No tolero las relaciones
íntimas porque no puedo manejar su complejidad. Demasiadas emociones (imperiosas,
contradictorias), y sobre todo: la rabia, la decepción, el resentimiento. O
simplemente soy demasiado desconfiado para la dependencia, para el ineludible riesgo
de la entrega.
O espero demasiado, y
ello me aboca sin remedio a la decepción y a sentirme vulnerado. Mi esperanza
de amor es demasiado totalitaria: es infantil, inmadura, primitiva. ¿Oral?
¿Devoradora? (en el sentido del psicoanálisis). Pongo pruebas constantes a la
otra persona, que acaba diciéndome, como aquella: “No te compro”. Boicoteo las
mejores intenciones del otro para confirmar mi hipótesis de que no merece mi
amor: “sabía que no me amabas”, podría ser la profecía autocumplida. ¿Lo sabía o
lo temía tanto que prefería no arriesgarme a lo contrario?
Demasiada
complejidad. Se me ocurría una manera de describirla. Una manera al estilo de
los cognitivistas, que se apoyan en la metáfora del ordenador para explicar el
funcionamiento de la mente: quizá la complejidad solo sea una simplicidad
exasperada.
Recuerdo que a menudo
he tenido la sensación de estar atenazado por contradicciones sin solución
aparente, lo cual me empujaba a una especie de “cortocircuito” mental. Así
actuaría un ordenador o un robot al cual se le plantearan ítems conflictivos,
tal como explora Asimov en sus historias de robots.
Las tres leyes de la
robótica son:
1. Un robot no debe dañar a un ser humano
o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño.
2. Un robot debe obedecer las órdenes que le
son dadas por un ser humano, excepto si estas órdenes entran en conflicto con
la Primera Ley.
3. Un robot debe proteger su propia existencia
(por ser un sistema muy costoso), hasta donde esta protección no entre en
conflicto con la Primera o la Segunda Ley.
Asimov aprovecha las
ambigüedades en los términos de las leyes (sobre todo en los conceptos “dañar” o
“humano”) para imaginar interesantes paradojas.
Por ejemplo, en ¡Embustero!,
un robot capaz de leer las mentes miente a los analizadores para no herir sus
sentimientos. Cuando cae en la cuenta de que mintiendo los hiere de todos
modos, no encuentra salida y, ante el conflicto irresoluble, se bloquea.
Pero la mejor
historia que ilustra estas fallas por términos contradictorios en un cerebro
radicalmente lógico es el relato Círculo vicioso. En él, un robot
enviado a realizar una misión entra en bucle dando vueltas alrededor de su
objetivo (un pozo de selenio). Ello sucede como situación de compromiso entre
la segunda ley (obedecer las órdenes) y la tercera ley (autoprotección), que ha
sido reforzada en ese modelo: el robot no puede dejar de obedecer la orden de
traer el selenio, pero a la vez intenta autoprotegerse del peligro del pozo de
selenio. El resultado es caminar en círculos sin fin alrededor del pozo, en un
umbral donde se contrarrestan matemáticamente las dos leyes.
La historia de ese
robot siempre me pareció angustiosa y enternecedora, y es una metáfora de los
bloqueos en los que a veces nos encontramos inmersos los humanos (o al menos
yo). Trasladándonos a la mente humana (o a la mía), supongamos una
contradicción entre principios importantes como la que se daría, por ejemplo,
entre estos:
1. No se deben
tolerar las faltas de respeto.
2. Hay que ser
comprensivo con las salidas de tono de los demás.
O, expresado de otra
manera:
1. El que se deja
llevar por la indignación es malo, y tú debes ser bueno.
2. El que se deja
humillar es un desgraciado, y tú no debes serlo.
Muy a menudo me he
quedado anclado en esa contradicción entre “ser bueno” y “hacerme valer”. O, en
la misma línea, también muchas veces he tolerado detalles ajenos (como el
desorden o el no aportar dinero) para cumplir con el principio “ser
comprensivo”, pero eso iba convirtiendo en hábito situaciones intolerables, por
lo que a la larga la insatisfacción y la indignación eran demasiado grandes y
entraba en conflictos que bien podrían calificarse de “cortocircuitos”.
Cuando entro en uno
de estos cortocircuitos me quedo como el robot minero de Asimov, dando vueltas
sin encontrar solución, abrumado de angustia e impotente, sin poder avanzar en
ninguna dirección. El correlato emocional es de angustia y rabia, que, a falta
de resolución, dirijo contra mí mismo. Finalmente, la salida del cortocircuito
es por cambio de escenario ―bendita
vida que nos salva sin querer de lo que querríamos salvarnos―, pero me deja
frustrado, y no me sirve para aprender a afrontar mejor la situación siguiente.
Quizá tendría que
formular y reforzar una primera ley, prioritaria respecto a todas las demás,
que estableciera: “Tu objetivo prioritario es la preservación personal”. Es
justamente el principio que estableció Spinoza para su ética. Ser bueno o ser
respetado deberían estar subordinados a esta primera ley, más o menos de la
siguiente manera: “Sé bueno, siempre que no entre en conflicto con la primera
ley”, o bien “Hazte valer, siempre que no entre en conflicto con la primera ley”.
Y como seguiría abierta la polémica entre ser bueno y hacerse valer, habría que
añadir: “Admite ese conflicto, siempre que no entre en conflicto con la primera
ley”.
En fin, así
formulado, todo resulta muy inhumano y rígido. Los seres humanos funcionamos
más por intuiciones y por heurísticos, o simplemente por impulsos, afectos y
emociones. En suma, el ser humano se diferencia del robot en la capacidad para
captar y aplicar matices, gradaciones dentro de un principio. La mayoría
de las personas renuncia a sentirse completamente bueno a cambio, por ejemplo,
de la seguridad. La rigidez de considerar solo absolutos, como “si no se es
totalmente bueno, entonces se es malo”, pertenece a la visión primitiva e
infantil. Aprender y madurar conlleva admitir las medias tintas. Sin embargo,
el fenómeno psicológico de la disonancia demuestra que el conflicto interno
entre dos detalles contradictorios forma parte del procesamiento mental humano.
Una persona insegura, obsesiva o simplemente cargada emocionalmente, puede
quedar prisionera de un dilema irresoluble, como el robot del cuento de Asimov.
Se trata de echar mano del sentido común, pero en
momentos emocionalmente comprometidos me cuesta mucho hacerlo, porque no me da
respuestas claras. ¿Qué me queda? Lo que acabo por hacer casi siempre:
retirarme.