El
hombre se alegra cuando hace lo que le es propio. Marco Aurelio.
Una señora que no conozco,
al devolverle a mi madre algunos escritos míos que le había prestado, no escatima
elogios, pero al final le apostilla: “Pero, tu hijo, ¿es feliz?”
La pregunta, sobrecogedora y colosal, me deja impactado cuando mi madre me lo
cuenta. ¿Qué impresión general se habrá llevado esa señora después de leer mis
escritos? ¿Qué estaré comunicando, sin apenas darme cuenta, para que alguien
indague sobre mi felicidad, tal vez con un punto de inquietud?
Preguntarle a alguien
si es feliz es tan excesivo que casi ofende. Más que una pregunta es un golpe
bajo, una carga de profundidad. Un laberinto en el que uno se pierde
irremisiblemente, como plantear si hay algo después de la muerte o si la vida
tiene sentido. ¿Se puede responder con un sí o un no? De hecho, ¿se puede
responder? Recuerdo que una vez, haciendo el servicio militar, en uno de esos
experimentos que me da por hacer con la gente, inquirí repentinamente a un
compañero de guardia cuál era para él el sentido de la vida. Me miró con los
ojos desencajados, como si estuviera loco, y creo que se limitó a soltar una
imprecación. La pregunta era tan desmesurada e inoportuna que debió chirriarle
como el derrape de un coche. Yo tengo a veces estas cosas, que hacen que la
gente se plantee súbitamente mi integridad; son pequeñas pruebas, arriesgadas y
entretenidas.
Tal vez a esa señora
amiga de mi madre le gusten también los experimentos. O quizá se quedó sinceramente
impactada por lo que le transmitían mis escritos. Esforzándome por ponerme en
su lugar, he releído algunos, intentando detectar el perfume de fondo, y me ha
parecido que sí dejan una cierta estela de melancolía. No me parecen trágicos
en absoluto, en el sentido en que lo serían los de Unamuno; tampoco del crudo
pesimismo que destila, por ejemplo, Cioran. Mi tono se parece más, salvando las
distancias, al de los intimistas románticos: Rousseau, Rilke… Sí, en mis
meditaciones hay congojas, porque la vida tiene vetas tristes y circunstancias
sombrías, o al menos así es como yo la siento. No comparto el arrobamiento
feroz de los apóstoles de la autoayuda, que invitan al rechazo de todo lo
crepuscular, que prometen una vida de fiesta en fiesta. El dolor no solo
existe, sino que nos reclama mirarlo a la cara. Vivir es difícil, y a menudo el
viento sopla en contra, y hace frío.
Sin embargo, ni mi
ánimo ni mis reflexiones se detienen ahí, y creo que solo una lectura
superficial sacaría tal conclusión. Afrontar el malestar con lucidez y respeto
es el imprescindible punto de partida para la serenidad, como sabían bien los
epicúreos y los estoicos. Ninguna sabiduría emana de una mirada parcial: hay
que empezar por abrir bien los ojos, también a nuestro propio corazón. Y el
corazón no sería humano si no se estremeciese con las pérdidas y con los baches
de la existencia. Si murió mi mejor amigo y sé que moriremos todos, es natural
que al contemplar el mundo me sacuda el escalofrío de las ausencias. Si soñé
con el cariño y me encontré dando tumbos por los crudos barrancos del desamor,
¿cómo no voy a contemplar con tristeza los campos arrasados?
Y, ¿quién se atreverá
a juzgarme por asumir mis límites y por ponérselos a los asuntos con los que no
acabo de arreglármelas? Habrá quien considere mis retiradas cobardía: no se lo
negaré, pero, ¿no requiere también valor despedirse de lo que a uno le parece
que ya no está a su alcance, o que, aun estándolo, exige el sacrificio de otras
cosas no menos valiosas? La principal de ellas, el sosiego del ánimo: la misma
que buscaban Buda, Epicuro, Séneca y Montaigne. Con qué facilidad nos ponemos
apremiantes al requerir más osadía a los otros ―“Tienes que seguir adelante”, “No
puedes darte por vencido”, “Sé fuerte”…―, y, en
cambio, cuando se trata de nuestras angustias, las acogemos mucho más
comprensivos y complacientes. Vivir es negociar, y eso incluye cesiones y
renuncias.
Otra cosa sería regodearse
en la compasión por uno mismo. Respeto profundamente a quienes se adentran,
casi siempre a su pesar, en las noches oscuras del alma. La depresión es a
menudo una puerta que solo se abre hacia dentro. Yo he sentido el impulso
desesperado de zarandear a personas que se sumían en tristezas morbosas,
aparentemente sin razón, como las mariposas nocturnas que se lanzan a las
hogueras por mucho que uno intente apartarlas. El tiempo me ha enseñado a
respetar esos misteriosos vericuetos del espíritu que llegan a empujar hacia la
autodestrucción. A veces incluso he creído llegar a comprenderlos. Pero eso no
significa que me parezcan deseables, ni que considere que debamos estar de su
parte. Si busco las claves del buen vivir, tengo claro que no son las que me
lleven en esa dirección. El dolor es inevitable, pero no lo deseo, ni quiero
basar mi vida en principios que no lo rechacen. Lo he dicho a menudo y lo
seguiré diciendo: soy partidario de la alegría, en todas sus versiones, incluso
las que en apariencia resultan superficiales o ridículas. A veces un chiste
malo pone una mota de luz en la penumbra, y al forzar una carcajada acabamos
riendo de verdad. Porque la alegría es, precisamente, asumir, con todo lo que
dan la conciencia y la lucidez, cuánto de loco y absurdo tiene la vida.
Y creo, honestamente,
que mis reflexiones no destilan menos sonrisas que melancolías, menos ilusión
que decepción, menos entusiasmo que abatimiento. Lloro y lloraré ―y qué bien me hubiera
hecho llorar más―, pero confío en no
dejar nunca de reír entre las lágrimas. Como Spinoza, recelo de las esperanzas,
que nos emplazan en reinos imaginarios, y prefiero la verdad cruda y algo deslucida
de los proyectos, que son trabajo en marcha para construir el futuro, aunque su
resultado sea siempre incierto y acaben tantas veces en naufragio. Admito lo que
jamás podré alcanzar, pero solo para centrarme en lo posible, siempre más
modesto pero no por ello menos valioso.
Séneca recomendaba no
atender a lo que no está a nuestro alcance: ni con el deseo ni con el rechazo,
puesto que ambas cosas nos frustrarán. Supongo que no podemos evitar acariciar
a veces deseos irrealizables, o rebelarnos en ocasiones contra las desventuras
que nos reserva el mundo; el proyecto de los estoicos es brillante, pero tan
exigente que a veces se nos antoja inhumano. Cuando Séneca escribe a una madre,
Marcia, y le insta a que no pierda la compostura por la muerte de su hijo Metilio,
puesto que la vida y la muerte no están en sus manos, uno se pone de repente a
reivindicar el desconsuelo de esa mujer. Supongo que el maestro nos señalaba un
camino por el que transitar, no un destino al que llegar. Montaigne lo
comprendió, y, por más que tomaba a los estoicos como modelo, no tenía reparo
en quejarse de los dolores de sus cólicos o en celebrar, como Epicuro, los
pequeños placeres de la vida.
Así, modestas y
comedidas, procuro yo que sean mis alegrías y mis tristezas. ¿Soy feliz? A mi
manera, y según lo que tengo, y si miro en perspectiva lo vivido, lo logrado,
lo perdido, creo que soy bastante feliz, si es que esa es la manera de decirlo.
Una felicidad sin aspavientos ni fuegos artificiales, sin esas promesas desmesuradas
que nos hacíamos en la adolescencia, cuando todo nos parecía posible solo con
quererlo. Mi felicidad, como yo, ha envejecido; es como un perfume leve que
flota en el aire o una melodía lejana al atardecer, que está hecha de detalles
pequeños y modestas sorpresas, que se sostiene en la obstinación de la voluntad
por afirmar la alegría. Mi felicidad no se toma a grandes tragos, sino con
pequeños sorbos; pero en ellos puede paladearse el dulce poso de lo bueno de la
vida. Al menos de lo que está a mi alcance. Y también, por supuesto, se notará
en mi elixir más de un dejo de amargura: quien la niegue, o miente o es un
iluso. La vida es (también) dura: proclamarlo con sencillez, aun temblando, es en
cierto modo un gozo.
Mi felicidad, en fin, es tan pequeña, tan simplona,
tan sinuosa, que ni siquiera me atrevería a considerarla un ejemplo, y desde
luego no pretendería fundar con ella una doctrina; es probable que no le sirva
a nadie más que a mí. Así que, conmovedora y conmovida señora, podríamos decir casi
que sí, que soy razonablemente feliz. ¿Y usted?