viernes, 28 de julio de 2017

Convicciones y debilidades

Muchas historias nos muestran a personas con una vida más o menos estable, acomodadas en una cotidianidad previsible como un río calmo que va fluyendo sin demasiados sobresaltos por el tiempo, quebrado de pronto con la irrupción de un hecho inesperado que lo trastoca todo. En el nítido lienzo tranquilizador ha aparecido un desgarrón, en la límpida superficie se ha formado un remolino. Una pasión imprevisible, una pérdida atroz, una vieja herida que supura. El viaje, desde esa agitación, será ya inevitablemente distinto. Así es como la vida nos va llevando de etapa en etapa, nos obliga a cambiar de rumbo y nos recuerda la extrema fragilidad de nuestras certidumbres.
Muchas veces se trata de un seísmo, un empujón inapelable, y en ese caso no tenemos mucho que hacer, más que sobrevivir e intentar reconstruirnos después de la riada. Sufrimos un accidente y nuestro cuerpo queda afectado, y entonces tendremos que aprender a vivir con ese cambio. Muere un ser querido, y, después de un tiempo de andar sonámbulos por un mundo que se nos ha hecho extraño, el lento sedimento de los días va acostumbrándonos a ese paisaje nuevo en el que siempre perdurará un hueco doloroso. En estos casos no tenemos mucho que elegir, más que colaborar con la vida que por sí misma tiende a reorganizarse, resignarnos a esa pérdida continua que, como se ha dicho, es la vida. Hemos de avezarnos al dolor y a sus cicatrices, que siempre nos disminuyen un poco; hemos de consentir con ese menoscabo permanente que nos erosiona a través del tiempo.
Los psicólogos han estudiado los detalles de ese proceso de rebeldía frente al dolor que nos arrasa y la paulatina aceptación de lo que ya para siempre faltará. Afortunadamente, en esto, el tiempo siempre está de nuestro lado: mientras nos desgasta, nos enseña a perder. La luminosidad de la juventud se va atenuando, y a veces, habitantes de territorios de penumbra, miramos atrás y dejamos que la nostalgia nos acune con su dulce amargura. “Lo peor de envejecer es cuando uno se acuerda de la juventud”, sentencia, lacónico, el viejo Straight en la película de David Lynch, donde se nos presenta la Historia verdadera como se tituló en España el filme de un último viaje en pos del reencuentro con el hermano, una peregrinación tan simple Una historia sencilla, la titularon en Argentina que adquiere proporciones épicas, que nos recuerda la misma Odisea de Homero. Hay tanta verdad, tanta valentía, tanta aventura íntima en ese rescate obstinado de lo perdido antes de perderlo todo, que en los pequeños avatares de Alvin Straight creemos encontrar ecos de los heroicos sucesos del viaje de Ulises. Ambos se embarcaron en un largo y azaroso regreso a su casa, para encontrarla transformada por la inevitable mordedura del tiempo, pero ellos mismos cambiados en la larga travesía.
Vivir es cambiar, vivir es perder. Muy a menudo hay que elegir, y la endeble naturaleza humana se ve obligada a apelar a todas sus fuerzas ocultas cuando tiene que afrontar los hechos como dilemas. En ese punto, lo humano se hace gigante, o al menos guerrero. Al tomar decisiones, una pérdida impuesta por el destino nos obliga a precisar qué otras cosas perderemos. Una parte de la historia futura dependerá del camino escogido en la encrucijada. La conciencia de esa responsabilidad nos convierte de repente en héroes, casi siempre a nuestro pesar. Ese episodio de libertad resume nuestra naturaleza ética. ¿Contaremos la verdad o procuraremos refugiarnos tras nuevas imposturas? ¿Nos enfrentaremos abiertamente al Cíclope o renunciaremos a Ítaca? ¿Nos arriesgaremos a regresar en busca de los caídos, o correremos para intentar salvar nuestro pellejo? ¿Tendremos la sangre fría de sacrificar a la avidez de Escila a algunos de nuestros compañeros que podrían simbolizar una parte de nosotros: nuestra imagen, nuestra inocencia, nuestra entereza para que el resto podamos salvarnos, o nos expondremos a pasar junto al remolino de Caribdis, que probablemente nos engullirá a todos? En cada bifurcación de la vida nos enfrentamos a un dilema.
Y ahí es donde se encuentra, cuando lo conocemos, el protagonista de la película Locke, apasionante obra del británico Steven Knight. Al principio lo vemos salir de la construcción en la que trabaja como maestro de obras y subir a su coche. Todo se presenta de lo más cotidiano: ha terminado la jornada y es hora de regresar a casa, donde le esperan su mujer y sus hijos con todo preparado para disfrutar de un partido televisivo. El coche sale del recinto y se detiene en un semáforo. Mientras el rojo obliga a esperar, algo sucede: el protagonista tiene que tomar una decisión de la que dependerá su futuro. El semáforo abre paso y ya todo ha cambiado: en lugar de seguir recto, Locke se desvía a la derecha y se incorpora a la autopista. Ha optado por dejar que su vida, tan bien armada, tan convencional, se inmiscuya en el barro del mundo, se desmorone al impacto de una parte intrusa de la realidad, esa que el conductor decide afrontar cara a cara, aunque devaste todo lo demás. Cometió un error y elige pagar, por más que el precio sea el naufragio de todo lo valioso, conquistado pacientemente en muchos años de modélica ciudadanía. La vida ha sumido a Locke en su estrecho de Messina, y él ha optado… ¿por Escila o por Caribdis?
¿Qué lugar terrible era ese que le esperaba torciendo a la derecha? Era el hospital en el que una mujer está a punto de dar a luz al hijo de una infidelidad ocasional, un episodio ínfimo y atolondrado que no alteró en absoluto el tejido de su existencia, pero cuya consecuencia sacudirá el cosmos entero. Así son las cosas a veces: una sola debilidad, un instante en el que nos dejamos llevar porque nos sentimos solos y melancólicos, porque alguien nos dio pena, porque el entusiasmo y el alcohol tras un trabajo bien hecho nos hicieron temerarios… y aquello, que podía haberse diluido tras las brumas de lo insignificante, que podía haberse hundido bajo la montaña de trastos que va arrumbando el tiempo, crece por su cuenta y se convierte en un remolino que viene a arrastrarnos a su sumidero. Y de pronto hay que elegir: ¿acompañar a esa mujer frágil y sola que nos ha llamado para decirnos que está en el hospital a punto de parir a nuestro hijo, o apagar el teléfono y renegar de esa parte de nuestro destino? ¡Sería tan fácil…!
Todo a este lado parece más real: el trabajo, donde Locke es un técnico cualificado y reconocido, y además a punto de encargarse de la tarea más comprometida de su vida profesional; la familia, con su amorosa mujer y sus hijos esperándolo para ver juntos el partido… ¿Dejar que todo eso se venga abajo por alguien que es en el fondo una desconocida, que ni siquiera le resulta atractiva y por la que no siente el menor afecto, un hijo al que no buscó y del que podría desentenderse? “En todos los años que te conozco nunca, jamás, te había visto equivocarte como ahora”, le dice un amigo por el teléfono de manos libres, y nosotros probablemente pensamos lo mismo. Nos dan ganas de apartarlo del volante y ponernos nosotros a conducir, para que regrese a su casa. Pero a cada paso es más difícil. En cada conversación telefónica la película entera transcurre en el viaje de hora y media en automóvil hacia el hospital, Locke va cerrándose una nueva salida, convirtiendo su opción en destino irrevocable. “He tomado mi decisión”, le replica a su amigo y compañero de trabajo. Se lo cuenta todo a su mujer, a sabiendas que no le perdonará. Le dice a su jefe que al día siguiente no será él quien se encargue de la colosal instalación del hormigón, contando con que será despedido. “He tomado mi decisión”. ¿Por qué lo ha hecho? Porque es lo correcto. Y también descubriremos porque muchos años antes, en una situación parecida, hubo otro hombre que tomó la decisión contraria: su padre. La vida tiene extrañas maneras de hacer regresar a nuestros fantasmas.
Nuestra historia es una historia de bifurcaciones que han acabado haciendo de nosotros lo que somos. Muchas de ellas, si no todas, tienen una carga ética: nos plantean el desafío de elegir lo correcto. Pero, ¿cómo saber qué es lo correcto? Para el religioso, la respuesta es fácil: lo correcto es lo que establecen los mandatos del dogma. ¿Cuáles son los criterios para los demás? ¿Puede la sola razón distinguir qué es lo mejor? Kant creía que sí, y decretó su imperativo categórico: una cosa es buena si pudiera serlo siempre y para todos. Es un buen punto de partida, pero no de llegada: nos permite configurar un escenario mental ordenado, pero olvida la inmensidad de matices de que está hecha la realidad. Olvida, ante todo, que la ética no está nunca muy lejos de la emoción, y que son las emociones las que se imponen a la hora de elegir. Los científicos lo han confirmado: las personas afectadas por alguna disfunción en los centros nerviosos de la emoción son incapaces de tomar decisiones. Parece que el viejo Pascal acertó: el corazón tiene razones que la razón no puede comprender.
Cuando Locke decidió acostarse con aquella mujer, nueve meses antes, no lo hizo movido por razones, sino por la tristeza y el deseo. Es cierto que en esa acción no hubo, que sepamos, intención ética, y de hecho Locke la asume con un deje de vergüenza y arrepentimiento. Pero en realidad tampoco parece sentirse demasiado culpable: la encaja con estoicismo y solo pretende ser ético ahora, en el momento de afrontar las consecuencias. No se juzga a sí mismo demasiado por lo que hizo entonces, prefiere centrarse en hacer lo correcto ahora. A medida que lo vamos conociendo, intuimos que, junto a sus convicciones, hay muchos otros factores que le están empujando hacia el hospital: redimirse del dolor de haber sido un hijo abandonado, tal vez la necesidad de salir de esa rigidez convencional en la que había encerrado su vida, quizá el hastío de una familia demasiado perfecta… Nunca hay un solo motivo, ni siquiera somos nunca conscientes de todos los motivos, y lo que resulta más estremecedor: muchas veces, los motivos más poderosos son los inconscientes. Sartre nos dijo que no tenemos más remedio que elegir, pero la verdad de esa afirmación encubre muchas incertidumbres: ¿quién es el que elige? ¿Por qué elige en realidad? ¿Qué tiene más fuerza a la hora de elegir: la convicción o el arrebato?
Nuestros principios nos van perfilando en cada elección. Se diría que son los que trazan las líneas generales de nuestra historia, la fórmula con la que cocinamos nuestra existencia. Pero de pronto, un día aparece lo imprevisible, algo que escapa a nuestra fórmula, una excepción. Aparece fuera (una mujer solitaria en una noche mustia) o dentro (la urgente necesidad de calor, de una veta de alegría en el tejido de la tristeza); casi siempre, en ambos sitios: todo el escenario cambia, y nosotros en él. Por un instante apartamos a un lado los principios, nos dejamos llevar; podríamos considerarlo una debilidad, al menos desde el punto de vista de nuestras convicciones. Basta ese instante para cambiar nuestra vida. Como le dice a Locke su mujer: “Hay una gran diferencia entre ninguna vez y una sola vez”. En efecto: una sola vez es suficiente para que todo pase a ser distinto desde ahí, para que nuestro camino se adentre sin retorno en parajes inéditos.
Así que, si nuestras convicciones esbozan el rumbo de nuestra vida, los grandes acontecimientos que la dirigen tal vez sean nuestras debilidades. Del mismo modo que el error es la puerta de entrada de lo inesperado, la debilidad es la aliada de lo insólito. Por una debilidad podemos perder todo lo que teníamos, como Locke. Podemos incluso morir. Pero también podemos ganar algo nuevo. Y a la vida le encantan las sorpresas. La vida no nos quiere necesariamente coherentes, sino dispuestos a lo más extraño e insospechado, como nos avisó Rilke. Cuando Ulises llega a casa, se la encuentra llena de pretendientes que aspiran a casarse con su mujer, a la que suponen viuda. El viaje parecía haber acabado y sin embargo le quedaba aún el episodio principal: reinventar lo propio. En eso debe consistir la felicidad. Y por eso el final de la película nos deja un sabor a esperanza: Locke, ya cerca del hospital, se detiene en el arcén, tal vez dudando, a punto de sucumbir bajo el dolor de tanta pérdida; llama a su amante ocasional y escucha por el teléfono los gemidos de su hijo recién nacido. “¿Vienes?”, le pregunta ella. “Sí, ya voy”, contesta él, y arranca el coche, creemos que contento. Camus decía que hay que imaginar a Sísifo feliz: todo se ha derrumbado para que todo pueda volver a empezar. Dichosos los que están a la altura de sus debilidades.

sábado, 22 de julio de 2017

Prejuicios

¿Qué es malo? El prejuicio es malo. La convicción cerrada, conclusa, incuestionable, sobre todo cuando no va a favor de la persona, cuando quiere atravesarla en su afán de llegar al otro lado 
a una supuesta trascendencia donde no hay nada, porque no hay nadie, eso es malo. Hay que prevenirse de las convicciones indemostrables, de las conclusiones precipitadas y de los principios estereotipados, tan artificiales como las superficies tersas, sin una sola mancha, sin una sola arruga, sin una sola grieta.
Porque la verdad, si lo es, nunca está acabada, siempre deja entornada una puerta para la duda. La verdad, si lo es, no puede nunca ser definitiva, tiene que quedarle algo por hacer y por decir. Tiene que admitir que la cuestionemos; aún más: tiene que invitarnos a ello, empezando por no conformarse consigo misma. Es un axioma de la ciencia: no puede considerarse científico lo que no deja ningún agarradero para contradecirlo, para intentar probar su falsedad. ¿Cómo vamos a demostrar que es cierto aquello que no podemos demostrar que no es mentira?

El prejuicio es malo porque no tiene la honestidad de admitir la duda, porque concluye de un brochazo lo que tendría que sugerirse bordado de matices. El prejuicio es la hubris de la razón, el orgullo desaforado que no sabe atenerse a sus propias limitaciones. Una conclusión puede ser simple, pero no hay nada más complejo de alcanzar que la sencillez. La verdad es una contraventana de madera por la que siempre se cuela algún rayo de sol que hace bailar el polvo en la penumbra. En la realidad, las cosas están sucias, mezcladas, rotas, incompletas, melladas por una complejidad que las erosiona a mordiscos.
El prejuicio es mentira porque es demasiado fácil. Uno puede recostarse en él y dejar que la eternidad suceda alrededor sin inmutarse. Todo aquello que lo contradice regresa a él por la puerta de atrás, como un hijo pródigo; pues la idea prejuiciosa se sitúa en el principio de cualquier otra idea; o más bien por encima, en una dimensión superior, inalcanzable, intocable, como las Ideas platónicas. En cambio, la verdad es ardua, es incómoda. Uno no puede reclinarse en ella mucho tiempo sin que le duelan los huesos, sin cambiar de postura de vez en cuando. La verdad quita el sueño: en ella hay que mantenerse despierto, sentir cómo se clavan sus junturas; o como mucho en una duermevela repleta de visiones inquietantes. En el prejuicio que es mentira, por mucho que se nos quiera imponer como verdad nos quedamos sumidos en un sueño sin sueños. La verdad es humilde y prudente, habla en voz baja y teme ser mal entendida; el prejuicio es osado y arrogante, y no deja de dar voces por los caminos, intimidando a los peregrinos. A la verdad siempre le queda una pregunta; el prejuicio tiene todas las respuestas, y las preguntas le molestan, como si nacieran solo para ofenderle.
El prejuicio es malo porque nos divide en facciones y nos lanza unos contra otros. Dificulta el encuentro, el entendimiento, la cooperación y el respeto. Socava lo humano como una termita, hasta hacerlo derrumbarse por su propio peso. Donde había una persona acaba instaurando un objeto. Cada prejuicio establece una frontera que nos entorpece el acceso a alguien (a menudo, alguien que sostiene el prejuicio opuesto, porque la fuerza que alimenta el prejuicio crece, casi siempre, de ese antagonismo). Las fronteras separan a los supuestos amigos de los presuntos enemigos; crean a esos enemigos, sin conocerlos, solo porque quedan del lado de fuera, solo porque son los otros. Toda frontera es una zona de guerra; la guerra despierta el miedo y la rabia: el prejuicio es malo porque nos hace cobardes y pendencieros, porque nos ciega y nos impide pensar.

Pre-juicio: antes del juicio. Es lo que se adelanta al pensamiento y a la razón y a los propios pasos. Antes del juicio, o sea, anterior a la persona, o por encima de ella, aplastándola: ¿qué verdad traicionaría la dignidad? Se dirá que el juicio nunca es suficiente, porque siempre quedará por ser juzgado, y hay que contestar que en efecto, eso estamos diciendo, la construcción de la verdad siempre queda, necesariamente, incompleta. Eso la hace fatigosa y a veces inhóspita. En el prejuicio se está cómodo (aunque nos devaste), en la verdad reina la incertidumbre (aunque nos salve). Por eso la verdad nos da miedo y el prejuicio, en cambio, nos complace y nos conforta (al menos superficialmente: como los falsos amigos, algún día, cuando más lo necesitemos, nos dejará solos). Por eso la verdad llega más allá de sí misma, y el prejuicio nos somete desde más allá de nosotros mismos.

domingo, 16 de julio de 2017

A estudiar inglés

Me he propuesto aprender inglés. A mis años, y después de toda una vida de profesarle tan poca simpatía. Voy a hacerlo porque hace falta: me rindo. Lo necesito para la escuela, para mis investigaciones y ya para mi orgullo. No me gustaba: haré que me guste. Los gustos pueden ser también cuestión de voluntad. Le he perdido el miedo: las lenguas no son difíciles, puesto que en sus contextos las habla todo el mundo; las lenguas solo son extrañas: aprenderlas, por consiguiente, es solo una cuestión de familiaridad y práctica.
También de actitud, y por eso he dejado de considerarlo algo ajeno y antipático; los idiomas, bien mirados, pueden ser como un juego: el juego de expresarse con sonidos insólitos y palabras asombrosas. Es divertido pensar que la gente puede comunicarse con lo que de entrada nos parece un galimatías. Estoy con aquel humorista que preguntaba: “Si quieren decir boca, ¿por qué dirán mouth?” A uno boca le suena a boca, pero mouth recuerda a quejido de gato. Hay siempre una extrañeza desconcertante en esos términos, como si pareciera prodigioso que alguien los hubiera inventado.
Hablando de inventar, esto me recuerda las palabras que con mi hermana inventábamos de pequeños. Supongo que todos lo hacemos, y no tiene nada de particular, pero era divertido: a mi hermana le cambié el nombre de mil formas, a mi madre aún la llamamos a veces “Mushki”… Las palabras son un juego de creatividad infinita. Cuando recibí mis primeras lecciones del francés, me parecieron tan curiosas (¡era como si alguien se hubiese dedicado a deformar y recomponer arbitrariamente las palabras de mi lengua!) que se me ocurrió crear un idioma propio. Una especie de esperanto a mi medida, pero al revés: si el esperanto aspiró a ser una lengua para entenderse toda la humanidad, la mía, todo lo más, serviría para que yo hablara conmigo mismo; proyecto nada baladí si lo juzgamos por la calidad y no por la cantidad, aunque admito que pecaba de cierto solipsismo.
Disfruté mucho componiendo palabras como si se tratara de rompecabezas, tomando un trozo de aquí y otro de allá, y cambiando el resultado a mi gusto. Me hice mis propios vocabularios, e incluso recuerdo haber escrito conjugaciones de verbos. Me salió una mezcla de argot español y algo así como portugués. El idioma se llamaba nada menos que “vozonoevo”, que, según mi gramática (¡y aún la conservo!), había que distinguir del “vozonoevoh”, dialecto primitivo muy diferente. Recuerdo que “hoy” se decía “parsente-dieh”. Más tarde he encontrado un cierto parecido en esas lenguas raras, que parecen de mentirijillas, como son el mirandés (idioma del noreste de Portugal, próximo al ástur-leonés), el entrañable ladino de nuestros judíos exiliados, o el curioso chabacano de Filipinas. Los idiomas son juegos colectivos, inventados por una misteriosa confluencia de la creatividad de la gente.
Mi afición a inventar palabrejas me llevó, ya de mayor, a escribir un pequeño texto en otro idioma inventado, el protopaladino, “lengua pastosa y algo simplona”, presentándolo como un documento encontrado en una biblioteca polvorienta. Era mi respuesta al desafío que una revista literaria proponía de hacer la traducción imaginaria de un texto que calculo estaba en idioma inca, puesto que mencionaba los viracochas, es decir, los conquistadores españoles. Yo convertí a Viracocha en un guerrero y me divertí contando sus hazañas; me las apañé para que más o menos se entendiera. Empezaba: “Ragaba la trepa rodamente Viracocha el Urdo, ledo senor de la sopa, seguro. Raspuras, rocañas travelaba. Montenudo, mas alto de estopa. “Riselad la chamuca”, programaba.” Aun me río de estas ocurrencias, que por cierto, y para mi sorpresa, me publicaron en el siguiente número de la revista.
Pero estaba en el inglés. Lo he tomado con entusiasmo. Cada día le dedico algún rato, con vídeos y ejercicios de internet. Es increíble la cantidad de materiales útiles que se encuentran en la red, ese limbo donde se amontona todo, como la memoria. Hay mucha gente que ha aguzado el ingenio y ofrece ejercicios estupendos para quienes, como yo, parten de cero. Supongo que viven de la propaganda, que es el único precio que hay que pagar. ¡Enseñar un idioma por tu cuenta! Tiene mérito, espero que les rinda buenos beneficios.
Es una sensación extraña empezar a coleccionar palabras nuevas y reconocerlas, como hacíamos con los cromos repetidos, cuando vuelves a encontrártelas. Ya empiezo a construir, incluso, algunas oraciones simples. La conjugación de los verbos es un gusto, porque no tiene casi desinencias personales: todas las personas, menos la tercera y a veces la primera de singular, son iguales. Claro que, por lo que voy viendo, esta sencillez se paga con una gran cantidad de matices en función del contexto.
De momento me dedico simplemente a traducir, que es lo que hacemos todos cuando empezamos a enfrentarnos con una lengua nueva. Dicen que una lengua no se domina hasta que uno se sorprende pensando en ella. Yo creo que lo realmente mágico debe ser sorprenderse un día entendiéndola. Ya me he llevado alguna alegría distinguiendo fragmentos al azar en una retahíla de inglés, arrobado en la felicidad de poder señalar el fragmento en medio de la verborrea indescifrable e incluso de tener noción de su significado. Pero la verdadera felicidad debe ser que un día la verborrea entera tenga sentido. Supongo que será como si a uno se le destapara de golpe un tapón en los oídos, como si se encontrara de repente percibiendo mensajes en el sonido del viento o del mar. En ese momento florece la naturaleza social del lenguaje, la magia de poder tender puentes entre dos mentes, construyendo eso que llaman intersubjetividad y que viene a ser comprobar que uno no está solo.
Borges estudió alemán para poder leer a Goethe en su lengua original; yo no espero llegar a leer a Shakespeare, pero si puedo entender a grandes rasgos los artículos científicos que consulto para mis investigaciones ya me daré por satisfecho; sería un sueño (al que renuncio de antemano) lograr traducir mis propios artículos: eso les abriría las puertas del mundo entero. El inglés es la lengua franca de los científicos.
También me gustaría dialogar mal que bien con mis alumnos, para que practiquen y mejoren su propio inglés. Por lo demás, no creo sacarle mucho partido en viajes, puesto que nunca he sido muy viajero, y no espero serlo en el futuro. Aunque quién sabe. Una de mis mayores inseguridades a la hora de visitar el extranjero ha sido, precisamente, ese oscuro temor de sentirme aislado y perdido al no poder comunicarme. Si logro ser capaz de conversar, quizá me anime a viajar más, si es que algún día tengo el tiempo y el dinero necesarios; aunque ese es otro asunto que no tiene nada que ver con los idiomas.
En fin, veamos a dónde me lleva esta nueva extravagancia. No sería la primera que dejo por el camino, cuando el entusiasmo va decayendo o la dificultad no compensa el esfuerzo. Cada actividad en la que nos enfrascamos tiene que competir en motivación y recursos con todas las demás, y la vida ya suele traernos suficientes requerimientos para llenar el tiempo. Hay que elegir. Yo ahora, en un arrebato de buena voluntad, he elegido dedicar algunos ratos a repetir el verbo to be o a aprender el vocabulario de la granja. Puede que llegue un punto en que me parezca absurdo o simplemente me canse. Como me ha sucedido con tantas empresas peregrinas, empezando por mi idioma personal.
¡Cuántas pequeñas locuras fueron quedándose por el camino! Ya de pequeño empecé a dibujar cómics por mi cuenta; los dibujos eran bastante malos, y las historias eran un calco de las que leía en los tebeos. Supongo que me desanimó comprobar mi poco futuro como dibujante, aunque más tarde, modestia aparte, no se me ha dado tan mal dibujar o pintar. Pero me faltó constancia, como me sucedió con la guitarra, que tantas alegrías me dio en la adolescencia, cuando no me sobraban trucos para llamar la atención. Escribí unas cuantas canciones que no estuvieron tan mal, y que aún recuerdan mis compañeros de entonces cuando nos encontramos (aunque a “La cabina” haya quien la llama “El ascensor”).
Recuerdo con qué afán debo reconocer que bastante ansioso y obsesivo sorteaba las áridas vacaciones de verano con todo tipo de proyectos: tapas para encuadernar mis colecciones de fascículos, fotos a los muñecos de mi hermana… Dibujé los planos detallados de un submarino que jamás construí, y para el cual concebí un motor que se alimentaría a sí mismo mediante una dinamo: le había explicado la idea a algún profesor y me dijeron que era imposible que funcionara, pero no supieron argumentarlo con las leyes de la termodinámica, se limitaron a la burda consideración de que si algo así fuera posible ya lo habrían inventado. Mención destacada merece la enorme maqueta de un palacio neoclásico que empecé a construir con ladrillos de arcilla (que mi hermana me ayudaba a fabricar, debo mencionarlo en su honor porque siempre me lo recuerda); renuncié a ella cuando un día, al caer agua encima de la parte que llevaba levantada, se me deshizo por completo, quedando en un triste charco amarronado. No hay mal que por bien no venga: usé la madera que había comprado como base del colchón en mi cama, y mi espalda de hoy tiene una deuda con aquel fracaso.
Con quince años pretendí traducir en verso la Atlántida de Jacint Verdaguer al español. Mi admirado profesor de catalán de entonces, ese sabio que era Mossèn T., ya me advirtió que era un proyecto estupendo, pero que lo dejaría a medias para dedicarme a otras cosas. A Mossèn T., furibundo catalanista que habrá ido a un cielo ornado de estelades y con corros de ángeles bailando sardanas, siempre le molestó un poco que yo reaccionara llevándole la contraria y reivindicando mi orgullo de charnego. Yo, a pesar de lo mucho que lo quería, disfrutaba sabiendo que le hacía rabiar. Nos encontramos años después y tras saludarnos con sincero afecto lo primero que hizo fue preguntarme a bacajarro: “¿Y sigues teniendo las mismas ideas con respecto al catalán y el castellano?” Yo le repuse que sí con toda naturalidad, a sabiendas de que le daría un disgusto, pero es que hay preguntas que no deberían hacerse. Mi buen profesor T., cerril y romántico, que me enseñó lo que significa la cultura (la de saber y la otra), un hombre al que los alumnos convertimos en leyenda, y de quien se contaba, por cierto, que había aprendido inglés por su cuenta, solo con leerlo.
¿Lo aprenderé yo, que cuento con recursos que mi querido profesor ni siquiera podía soñar? Ahora que voy siendo tan viejo como le recuerdo a él las últimas veces que le vi, comprendo demasiado lo deprisa que pasa el tiempo y lo efímeros que son nuestros proyectos, y cuánto trabajo da la vida, de por sí, como para estar convencidos de que podremos imponerle nuestros sueños.

viernes, 7 de julio de 2017

Tropiezos

Arrojados al mundo, como nos veía Heidegger, ángeles caídos de no sé qué carruaje platónico, deambulamos sin rumbo, sin más certeza que el futuro final de la presencia, cruzándonos unos con otros en plazas y puentes de una ciudad extraña. Como la pareja de las Noches blancas de Dostoyevski, cómplices ocasionales y tal vez fallidos, compañeros de espera, porque siempre estamos esperando a alguien que no está, al amor de nuestra vida, al amigo ausente, al misterioso Godot o a cualquiera que viniese a redimirnos, que nos salvara del marasmo y nos condujera a la felicidad.
Pero nuestros encuentros, a veces, son más bien tropiezos. Lo avisaba Spinoza, para quien las colisiones eran la ley de la vida y de la muerte. Alguien que seguía su camino, atolondrado, embebido en sus cosas, se inmiscuye de pronto en el nuestro como un ave o un aerolito. Irrumpe en nuestra senda y tropezamos, impactamos uno en otro, nos convertimos mutuamente en materia interpuesta, en estación, en desvío, en paisaje desconocido.
El encontronazo suelta siempre algunas chispas de dolor. Un extraño se ha inmiscuido en nuestra historia, y lo más doloroso es su extrañeza, aunque esta no durará mucho tiempo. Los vagabundos nos reconocemos con solo mirarnos a los ojos. Estamos puestos ahí arrojados precisamente para cambiar las vidas de los otros, para demostrarles que no todo estaba inventado, que cada paso es nuevo y guarda un nuevo enigma, y hay enclaves desde los cuales ya todo es distinto.
El amor es lo más gozoso y lo más difícil, pero la extrañeza es más vasta y tal vez más natural. Del amor sabemos qué esperar: el agua de un arroyo, el fuego de una cabaña. Pero cuando nos tropezamos conocemos la verdadera piel del mundo, que es fría y escamosa y dura como la de un dragón. Hay personas ¿la mayoría? que no vienen a prodigarnos paz ni dulzura, sino a enseñarnos que vivir es difícil, que la vida también ¿sobre todo? nos quiere recios y valientes, dispuestos a luchar y a aprender. “Esto es en el fondo la única valentía que se nos exige escribe Rilke: ser valientes para lo más extraño, asombroso e inexplicable que nos pueda ocurrir.” Y lo más extraño siempre es el otro.
Hay caminantes con los que tropezamos para comprender cuánto podemos aguantar, para plantearnos hasta dónde somos capaces de llegar, para obligarnos a inventar nuevos rumbos, o, mejor, a inventarnos nuevos a nosotros mismos. Hay personas sin las cuales no nos decidiríamos nunca a explorar lo recóndito del mundo y de nosotros. Personas que vienen impregnadas de preguntas sin respuesta, que no nos harán felices, que nos enseñarán a sufrir.
Tenemos que aceptar esos tropiezos con alma agradecida. Admitir en ellos la irrupción de lo inesperado, de la exigente vida, a la que no le importa nuestra satisfacción, sino nuestra disposición. Hagamos caso a Rilke, mantengámonos dispuestos a afirmar lo más extraño, lo más ingrato, lo más incómodo. Hay que admitir la vulnerabilidad más frágil, pero para sacar de ella fuerzas como de la flaqueza. “¡Qué exigente llegó la primavera!”, canta Mª del Mar Bonet, aquella isleña de voz recia y belleza abrumadora, “y mi enfermo corazón temo que arda dentro de su hoguera, no puedo desprenderme de su hechizo…” Qué exigente nos llega todo siempre, qué indefensos ante los tropiezos… Y, sin embargo, sobrevivimos, nos reponemos a la caída, y eso demuestra cuánto podemos aguantar.
Que pasen, pues, también quienes nos hacen tropezar, quienes nos ponen contra las cuerdas y nos evocan qué poco tenemos de héroes y, no obstante, cuánto podemos parecernos a ellos.