viernes, 27 de enero de 2017

¿Cómo sería si fuera yo?

A veces fantaseo sobre cómo sería si me hubiese permitido ser más natural, si no me hubiese sometido al perpetuo escrutinio de mis prejuicios... No creo que hubiese sido mucho más malo; tal vez sí, en cambio, más interesante. Vivir habría resultado un asunto más ameno y menos gravoso. Seguro que le habría caído bien a Holden Caulfield, a Tom Sawyer; al Gran Meaulnes; a Alfanhuí.
Habría sido mucho más espontáneo y divertido. Con buen sentido del humor y un poco pícaro. Habría hecho más deporte y me hubiese peleado con un montón de compañeros, que habrían acabado, probablemente, siendo mis amigos. También habría salido con más chicas. Seguramente no se me habrían dado tan bien los estudios, al fin y al cabo yo estudiaba como una manera de refugiarme y de ser bueno en algo. Hubiera empezado a trabajar más joven y no tendría tantos libros, y ni hablar de haber escrito poesías o canciones cursis. Estaría menos versado en filósofos y más en don de gentes. Mis hijos ya andarían creciditos. Y desde luego no me hubiese gastado un tercio de mi sueldo en terapias durante casi veinte años.
No estoy seguro de que fuese mejor de lo que soy, ni más feliz, pero a lo mejor no me daría cuenta o no me importaría. En fin, es hablar por hablar, vaya usted a saber por dónde me habría salido la vida. También podría haberme convertido en un alcohólico o en un canalla (cosas que modestamente creo que no soy). La vida es difícil para todo el mundo, así que aprobaremos las cosas como están.
La vida cuesta de por sí, y para algunos que se la complican solos, más. Algunos nos empeñamos en escalar la montaña por el lado más agreste, tal vez seamos un poco masoquistas. Bueno, en realidad, yo nunca he escalado, he preferido ir por los caminos tranquilos (soy un poco vago). Pero sí me he complicado la vida solito, o me he empeñado en verla más complicada de lo que es.
Porque la vida, en el fondo, es simple. Lo que la hace enrevesada son nuestras resistencias. A cada paso, hay una iniciación que nos envejece, un pulso de la vida que nos despoja de inocencia; si nos resistimos a esas iniciaciones, el tiempo pasa igual, pero nosotros nos mantenemos varados en el fango. Hay mucha gente atrancada por miedo, por pereza o por orgullo. Y estar atascado es lo peor, porque la vida avanza de todos modos pero nosotros no estamos en ella. Es como viajar en un tren y perderse los paisajes porque uno se empeña en mirarse continuamente las uñas de los pies.
La liberación está en darse cuenta de que son sólo unas uñas, sin nada particular. Uñas como las de todo el mundo, que crecen, que hay que cortar de vez en cuando y que a veces salen un poco torcidas. Y con los años amarillean. No hay nada particular ni terrible que les pueda pasar a nuestras uñas. Si las dejamos estar, lo más probable es que sean la mar de normales.
Hay que dejar en paz a las uñas, no necesitan que nos pasemos el tiempo vigilándolas por si acaso. Hay que dejarse en paz a uno mismo, y lo más probable es que las cosas sigan su curso con la parsimonia normal en los mortales. Ni nuestras uñas son tan importantes ni tenemos por qué desconfiar de ellas.
Y entonces uno puede levantar la cabeza, mirar por la ventanilla y disfrutar del paisaje. No nos pongamos bucólicos: a menudo, el paisaje no tendrá nada de particular, e incluso será cruel y repugnante. Pero el milagro no es ese. El milagro es el viaje en sí, la oportunidad de estar aquí, el movimiento. Si se mira con detalle, siempre hay algo hermoso e interesante. Encontrarlo es la sabiduría.
No glorificaré la vida, pero tampoco la repudiaré. Es lo que es, y ni siquiera ella tiene la culpa de no dar más de sí. Si uno es un poco hábil e ingenioso, si tiene sentido del humor y mira con atención y con buena predisposición, resulta, incluso, que la vida tiene muchas cosas buenas. Detalles simpáticos y entrañables, ocurrencias de lo más poético. Pequeños grandes placeres que son como una guirnalda al cuello.
“De vez en cuando la vida toma contigo café”, canta Serrat. De vez en cuando la vida baila con uno, si uno tiene el valor y la simplicidad de sacarla a bailar (y arriesgarse a que le dé calabazas). De vez en cuando se ríe si uno le cuenta chistes, escucha si uno le cuenta lo que piensa. A veces pasea a nuestro lado junto al río en un plácido atardecer. De vez en cuando, si uno sabe pedirlo, nos concede un abrazo, un beso o algún capricho. Y hasta puede que venga con alguna sorpresa...
En la película de Gonzalo Suárez, Don Juan, mortalmente herido, cruza la laguna Estigia confiando en que la Muerte sea una mujer. ¿Y si la Vida también lo fuera? Si uno se pone guapo y seductor, tal vez no se resista a concedernos sus favores. “Quizá todos los dragones de nuestra vida escribe Rilke, aquel sabio bueno y melancólico son princesas que esperan solo eso, vernos una vez hermosos y valientes”. Hermosos y valientes: tal vez entonces la vida fuese nuestra amante.
Vivir es difícil, pero no tanto. Y hasta puede resultar divertido. Si fuera yo, seguramente lo habría sabido temprano y lo hubiese aprovechado antes. Pero, en fin, nunca es tarde para la alegría de la sencillez. Se te ha otorgado ese don: ¿te lo vas a perder?

viernes, 20 de enero de 2017

Tener hijos

Tener hijos es la escuela de amor más grande que se nos puede brindar. Es la oportunidad de hacerse verdaderamente adulto, de cambiar el rol de hijo, que tiende a atraparnos en comportamientos primitivos, por el rol de padre, que significa ni más ni menos que a partir de ahora habrá una persona que dependerá completamente de nosotros, una persona de la que nos tendremos que hacer cargo sin excusas y sin esperar nada. Ya no seremos jamás los más importantes. El rey ha muerto: viva el rey. A cambio, sin embargo, nos inspirará más que ningún otro amor: en convicción, en valentía, en sentido. La existencia de un hijo vierte en la nuestra tanto contenido que nos parece que antes de él éramos como troncos huecos.
Tener hijos nos rescata del egocentrismo, o al menos lo resquebraja, lo pone en la picota. Un mocoso va por el mundo proclamando nuestra gozosa nimiedad. Cuando somos jóvenes, tendemos a pensar que la llegada de un hijo nos robará nuestra preciada libertad. Y es cierto: se nos priva de la libertad de entregarnos a nuestros caprichos, de imponer nuestros deseos, de pasarnos demasiado tiempo agazapados en nuestras congojas. Sin embargo, se nos regala una nueva libertad: la del que ya no es esclavo de sí mismo. Si Narciso hubiese tenido un hijo se habría visto obligado, al menos a ratos, a dejar de contemplarse en el estanque para ir a cambiar pañales. Tal vez entonces habría tenido la oportunidad de salvarse de la obsesión con su propia imagen. Habría descubierto un mundo a su alrededor, habitado por un ser capaz de inspirarle un amor que hiciera palidecer el que sentía por sí mismo. Habría conocido el dulce placer de olvidarse de uno al entregarse por completo a otro. ¿Hay libertad más grande?
Los que nos hemos pasado media vida secuestrados por las trampas del ego sabemos apreciar el don que es poder quitárselas de encima. Habíamos vivido perseguidos por traumas, temores, nostalgias, resentimientos antiguos que no sabíamos resolver porque seguíamos demasiado sumidos en nuestro relato, porque al crecer no habíamos sabido emanciparnos de la indefensión y los constantes reclamos infantiles. Seguíamos odiando a unos padres que suponíamos que no nos cuidaron o no nos comprendieron; continuábamos reprochándonos no ser los hijos que se había esperado. Fantaseábamos aún que, si llorábamos con suficiente fuerza, alguien vendría a abrazarnos y a alimentarnos. Soñábamos con que un amor lo iluminara todo, con destellos deslumbrantes y sin sombras; aún se lo pedíamos todo al amor, y, guiados por ese totalitarismo, despreciábamos los amores que podían darnos tanto, pero un tanto que nunca era suficiente. Y seguíamos pretendiendo ser los mejores, los más fuertes, los más reconocidos, mientras, como de pequeños, bailábamos para llamar la atención y acaparar los aplausos. Así es la infancia, y así seguíamos siendo nosotros, porque nunca habíamos dejado de echar en ella el ancla.
Pero entonces llegó ese extraño y maravilloso ser que era nosotros sin serlo, alguien en quien podíamos intuirnos pero no contemplarnos (al fin roto el espejo de Narciso), alguien que nos reclamaba todo sin dar más que el milagro de su presencia. Alguien, en fin, más importante que nosotros, y que por tanto convertía en fruslerías todas nuestras viejas querellas. Uno puede ser padre o madre y seguir odiando a los propios padres, pero ya no de la misma manera, ya no con el mismo sentido; primero, porque lo que hicieron con nosotros deja de ser tan importante: ahora se trata de lo que nosotros hagamos; y además, porque ahora que ocupamos su lugar podemos comprenderles muchas cosas, incluidas las limitaciones y los errores. Ahora nos toca a nosotros ser los que cuidan, los que tienen que acudir a otro llanto, y abrazar, y alimentar, y calmar y proteger. Y en ese nuevo rol descubrimos un poder más genuino, más hermoso, que antes ni siquiera concebíamos: no el de imponerse a los demás, sino el de resguardar su fragilidad; no el de reclamar, sino el de ser reclamado. De pronto somos responsables de la vulnerabilidad de otro, y eso no nos hace menos vulnerables, pero nos obliga a apelar a nuestra parte fuerte, a crearla si es preciso. Entonces descubrimos que estaba ahí, o que éramos capaces de inventarla.
Tener hijos está lleno de gozo y sufrimiento. ¿Cómo podría venir el uno sin el otro? Nuestros hijos se convierten en el sentido de la vida, y a partir de ese momento sus peligros son nuestros peligros. Tal vez ya no nos quite el sueño nuestro pasado, pero sí lo hará su futuro. La entrega a ese sufrimiento es terrible y dichosa, y se llama amor. Un amor que quema, que nos vuelca por completo hacia fuera, que nos vacía para llenarnos de vuelta, como las olas en la playa. Y tendremos que sufrir con cada uno de sus padecimientos, que nos dolerán más que los nuestros, y que muchas veces no podremos evitar —“nada ni nadie puede impedir que sufran”, canta Serrat—, ni siquiera tenemos derecho a evitar.
Se nos obligará a aprender sin cesar. Lo primero que tendremos que aprender es a perder: permitir que esa parte de nosotros no sea nuestra, que cumpla sus propios designios y siga su propio camino. Lo contrario sería no dejarles crecer. “Vuestros hijos no son vuestros hijos —escribe Kahlil Gibran en una célebre cita—, son los hijos y las hijas de la vida”. Creeremos conocer lo mejor para ellos, insistiremos en imponérselo, y al final tendremos que claudicar cuando elijan por sí mismos, enseñándonos, tal vez, que estábamos equivocados. Y habrá en ello un pulso, una lucha entre generaciones, que tendrá que saldarse, como sucedió siempre, con la victoria de quien pertenece al futuro.
Porque otra cosa que vienen a enseñarnos los hijos es que ya no somos jóvenes, o no lo somos tanto; que el tiempo corre y tendremos que dar paso a una nueva generación que sustituirá a la nuestra. Hay en ese descubrimiento, también, una tristeza y un gozo. Aceptar que nos quedamos atrás, que estamos un escalón más cerca de la vejez y la muerte, puede no ser fácil de entrada. Pero, una vez admitido, hay en ello el alivio de saber que todo es más ligero de lo que pensábamos, incluidos nosotros. Eso nos limpia también de muchas necedades infantiles. Tal vez los rituales que celebran la llegada de un nuevo hijo estén dedicados, también, a consagrar el paso de los padres a una nueva etapa de la vida. Esa marca de frontera a veces queda diluida en nuestra sociedad líquida, donde todo se enreda tan fácilmente; eso nos confunde a menudo y nos trae muchos problemas: haríamos bien en rescatar la solemnidad de los ritos de paso, aunque solo fuera con la reflexión.
Y, en fin, los hijos nos enseñarán qué es amar sin esperar, amar con una fuerza que no puede ser correspondida. Tal vez sea, en efecto, la vida, que nos relega a un puesto secundario, al desplazar su centro a otro. Para el gen egoísta, haber cumplido con su transmisión es haberlo hecho casi todo. Solo nos queda proteger al depositario de ese gen, para que se desarrolle y llegue a la edad de perpetuarse en la generación siguiente. Pero no hace falta remitirse a la biología para aceptar esa aparente crueldad de las leyes de la vida, que en el fondo son muy justas. Cuando uno ve crecer sanos a sus hijos, de pronto se da cuenta de que la propia muerte no le apena tanto. Uno entiende que no es tan importante, que la vida se le prestó y seguirá por su cuenta, y que uno no constituye más que un eslabón en la cadena de la existencia. Esa insignificancia, mientras se contempla a los niños corretear y reír, es una felicidad.

viernes, 13 de enero de 2017

La valentía de dejarse querer

Ojalá podamos tener el coraje de estar solos 
y la valentía de arriesgarnos a estar juntos. Eduardo Galeano.

Hay una sensación de poder en negarse a aceptar lo que nos brindan: es jugar a la omnipotencia, ese viejo juego infantil al que tanto nos cuesta renunciar. Mientras doy, ejerzo mi poder sobre los demás, puedo hinchar mi ego con la sensación de que soy importante y se me necesita, puedo saborear mi ventaja sobre las impotencias de otros. En cambio, la disposición a recibir exige una cierta admisión de vulnerabilidad: reconocer que no nos bastamos a nosotros mismos, que necesitamos a los demás. Hay quien reclama la atención y pone a la gente a su disposición mediante el lamento y el desamparo, y hay quien no lo hace nunca porque así da la impresión de que no lo necesita. Hay quien es un dependiente absoluto, incapaz de hacer nada por sí mismo, y quien no puede permitirse el lujo de depender para evitar que se adivine su vulnerabilidad.
Conviene distinguir entre mostrarse vulnerable y sentirse vulnerable. Yo en general no he tenido problema en dejar ver mis torpezas, en admitir mis debilidades, en reconocer mis errores. De hecho, incluso he abusado y muchas veces me he entregado como carnaza a la burla de los demás, ensañándome conmigo mismo. Hurgar en los propios defectos, sobre todo cuando se hace públicamente, es otro tipo de poder: un poder oscuro que se utiliza a sí mismo como víctima propiciatoria. Todos deberíamos aprender a reírnos de nosotros mismos tanto como lo hacemos de los demás, pero siempre con ternura, con una risa compasiva, nunca con crueldad. Al humillarnos públicamente salimos al paso de posibles humillaciones ajenas, sí, pero a costa de dimitir de nuestra dignidad. Esto me trae a mientes que, siendo niño, una pandilla se encaró conmigo por la calle, no sé si con la intención de atracarme o solo por bravuconada; me revolví contra el que me amenazaba y le espeté: “¿Piensas que te tengo miedo? Aunque seas más fuerte y puedas pegarme, no te tengo miedo. ¡Anda, pégame, pégame!” El muchacho, algo mayor que yo, se quedó desconcertado unos instantes y de repente sonrió y me atizó un buen puñetazo en la cara.
En aquella consagración como perdedor, mientras se me hinchaba el pómulo y me silbaba el oído, pude saborear el extraño poder de haberme adelantado a mi agresor, de haberle escatimado la oportunidad de convertirme en víctima poniéndome yo antes en ese lugar. Lo cierto es que el tipejo me dejó en paz, y yo me quedé allí, de pie, con mi golpe en la cara pero con un extraño orgullo inverso. En aquel caso quizá no fui solo un perdedor, y, ya que no tenía fuerza para pegar a mi oponente como hubiese deseado, pude al menos robarle parte del placer (y del poder). Sin embargo, eso no hace menos perverso el hecho de que invitemos a los demás a que nos humillen; una actitud de ese tipo solo está mostrando hasta qué punto nos inspiramos desprecio: hay que estar muy resquebrajado por dentro para inmolarse como chivo expiatorio, para hacerse objeto de una crueldad propia a veces mayor que la que nos dispensarían los otros.
¿Me habrá servido esa ostentación de vulnerabilidad para evitar el terror de sentirme vulnerable? Porque eso sí que no he podido tolerarlo nunca, hasta el punto de evitar entregarme a los demás y, por consiguiente, poner una barrera a cualquier oportunidad genuina de amor. Hay un derrumbe vertiginoso en aceptar que nos quieran, que nos mimen, que nos acaricien, que nos protejan. Cuando nos apoyamos en alguien, siempre existe el peligro de que nos deje caer; cuando nos recostamos en un abrazo, siempre puede pasar que al otro lado no haya un cuerpo interpuesto entre nosotros y el abismo. Confiar requiere, llegado a un punto, cerrar los ojos y abandonarse, y ese es un inmenso riesgo, quizá sea el riesgo más grande que corramos en la vida. Y es precisamente el riesgo que yo nunca he podido tolerar en una relación íntima: algo en mí siempre ha estado convencido de que, llegado el momento, me dejarían caer. Por eso no puedo capitular, y tengo que mantener la ilusión de poder del que no espera nada, de no aceptar lo que se me ofrece, de no creer ninguna promesa, de no poner en manos de otros mi vulnerabilidad más profunda.
¿Y por qué será tan terrible reclinarse en un abrazo y no encontrar a nadie al otro lado? Al fin y al cabo, somos adultos, podemos sostenernos por nosotros mismos, y si nos caemos podemos levantarnos. Perfilemos un poco más la fantasía: “Ella era todo lo que había soñado, abrió los brazos y se me acercó; yo cerré los ojos, fui a abrazarla y cuando los abrí ya no estaba allí”. Se puede captar el terror de ese vacío sin fondo en un mundo en el que habíamos creído y resultó ausente. Pero si miramos bien, la fantasía es absolutamente infantil. Es la falta de la madre lo que resuena en ese pavor ante el vacío. Proyectamos el pánico a esa traición primordial en otras personas tal vez porque esperamos, secretamente, rescatar en ellas a la madre que nos falló. Seguimos buscando a nuestra madre en el gentío, donde jamás podrá estar: esa es nuestra verdadera vulnerabilidad.
Porque entre la gente solo encontraremos personas iguales a nosotros, adultas y tal vez huérfanas, personas que dan y que reciben, que dan porque reciben, que saben que reciben porque dan. Quizá recibir sea más difícil porque sabemos que querríamos más, porque conservamos la fantasía (también infantil) de que nunca tendríamos bastante. Y sabemos, por experiencia y por lógica, que nadie nos dará tanto, que nadie nos dará sin recibir. Eso, que debería ser suficiente, no lo es para un alma detenida en el origen, para un cuerpo de adulto que mantiene las fantasías de un niño.
Así que, enfurruñados, preferimos retirarnos a negociar, preferimos renunciar a un amor que no se entrega si no se le entregan; elegimos, en definitiva, no entregarnos. Lo hacemos para no perder el único poder que nos queda, para que no nos invada la angustia y nos reduzca al terror del desamparo primitivo. Creemos hacernos fuertes en la convicción de que no necesitamos que nos sostengan, cuando en realidad es lo que anhelamos secretamente, y por eso nos da tanto miedo la posibilidad de que no lo hagan.
La única salida de ese laberinto del desamor sería el valor de admitir nuestra vulnerabilidad. Admitir que, en efecto, nos posee el pánico, pero que aun así estamos dispuestos a correr el riesgo. Y lo estaremos cuando comprendamos que, entre adultos, no hay nada terrible en encontrar vacío un abrazo; que ese abismo de nuestra fantasía no es más que un tropiezo, tal vez doloroso, pero no mortal; que somos capaces de sobrevivir a las caídas y levantarnos y seguir caminando; que todos los abrazos están llenos y están vacíos, porque hoy se nos dan y mañana tal vez no; que necesitamos que nos quieran y nos abracen, incluso si solo es un poco, incluso si solo es por un rato, incluso si al final nos dejan solos. Al fin y al cabo, siempre estuvimos y estaremos solos, así nacimos y así moriremos. Entretanto, cada migaja de amor es un tesoro, y vale la pena la valentía de dejarse querer.

viernes, 6 de enero de 2017

¿Qué hacer con la tristeza?

¿Qué se puede hacer con la tristeza? Un budista diría: dejarla ahí. Epicuro recomendaría: buscar una alegría; o mirarla de frente y comprobar que no es tan terrible. Séneca preferiría soportarla firmemente, desafiarla para demostrarle que no nos humilla. Montaigne sonreiría: "No te tomes tan en serio tus altibajos; epoché". Spinoza sugeriría cambiar las causas para que lleven a otros efectos. Un romántico, como Nietzsche, proclamaría vivirla intensamente, naufragando sin reticencia en sus oscuros bajíos. La terapéutica del siglo XX se decantaría por animarnos a expresarla: Freud preguntaría por sus causas profundas, Jung confiaría en ella como mensajera del misterio, Perls la sometería a catarsis; Ellis, más práctico, denunciaría sus afectaciones. A Sartre le resultaría indiferente, y nos recordaría que somos nosotros los que elegimos estar tristes; y si no es eso lo que quieres, pues que inventa otra cosa.
Me dejo muchas otras opciones, y seguro que las que expongo están muy sesgadas. Todas ellas, por supuesto, aciertan, de un modo u otro, es decir, parcialmente. Pero ninguna ofrece una perspectiva general, quizá porque es imposible, quizá porque es algo tan íntimo que, para acercarnos un poco a su esencia, habría que asomarse a cada una de las tristezas de cada una de las personas. Tal vez no haya estudio serio de la pesadumbre más allá del caso, de la vivencia concreta, de la pura fenomenología. Creo que los que más se acercan al núcleo de la tristeza son los poetas. Miguel Hernández escribió:

Rayo de metal sesgado,
fulgentemente caído,
picotea mi costado
y hace en él un triste nido.

En su versión leve, la tristeza resulta incluso acogedora, y nos invita al descanso, al ensueño, a la evocación, a la nostalgia. Es la melancolía, que pone coto a nuestros empeños heroicos y nos invita a abandonar la lucha por un rato. Hay melancolías blandas que son una oportunidad para el retiro y una llamada al fuego del hogar, donde nos arrebujamos para contemplar el crepitar de las brasas del tiempo. Pero no es conveniente detenerse demasiado: Saturno tiene sus propios abusos, que pueden sumirnos en trampas de difícil salida. La tristeza puede inmovilizarnos si se convierte en depresión, o en un gris sudario que cae sobre nuestros días y los priva de luz. Si eso sucede, hay que recrear la alegría como sea: inventar una lucha, articular un grito, salir corriendo. Nadie está triste si tiene algo que hacer.
Yo me he hartado de mis tristezas súbitas y tantas veces melodramáticas, el estéril y a menudo morboso vicio de lamerme las heridas. Y a veces me he sentido fuerte y lúcido como para dejarlas de lado. Ha habido tres ocasiones en que me sentí cerca de la clave: cuando practicaba meditación, cuando enfoqué la alegría como empeño y en algunos momentos del trabajo filosófico.
La meditación era como aligerar peso, como fluir con la vida sin tantos tropiezos. Y la tristeza es lastre, es la pesadez de inquietudes imprecisas, de amenazas indefinidas; el entorpecimiento de un miedo que tiembla sin saber muy bien por qué, que tiembla por sí mismo, que se crea a sí mismo en el puro temblor. Y la tristeza es tropiezo: querer avanzar y encontrarse con un obstáculo tras otro, en la penumbra; apartar telarañas en una cueva húmeda y sofocante; correr con los pies atados.
El empeño en la alegría fue un hermoso arrebato vitalista que me permití como un lujo alguna que otra vez. Conservo los hermosos cuadernos que escribí en aquel verano gozoso de libertad y aislamiento, en el que me sentía un conquistador de mí mismo, de una nueva vida que estaba dispuesto a reinventar y a llevar a cabo. Los titulé "El próximo paso". Fue la conclusión de un doloroso año asistiendo de cerca a la depresión de un ser querido, viéndole prisionero de sus angustias, cociéndolas a fuego lento y hundiéndose en ellas como en un pantano.
Curiosamente, fue esa situación la que me enseñó dos cosas fascinantes: hasta qué punto nos fabricamos nuestras propias congojas para zambullirnos en ellas, tenazmente, morbosamente; y cómo yo podía también hacer de defensor de la vida, de protector, de consejero del ánimo. Creo que fue esa fuerza que tuve que sacar de las piedras, por cariño hacia aquella persona desesperada, la que luego me sentí capaz de aplicarme a mí mismo, traducida en un dulce entusiasmo, un proyecto palpable, una ebriedad que me parecía lúcida. La depresión tan de cerca me enseñó mucho sobre mis propias tendencias depresivas, y sobre la ridiculez de tomarlas en serio, de darles tanto vuelo. Escribí en mis cuadernos: “Quizá la principal enseñanza haya sido esta: siempre se puede elegir la alegría, aun en las circunstancias más adversas. Estar contento puede ser una decisión, un empeño, una tozudez. Uno puede empecinarse en creer y en confiar. Si no nos ha sido concedida la fe como don, nos queda la fe como obstinación”. Encuentro esas palabras tan acertadas que no me parecen mías. ¡Y qué difícil ha sido mantenerlas frente a la pereza y la compasión de uno mismo!
Creo que en esos cuadernos estaba el embrión de lo que sería luego una entrega ferviente a la filosofía. Llevaba muchos años devorando libros de autoayuda; algunos me sirvieron de consuelo, o me sugirieron ciertas ideas valiosas, pero, al final, siempre me dejaban a la intemperie, como si su promesa de felicidad resultara hueca y poco creíble, como si faltara algo. Creo que sé lo que faltaba: actuar y pensar menos. Uno puede recostarse en plácidos textos de consuelo y comprobar cómo se hunde en ellos, igual que en las buenas intenciones que languidecen al salir a la calle. La New Age fue, y es aún, un gran mercado de la salvación barata, en el que se mezclan elementos de terapia psicológica con aires de misticismo. No tiene nada de malo, su intención es buena; sin embargo, como  los apósitos, alivia las heridas, pero no las cura. Al cerrar el libro la vida sigue siendo difícil, y nosotros vulnerables; resultó que el bálsamo infalible que nos habían vendido no era más que zumo de naranja con vitaminas.
Nada nos cura de la vida, esa es la verdad que tenemos que admitir, y es precisamente la que nos enseñan los filósofos. Hay que afrontar las verdades con lucidez, y encontrar en ello un sentido que nadie puede fundar por nosotros. Esta era la obstinación en la alegría que yo había proclamado en mis cuadernos. Desde entonces he tenido y tendré muchas tristezas, y no diré, como aquel maestro zen, que ya no me importen; pero al reconciliarme con ellas, al pensarlas con más tino, he encontrado una nueva fuerza. Ya no tengo que disimular, ya no me escandalizo tanto. La vida es alegre y es triste, es hermosa y es dura. La angustia viene, pero, como no le cierro la puerta, sale a ratos y me deja en paz. Y, como no me detengo mucho a compadecerme, como procuro ponerme a hacer algo, a veces hasta se me olvida. ¿Será esto la madurez?