viernes, 24 de febrero de 2017

Demasiada complejidad

No tolero las relaciones íntimas porque no puedo manejar su complejidad. Demasiadas emociones (imperiosas, contradictorias), y sobre todo: la rabia, la decepción, el resentimiento. O simplemente soy demasiado desconfiado para la dependencia, para el ineludible riesgo de la entrega.
O espero demasiado, y ello me aboca sin remedio a la decepción y a sentirme vulnerado. Mi esperanza de amor es demasiado totalitaria: es infantil, inmadura, primitiva. ¿Oral? ¿Devoradora? (en el sentido del psicoanálisis). Pongo pruebas constantes a la otra persona, que acaba diciéndome, como aquella: “No te compro”. Boicoteo las mejores intenciones del otro para confirmar mi hipótesis de que no merece mi amor: “sabía que no me amabas”, podría ser la profecía autocumplida. ¿Lo sabía o lo temía tanto que prefería no arriesgarme a lo contrario?

Demasiada complejidad. Se me ocurría una manera de describirla. Una manera al estilo de los cognitivistas, que se apoyan en la metáfora del ordenador para explicar el funcionamiento de la mente: quizá la complejidad solo sea una simplicidad exasperada.
Recuerdo que a menudo he tenido la sensación de estar atenazado por contradicciones sin solución aparente, lo cual me empujaba a una especie de “cortocircuito” mental. Así actuaría un ordenador o un robot al cual se le plantearan ítems conflictivos, tal como explora Asimov en sus historias de robots.

Las tres leyes de la robótica son:
  1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño.
  2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto si estas órdenes entran en conflicto con la Primera Ley.
  3. Un robot debe proteger su propia existencia (por ser un sistema muy costoso), hasta donde esta protección no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Ley.
Asimov aprovecha las ambigüedades en los términos de las leyes (sobre todo en los conceptos “dañar” o “humano”) para imaginar interesantes paradojas.
Por ejemplo, en ¡Embustero!, un robot capaz de leer las mentes miente a los analizadores para no herir sus sentimientos. Cuando cae en la cuenta de que mintiendo los hiere de todos modos, no encuentra salida y, ante el conflicto irresoluble, se bloquea.
Pero la mejor historia que ilustra estas fallas por términos contradictorios en un cerebro radicalmente lógico es el relato Círculo vicioso. En él, un robot enviado a realizar una misión entra en bucle dando vueltas alrededor de su objetivo (un pozo de selenio). Ello sucede como situación de compromiso entre la segunda ley (obedecer las órdenes) y la tercera ley (autoprotección), que ha sido reforzada en ese modelo: el robot no puede dejar de obedecer la orden de traer el selenio, pero a la vez intenta autoprotegerse del peligro del pozo de selenio. El resultado es caminar en círculos sin fin alrededor del pozo, en un umbral donde se contrarrestan matemáticamente las dos leyes.

La historia de ese robot siempre me pareció angustiosa y enternecedora, y es una metáfora de los bloqueos en los que a veces nos encontramos inmersos los humanos (o al menos yo). Trasladándonos a la mente humana (o a la mía), supongamos una contradicción entre principios importantes como la que se daría, por ejemplo, entre estos:
1. No se deben tolerar las faltas de respeto.
2. Hay que ser comprensivo con las salidas de tono de los demás.
O, expresado de otra manera:
1. El que se deja llevar por la indignación es malo, y tú debes ser bueno.
2. El que se deja humillar es un desgraciado, y tú no debes serlo.
Muy a menudo me he quedado anclado en esa contradicción entre “ser bueno” y “hacerme valer”. O, en la misma línea, también muchas veces he tolerado detalles ajenos (como el desorden o el no aportar dinero) para cumplir con el principio “ser comprensivo”, pero eso iba convirtiendo en hábito situaciones intolerables, por lo que a la larga la insatisfacción y la indignación eran demasiado grandes y entraba en conflictos que bien podrían calificarse de “cortocircuitos”.

Cuando entro en uno de estos cortocircuitos me quedo como el robot minero de Asimov, dando vueltas sin encontrar solución, abrumado de angustia e impotente, sin poder avanzar en ninguna dirección. El correlato emocional es de angustia y rabia, que, a falta de resolución, dirijo contra mí mismo. Finalmente, la salida del cortocircuito es por cambio de escenario bendita vida que nos salva sin querer de lo que querríamos salvarnos, pero me deja frustrado, y no me sirve para aprender a afrontar mejor la situación siguiente.
Quizá tendría que formular y reforzar una primera ley, prioritaria respecto a todas las demás, que estableciera: “Tu objetivo prioritario es la preservación personal”. Es justamente el principio que estableció Spinoza para su ética. Ser bueno o ser respetado deberían estar subordinados a esta primera ley, más o menos de la siguiente manera: “Sé bueno, siempre que no entre en conflicto con la primera ley”, o bien “Hazte valer, siempre que no entre en conflicto con la primera ley”. Y como seguiría abierta la polémica entre ser bueno y hacerse valer, habría que añadir: “Admite ese conflicto, siempre que no entre en conflicto con la primera ley”.
En fin, así formulado, todo resulta muy inhumano y rígido. Los seres humanos funcionamos más por intuiciones y por heurísticos, o simplemente por impulsos, afectos y emociones. En suma, el ser humano se diferencia del robot en la capacidad para captar y aplicar matices, gradaciones dentro de un principio. La mayoría de las personas renuncia a sentirse completamente bueno a cambio, por ejemplo, de la seguridad. La rigidez de considerar solo absolutos, como “si no se es totalmente bueno, entonces se es malo”, pertenece a la visión primitiva e infantil. Aprender y madurar conlleva admitir las medias tintas. Sin embargo, el fenómeno psicológico de la disonancia demuestra que el conflicto interno entre dos detalles contradictorios forma parte del procesamiento mental humano. Una persona insegura, obsesiva o simplemente cargada emocionalmente, puede quedar prisionera de un dilema irresoluble, como el robot del cuento de Asimov.
Se trata de echar mano del sentido común, pero en momentos emocionalmente comprometidos me cuesta mucho hacerlo, porque no me da respuestas claras. ¿Qué me queda? Lo que acabo por hacer casi siempre: retirarme.

viernes, 17 de febrero de 2017

Edipo contrariado

No sé dónde leí (creo que en algún escrito junguiano) que el hombre pasa dos grandes trances en su desarrollo: primero, el abandono de la condición de niño y el ingreso en la condición de adulto, que en las sociedades antiguas era marcado por duras pruebas iniciáticas; y segundo, la entrada en la condición de padre (progenitor, protector, velador de la prioridad de la nueva generación).
El primer paso implica un tránsito espiritual de la inocencia más o menos desentendida ser protegido y cuidado a la responsabilidad de ocupar un sitio de igual en el grupo lo cual implica hacerse cargo de uno mismo y, ulteriormente, proteger y cuidar. Los nuevos privilegios van aparejados a nuevos deberes. En el plano simbólico, uno está llamado, compelido, a iniciar una etapa heroica. El héroe deberá hacer frente a peligros, dedicarse a la lucha, esforzarse por hacer aportaciones valiosas a la vida común. El héroe se quedará solo, será puesto a prueba y será juzgado por sus logros. El resultado puede ser la relegación o la honra. La tarea básica de esta etapa es la construcción y el apuntalamiento del ego.
El segundo paso parece más delicado, porque en cierto modo implica la renuncia a lo construido en el paso anterior, al menos dentro de la familia. Desde el momento en que llega la nueva generación, la precedente se ve relegada a un segundo plano; la vida está siempre de parte de los jóvenes, la nueva generación pasa a ser la prioridad. El héroe debe declinar su aventura y establecerse: pasar de conquistador a protector. El hombre debe abandonar poco a poco (o de repente) sus sueños de grandeza, sus reinos conquistados, y aceptar que éstos sean ocupados por otro que le sucederá. En este sentido, la paternidad disminuye al hombre, y la antesala de la paternidad el matrimonio constituye un primer paso en el sometimiento del héroe. Hay algo de castración socializadora en la iniciación del matrimonio.

¿Cómo se compensan estas pérdidas, cómo se contiene la angustia profunda que alienta en estos tránsitos? En primer lugar, las ceremonias sirven a la vez para fijarlos socialmente y para proporcionar arropamiento a la víctima de los sacrificios. Porque en toda iniciación hay algo que muere y algo que nace.
El primer sacrificio, el que acaba con el niño para que pueda entrar en escena el hombre heroico, estimula el ego, lo magnifica, le da carta blanca dentro de las normas de la tribu. Hasta ese momento se amó la dulce y blanda infancia, se protegió, se permitió que el individuo viviera ignorante y libre. Ahora se convierte en un igual, y se le conceden los privilegios de los iniciados. El paso a la edad adulta es la iniciación por excelencia, es una ceremonia de transmisión de poder, y en ese poder está la compensación por la infancia perdida.
En el segundo sacrificio, la tribu asiste y contiene la defenestración del héroe, apartado a un papel secundario en el propio relato de su vida. Es la ceremonia de la socialización por excelencia. En ella, el héroe entregará sus atributos de masculinidad y poder en beneficio del conjunto. Simbólicamente, en el matrimonio, el hombre sucumbe y cede el protagonismo a la hembra, que será la que traerá, alimentará y protegerá a la nueva generación. De ahí, por ejemplo, el mito de Edipo, y otras metáforas de la "muerte" del padre a manos del hijo. Para crecer y hacerse hombre, el hijo tiene que matar al padre, es decir, sustituirle. Desde el punto de vista biológico, el nacimiento de un hijo implica el cierre de un ciclo en la vida del hombre: le guste o no, y por más que aún se le reserve un papel nutricio y protector de la prole, el hombre ha cumplido su cometido y pasa a ser prescindible para la especie; en cierto modo, pasa a ser un impedimento. Desde ese momento, su historia íntima será un lento pero implacable recular, una progresiva dimisión de sus atributos. Puede que haya una cierta compensación en el hecho de ver cómo sus genes se expanden, rejuvenecidos, y conquistan el futuro (un futuro que ya no cuenta con él, pero sí con lo que de él quedará en las nuevas generaciones). También hay un cierto reconocimiento en su papel de aprovisionador de la familia, y, quizá, en la autoridad que dentro de ella se le confiere.

¿Son suficientes tales compensaciones para el héroe que ha sucumbido? Para algunos, sí, y tienen suerte, porque son capaces de adaptarse a su lugar secundario y disfrutar del nuevo rol, aportar su grano de arena a la formación del vástago (también en esto secundario con respecto a la madre) y declinar en paz hasta la muerte. Es más, un hombre así puede incluso optar a la sabiduría, y, al completar el papel nutricio de la infancia de la prole cuando esta crece, retirarse del mundo y construir espiritualidad y cultura. Por lo visto hay lugares en los que ese retiro de la paternidad está codificado socialmente.
Pero no es extraño que en el interior del hombre (y más en la actualidad, cuando hemos ganado tantos años redundantes en términos reproductivos, cuando las ceremonias han visto tan reducida su sugestión) surjan rebeldías que reaviven el instinto heroico. El nacimiento de un hijo es un momento muy delicado en el matrimonio, un momento en el que el hombre puede no aceptar esa relegación a un segundo plano y sentir la necesidad de reavivar su condición heroica, abandonando la familia y saliendo de caza una vez más. La hembra convertida en madre ha dejado de ser un trofeo de su gloria viril, y a partir de ahora su lecho, invadido por la prole, ya no le pertenece (literalmente, cuando al sufrido padre le toca dormir en el sofá). Los héroes de hoy no se resignan tan fácilmente a perder su condición, y el matrimonio, a menudo, entra en crisis.

viernes, 10 de febrero de 2017

Plantar árboles

—Uno mira el mundo, se informa de lo que cuentan los periódicos, reflexiona, y ya no puede remediar la angustia. Parece que, como dijo el filósofo, la única actitud lúcida y digna es el pesimismo.
—No estoy de acuerdo. El pesimismo nos inmoviliza, nos convierte en rehenes. El optimismo, incluso cuando resulta iluso, abre una puerta al porvenir. Y no podemos vivir sin porvenir.
—Pero las cosas van mal, e irán a peor. Sufriremos y lo desbarataremos todo.
—Capaces somos, desde luego. Pero podemos pensar, como Luther King: “Aunque mañana fuese a acabarse el mundo, yo igual plantaría mi árbol”. Nuestro compromiso con los que vendrán es esforzarnos por recomponer lo que esté en nuestra mano, como hicieron los abuelos. ¿De qué les servirá nuestro lamento a las generaciones futuras? Si caminas por la montaña y alguien ha tirado una botella, no pierdas tiempo maldiciéndolo o pensando en cómo debería actuar la gente, recoge la botella y así el que pase después verá un campo limpio.
—Pero es poco lo que podemos hacer, y la montaña es grande. La entropía abate nuestra tarea. Arreglar requiere tiempo y esfuerzo, para estropear solo hace falta un gesto.
—Si somos pequeños, hagamos cosas pequeñas. Planta un árbol.
—Plantando un árbol no evitaré la deforestación. Es más, lo probable es que mi árbol se agoste en el primer verano, o sea víctima de un incendio, o venga alguien y lo corte.
—Eso no le quita un ápice de valor y de dignidad. Ya que no puedes cambiar el mundo, cambia tu mundo, tu pequeño trozo de territorio en el que existes. Ésa es tu labor.
—Sigo creyendo que soy demasiado poca cosa, que los que hacen daño son poderosos y deterioran a un ritmo mucho más intenso que el de los que construyen. Nos acorralarán y nos humillarán.
—Siempre lo han hecho, y hemos sobrevivido. Seguiremos haciéndolo. Por nosotros y, sobre todo, por los que han de venir. Otros lo tuvieron peor, y, sin embargo, tiraron adelante. Haremos lo que haya que hacer. Ésa es nuestra victoria, la que ningún poderoso puede quitarnos.
—Los poderosos se ríen de nuestras victorias, y las aplastan sin mirar, con sólo mover las posaderas.
—Los poderosos nos aplastarán, pero no podrán robarnos nuestra libertad.
—Triste consuelo.
—¡No! No es un consuelo. No necesitamos consuelo. Sólo necesitamos sentido, y respeto por nosotros mismos. Necesitamos que, en la hora de la muerte, podamos mirar a nuestros hijos a los ojos y decirles: "Hice todo lo que pude por defenderte, jamás me resigné".
—Y, mientras tanto, ¿qué pasa con la alegría?
—La alegría también nos pertenece. Como dice Serrat, hay que defenderla.
—¿Cómo vamos a defenderla si no la tenemos?
—Apostando por ella. Inventándola, diría Sartre. Convirtiéndola en una obstinación, diría Camus. Haciéndola existir a fuerza de creer que existe, nos señalarían los estoicos.
—¿Se puede sufrir con alegría?
—Los budistas y los estoicos nos aseguraron que sí. Se trata de gravitar en nuestro centro, y vivir conforme a nuestra naturaleza. Ése es el gozo. Hay que aprender a verlo.
—Desconfío de tu optimismo facilón.
—Yo también, muchas veces. Pero luego me digo que, al menos, el optimismo está de mi parte. En cambio, el pesimismo me lleva la contraria. Y ya tengo bastantes cosas en contra.
—Pero lo que cuenta es la verdad.
—Sin duda. Pero hay verdades que están por inventar. Solo intento darles una oportunidad. Para que valga la pena plantar árboles, basta con que sobreviva uno. En el norte de la India hay un hombre que, árbol a árbol, ha hecho crecer un bosque entero en una isla yerma. Lo llaman “Forest Man”.
—He visto el documental.
—¿Y no te parece heroico?
—Más bien trágico. El Hombre Bosque es un Sísifo de la ecología. Por cada árbol que él planta, se deforestan cientos de hectáreas en la Amazonia. Él mismo reconoce lo destructivos que somos los humanos. Tal vez su gesta le sirva a él, pero no veo de qué le sirve al mundo.
—Le sirve de ejemplo. El Hombre Bosque, como Sísifo, somos todos, luchando por lo mejor a pesar de tenerlo todo en contra. Toda la belleza de la vida humana se resume en ese trabajo obstinado a favor de lo valioso. Tal vez nos venzan las hachas y las sierras, pero nosotros les entregamos la vida a las semillas: ese es su valor, y el nuestro.
—Mero idealismo.
—Sentido. Y el sentido, como el amor, marca la diferencia. Camus vio esa grandeza, que es la única que cuenta. “Hay que imaginar a Sísifo dichoso”.

viernes, 3 de febrero de 2017

Pilotos sabios

Hay personas que cuentan con una especie de ley o brújula interna, un timón que les guía en todas las cambiantes circunstancias de la vida. Como a todos, les zarandean las marejadas de la existencia, pero ellas siempre acaban por seguir su ruta, una ruta grabada a fuego como si fuesen dueños de sus propias constelaciones. Esas personas siempre siguen adelante, porque siempre saben a dónde van.
En cambio, otros navegan sin rumbo, a merced de los vientos y de las mareas, dando bandazos de acá para allá sin claridad y sin destino. Éstos vienen y van, pasan una y otra vez por el mismo sitio, se estancan cuando no hay brisa, y en días de tempestad se estrellan contra los arrecifes que no supieron vislumbrar. A veces avanzan a la deriva, o se detienen en puertos extraños, o escoran con el viento de levante.
¿Qué es lo que marca la diferencia? Creo que, ante todo, el amor. Quien fue amado cuando aún se sentía insignificante, conoció la tierra firme y aprendió a caminar por ella; y sabe amar, que es el alfa y el omega del sentido. El que ha sido amado y ama ya lo tiene todo: lo demás es una añadidura; ninguna intimidación puede hacer un daño irreparable; ningún temor alcanza el puerto seguro; ningún deseo es imprescindible.
En cambio, quien no conoció el amor, o lo conoció mal, creció con un alma raquítica, presa de un hambre que no se sacia. Nunca podrá reponerse del todo de una oquedad que amenaza con abrirse desde el fondo de todas las cosas, minando el mundo. Por conquistar lo que no tiene, tal vez se pase la vida combatiendo, envuelto en batallas que no puede ganar, galopando hacia un horizonte que nunca se alcanza. Lo más probable es que en el fondo de su alma se sienta presa de una vulnerabilidad insoportable.
Dicen muchos psicólogos que el que en su infancia no se sintió amado como necesitaba ya nunca podrá compensar por completo esa carencia. Siempre se le tambalearán los cimientos, allá en el fondo. Siempre se presentirá incompleto. Algo se ha roto o no se curó mal, y así se quedó definitivamente.
Sin embargo, ser cojo no significa no poder caminar. Tal vez no se podrá correr como el que no lo es, tal vez resulte más difícil y no se pueda llegar tan lejos —y habrá que aceptarlo—, pero avanzar aún es posible. Uno puede, además, aprender a usar muletas. En esa capacidad de compensar las carencias con artefactos reside el poder humano, la oportunidad de llegar más allá de los límites que nos ha impuesto la vida. Y por eso siempre, dentro de unos márgenes, podemos elegir. La voluntad, aliada a la inteligencia, les abre nuevas posibilidades a nuestros menoscabos, y a veces aprende, incluso, a sacarles partido.
Hay muchas y estremecedoras historias del poder del tesón, y podemos tomarlas como ejemplo. Cada cual tiene la posibilidad de ser héroe en su territorio, por pequeño que sea. Dicen que Demóstenes, el célebre orador ateniense, se ponía piedras en la boca para corregir sus defectos de dicción. Sócrates tenía fama de bajito y feo; no pasó a la historia como un gran seductor de muchachas en el ágora, pero sí como cautivador de almas lo cual le costó la vida, pero esa es otra historia. El sabio oriental Milarepa, de joven, había sido un cruel asesino, y en su madurez iluminó la vida de mucha gente. Montaigne se confesaba perezoso, pero no le faltó energía para meditar y escribir. Basta ver el penoso estado del físico Stephen Hawking, inmovilizado por completo en su silla de ruedas, para sentirse abrumado de admiración por alguien que es capaz de sobreponerse a tal estado de deterioro, y hablar con voz sintética moviendo con la lengua un aparato.
Hay fronteras que jamás podremos trascender, sueños que no se cumplirán, heridas que no sanarán. Pero dentro de eso, seguimos siendo vagabundos libres. Y a menudo resulta que el territorio es más extenso de lo que pensábamos, y que lo que considerábamos una lacra también podía entonar su canto de entusiasmo a la alegría. Esta es nuestra barca, y no tenemos otra: podemos aprender a empuñar con firmeza el timón, y a guiarlo con sabiduría.