que casi todas nuestras pretensiones tienen algo de excesivo y de iluso, y que a la larga será siempre el mundo el que ganará, igual que el mar, cuando sube la marea, derrumba en un instante los castillos que habíamos levantado sobre la arena.
La pereza nos devuelve a nuestra condición de perdedores, es una serena rendición a los límites y un cálido regreso al sosiego de las siestas y las tertulias, del tiempo que se deja pasar en balde, dulcemente entregado al devenir. Al quitarle hierro a nuestras aspiraciones crea una blanda pátina de comprensión y tolerancia sobre el mundo: la pereza es enemiga de los egos desbordados, de la desmesurada y orgullosa hibris, del rígido despotismo de nuestras obcecaciones sobre el entorno inocente. La pereza nos aplaca, nos hermana, nos sosiega, y por eso es el mejor antídoto contra los fanatismos y las rabiosas arbitrariedades.

Así que la pereza tiene mucho de bueno, y de sabio, y de alegre. Pero también plantea un precio: rendirnos a ella conlleva una renuncia; y rendirnos absolutamente es renunciar por completo. Si se convierte en hábito, corroe todos los otros hábitos y no les deja prosperar. Los vecinos de Koenigsberg ponían en hora sus relojes cuando veían pasar a Kant: a la mayoría puede parecernos que el filósofo se pasaba de estricto, pero tal vez sin ese orden riguroso no habría podido crear la obra que nos legó. Si la pereza acaba mandando, nos roba el proyecto e instaura el imperio de la facticidad, que, decíamos, es lo contrario al proyecto humano. Todo lo valioso cuesta trabajo, y en especial la ética, la aspiración a elegir lo bueno, que suele ser difícil, frente a lo malo, que tiende a suceder por sí mismo. “Debo fracasar con frecuencia para tener éxito una sola vez”, medita Og Mandino.
Se puede hacer daño por pereza: cuando descuidamos lo que otros necesitan o esperan, cuando incumplimos nuestras responsabilidades o nuestras promesas. Por pereza podemos perder o hacer perder. ¿Puede ser perezosa la madre diligente? ¿Cabe la pereza en el enamorado? “Por pereza en limpiarme perdí dueña gentil”, sonríe guiñando un ojo el Arcipreste de Hita en la divertida historia de los dos perezosos. Somos seres del proyecto y la tarea, somos exploradores y conquistadores, estamos hechos para desear y buscar y construir. “Quien no trabaja se consume de aburrimiento”, afirmaba el severo profesor de Koenigsberg. ¿Cómo cumplir todo eso sin entusiasmo y sin esfuerzo, sin plantarle cara a los despertadores y a las melancolías? Ultreia et suseia, cantaban los peregrinos: más lejos, más alto; no hay viaje sin brío. La pereza es una carcoma que mina nuestros pilares, que disuelve nuestros intentos, que interrumpe nuestro viaje. Es bueno rendirse a ella de vez en cuando; es malo no poder escabullirnos de ella cuando corresponde, o cuando queremos; como dice el Arcipreste: “La pereza excesiva es miedo y cobardía”.

“Persistí: por primera vez en mi vida tuve valor”, confiesa Rousseau, que tenía un talante inquieto y muy voluble. Frente a la pereza, tenemos como aliada la perseverancia, que por eso es una virtud. Y como todas las virtudes, tiene que ser inteligente: no todo, ni en todo momento, merece nuestro esfuerzo. Hay que aprender a hacer esa distinción, y hasta dónde el denuedo vale la pena, y a partir de dónde la insistencia lo único que nos dispensa es una victoria pírrica.
Esto lo saben bien los que compiten en deporte, que aprenden pronto a economizar fuerzas en algunos momentos para tenerlas cuando realmente hacen falta. La mayoría de nuestros proyectos son carreras de fondo: hay que evitar arder con una llama demasiado rápida y acabar retirándose, hechos cenizas. Un curioso estudio con estudiantes universitarios encontró que los que se manifiestan más motivados tienen una probabilidad de abandono de carrera tan alta como los que declaran menos motivación. Se comprende: estos no tienen ganas, aquellos no son realistas. El que “se come el mundo” acaba indigestándose; el que pretende demasiado acaba decepcionándose, o sencillamente no puede sostener tanta intensidad.
Para que la vida tenga color, hace falta pasión; pero un exceso de pasión puede llevársenos la vida. Frente a la exaltación ilusa, a menudo tiene más valor la lenta insistencia de la gota de la perseverancia. Como suele decirse, “sin prisa y sin pausa”, o “vísteme despacio, que tengo prisa”. Hacer lo que deba ser hecho, y hasta un poco más, pero no mucho más. El camino medio de Buda: “Si la cuerda se tensa poco, no suena; pero si se tensa demasiado, se rompe”.
La paciente perseverancia hará mucho más por nuestros proyectos que una enardecida presteza: “Quien sabe dominarse a sí mismo es como la estrella polar, que permanece en su sitio y todas las estrellas giran a su alrededor”, arguye Confucio. En el Salieri y Mozart de Pushkin, el italiano reprochaba a Dios no haber premiado una entrega absoluta a la música, sin ahorrar sacrificios, durante toda su vida: no se da cuenta de que lo que realmente perdió es lo que fue dejando por el camino; más le hubiera valido dar de vez en cuando un paseo, abandonarse a una dulce charla intrascendente con un amigo, cortejar a una muchacha o dormir una siesta.
A veces hay que sacrificarse para llegar lejos, pero de poco le servirá al que se convierte en víctima. Por otra parte, cuando las pretensiones simplemente resultan triviales, lo prudente es abandonar. La pereza puede ayudarnos a equilibrar esos excesos. Y la diligencia puede rescatarnos de la pereza. La vida está hecha de ritmos, y la sabiduría consiste en aprender a bailarlos.

viernes, 2 de febrero de 2018

El miedo en la maleta

Publicado en Microfilosofía, 26/1/2018

Hola, Miedo. Aquí estamos de nuevo. Tich Nath Hanh


Dicen algunos entendidos que el meollo de la felicidad es la ausencia de miedo. A poco que miremos en nuestro interior, confirmaremos esa tesis: siempre hay algún miedo agazapado tras nuestros desvelos, y todos los deseos convocan el miedo de no verse realizados. “La gente es infeliz o por miedo o por apetencia infinita y vana”, sentenciaba Epicuro. Rechazamos a personas que nos amenazan, o convertimos en amenaza a quien repudiamos. La envidia es el miedo a quedar atrás; incluso el resentimiento se ocupa de mantenernos en guardia contra quien nos dañó, y con la venganza rabiosa no solo restituimos la sensación de equidad, sino que exorcizamos el miedo a quedarnos solos con nuestro dolor, que querría paralizarnos, haciendo partícipe de él a quien nos lo provocó.
El miedo es corrosivo, resquebrajante, demoledor. El miedo es enemigo de la vida, puesto que la asedia. Solo si no nos quedamos quietos nos sobreponemos a él, nos rescatamos de su celda sombría y volvemos a empuñar una espada en la mano. Al actuar trascendemos el miedo porque el temor es impotencia, arrinconamiento, menoscabo. Le damos la vuelta al miedo, que sigue ahí, pero que ya no nos aplasta. Al responderle, le miramos a los ojos, tal vez temblando porque sabemos que él siempre nos lleva ventaja, pero volvemos a ser alguien frente a él al desafiarlo, dispuestos a desafiar su tiranía. Aun sucumbiendo, habremos vencido, porque habremos recuperado la dignidad. De eso se trata: de volver a levantarse, aun con miedo, frente al miedo.
No siempre logramos hacer acopio de ese valor, sobre todo cuando el miedo nos parece demasiado grande y nosotros nos sentimos demasiado pequeños. El miedo se lleva dentro, pero también se aprende, como han demostrado los psicólogos. Los animales se adiestran en hacer determinadas cosas para evitar, por ejemplo, descargas eléctricas; pero si de repente el mecanismo de evitación deja de funcionar, y el animal recibe la descarga haga lo que haga, el estrés acabará por afectarle la salud, e incluso le hará incapaz de volver a aprender: lo que ha interiorizado, y de forma indeleble, es su incompetencia.
Pocas experiencias más demoledoras que la sensación de inseguridad y de imposibilidad para controlar lo que nos pasa. Los niños son especialmente sensibles a las rutinas, que les permiten concebir un mundo previsible y seguro; por eso agradecen un cierto grado de disciplina, siempre que se ejerza de modo coherente. Nada más desesperante que no poder prever lo que va a pasar, hagamos lo que hagamos. Si la vida nos somete repetidas veces a la impotencia o al caos, pronto dudaremos de nosotros mismos y nos sentiremos incapaces de controlar nuestro entorno. El miedo se cuela así por las rendijas del alma, y tal vez llegue a parecernos invencible.
Cuando el miedo se instala y nos educa en la incapacidad, puede que respondamos con una conducta caótica y desquiciada. Tal vez hagamos un esfuerzo desesperado por instaurar algo de orden por nuestra cuenta, sea expresando una rabia permanente, sea entregándonos a rituales obsesivos. También podemos retirarnos a lamernos las heridas, a llorar la insignificancia. Si nos quedamos demasiado tiempo ahí, si no encontramos pronto una salida, si arrebujarse al fondo de la cueva se convierte en costumbre, tal vez el camino de regreso se nos antoje cada vez más remoto e improbable. En esa rendición, en esa renuncia consagrada, nos desplomamos a merced del miedo, incapaces de plantarle cara; y cada retroceso hacia el fondo nos disminuye un poco más, refuerza nuestra posición y nos convierte en sus esbirros y sus colaboradores. Se puede acabar trabajando para el miedo. Algo así debe ser la depresión.

¿Hay algo que pueda ayudarnos? Tal vez encontremos fuerzas en la propia desesperación. El que está convencido de no tener nada que perder es más fácil que se anime a rebelarse. Podemos llegar a concluir que una vida sometida al miedo no vale la pena, y que cualquier cosa será mejor que continuar sumidos en ese fango putrefacto del que no podemos esperar nada. La desesperación es crisol de valientes compulsivos: valentía que tiene sus peligros porque es más bien temeridad; arrolladora pero frágil, pues basta un atisbo de esperanza para desarmarla.
La esperanza puede que nos ayude a aguantar, pero difícilmente será nuestra aliada a la hora de actuar. La esperanza es como una bocanada ansiosa de aire cuando nos estamos ahogando: nos reconforta por un instante antes de volver a caer. En eso consistía, precisamente, la tortura de la crucifixión, una de las más horribles que se hayan concebido. En cambio, el desesperado no deja nada atrás, camina sobre tierra quemada y sin horizonte; esa es la fuerza que tal vez le permita liberarse, o que le inmole definitivamente. ¿Cómo no recordar aquella escena cumbre de la película Thelma y Louise, en la que las protagonistas, cercadas por la policía y ya sin salida, deciden apretar el acelerador y despeñarse por un precipicio? Muchos asedios históricos, como el de los cátaros o el del sitio de Numancia, terminaron así: con una masacre. La desesperación es el patrimonio de los suicidas elevados a héroes. Todos ellos sucumbieron, pero es verdad que trascendieron el miedo.
La convicción es también una fuente de valor, y por eso sacamos tanta fuerza de nuestras creencias. Las creencias son promesas simbólicas en las que, a falta de otro apoyo, nos sustentamos para lanzarnos hacia el futuro. Muchos guerreros han hallado ímpetu frente al miedo a la muerte invocando otra vida donde aguarda la recompensa de los dioses: el Walhalla, el Elíseo, el paraíso celestial transido de gentiles cantos y dulces placeres sin fin. La expectativa de la aprobación de Dios es un buen alivio del temeroso. Los mártires cristianos debieron apelar a esta fortaleza mientras rezaban en la arena justo antes de ser descuartizados por los leones hambrientos (dudo que mientras eran devorados pudieran sentir otra cosa que dolor y espanto). Siglos más tarde serían sus descendientes los verdugos, y Giordano Bruno o Luis Vives tal vez se aferraran a sus propias convicciones para caminar con entereza hacia el patíbulo de la irracionalidad. Porque ese es el peligro de las creencias: del mismo modo que nos refugian, cuando responden al fanatismo y se desentienden de la tolerancia exigen a menudo su impuesto de sangre.
El conocimiento es, por cierto, un gran aliado contra el miedo, puesto que reduce la incertidumbre y promueve la sensación de control; la ignorancia, en cambio, es una eterna valedora del miedo (salvo cuando es perfecta y no deja resquicios), como saben quienes la promueven en beneficio de su propio poder. Toda la ciencia se justifica, en última instancia, como un poderoso baluarte contra el miedo, un repertorio de antídotos contra la inseguridad. El conocimiento científico es uno de los más nobles instrumentos de nuestra entereza: frente a las creencias, que apelan al sentimiento, el saber se funda en el empeño en la verdad, que es territorio siempre escaso pero firme.
Esa virtud marca su esplendor y su límite: la valerosa verdad es siempre, sin embargo, provisional y frágil, si la comparamos con el poder absoluto de la creencia. Por eso, a la vez que nos reconforta, nos deja solos. Como proclama con poesía conmovedora el aprendiz de El club de los poetas muertos, la verdad es una manta que por mucho que la movamos siempre nos deja una parte al descubierto. La creencia, en cambio, inunda la imaginación: uno puede sumergirse en su gracia por completo. El diagnóstico médico y los remedios científicos contra una enfermedad alivian nuestro cuerpo y nuestro miedo, pero apuntan solo a posibilidades y confiesan su frontera; un ritual, en cambio, tiene al cosmos entero de su lado, convoca a todas las fuerzas del universo, y su único límite es la voluntad inescrutable de los dioses.
Así que la lucidez no nos salva, pero cuando somos capaces de empecinarnos en ella, ¡qué resplandor para el proyecto humano! Si uno es capaz de mirar al miedo a la cara y oponerle su dignidad desnuda, y aceptarlo como un honroso rival aunque sea siempre más poderoso, aunque nos tenga condenados de antemano, como le sucedió a Héctor cuando fue a luchar, lleno de miedo y honor, contra el divino Aquiles, y no retroceder ante sus pasos de gigante, y aun temblando mantenerse firme frente a él, ¿no justifica ese instante de afirmación toda una vida? ¿No es la cura más genuina del miedo, que a la vez lo asume y lo vence, transmutándolo en coraje? ¿No se resume ahí el más profundo poder de la condición humana? Algo así debió querer decir Nietzsche con aquella famosa divisa: “Lo que no me mata me hace más fuerte”.

En el fondo de lo que nos abruma, en definitiva, siempre alienta de algún modo el miedo de los miedos, el miedo a la muerte. El poder de la muerte reside en su fatalidad y en que es siempre una posibilidad inminente: solemos olvidarlo, pero hay épocas de la vida en que nos llegan ecos de sus trompetas, y cómo no temblar al escucharlos; el budismo, como los estoicos y Montaigne, recomienda ejercitarse en hacerla presente, y supongo que hace bien, aunque no tengo claro que eso nos ayude a afrontarla cuando llegue. Epicuro, en cambio, era partidario de no dedicarle un ápice de nuestros desvelos: "Acostúmbrate a pensar que la muerte nada es para nosotros... Mientras nosotros somos, la muerte no está presente, y, cuando la muerte se presenta, entonces no existimos".
Con la muerte y con el miedo, en fin, todos los consuelos son buenos, pero siempre se quedan cortos. A la postre no hay más remedio que vivirlo, sentir su sablazo y seguir con su desazón, meterlo en la maleta y continuar caminando. Ya que el miedo es ineludible compañero de viaje, convirtámoslo en tarea e inventemos el valor. Porque también las derrotas nos componen y nos acompañan. Hay que asumir la certeza de la inseguridad. Hay que mirar de frente a nuestros miedos. Ojalá tengamos suficiente con la lucidez y con el amor.