viernes, 26 de enero de 2018

Partidarios de la alegría


La mayoría de la gente, aunque no se lo confiese ni apenas a sí misma, no quiere una vida fácil o plácida, sino una vida apasionada. La pasión es lo que nos hace sentirnos vivos, y de ahí que tenga mucha razón el refrán popular que afirma que, cuando no tenemos problemas, nos los buscamos: solo los desafíos y las pruebas nos sacan del marasmo, hinchan nuestras velas y hacen que sintamos en la cara los ventarrones de la existencia. Tienen además la virtud de hacer que pensemos menos en nosotros mismos, que tengamos menos tiempo para compadecernos o darles vueltas a nuestras miserias, y menos fuerzas para aferrarnos a nuestras manías: son, pues, heraldos del sueño amable y el buen humor, esto es, de la alegría.
Los tres grandes profetas de la alegría son Epicuro, Spinoza y Nietzsche. En ninguno de ellos hay coartada para la tristeza. Los tres son, además, aliados de la fuerza, anfitriones del apuro y adalides de la pasión. Cada uno a su estilo. Los tres confían en la vida y la aman tal como viene, sin apelar para ello a entidades imaginarias ni subterfugios trascendentes. Y la aman tanto que, aunque prefieren el placer al dolor, no le hacen ascos al sufrimiento si es el precio que hay que pagar por la aventura humana. Son partidarios de un hombre libre, lúcido, valiente, que mire a la cara y lo afronte todo sin excusas. Los tres sufrieron (dolor, persecución, soledad, rechazo), y ninguno tuvo la tentación de renegar por ello de la alegría.
Epicuro proclamó la dicha solar de una existencia sencilla, rodeada de amigos y entregada a la sabiduría. Aconsejaba la renuncia a los deseos fatuos, que casi siempre nos quitan más de lo que nos dan y nos abandonan en cuanto se cumplen, a cambio de un refugio seguro en placeres tan ínfimos como inmediatos: un trozo de queso, la carta de un viejo amigo, el goce del sol y de la tierra. Del pasado se queda con los gratos recuerdos de los que amamos, “dulce es el recuerdo del amigo muerto”; y del futuro no le inquietan ni la penuria, que solo afecta al codicioso, ni la muerte, puesto que cuando ella llegue nosotros ya no estaremos: “Debemos hacer la jornada siguiente mejor que la anterior, mientras estamos en camino y, una vez lleguemos al final, estar contentos igual que antes”.
Spinoza es el desconcertante geómetra de una razón que esconde la pasión más candente, el amor más devoto a la dicha y la libertad humanas. Para él, la alegría era la propia potencia, ese afán de vivir y medrar que tienen todos los seres y que él llamó conatus: “Cuando el espíritu se concibe a sí mismo y su potencia para obrar, se alegra”. La base de la ética de Spinoza es, pues, favorecer las ocasiones para la fuerza, que despiertan alegría, y evitar las que nos debilitan en vano, causando tristeza. ¿Cuántos de nosotros sabemos ser tan fieles y tan coherentes con nosotros mismos?
Y entre las agitaciones del Romanticismo y los cataclismos del siglo XX se alza la figura de Nietzsche, reclamando una nueva dignidad para el individuo, proclamando su emancipación de todas las evasivas que, con la excusa de darle consuelo, buscan someterlo e inmovilizarlo. El hombre liberado se alzará sobre la dignidad de su existencia bullente y perecedera y entonará el canto de su entusiasmo vital, mirándose al espejo sin vergüenza y con amor incondicional, y esperando la complicidad de sus hermanos. “Como una bendición llevo yo a los abismos mi clara afirmación”, sentencia, con un pathos tan desafiante que uno tiembla temiendo que sea una carga excesiva para la debilidad humana, como lo fue al final para la suya.
Una vida casi siempre difícil, a menudo ingrata, pero llena de pasión y de sentido: gozarla así tiene su propia sabiduría.

viernes, 19 de enero de 2018

Alguien pregunta si soy feliz

El hombre se alegra cuando hace lo que le es propio.
Marco Aurelio.


Una señora que no conozco, al devolverle a mi madre algunos escritos míos que le había prestado, no escatima elogios, pero al final le apostilla: “Pero, tu hijo, ¿es feliz?” La pregunta, sobrecogedora y colosal, me deja impactado cuando mi madre me lo cuenta. ¿Qué impresión general se habrá llevado esa señora después de leer mis escritos? ¿Qué estaré comunicando, sin apenas darme cuenta, para que alguien indague sobre mi felicidad, tal vez con un punto de inquietud?
Preguntarle a alguien si es feliz es tan excesivo que casi ofende. Más que una pregunta es un golpe bajo, una carga de profundidad. Un laberinto en el que uno se pierde irremisiblemente, como plantear si hay algo después de la muerte o si la vida tiene sentido. ¿Se puede responder con un sí o un no? De hecho, ¿se puede responder? Recuerdo que una vez, haciendo el servicio militar, en uno de esos experimentos que me da por hacer con la gente, inquirí repentinamente a un compañero de guardia cuál era para él el sentido de la vida. Me miró con los ojos desencajados, como si estuviera loco, y creo que se limitó a soltar una imprecación. La pregunta era tan desmesurada e inoportuna que debió chirriarle como el derrape de un coche. Yo tengo a veces estas cosas, que hacen que la gente se plantee súbitamente mi integridad; son pequeñas pruebas, arriesgadas y entretenidas.
Tal vez a esa señora amiga de mi madre le gusten también los experimentos. O quizá se quedó sinceramente impactada por lo que le transmitían mis escritos. Esforzándome por ponerme en su lugar, he releído algunos, intentando detectar el perfume de fondo, y me ha parecido que sí dejan una cierta estela de melancolía. No me parecen trágicos en absoluto, en el sentido en que lo serían los de Unamuno; tampoco del crudo pesimismo que destila, por ejemplo, Cioran. Mi tono se parece más, salvando las distancias, al de los intimistas románticos: Rousseau, Rilke… Sí, en mis meditaciones hay congojas, porque la vida tiene vetas tristes y circunstancias sombrías, o al menos así es como yo la siento. No comparto el arrobamiento feroz de los apóstoles de la autoayuda, que invitan al rechazo de todo lo crepuscular, que prometen una vida de fiesta en fiesta. El dolor no solo existe, sino que nos reclama mirarlo a la cara. Vivir es difícil, y a menudo el viento sopla en contra, y hace frío.

Sin embargo, ni mi ánimo ni mis reflexiones se detienen ahí, y creo que solo una lectura superficial sacaría tal conclusión. Afrontar el malestar con lucidez y respeto es el imprescindible punto de partida para la serenidad, como sabían bien los epicúreos y los estoicos. Ninguna sabiduría emana de una mirada parcial: hay que empezar por abrir bien los ojos, también a nuestro propio corazón. Y el corazón no sería humano si no se estremeciese con las pérdidas y con los baches de la existencia. Si murió mi mejor amigo y sé que moriremos todos, es natural que al contemplar el mundo me sacuda el escalofrío de las ausencias. Si soñé con el cariño y me encontré dando tumbos por los crudos barrancos del desamor, ¿cómo no voy a contemplar con tristeza los campos arrasados?
Y, ¿quién se atreverá a juzgarme por asumir mis límites y por ponérselos a los asuntos con los que no acabo de arreglármelas? Habrá quien considere mis retiradas cobardía: no se lo negaré, pero, ¿no requiere también valor despedirse de lo que a uno le parece que ya no está a su alcance, o que, aun estándolo, exige el sacrificio de otras cosas no menos valiosas? La principal de ellas, el sosiego del ánimo: la misma que buscaban Buda, Epicuro, Séneca y Montaigne. Con qué facilidad nos ponemos apremiantes al requerir más osadía a los otros “Tienes que seguir adelante”, “No puedes darte por vencido”, “Sé fuerte”…, y, en cambio, cuando se trata de nuestras angustias, las acogemos mucho más comprensivos y complacientes. Vivir es negociar, y eso incluye cesiones y renuncias.
Otra cosa sería regodearse en la compasión por uno mismo. Respeto profundamente a quienes se adentran, casi siempre a su pesar, en las noches oscuras del alma. La depresión es a menudo una puerta que solo se abre hacia dentro. Yo he sentido el impulso desesperado de zarandear a personas que se sumían en tristezas morbosas, aparentemente sin razón, como las mariposas nocturnas que se lanzan a las hogueras por mucho que uno intente apartarlas. El tiempo me ha enseñado a respetar esos misteriosos vericuetos del espíritu que llegan a empujar hacia la autodestrucción. A veces incluso he creído llegar a comprenderlos. Pero eso no significa que me parezcan deseables, ni que considere que debamos estar de su parte. Si busco las claves del buen vivir, tengo claro que no son las que me lleven en esa dirección. El dolor es inevitable, pero no lo deseo, ni quiero basar mi vida en principios que no lo rechacen. Lo he dicho a menudo y lo seguiré diciendo: soy partidario de la alegría, en todas sus versiones, incluso las que en apariencia resultan superficiales o ridículas. A veces un chiste malo pone una mota de luz en la penumbra, y al forzar una carcajada acabamos riendo de verdad. Porque la alegría es, precisamente, asumir, con todo lo que dan la conciencia y la lucidez, cuánto de loco y absurdo tiene la vida.
Y creo, honestamente, que mis reflexiones no destilan menos sonrisas que melancolías, menos ilusión que decepción, menos entusiasmo que abatimiento. Lloro y lloraré y qué bien me hubiera hecho llorar más, pero confío en no dejar nunca de reír entre las lágrimas. Como Spinoza, recelo de las esperanzas, que nos emplazan en reinos imaginarios, y prefiero la verdad cruda y algo deslucida de los proyectos, que son trabajo en marcha para construir el futuro, aunque su resultado sea siempre incierto y acaben tantas veces en naufragio. Admito lo que jamás podré alcanzar, pero solo para centrarme en lo posible, siempre más modesto pero no por ello menos valioso.

Séneca recomendaba no atender a lo que no está a nuestro alcance: ni con el deseo ni con el rechazo, puesto que ambas cosas nos frustrarán. Supongo que no podemos evitar acariciar a veces deseos irrealizables, o rebelarnos en ocasiones contra las desventuras que nos reserva el mundo; el proyecto de los estoicos es brillante, pero tan exigente que a veces se nos antoja inhumano. Cuando Séneca escribe a una madre, Marcia, y le insta a que no pierda la compostura por la muerte de su hijo Metilio, puesto que la vida y la muerte no están en sus manos, uno se pone de repente a reivindicar el desconsuelo de esa mujer. Supongo que el maestro nos señalaba un camino por el que transitar, no un destino al que llegar. Montaigne lo comprendió, y, por más que tomaba a los estoicos como modelo, no tenía reparo en quejarse de los dolores de sus cólicos o en celebrar, como Epicuro, los pequeños placeres de la vida.
Así, modestas y comedidas, procuro yo que sean mis alegrías y mis tristezas. ¿Soy feliz? A mi manera, y según lo que tengo, y si miro en perspectiva lo vivido, lo logrado, lo perdido, creo que soy bastante feliz, si es que esa es la manera de decirlo. Una felicidad sin aspavientos ni fuegos artificiales, sin esas promesas desmesuradas que nos hacíamos en la adolescencia, cuando todo nos parecía posible solo con quererlo. Mi felicidad, como yo, ha envejecido; es como un perfume leve que flota en el aire o una melodía lejana al atardecer, que está hecha de detalles pequeños y modestas sorpresas, que se sostiene en la obstinación de la voluntad por afirmar la alegría. Mi felicidad no se toma a grandes tragos, sino con pequeños sorbos; pero en ellos puede paladearse el dulce poso de lo bueno de la vida. Al menos de lo que está a mi alcance. Y también, por supuesto, se notará en mi elixir más de un dejo de amargura: quien la niegue, o miente o es un iluso. La vida es (también) dura: proclamarlo con sencillez, aun temblando, es en cierto modo un gozo.
Mi felicidad, en fin, es tan pequeña, tan simplona, tan sinuosa, que ni siquiera me atrevería a considerarla un ejemplo, y desde luego no pretendería fundar con ella una doctrina; es probable que no le sirva a nadie más que a mí. Así que, conmovedora y conmovida señora, podríamos decir casi que sí, que soy razonablemente feliz. ¿Y usted?

viernes, 12 de enero de 2018

La tarea del obstinado

El trabajo es amor hecho visible.
Kahlil Gibran.

Su acontecer más íntimo es digno de todo su amor; en él debe usted trabajar, de un modo o de otro, y no perder demasiado tiempo ni demasiado ánimo en explicar a la gente su posición. Rainer M. Rilke.

Trabajar por lo que merece la pena es ahondar en nuestro propio valor; es adentrarnos en el camino que nos lleva a nosotros mismos; es ganar en dignidad y en sentido. Trabajar por lo que merece la pena es un acto de amor: a la vida, a la humanidad, a nuestros cercanos, a nosotros mismos. Al trabajar con pasión estamos conquistando mérito para el patrimonio común, ganando altura para todos, oponiéndonos a la mera facticidad, que tira de nosotros hacia el fondo. Al trabajar estamos afirmándonos como constructores, como creadores, como inventores, nos convertimos en presencia por más que efímera en la inmensidad ausente del universo frío.
Nuestras creaciones sinceras prolongan nuestro ser más allá de nosotros. Se dirá que lo hacen hacia la nada, puesto que al final han de perderse. Pero es una nada que brilla, una nada que por un instante tuvo nuestro nombre. Como Sísifo, levantamos nuestra pesada piedra por la cuesta, aunque sepamos que al alcanzar la cima rodará ladera abajo. Mientras ascendíamos éramos músculo, fuerza, voluntad. Se dirá que nada de eso es encomiable, pues no perdurará. Y, sin embargo, su valor no está en que perdure, sino en que se realice. ¿Cómo podemos estar seguros de que el tiempo tenga la razón?

¿Qué es lo bueno? Aquello en lo que estamos presentes. No necesariamente lo que está a nuestro favor, no lo que nos glorifica, sino lo que nos despliega, y nos enciende, y a la larga nos consume. El futuro es un sueño esquivo: solo el presente nos pertenece. Voluntad que se ejerce, que insiste frente a la resistencia del mundo: eso es todo lo que podemos pretender ser. Sísifo.
Pero, ¿por qué ponernos a trabajar, se dirá, por qué no dejarse ir y descansar? ¿Por qué no remitirse, como ya se proclamó, al derecho a la pereza? La pereza creativa es también tarea: el ineludible silencio sobre el cual se imprime la melodía de nuestra actividad. La pereza es el suelo que sostiene la tarea y el techo que la regula, la hace humana, la contiene para que no sobrepase nuestra medida. Pero la pereza sola no tendría valor si no hubiera un impulso al que ponerle pausa. La pereza sola es simplemente ausencia, que no es ni buena ni mala, simplemente indiferente. Somos pasión e intento, nada nos es más extraño que la indiferencia.

La pereza no nos haría felices; tampoco cualquier trabajo. Solo aquel que surge del afán y se desarrolla a sí mismo, sin dar cuenta más que de ese ímpetu. El trabajo útil tiene el valor de los objetos que están a nuestro favor: las herramientas que hacen más fructíferas nuestras manos. Pero demasiado pragmatismo nos aleja de la poesía, que es emoción. Además, y esto es lo peor, el pragmatismo le ha robado al individuo la propiedad de su trabajo, y lo ha convertido en esclavo de la codicia de otros. Marx lo describió con precisión estremecedora: el trabajo en el capitalismo es alienante, palabra que nos recuerda que somos desposeídos, que hay otros que se apropian de nuestra pasión, la domestican, la parasitan, la ponen a su servicio. Odiamos con razón ese trabajo que nos somete, que nos impone su tarea en lugar de servir a la nuestra.
Y, sin embargo, incluso ahí, ya que no tenemos más remedio que transigir con ese sometimiento, podemos intentar reivindicar algún instante de poesía. Mientras luchamos por recuperar la libertad y la dignidad, podemos buscar maneras de ser creadores. Es nuestra libertad última, la que no pueden robarnos, la del preso que permanece libre dentro de sus sueños y sus pensamientos.

El capitalismo salvaje nos ha escatimado incluso los refugios del estado del bienestar: hemos completado nuestro largo camino hacia la condición de máquinas. El trabajo ya no es ni una oportunidad ni una garantía: apenas una mustia obligación. Nunca lo pedimos con tanta angustia, y probablemente nunca nos sentimos tan atrapados en él.
Pero en ese sometimiento alienta aún un ápice de anhelo, de ardor, de obstinación. Mientras llegan la revolución o la debacle, podemos resistir en el baluarte de nuestros sueños: poner buen gusto donde solo parece quedar yerma productividad. Convertirnos en cómplices de quienes se rebelan: con una sonrisa, con un gesto de solidaridad, con un soplo a la desfalleciente brasa del entusiasmo por las cosas bien hechas. Mientras bajamos la cabeza, disimuladamente, podemos procurar avanzar en la dirección de nuestros sueños. Así, cuando un día se desmorone la fiebre saqueadora de los amos y el futuro se les caiga, hecho trizas, de las manos, tal vez hayamos puesto las bases de un mundo en el que los que sobrevivan puedan obstinarse, gozosos, en una tarea que valga la pena.

domingo, 7 de enero de 2018

Cuando no nos quieren

No hay remedio: por mucho que nos esforcemos, nunca ganaremos la simpatía de todos los que nos rodean. Para lograrlo, tendríamos que estar en otra órbita, fuera del barro del mundo. Tal vez sea el caso de los sabios o los santos. Para los que no somos ni lo uno ni lo otro, el barro es nuestra patria: pertenecemos a él, vivimos en él, morimos en él. Si no hemos logrado amar a todo el mundo, ¿cómo vamos a pretender que todo el mundo nos ame?
En la aspiración a la simpatía universal quedan rescoldos de la hoguera original en la que nos cocimos: el sueño de la omnipotencia, la convicción de ser el centro del mundo. El niño es tiene que ser radicalmente egocéntrico. La madurez, si es que existe, reside ante todo en la revolución copernicana que nos expulsa del centro del universo, y relega nuestro hogar a un mero arrabal, en el brazo de una galaxia espiral perdida entre otras incontables galaxias. Crecer, curiosamente, no es hacerse más grande, sino asumir la conciencia de la propia nimiedad. Junto al aprendizaje de lo que está en nuestras manos, hay otro, tal vez más importante, que nos enseña pacientemente lo que no podemos hacer. Primero son los sueños, y luego el largo camino de discernir aquellos que son alcanzables de los que no lo son.
No, jamás conseguiremos que todos nos quieran. Pero, bien mirado, ¿por qué habríamos de lograrlo? ¿Acaso lo merecemos? ¿Acaso lo deseamos de veras? No lo merecemos: la mezquindad es nuestro patrimonio, y siempre hay alguien que nos cae tirando a mal, alguien que por mucho que nos esforcemos no logramos amar; y, ¿cómo vamos a esperar el amor de aquellos que no amamos? ¿Cómo la simpatía de aquellos que rechazamos, o despreciamos, o simplemente no soportamos? A veces sucede, de modo excepcional, y todos hemos sentido afectos no correspondidos, que nos han enseñado el lado oscuro del amor; o hemos sido objeto de ellos, y, aunque esa veneración unilateral complazca a nuestro ego, no va más allá de él: por eso le damos muy poco valor; por eso, a menudo, ni tan solo la queremos, y más bien nos incomoda como una cita a la que no tenemos ganas de acudir.

Bien mirado, el que no todo el mundo nos quiera no solo es justo, sino también deseable. Tenemos suerte: ¿qué haríamos con esa demasía de amor? Las antipatías nos hablan tanto como las simpatías de nuestra identidad; para poder avanzar en una dirección, no tenemos más remedio que alejarnos de otra. Tal vez, como dicen los budistas, todos seamos dignos de ser amados; pero en el no ser amados también hay una dignidad: la de los que pueden reconocerse como rivales, la de los que se respetan lo suficiente para admitir que no tienen nada en común, o al menos no lo suficiente para caminar juntos.
Hay algo profundamente noble en una rivalidad respetuosa. Los guerreros siempre han sabido reconocer la valía de un enemigo digno. De hecho, ¡qué cerca está la pasión con que odiamos de la que ponemos en el afecto! ¿Y qué sucede con los que nos desprecian, con quienes no nos consideran dignos ni siquiera para la lucha? Pues quizá tengan razón: admitamos lo mucho de miserable que hay a menudo en nosotros. Aunque también puede suceder que sean ellos los que no nos merecen, ni como amigos ni como rivales. A veces nos empeñamos en ganar el reconocimiento de alguien, y perdemos en ello lo mejor de nosotros mismos, o al menos la oportunidad de ganar el de otros. Como en los amores contrariados, lo mejor que podemos hacer con quien decide no querernos es despedirnos y seguir adelante.
En ocasiones, tal vez temamos no ser queridos precisamente porque nos queremos poco, y entonces renunciar a esa desmesura de nuestros deseos es un modo de aprender autoestima. Necesitamos a los demás, pero no a todos; e, incluso necesitándolos, podemos vivir sin ellos. Quien se ama a sí mismo no precisa ser bien recibido en todas partes: comprende que hay lugares que no le corresponden. Aceptar las antipatías ajenas tiene mucho de libertad: la libertad de quien sigue la llamada de su destino, sin someterla a las condiciones de otros. Hay una alegría en el aprecio mutuo, y un alivio en muchas despedidas. Porque cada relación humana implica un trabajo de devoción, de cuidado, de presencia y, muchas veces, de paciencia; reservemos nuestras fuerzas para cuando valga la pena.


Aprendamos, pues, a valorar a quienes no queremos, y en especial a quienes no nos quieren. Por lo que nos enseñan de nuestras preferencias y nuestras limitaciones. Porque le otorgan valor a la amistad, al convertirla en algo privilegiado y excepcional. “Estamos indeciblemente solos escribe Rilke y, para poder aconsejarnos uno a otro o ayudarnos, tienen que lograrse muchas cosas, debe coincidir toda una constelación de cosas, para que algo salga bien por una vez”. Todos, o casi, merecen nuestro respeto, pero hay que reservar para unos pocos lo que Montaigne le dijo a su amigo Étienne de Boétie en el lecho de muerte: “Cuando yo sentía miedo, ¿quién sino tú era capaz de quitármelo?” Hasta ahí llega nuestra naturaleza: amar un poco a muchos y mucho a unos pocos. Y, si tenemos suerte, tal vez seamos un poco amados por alguien: de suceder, alegrémonos de ese raro don con que nos honra el destino.