sábado, 25 de noviembre de 2017

Campanas que doblan por mí

Las grandes noticias tienen mucho de espectáculo y no menos de propaganda, y en la sociedad ultracapitalista los medios de comunicación son como la pared de la cueva platónica, donde se proyectan las sombras que mantienen hipnotizados a los ciudadanos de Matrix. Cuando uno se compra el diario varios días seguidos, tiene la sensación asfixiante de quedar atrapado en un extraño circo de despropósitos: las piruetas, tantas veces criminales, de quienes nos someten a su gobierno; las desgracias que sacuden a gentes tan lejanas que no parecen del todo reales; la economía y los deportes, tan parecidos en su permanente forcejeo de ganancias y pérdidas; los sucesos morbosos protagonizados por personas desquiciadas u oportunistas…
A mí generalmente hojear los periódicos, más que aportarme, me vacía: de certidumbre, de lucidez, de sosiego… No digo que no sean necesarios, que no resulten útiles si se les encara con mirada selectiva y crítica, pero ¡qué exceso de acontecimientos, de palabras, de publicidad, de mundo líquido...! Nuestra mente, que está hecha para lo próximo y lo familiar, que se forjó en la atención a los vecinos de la tribu o del poblado, se pierde abrumada en su exuberancia.
Quizá por eso, la sección de cartas al director se nos antoja un refugio de lo humano, el rincón donde se retrata la vulgaridad verdadera y significativa de nuestras vidas. Allí uno encuentra a menudo lecciones cotidianas y pequeñas joyas del sentido común. Ayer, por no ir más lejos, leí una breve reseña que me estremeció. Un lector hablaba del fallecimiento de una anciana en la habitación de un hospital. Era la compañera de habitación de su madre, y por eso pudo presenciar cómo la pobre mujer había muerto sin ninguna compañía, arrinconada en un lugar anónimo, abandonada por el mundo antes de que ella lo abandonara. Y el testigo, conmovido, lamentaba esa soledad tan trágica en la hora final. Se preguntaba cómo habría llegado la mujer a tal situación, dónde estaba la familia, qué suerte la habría ido desposeyendo del calor y la compañía: “Nadie que le tranquilizara con palabras amorosas, nadie que le diera la mano…” Se me saltaron las lágrimas. Recordé a mi abuela, que murió apretando la mano de mi madre, oprimiéndola con tanta fuerza que sus propios dedos se le inmovilizaron agarrotados.

Ninguno de nosotros sabemos cómo será el tránsito, qué terrores o qué sosiegos nos recorrerán cuando todo se detenga, si nos fundiremos de repente como una bombilla o nos apagaremos lentamente como un anochecer; si nos sacudirá el relámpago de un último intento, infructuoso, de latido, o si seremos capaces de entregarnos con placidez. ¿Servirá de algo haber reflexionado, habernos entrenado en la actitud correcta? Montaigne escribía con el designio de vivir mejor, pero también de prepararse para una buena muerte. ¿Podemos realmente prepararnos? Él no lo tenía claro: ante la angustia, proponía supongo que en el fondo recomendándoselo a sí mismo confiar: esperar que nuestro propio cuerpo, que ha sabido vivir, sepa también morir y nos guíe con mano firme y afable hacia el final. Siempre he pedido a la vida que sea benévola y tenga sus maneras de consumirnos sin sobresalto. Dichosos, supongo, los que acaban dormidos o inconscientes.
En cualquier caso, sea como sea el paso, su antesala es importante, y atravesarla con compañía y consuelo no debe tener precio. Un corolario digno para una historia breve, antes de sumirse en el olvido. Poder despedirse sería hermoso, pero pocas veces podemos elegirlo. Muchas historias viejas narran muertes apacibles y poco convincentes: “Y expiró plácidamente, rodeado de todos los suyos”. Así se suele contar que mueren los reyes y los personajes importantes. Demasiado literario, y sin embargo se dice que hay quien lo consigue. No hace mucho me contaban la historia de una abuela que se despidió de los hijos y los nietos, uno por uno, y expiró poco después. Hay que envidiar esa precisión: ¿se nos anunciará de algún modo que se acerca el momento? ¿O, en un cierto punto, incluso podremos tomar la decisión de rendirnos? También suceden cosas que hacen pensar en eso.
Pero quizá no necesitemos tanto. Quizá baste, como echaba de menos el autor de la carta del diario, una voz de consuelo, una leve caricia en la mejilla, una mano que toma la nuestra. Morir así es quedarse un poco: así pensaban los antiguos a veces con temor que se quedaban junto a ellos sus ancestros. Y para quien viene a despedir también es bueno: el vacío que de por vida nos dejará en el alma la ausencia del ser querido será menor, o más llevadero; la amargura del duelo podrá trenzarse con dulces nostalgias. Mi amigo J., cuando iba a visitarlo en sus últimos meses, me lo avisaba: “Este tiempo que me dedicas ahora te consolará cuando falte”. Y tenía razón, aunque el no poder despedirme de él se me ha quedado atravesado como una astilla que duele siempre que lo recuerdo. Para cuando fui a verlo ya lo habían sumido en el pozo de la morfina. Respiraba pesadamente, entre ronquidos, y cuando le besé en la frente se la noté ardiendo de fiebre, o eso me pareció. P., su mujer, tan bondadosa, comprendió mi zozobra por no poder llegar a él de ningún modo, y me dijo: “Háblale, seguro que oye”. Y le dije adiós, hasta pronto, amigo mío, no tardaré mucho en seguir tus pasos. Yo no creía que me oyera, pero me esforcé en creerlo y tal vez lo conseguí un poco.

El autor de la carta al director tenía razón: aquella anciana anónima hubiese merecido no terminar sola. “Nacemos solos y morimos solos”, afirma el dicho popular, y, puestos a ser tan estrictos, sin duda habría que añadir que también nos pasamos la vida solos, puesto que existe una soledad esencial que es infranqueable, incluso para el amor: siempre queda la distancia de los cuerpos y de las identidades. Pero eso es precisamente lo que le da al amor tanta valía: el hecho de que, aunque estemos irremediablemente separados, el milagro del afecto nos une de algún modo recóndito y misterioso. La distancia inabarcable se ve de repente superada por una mirada, por una sonrisa, por una caricia; el corazón, que sabemos recluido en su prisión del pecho, se recuesta en el abrazo y salta al lugar de los encuentros. Así que podemos replicar: morimos solos, pero no tanto, cuando nos acompaña la ternura. Todos hemos sido buenos y malos, pero en ese momento tenemos derecho a que se nos considere buenos; lo mismo que al nacer, nadie debería fallecer solo. Aquella viejecita resume en su muerte todo el desamparo del mundo.
O quizá sea peor el desamparo que, unas páginas más adelante,  encuentro en el mismo diario, en la foto del cadáver de un hombre tendido en una playa (viviremos para siempre resquebrajados por la de aquel niño sirio, Aylan, cuya inocencia truncada es nuestra pesadilla). El horrible drama del éxodo masivo de personas que, huyendo de la guerra o la miseria, intentan alcanzar las orillas ¡tan inciertas! de la esperanza. Los malos barcos y la mala mar acaban con muchos de ellos, y así nuestras costas se llenan de esos testigos de una sociedad fallida y cruel. Cada uno de esos cadáveres nos azota en el rostro y debería remorder la conciencia y agitar la indignación.

Y, sin embargo, nos hemos acostumbrado a ellos, pasamos la página sin apenas inmutarnos, en busca de la siguiente noticia. La foto del náufrago vencido me estremece, pero no me hace saltar las lágrimas como la historia de la viejecita que murió sola en el hospital. Ambos son víctimas, pero de algún modo me he inmunizado contra el primero. Eso me hace pensar que yo no soy menos víctima que ellos. He llegado a olvidar que ese náufrago podría haber sido yo, que en cierto modo lo soy, puesto que con él naufraga también mi dignidad, y se agrieta mi entereza. La dignidad es algo que hay que reconstruir una y otra vez a fuerza de empeño y memoria. Tengo que insistirme en la vergüenza que me la rescata. Tengo que recordarme sin cesar que, como dijo el poeta inglés John Donne, “la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad”; que, sea en un lecho de hospital o en una playa, las campanas doblan por mí.

viernes, 17 de noviembre de 2017

Me mezclo con la gente del mundo

Nuestra vida se escribe en una sucesión de encuentros con los otros. Por solitarios que seamos, más allá de ese encuentro no hay nada, porque solos no somos nada, o no podemos saber qué somos. Incluso en nuestra soledad dialogamos permanentemente con otros interiorizados: nuestros padres, nuestros amigos, las diversas facetas de nuestro Yo. Nuestra identidad es dialéctica, una polifonía a veces armónica como un coro y otras veces caótica y violenta como un tumulto. Por eso nos cuesta tanto conocernos a nosotros mismos
cosa que, como instaba el Oráculo de Delfos, es nuestra principal tarea, y de hecho nunca dejamos de hacerlo. Somos multitud, y además una multitud contradictoria y cambiante. Quizá lo que llamamos la identidad, esa imagen con la que nos identificamos, no exista en absoluto, y consista en una pauta que le atribuimos a un proceso, y que solo nuestra mente construya como algo consistente.
Así lo han percibido desde antiguo el budismo y otras filosofías orientales, que cuentan con la sabiduría de haber encarado el Yo, o Ego, no como un mero fenómeno, sino como un verdadero problema. Problema por partida doble, ya que, por una parte, consiste en una mera ilusión; pero por otro lado, esa ilusión es necesaria puesto que así es como funciona nuestra mente y fuente de numerosos sinsabores ya que es una ilusión poderosa que rige nuestros sentimientos y nuestros comportamientos, que lo hace de un modo implacable, y que se nos escapa precisamente por su carácter perentorio e inconsciente. Aprender a capear hábilmente con el Yo, manejándolo con destreza en lo que tiene de instrumento; y a la vez librarse de su tiranía, denunciar su naturaleza irreal y arbitraria ”Señor de la confusión”, lo llaman los budistas y no permitir que nos arrastre por su cuenta: estos son los principios que fundamentan un comienzo de sabiduría, de ética, de felicidad.
Lo más sugestivo de esta tarea, en la que están seriamente comprometidas todas las disciplinas orientales, del yoga a la meditación, del budismo al taoísmo, es que resulta paradójica. Por un lado, necesitamos un Yo fuerte y estable para afrontar la vida y sus desafíos, para sentirnos seguros y alimentar esa fuente interna de energía que es la autoestima; un Yo raquítico, agrietado, inestable, nos deja sin suelo y sin hogar, nos convierte en seres reticentes y frágiles. Todos hemos conocido la devastación que puede provocar en una persona la falta de autoestima. El psicoanálisis acertó al centrar sus esfuerzos en la reconstrucción de un Yo en el que la persona pudiera asentarse y parapetarse. Sin embargo, a la vez, debemos mantenernos conscientes de que el Yo es un mero constructo mental, para no permitir que su cosificación convierta al instrumento en dueño, el medio en fin. El diálogo con el Yo debe ser permanente; hay que seguirlo de cerca, a la vez apuntalándolo y relativizándolo. Solo los más sabios, o los más viejos, o los que ya están de vuelta de la vida y no tienen nada más que conquistar, pueden liberarse del Yo por completo, dejándolo fluir como las nubes, sin implicarse en él. Pero incluso ellos, que han llegado más allá del Yo, saben que siguen haciéndolo, inevitablemente, desde el Yo.
La fábula zen del campesino y el buey, que el maestro Kakuan escribió en el siglo XII, lo ilustra con viveza. Un campesino anda angustiado por los campos en busca del buey perdido, del mismo modo que los caballeros del Rey Arturo galopaban por el mundo en pos del Grial:

Siguiendo ríos sin nombre, perdido entre los confusos senderos de lejanas montañas,
desesperado y exhausto, no puedo encontrar al buey.

Después de innumerables penalidades, sucede el hallazgo: Junto a la orilla del río, bajo los árboles, ¡descubro sus huellas! Han aparecido las primeras pistas, el esfuerzo no fue en vano. ¿Será que el buey, en el fondo, quiere ser encontrado? Nuestro boyero sigue adelante con perseverancia, y al final da con él. Pero no se trata de un manso animal, sino de un toro bravo, que no se dejará apresar con facilidad; es un animal poderoso, resuelto, fiel, pero a la vez terco y salvaje.

Lo atrapo tras una implacable lucha.
Su ruda voluntad y su fuerza son inagotables.
Y se lanza hacia la colina distante, tras las lejanas brumas.
O se dirige hacia un barranco impenetrable.

Si el buey es ese Ego en que consiste lo que somos, la aventura comienza en la necesidad de domesticarlo, luchando con él, recibiendo sus embestidas y respondiendo a ellas con nuestra entereza. Si lo hacemos bien con pericia, con inteligencia, con la firme determinación que nos hace persistir a pesar de las heridas, tal vez, solo tal vez, lleguemos a domesticarlo:

Necesito del látigo y la soga.
De lo contrario podría escapar en los polvorientos caminos.
Bien adiestrado, es de espíritu dócil.
Entonces, sin dogal, obedece a su dueño.

Al fin, domesticado el animal, el pastor regresa a casa a sus lomos, tocando la flauta y celebrando la existencia. Es la felicidad de estar al fin en uno mismo, de haberse encontrado y haberse asumido. Caminan felices por los caminos polvorientos, uno junto a otro. Se retiran al final de la jornada. Seguramente no harán nada distinto de lo cotidiano: el animal quedará recogido en su recinto, comiendo hierba seca; el campesino entrará en su choza, donde le esperan un viejo cuenco y un plato de sopa; dormirán, con la perspectiva de madrugar para la jornada siguiente. ¿Entonces no ha cambiado nada? ¿Han sido en vano tantos caminos, tantos combates, tanto esfuerzo y tanta felicidad? Sí y no, y esa es la paradoja de los viajes iniciáticos. Todo sigue siendo lo mismo la dureza de la vida, el desgaste y la perspectiva del final, la seguridad de tener que seguir lidiando, y todo es diferente. Porque ahora el campesino sabe. Comprende. Ha interiorizado la verdad de sí mismo y de su destino. El campesino es parte del buey, y el buey lo es del campesino. Y podrá recordarlo cuando, al día siguiente, tenga que volver, seguramente, a un nuevo pulso con el buey. Con esa verdad impregnada en el fondo de su alma, el campesino se dormirá tranquilo en un sueño reparador.
En este dulce reposo, en mi cabaña, dejo a un lado el látigo y la soga. Momento maravilloso, donde el pastor y el buey logran la armonía y se hacen uno, y en el que se concentra todo el sentido de la aventura humana, toda su intensidad, y probablemente toda su felicidad. Es la gran meta: el samadhi, el nirvana, la iluminación. Las contradicciones persisten, pero se articulan en un conjunto mayor que les confiere un nuevo significado podríamos pensar en una gestalt. Ahí todo se detiene, y a la vez fluye con más naturalidad y más energía que nunca. Se difumina la idea y emerge el sentido. En las viñetas de la historia del campesino y el buey, ese instante está representado por un círculo vacío, un lugar en el que todo está cumplido pero a la vez todo se dispone a acontecer.
Podríamos esperar que la historia terminara aquí, en la conquista de esa paz personal donde el Yo deja de forcejear consigo mismo. Sin embargo, para nuestro asombro, aún queda una tarea, y tal vez sea la principal:

Descalzo y con el pecho desnudo, me mezclo con la gente del mundo.
Mi ropa está remendada y cubierta de polvo, y soy más dichoso que nunca.
No uso magia para alargar mi vida,
pero ahora, ante mí, los árboles marchitos se cubren de flores.

“Se mezcla con la gente del mundo”. Ese es el verdadero regreso, el que cierra el círculo: ninguna proeza de la aventura humana tiene sentido si no desemboca en los otros, si no nos lleva a mezclarnos con los otros. Los budistas elogian al bodhisattva, el maestro que, después de iluminado, decide permanecer en el mundo por compasión, para ayudar a los demás a liberarse del sufrimiento. Nosotros, que no somos maestros ni hemos alcanzado la iluminación, quizá podamos volver, una y otra vez, a quienes nos rodean, para entregarles lo mejor que tenemos. Con toda la humildad, recordando que seguimos siendo peregrinos, que cada día tendremos que reanudar nuestra búsqueda del buey y la lucha por domarlo, y que si tenemos la suerte de conseguirlo regresaremos felices y exhaustos al hogar y luego iremos a “mezclarnos con la gente del mundo”. Y solo en esa entrega completaremos el sentido. Porque, como decía Pablo de Tarso en la Carta a los Corintios:


Aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada.

martes, 7 de noviembre de 2017

Tristeza

Uno siente la vida más difícil y más triste al asistir a esta demolición de la convivencia y la sensatez que ha desatado la soberbia nacionalista en mi país, obligándonos a vivir en una tensión sin tregua, a tambalearnos como quien da torpes pasos al borde de precipicios insondables, abrumado de temor y temblor. Con tajante escoplo y brutal maza han arremetido contra los muros de la patria mía, ciegos de no sé qué delirio que urdieron a fuerza de rencores y avaricias.
Han quebrado sin piedad todos los diques de la cordura, y por las aguas cargadas de ruido y furia de su río revuelto bajan pedazos de tejados de lo que fueron casas donde se podía habitar, anaqueles desvencijados donde se guardaban fotos de familia, sueños y esperanzas compartidos, y retorcidos harapos de lo que un día fueron hermosos lienzos de esperanza.
Lo han demolido todo sin miramiento, eso que era tuyo y mío y que se apropiaron con nocturnidad y alevosía, obcecados en convertirlo en ruinas antes que devolvérnoslo. Y cuando, a veces, las aguas se calman lo bastante para traslucir el fondo, vislumbramos el lodo de amargura, el fango de angustia y de pesadumbre que nos están dejando por legado.

“¡Qué día más triste!” se lamentaba una conocida al saber la noticia de que algunos de los responsables de esta tropelía estaban entre rejas. Ella es de los que creen, o dicen creer, o se empeñan en creer que se trata de víctimas o mártires, de héroes de una contienda que a ella le parece, o dice que le parece, o se empeña en que le parezca por la libertad y la justicia.
“¡Qué día más triste!”, dijo, y yo me quedé conmovido por su sincero lamento, por su dolor incuestionablemente verdadero ante la desgracia de quienes le parecen héroes. Y yo que no los veo a través del mito o del ensueño, yo que distingo claramente sus rostros diabólicos y perversos, pensé en la exclamación de mi conocida y no logré sentirme contento, también me traspasó la congoja. Pero no por ellos, no por su suerte de tiranos sometidos, no por el castigo que puedan haberse ganado a pulso, haciendo tanto daño; sino por esta miseria violenta a la que nos han traído, esta tierra que nos han dejado yerma, esta atmósfera asfixiante de pesar y humo, esta ordalía de desencuentro y rabia, esta pobreza tan hundida en la carne del espíritu.

No nos lo merecíamos. La mayoría pasamos la vida trabajando y procurando querer bien. No es que corran tiempos buenos ni justos, en los que recostarse plácidamente; hay mucho trabajo que hacer y muchos pulsos que encarar, pero parecía posible vivir y dejar vivir.
Ya sabíamos de la meticulosa, empecinada, intrigante tarea de los insolidarios y los fanáticos forjadores de patrias. Ya sufríamos sus atropellos y sus arbitrariedades, en nombre de una justicia inventada por ellos y aplicada a su medida, que proclamaba, como los cerdos de Rebelión en la granja, una igualdad en la que algunos son más iguales que otros. En fin, aprendimos a callar y a ceder, pensando que ya habría oportunidad de rectificar, y que mientras tanto podíamos contar, al menos, con un cierto respeto elemental.
Cada cual defendía sus diferencias, sus nostalgias, sus más dolorosas cicatrices, pero las sobrellevábamos a golpes de esperanza. ¿O acaso nos engañábamos? ¿Quizá, mientras unos lo querían todo y otros se sentían cada vez más arrinconados, se estaban ensanchando las fisuras que acabarían abriendo abismos entre nosotros? Hay avances que, si no se frenan a tiempo, se vuelven, de pura prepotencia, imparables. No teníamos que haber vendido nuestra dignidad por un plato de lentejas: los que se apropian nunca tienen bastante.

Así que los que avasallaban tienen la culpa, pero hicimos mal en transigir con su injusta arrogancia. Preferíamos callar para tener la fiesta en paz, sin darnos cuenta, o sin querer ver, que la guerra había empezado y ya había marcas en nuestras puertas. Pero yo creo que la mayoría de unos y otros sosteníamos que no se llegaría demasiado lejos. Irrumpió entonces quien no tuvo reparos para hacerlo. Reclutó a los que salieron entusiastas a recibirle, y arrinconó a los que ya solían quedarse a un lado, los que, amedrentados o indignados, habían aprendido bien la indefensión.
Todos, en fin, fuimos uncidos y arrastrados por la arena. La quimera de algunos acabó en desengaño; el sometimiento de otros, en mayor humillación. Cada cual quiso rebelarse a su manera, pero nadie llegó muy lejos y, en fin, todos perdimos. Perdimos la oportunidad de entendernos, de dialogar, de reinventar una justicia que no dejara a nadie fuera. Tanta ruina solo puede complacer a los oportunistas y a los exaltados.

¿Cómo, pues, no estar triste? Triste con la tristeza de Spinoza, que la entendía como una pérdida de vitalidad, de ímpetu, de vigor. “La tristeza es una pasión que conduce al alma a una perfección menor”. ¿Y no es eso lo que nos ha sucedido, lo que aún nos sucede? ¿Qué grandeza hay en este carnaval del despropósito? Perfección menor: sin duda, y labrada a fondo, y por tanto tiempo que quién sabe qué quedará de nosotros cuando volvamos a levantar cabeza.  
¿Cómo, pues, no estar triste? Triste de pena negra, como cantarían los trágicos gitanos de Federico García Lorca. Hoy todos somos gitanos: tan tristes, tan bravos, tan desgarrados.

No me recuerdes el mar,
que la pena negra brota
en las tierras de aceituna
bajo el rumor de las hojas.
¡Soledad, qué pena tienes!
¡Qué pena tan lastimosa!


Yo no lamento lo mismo que mi conocida, sino más bien lo contrario; pero me pone triste su tristeza. Porque sé que es la mía. Y porque sé que nunca podré decírselo. A esto nos han reducido. Nadie de bien puede quererlo. ¡Qué pena tan lastimosa!