viernes, 22 de diciembre de 2017

Lo arduo de la libertad


¿Qué es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es.
Viktor Frankl.


Vivir es un viaje abigarrado y difícil. La vida levanta la materia en un salto improbable que se opone a todo: a la pacífica gravedad mineral, a la escasez y al exceso, al desgaste del tiempo, al aumento universal del desorden… Los astrónomos buscan planetas habitables, y solo esa tarea ya es exquisitamente ardua: las estrellas, los planetas, las temperaturas, los gases, todo tiene que haber llegado a un raro equilibrio. Y ni aun las condiciones propicias hacen probable la vida: aún falta la concurrencia de incontables azares, su confluencia en un punto donde el acontecer contra corriente se haga milagro. “Lo raro es vivir”, escribe Carmen Martín Gaite. La vida es una excepción fruto de mil excepciones, y a cada minuto una legión de fuerzas atentan contra tanta complejidad, reclamándole el regreso a la sencillez.
¿Y hay algo más simple que morir? Basta con esperar. Morir es el punto de llegada ineludible del salto de la vida, allá donde se vuelve a la horizontalidad y concluye el intento. La muerte es la interrupción de lo excepcional, y su retorno a la línea de base. Si la vida requiere fuerza y esfuerzo, y tal vez un cierto desquiciamiento, morir se impone por sí mismo, sucede siempre y en paz. Todo ayuda en su camino; nada lo cansa, nada lo contradice, nada lo impide. Eso es simpleza.
¿Cómo no va a gastarnos la vida, si es excepción y complejidad? Una y otra vez hay que reafirmarla, y para ello tenemos que oponernos sin pausa a lo que conspira contra ella, que es todo, incluida ella misma. La vida tiene que reconstruirse y justificarse a cada instante: aún tengo ganas de seguir, aún me quedan fuerzas, aún soy capaz… El proyecto humano, versión particularmente compleja de la vida, cae y se vuelve a levantar una y otra vez, hasta que cae definitivamente. Mientras dura es un empeño. El mismo que el poeta francés Paul Valéry, en su Cementerio marino, vislumbraba con gozoso asombro ante el mar que no cesa de recrearse, las olas que irrumpen sin tregua… ¿desde dónde?

La vida humana: un empeño loco y trabajoso, lleno de ruido y furia, pero también de luz y poesía. Cada día es una tarea, como nos recordó Ortega y Gasset: la tarea de construirnos proyectándonos hacia la nada del futuro, de ir abriéndonos paso entre la infinitud de posibilidades (diría Heidegger), de inventarnos (diría Sartre)… ¿Puede concebirse mayor misterio que la libertad, una expresión más pura de la complejidad de lo humano? Todo determinismo es el sueño del regreso a la simplicidad, que nos contradice pero a la vez nos sosiega. Cada vez que descubrimos algo que nos condiciona nos parece descansar un poco. “Yo soy rebelde porque el mundo me hizo así”, cantaba Jeanette hace tantos años, conmoviéndonos con ese aire de niña triste y desolada. Pero tras cada determinismo asoma de nuevo la posibilidad de elegir: tal vez el mundo te hizo rebelde, pero comportarte como tal, o no hacerlo, es una decisión tuya. Aun empujándote todo a la rebeldía, podrías optar por oponerte a ella. “Ni siquiera concibo una vida sin rebeldía, tan profunda fue la marca que recibí. ¿Cómo podría elegir lo que no concibo?” Como se elige todo lo inaudito: por empeño. Por voluntad creadora.
En esa elección a contrapelo es donde se fragua la ética. Cuando nos dejamos arrastrar por los determinismos, asumimos la simplicidad: dejar hacer a lo que nos condiciona. Eso es lo probable, y por tanto lo fácil. Es el mundo eligiendo por nosotros, empujándonos en su riada. Nuestros condicionamientos dan cuenta de buena parte de lo que somos, por supuesto, ahí reside la base de todas las ciencias humanas, que buscan esas regularidades previsibles de nuestro comportamiento. Nos explican, pues, pero no nos justifican. Para justificarnos hace falta una elección, es decir, tiene que haber consciencia y libertad. Un ser humano predeterminado no puede justificarse, sencillamente actúa por programación natural. Le falta aún lo más característicamente humano. Si no puedes evitar ser cruel, por ejemplo, entonces eres literalmente inhumano.
Pero si puedes evitarlo, si puedes optar por otra cosa, entonces regresas al meollo de tu humanidad. A cambio, ya no puedes refugiarte en determinismos. Sartre llamaba mala fe a ese recurso falaz tras el cual, tan a menudo, ocultamos nuestras decisiones. “El hombre es aquello que hace con lo que hicieron de él”, sentenció con una lucidez inédita. Condenados a la libertad, sin posibles componendas, nos quedamos solos con nuestra responsabilidad. Asumirla es un comienzo. Es asumir que, definitivamente, hemos sido expulsados de la simpleza; que nuestro patrimonio es la complejidad.
Alguien que da la vida por salvar la de otra persona es un glorioso ejemplo de esa opción por la complejidad. Si admiramos su gesta es precisamente porque va en contra de los determinismos. ¿O tal vez existirá un determinismo más profundo, más secreto, más complejo, que nos impulse a esa excepcionalidad que es el altruismo? Los psicólogos sociales han sugerido la posibilidad de que llevemos el altruismo en los genes, y explican que pudo ser una conducta que favoreciera nuestra supervivencia como especie. Visto así, el heroísmo no parece tan admirable. Sin embargo, nuestro héroe aún pudo elegir, y probablemente su decisión no fue fácil: perderlo todo para que otro, tal vez un desconocido, gane algo… Aun considerándonos una mera lucha soterrada de genes, siempre queda la decisión que opta por ir a favor de unos en detrimento de otros (pues los genes también tienen sus dilemas). El valor y la cobardía son nuestras respuestas a los condicionamientos; podemos comprender ambos, pero uno nos parece mejor que el otro. Esa evaluación resume la ética.

¿Debemos concluir, entonces, que lo difícil es siempre mejor, como han dicho algunos? No necesariamente. Más bien hay que pensarlo al revés: lo mejor es siempre difícil; y probablemente, la mayoría de las veces, lo sea más que lo peor. Una minuciosa operación de venganza es difícil; perdonar, seguramente, lo es más. Sin embargo, me temo que Nietzsche no estaría de acuerdo, y consideraría el perdón una debilidad propia de pusilánimes: al fin y al cabo, al perdonar nos exponemos menos a las represalias de nuestros enemigos, nos decantamos por la seguridad de la avenencia. Se puede perdonar por debilidad, pero, si somos débiles, perdonar tal vez sea lo más inteligente. ¿Regreso a la sencillez? Tal vez sí. Pero elección, al fin y al cabo. Algo que se gana y algo que se pierde. Eso es lo arduo, diría José Antonio Marina, y no lo es menos porque hayamos elegido lo que nos conviene.
La muerte es sencilla; la vida es difícil. Dentro de la vida, pensar y elegir por uno mismo, asumiendo la responsabilidad al hacerlo, es más difícil aún. ¿Qué pensar de la mujer maltratada que perdona y acaba asesinada por su cónyuge agresor? Puede que para ella lo difícil hubiera sido romper esa relación insana y marcharse. En este caso, el perdón quizá fruto del miedo se le hizo más llevadero, y elegirlo fue su perdición. Seguramente necesita ayuda, seguramente deshacer el lazo fatídico se le hizo demasiado grande. Ella fue la víctima y por eso nos parece que su asesino fue el verdadero responsable. Sin embargo, ponerse en el lugar de víctima también es una elección. Comprensible, por supuesto justificable, pero elección al fin. Se puede, se debe ayudar a quien actúa movido por una debilidad, pero en última instancia siempre habrá un margen al que no podemos, no debemos llegar: el de la libertad. El margen de la complejidad que pertenece, en exclusiva, a cada ser humano.
No podemos escapar a la complejidad, como tampoco a la entropía, que es el implacable regreso a la sencillez. Como no podemos dejar de ser mientras somos, ni evitar que lo que somos deje de ser un día. Lo nuestro es pasar, lo nuestro es elegir: alegría de la complejidad.

domingo, 17 de diciembre de 2017

La paz mental de Robinson Crusoe

Publicado el 9/12/2017 en Microfilosofía

En la clásica novela de Defoe, Robinson, después de diez días de enfermedad, desesperado, pide a Dios que se apiade de él. “No tenía conocimiento divino. Esa era la primera plegaria, si la puedo llamar así, que había hecho en muchos años”. El náufrago duerme durante dos días y al despertar se siente mejor y hasta puede comer algo. Bendice el alimento, toma una Biblia que había rescatado del barco encallado y lee al azar: “Llámame un día de infortunio y Yo te liberaré y tú Me glorificarás”. Robinson se siente mucho mejor. “Esa noche, antes de acostarme, hice lo que nunca antes en mi vida había hecho: me arrodillé y le recé a Dios”. A partir de ese día, Crusoe se impone leer un fragmento de la Biblia cada mañana y cada noche. Y concluye: “Mi situación comenzó a ser entonces, si bien no menos desgraciada en lo que respecta al modo de vida, sí mucho más llevadera para mi mente”.
Aquí nos interesa ese vuelco que Robinson logra para su ánimo instaurando o más bien redescubriendo la creencia. El autor describe bien cómo su personaje vive esa transformación, dejándonos a nosotros sacar las conclusiones. Solo, aislado, víctima de un infortunado naufragio, volcando todos sus esfuerzos en la supervivencia, Robinson se halla probablemente al borde de la desesperación, en ese punto en el que cualquiera podría darse por vencido y dejarse morir. Para colmo, enferma de un mal que, tras muchos días de fiebre y sin disponer de medicinas, se le antoja incurable. Entonces pide ayuda, y se la implora invocando a la única presencia que puede esperar: Dios. Sucede que entonces mejora: es tentador desistir de la idea de azar y querer encontrar en esa coincidencia un significado. ¿Su plegaria, entonces, ha sido atendida? Un nuevo azar la refuerza: la cita de la Biblia y la sugestión de que Dios le habla y le promete protección si le glorifica. Definitivamente, es difícil renunciar a que en esta secuencia de hechos no exista una voluntad rectora. Sobre todo si uno la necesita.
Así, Robinson se vuelve devoto. A partir de aquí cumplirá con la demanda que Dios le hizo: rezar y leer el libro sagrado. Se siente mucho mejor, la creencia le da fuerzas; y nos confiesa que su situación, que no deja de ser desgraciada, se le hace “mucho más llevadera para su mente”. Es una curiosa manera de decirlo. A pesar de la devoción recién instituida, Robinson nos insinúa que es consciente de que ha completado un proceso mental, que ha implementado un recurso que le proporciona paz mental. Al fin y al cabo, Crusoe no deja de ser el exponente de una época en la que la religión se tambaleaba frente al predominio de la razón. En las primeras páginas de la novela, el protagonista se nos revela inquieto, emprendedor, deseoso de aventuras y a la vez pragmático. Abandona su casa a pesar de la oposición paterna, pero el supuesto amor a los viajes por mar no le impide convertirse en un terrateniente en Brasil, que acumula una considerable fortuna en su plantación y naufraga precisamente cuando iba a negociar la compra de esclavos en Guinea.

Robinson es, por tanto, el prototipo de hombre de negocios inglés que hizo de Gran Bretaña un imperio colonial extendido por todos los rincones del mundo. Triunfo del capital productivo, unido al triunfo de la técnica sobre la naturaleza: ¿en qué otra cosa consiste su inagotable actuación “civilizadora” en la isla, construyendo, cultivando, domesticando animales? Sin duda, Robinson Crusoe es una metáfora de la obstinación en la supervivencia de un hombre solo frente al mundo y, en este sentido, la novela es bellísima y merece la eternidad de los clásicos, pero a la vez es el símbolo de la “civilización” mercantil occidental, que extiende su dominio por la Tierra.
Nuestro pragmático náufrago, pues, no deja de ver la ventaja práctica de la incorporación de la creencia a su proyecto. “A Dios rezando y con el mazo dando”, dice el refrán: seguiremos luchando por sobrevivir, pero la oración y la devoción nos harán la situación “mucho más llevadera para la mente”. Abandonamos por ahora las consideraciones históricas y nos detenemos en la operación psicológica. Defoe se nos muestra consciente de la utilidad que tienen las creencias, y nos insinúa su génesis: creemos porque estamos solos; creemos porque nos sentimos desamparados y desesperados; creemos porque así todo se hace más soportable. ¿Hasta qué punto importa que nuestras creencias se correspondan o no con la realidad? La cuestión es que hacen su efecto. Desde que reza y lee la Biblia, Robinson se siente más contento, más seguro, más fuerte. Su inmensa soledad, que lo convertía en un ser frágil y vulnerable, se convierte en una situación firme y soportable gracias a la creencia.
Puede que Defoe nos esté sugiriendo no solo un recurso, sino ante todo una necesidad. Al fin y al cabo, todos estamos solos, todos somos náufragos en un universo frío y ajeno, todos nos sentimos pequeños y frágiles en medio de la nada; concebir que nuestra existencia está dotada de un sentido, de un diálogo personal con lo superior, convierte de pronto al universo en un lugar habitable, un ámbito que es nuestro porque en él somos alguien. Esa operación mental que es la creencia nos aporta lo que creíamos perdido: la seguridad en medio de una inmensa incertidumbre. La capacidad simbólica humana brilla aquí con todo su esplendor.

Al hilo de la meditación de Robinson, se nos ocurre: ¿podemos vivir sin creencias? Probablemente sí, pero es seguro que así la vida será más ardua: no contaremos con una evocación protectora, un poder mágico que vele por nosotros como hacían nuestros padres en la infancia, un sentido que calme nuestra angustia ante el absurdo, una contención frente a la vulnerabilidad. La vida con creencias, como dice nuestro náufrago, es más llevadera. Camus se preguntaba si la vida merecía la pena de ser vivida, e indagaba si el sentido era posible prescindiendo de la creencia. Concluyó que sí, refugiándose en la belleza misma de existir; el hombre, que no es un héroe, adquiere dimensiones heroicas cuando empuja, como Sísifo, su piedra por la ladera hasta la cima, para verla correr de nuevo ladera abajo. “Hay que imaginar a Sísifo dichoso”. En cambio, a Unamuno le torturaba la perspectiva de la disolución en la nada de la muerte. Unamuno, como más tarde Hermann Hesse, añoraba la instauración de una nueva trascendencia; ambos sentían una nostalgia incurable por regresar al hogar de la religión y la creencia.
Podemos vivir sin creencias, y el hombre que no se engaña intenta hacerlo. Sin embargo, ¡qué consuelo, qué fuerza, qué alegría se encuentran al concebir la trascendencia! ¿Nos extrañará que en la segunda mitad del siglo XX surgiera un esfuerzo multitudinario por recuperar la magia y el espíritu? Se le ha llamado New Age, una nueva era que se pretende más bien renacimiento, y ha consistido en un cajón de sastre en el que se amontonan todo tipo de elementos que suenen a espiritualidad, desde la música relajante al yoga, desde el chamanismo hasta el hinduismo, desde el islam sufí hasta la meditación zen, desde el “piense y hágase rico” a la sanación por intercesión de los ángeles.
La New Age ha intentado restaurar una especie de religión sin religión, al menos al margen del catolicismo, que se asimila a poder retrógrado y rígido. Millones de personas en todo el mundo se fabrican su propia religión a medida, como lo expresó Salvador Pániker, tomando un poco de aquí y otro poco de allá para su espiritualidad personal. Una actitud, reconozcámoslo, muy acorde con la sociedad líquida del capitalismo de consumo, que procura dotar de originalidad al frío artículo, fabricado en serie, mediante una superficial “personalización”. Los Robinsones de la actualidad no quieren renunciar a su libertad personal a la hora de elegir los productos espirituales, pero tampoco parecen dispuestos a prescindir del consuelo y la fuerza que procuran las creencias. Eso sin contar con las multitudes que, en diversos grados, reavivan la ortodoxia de las viejas religiones, entre las que se cuentan los soldados de las nuevas guerras santas.

En definitiva, la razón es ardua, la lucidez difícil de sostener. Quien más quien menos sigue buscando refugio a su manera, sin dar demasiada importancia a que ese amparo sea coherente o se corresponda mínimamente con la realidad. Somos seres tribales y arrastramos la nostalgia de la trascendencia; somos seres temerosos y buscamos seguridad. La imaginación siempre nos dio las respuestas que no nos daba la lógica; la magia estuvo ahí para curarnos de la angustia por la desnudez que descubrimos al ser expulsados del Paraíso. Las creencias nos abrigan del frío de la vida y de la muerte; la razón, en cambio, nos deja expuestos y solos a la intemperie de nuestra isla desierta de náufragos. La vida envuelta en creencias tal vez no sea más fácil, pero sin duda será, como dice Robinson, más “llevadera”: la mente al servicio no de la verdad, sino de la supervivencia, que es más apremiante.
Yo envidio un poco a quienes se rinden a la creencia, y a veces incluso siento la nostalgia de la profundidad mágica. Me encantan las historias épicas de Tolkien, en las que late la belleza numinosa de como una vez me dijo mi psiquiatra lo primitivo y lo omnipotente. Amo los mitos esos conglomerados de poderosos símbolos, juego a percibir el mana de un enclave que podría ser sagrado o un lugar que podría albergar “malas vibraciones”. A veces recito un mantra, sobre todo cuando conduzco; en mi mochila llevo siempre un cochecillo de plástico de cuando mi hijo era pequeño y una piedra que me regaló mi sobrino; y si no se lo decís a nadie os confesaré que incluso he llegado a darle las gracias a mi coche por completar sano y salvo un trayecto largo. Por supuesto, he rezado compulsivamente en algún momento de desesperación, como Robinson. Así que soy tan irracional como el que más.
Pero sé procuro recordarme que detrás de todo eso no hay otra cosa que mi vulnerabilidad y mi miedo, no hay más que un juego de símbolos con los que pongo mi huella en el entorno para hacerlo más familiar, como quien coloca la foto de sus hijos sobre la mesa de despacho y así la siente más suya. Me encantaría encontrarme a mis muertos cuando muera, y sería muy alentador pensar que me ayudan cuando lo necesito. Lamentablemente, no; no me lo creo. No juzgo a nadie: allá cada cual con sus creencias, y con lo que gane o pierda con ellas; yo no puedo comulgar con ruedas de molino. Qué le voy a hacer: aunque mi vida sea menos llevadera, solo soy capaz de entregar mi devoción a la lucidez. Confío en que ella me disculpe mis ocasionales extravagancias de náufrago.

sábado, 9 de diciembre de 2017

La presencia virtual

Publicado el 30/11/2017 en Microfilosofía

El hombre es un dios cuando sueña
y un mendigo cuando reflexiona.
F. Holderlin.

Tal vez esta vida ausente que llevamos, donde lo virtual le gana terreno a la realidad, no esté tan mal, en el fondo. Perdemos una dimensión, sí, pero ganamos otra. Quizá no estemos muy presentes en el lugar donde estamos, pero las fotos y los comentarios que colgamos sobre él construyen otro que se le parece. ¿No es eso, para bien o para mal, lo que hemos hecho siempre? Creamos nuestro propio mundo imaginario construido con nuestras percepciones, nuestras impresiones, nuestras expectativas… y nos desenvolvemos en él como si fuera real. En ese juego del “como si…” reside el sentido, que es completo en sí mismo, y nos queda más cerca que la siempre fragmentaria realidad.
Muchas veces, cuando voy de excursión, me descubro a mí mismo contemplando, en lugar de los bosques, los riscos o las flores, estampas para fotos interesantes. ¿Me aíslo del paisaje, o más bien lo estoy recreando? La pasión fotográfica limita, sí, mi presencia en la naturaleza, la recorta por los límites de un determinado encuadre. Pero, ¿no demostró Kant que es siempre así nuestra aproximación a las cosas?
¿Quién puede abarcar la infinitud de un lugar, de un solo instante? Vemos lo que queremos (o lo que no queremos) ver, vemos lo que sabemos ver. Con ese concepto (encuadre o marco, "frame"), es como algunos estudiosos denominan nuestra peculiar ordenación de las percepciones: todo nos llega a través de nuestros marcos personales. Es el modo de hacer las cosas nuestras, de adentrarnos en ellas, de incorporarlas a nuestra particular construcción del mundo. Un mundo al que accedemos haciéndolo propio, con la esperanza de que la versión de él que concibe nuestra mente no se aleje demasiado del modelo que suponemos existe “ahí fuera”. Los ignorantes y los locos, ¿son exiliados del mundo o de la visión que se admite convencionalmente sobre él?
¿Acaso no estamos todos un poco locos? ¿Acaso no somos todos ignorantes? Aprender es, quiere ser, afinar nuestra visión para que gane en fidelidad a lo real. “Alta fidelidad”: nuestras pantallas ganan en precisión, nuestros altavoces reproducen con exactitud los sonidos originales. La tecnología es un mundo que imita al mundo cada vez mejor. Pero la mente no imita: interpreta. Imprime significado. Lo que vemos en la pared de la caverna platónica no son sombras, sino proyecciones. 

Antes, los viajeros escribían cartas o postales, pintaban cuadros o se llevaban objetos de recuerdo para adornar sus salones. Bartolomé de las Casas retrató la crueldad de los conquistadores. Montaigne glosó sus viajes como ejemplo de la diversidad de modos de vida. Darwin siguió una larga tradición de expediciones científicas, y de sus notas y sus dibujos surgiría un giro copernicano para la biología. Montesquieu imitó el epistolario del viajero en sus Cartas persas, y Cadalso le imitó a él en sus Cartas marruecas. Los diarios de viaje integran un verdadero género literario, que no busca tanto retratar lo que se ve como las impresiones de uno ante lo que ve.
También hoy usamos los lugares que visitamos para encontrar en ellos algo de nosotros. Por eso les hacemos fotos, los grabamos en vídeo, los narramos por escrito, con la intención de apropiarnos de ellos, además de hacerlos perdurar en la memoria y atenuar así la insoportable levedad del ser. Pero lo que no se comunica es como si no existiera, es como si nos perteneciera menos. Nuestro mundo interior anhela verterse en el exterior. Por eso lo exponemos todo en ese gran escaparate de la vida (tal como la queremos enseñar) que es internet. Allí lo encontrarán, sin duda, muchas más personas que las que verían un álbum que guardamos en casa, y cientos, tal vez miles de “amigos” desconocidos conocerán nuestras impresiones en blogs o webs, en Twitter o en Facebook, y quizá nos dejen sus opiniones como estelas congeladas de su paso…
Porque en internet todo queda (y quizá más tiempo que nosotros). Es cierto que, a la vez, todo pasa, arrastrado bajo el imparable aluvión de la permanente novedad, pero, ¿no fue siempre así? Lo único que ha hecho la tecnología ha sido intensificar lo que ya sucedía: acelera el tiempo (nuestro testimonio es inmediato, y a la vez se disipa casi al instante), multiplica la cantidad al infinito (y comunicamos más y a más, pero al mismo tiempo nuestros mensajes se arrumban en el gigantesco depósito de remotos almacenes de información). Si todo eso desborda nuestra medida es porque ha alcanzado la medida de nuestra imaginación: el Big Data es ya una monstruosa avalancha de información que nos engulle si pretendemos abarcarla.

Confieso que a mí Facebook no me gusta. Me incomoda ir dejando cada día huellas de mi rastro vital, y estar pendiente de lo que hacen los otros. Quizá simplemente me aburra, o no me guste porque soy un solitario (también cibernético), y en tal caso no puedo reprocharle nada. Pero de entrada me parece que consume buena parte del tiempo libre, y se lo escatima a la presencia.
Sin embargo, a veces me pregunto si no se tratará, más bien, de otro tipo de presencia. Porque no deja de ser un modo de acompañarnos, de saber unos de otros, de escabullirnos un poco del aislamiento que nos impone la sociedad de la producción. Mejor Facebook, supongo, que ver la televisión, aunque a veces parezca que es como una televisión que habla de gente conocida. Mejor Facebook, a veces, que estar solo, aunque estemos solos cuando entramos en él, aunque consista en una vida postiza. Porque hay presencias que parecen virtuales, y virtualidades que quizá tengan más solidez que algunas presencias. Claro que nada podrá sustituir al gesto, a la mirada, al contacto físico, pero es evidente que no se trata de sustituir, sino de complementar, incluso de interpretar, como las cartas y los libros, como las fotos y los diarios.
Siempre hemos vivido en un mundo paralelo: el de nuestras fantasías, nuestros temores y nuestras esperanzas. Ahora lo hemos hecho más rápido y más grande. Si eso acaba arrastrando nuestra vida, y convirtiéndola en “líquida”, como reflexiona Zygmunt Bauman, tal vez sea porque no queremos estar en ella, porque no nos atrevemos a quedarnos y preferimos correr y correr, ciberesfera adentro… La vida ya era ilusión, a veces feliz y otras terrible. Allá donde vayamos (también en internet) no encontraremos más que nuestros ángeles y nuestros demonios. Esos son nuestros testimonios de viaje. Ni más ni menos.

viernes, 1 de diciembre de 2017

Más allá del chismorreo

Recomiendan los sabios que, para una vida plácida y feliz, evitemos el chismorreo. Los budistas insisten especialmente en ello: hablar mal de los demás ensucia nuestro pensamiento, y alimenta los malos sentimientos. También contradice ese amor compasivo que debería inspirarnos el sufrimiento universal, y que nos transmite la fuerza de la empatía. Hablar mal solo ensancha distancias, y ahonda desencuentros. Mina nuestra dignidad y seguramente nos hace más malos. Pone en cuestión hasta qué punto somos merecedores de confianza; “el que chismorrea contigo de los defectos de los demás chismorrea con otros de los tuyos”. Todo eso es cierto. Sin embargo, ¿realmente podemos dejar de hacerlo?
¿No es verdad que a menudo los chismes nos ayudan a sobrellevar la frustración? ¿No son un modo de suavizar lo insoportables que a veces son capaces de hacérsenos nuestros semejantes? ¿Acaso no nos consuela frente una angustia o una rabia que sobrellevamos en silencio? Es más: ¿no sirve el cotilleo para tejer complicidades, para que se tiendan solidaridades inesperadas entre las víctimas comunes de un déspota o un dispensador de malestar? Al compartir nuestros juicios, ¿no logramos, al menos, perfilarlos y reafirmarlos? Hay gente con mucha capacidad de hacer daño, de alterar la vida y generar molestias y poner trabas en un grupo o en un colectivo. Compartir ese rechazo que nos inspira, ¿no es un modo, como mínimo, de aliviarlo? ¿Y no puede fundar un vínculo de solidaridad que inicie la respuesta colectiva a quien perjudica a muchos?

El chisme cumple su función, y es probable, por ello, que no podamos evitarlo. Al menos del todo, al menos siempre. Forma parte del hecho de vivir en sociedad. Desde el momento en que no podemos decirlo todo abiertamente, empezamos a necesitar decirlo, siquiera a veces, siquiera a algunos, en voz baja. Y en efecto no podemos expresarlo todo directamente: porque es demasiado expuesto, porque tal vez resulte inapropiado, porque puede ser que nos equivoquemos. Porque mostrar una diferencia no siempre es bien recibido; porque una petición puede ser encajada como una agresión; porque poner las cartas encima de la mesa nos hace vulnerables. Ahí está el poder del otro, que puede volverse en nuestra contra si nos considera enemigos. A menudo hay que ocultar, y en ocasiones hay que mentir. Puede que la verdad nos haga libres, pero ser libres no es siempre lo que nos conviene; la libertad puede ser un lujo que no podemos permitirnos. Lo que nos hace más dignos no siempre nos ayuda a vivir; y ante todo hay que vivir.
No podemos estar a favor del chisme, como tampoco podemos ser amigos de la mentira, ni del resentimiento, ni de la envidia. Todos ellos nos envenenan a nosotros mismos, y son una carcoma para las relaciones. Todos ellos se oponen al amor y a la dignidad que intentamos construir con nuestra intención ética. Hay que rechazarlos. Pero también hay que comprenderlos. Y no solo como meras debilidades, con esa visión paternalista de la religión o del moralismo. Hay que comprender que cumplen una función, que a veces hasta en la ciénaga puede hallarse apoyo y refugio, y que no hay bondad auténtica que no se haya templado en algún descenso a los infiernos. El resentimiento, aun haciéndonos sufrir, o precisamente por ello, puede ayudarnos a insistir en defendernos de quienes nos aplastan. La envidia nos impulsa cuando creemos quedarnos atrás. Con el chisme tal vez hallemos la fuerza de la complicidad para defendernos cuando aún no acabamos de atrevernos.

“Pero hablar a las espaldas es cobarde y mezquino”, argumentará la tradicional visión heroica. El héroe jamás oculta, porque su misión es imponerse al mundo, hacer valer su ego por encima de todo. El héroe está hecho de una pieza, y así es como se abre paso por entre la mezquindad común. Pero los que no somos héroes vislumbramos en todo lo puro la despótica belleza de los dioses, tan ajena como ellos a la frágil naturaleza del hombre. Sin duda, la valentía y la entereza son valiosas; en cambio, la mentira, la ocultación, el chismorreo, son repugnantes. Así debemos considerarlas en nuestro proyecto ético, con el añadido de que muchas veces nos confunden y casi siempre nos hacen sufrir. No aspiraremos a ellas, pero sí a vivir, como decíamos. Y los que no somos héroes tenemos que vivir con lo puesto.
Después de una sesión de chismorreo, uno se siente cansado y tristemente sucio. Pero, muchas veces, también se percibe un fondo de revitalización. Tal vez cuchichear nos ha servido para sentir la solidaridad de otros; tal vez dudábamos de tener razón, y compartir las dudas nos haya librado de algo de incertidumbre; tal vez nos sintiéramos culpables por una aversión, y descubrir que no estamos solos nos alivie la culpabilidad. O quizá, simplemente, necesitáramos hablar, dejar de quedarnos solos con nuestros demonios. A veces el chisme aligera esos pesos cotidianos que podrían hundirnos. Aunque tengamos que pagar el precio de esa suciedad, esa conciencia de no haber actuado bien, esa tristeza por haber matado un poco a la luz, a la transparencia, a la posibilidad del amor.

Yo creo que el chisme en sí no importa tanto. Importa lo que se haga inmediatamente después y un poco más allá. Conviene, sin duda, que no lo practiquemos con tanta asiduidad que se convierta en una forma de ser: el chismoso se agita en un pantano de putrefacción hasta confundirse con él; difícilmente inspirará confianza, simpatía o admiración. El chismoso como el envidioso o el resentido es un ser atrapado en su impotencia, un ser que se manifiesta débil y vulnerable, y del que no se esperará nobleza, valor o fidelidad. La crítica puede ser creadora si va seguida del esfuerzo por una alternativa. La negatividad no sirve para construir, solo para demoler lo que estaba mal construido; después de la maza tiene que venir el ladrillo; después del despecho hay que forjar un plan para levantar lo nuevo.
Cuando el chisme se convierte en hábito o en vicio, cuando no hace más que desembocar en sí mismo y es incapaz de trascenderse en proyecto, es como un légamo del que no se puede salir para hacer otra cosa. Por eso tiene que llegar también el momento en que lo detengamos, en que lo acallemos, en que lo rechacemos. Tal vez haya llegado el momento de hacer las paces, de reconstruir la simpatía, de rescatar lo positivo y enarbolarlo como estandarte de una nueva oportunidad. Hay que sobreponerse al chismorreo, o hundirse en él.

sábado, 25 de noviembre de 2017

Campanas que doblan por mí

Las grandes noticias tienen mucho de espectáculo y no menos de propaganda, y en la sociedad ultracapitalista los medios de comunicación son como la pared de la cueva platónica, donde se proyectan las sombras que mantienen hipnotizados a los ciudadanos de Matrix. Cuando uno se compra el diario varios días seguidos, tiene la sensación asfixiante de quedar atrapado en un extraño circo de despropósitos: las piruetas, tantas veces criminales, de quienes nos someten a su gobierno; las desgracias que sacuden a gentes tan lejanas que no parecen del todo reales; la economía y los deportes, tan parecidos en su permanente forcejeo de ganancias y pérdidas; los sucesos morbosos protagonizados por personas desquiciadas u oportunistas…
A mí generalmente hojear los periódicos, más que aportarme, me vacía: de certidumbre, de lucidez, de sosiego… No digo que no sean necesarios, que no resulten útiles si se les encara con mirada selectiva y crítica, pero ¡qué exceso de acontecimientos, de palabras, de publicidad, de mundo líquido...! Nuestra mente, que está hecha para lo próximo y lo familiar, que se forjó en la atención a los vecinos de la tribu o del poblado, se pierde abrumada en su exuberancia.
Quizá por eso, la sección de cartas al director se nos antoja un refugio de lo humano, el rincón donde se retrata la vulgaridad verdadera y significativa de nuestras vidas. Allí uno encuentra a menudo lecciones cotidianas y pequeñas joyas del sentido común. Ayer, por no ir más lejos, leí una breve reseña que me estremeció. Un lector hablaba del fallecimiento de una anciana en la habitación de un hospital. Era la compañera de habitación de su madre, y por eso pudo presenciar cómo la pobre mujer había muerto sin ninguna compañía, arrinconada en un lugar anónimo, abandonada por el mundo antes de que ella lo abandonara. Y el testigo, conmovido, lamentaba esa soledad tan trágica en la hora final. Se preguntaba cómo habría llegado la mujer a tal situación, dónde estaba la familia, qué suerte la habría ido desposeyendo del calor y la compañía: “Nadie que le tranquilizara con palabras amorosas, nadie que le diera la mano…” Se me saltaron las lágrimas. Recordé a mi abuela, que murió apretando la mano de mi madre, oprimiéndola con tanta fuerza que sus propios dedos se le inmovilizaron agarrotados.

Ninguno de nosotros sabemos cómo será el tránsito, qué terrores o qué sosiegos nos recorrerán cuando todo se detenga, si nos fundiremos de repente como una bombilla o nos apagaremos lentamente como un anochecer; si nos sacudirá el relámpago de un último intento, infructuoso, de latido, o si seremos capaces de entregarnos con placidez. ¿Servirá de algo haber reflexionado, habernos entrenado en la actitud correcta? Montaigne escribía con el designio de vivir mejor, pero también de prepararse para una buena muerte. ¿Podemos realmente prepararnos? Él no lo tenía claro: ante la angustia, proponía supongo que en el fondo recomendándoselo a sí mismo confiar: esperar que nuestro propio cuerpo, que ha sabido vivir, sepa también morir y nos guíe con mano firme y afable hacia el final. Siempre he pedido a la vida que sea benévola y tenga sus maneras de consumirnos sin sobresalto. Dichosos, supongo, los que acaban dormidos o inconscientes.
En cualquier caso, sea como sea el paso, su antesala es importante, y atravesarla con compañía y consuelo no debe tener precio. Un corolario digno para una historia breve, antes de sumirse en el olvido. Poder despedirse sería hermoso, pero pocas veces podemos elegirlo. Muchas historias viejas narran muertes apacibles y poco convincentes: “Y expiró plácidamente, rodeado de todos los suyos”. Así se suele contar que mueren los reyes y los personajes importantes. Demasiado literario, y sin embargo se dice que hay quien lo consigue. No hace mucho me contaban la historia de una abuela que se despidió de los hijos y los nietos, uno por uno, y expiró poco después. Hay que envidiar esa precisión: ¿se nos anunciará de algún modo que se acerca el momento? ¿O, en un cierto punto, incluso podremos tomar la decisión de rendirnos? También suceden cosas que hacen pensar en eso.
Pero quizá no necesitemos tanto. Quizá baste, como echaba de menos el autor de la carta del diario, una voz de consuelo, una leve caricia en la mejilla, una mano que toma la nuestra. Morir así es quedarse un poco: así pensaban los antiguos a veces con temor que se quedaban junto a ellos sus ancestros. Y para quien viene a despedir también es bueno: el vacío que de por vida nos dejará en el alma la ausencia del ser querido será menor, o más llevadero; la amargura del duelo podrá trenzarse con dulces nostalgias. Mi amigo J., cuando iba a visitarlo en sus últimos meses, me lo avisaba: “Este tiempo que me dedicas ahora te consolará cuando falte”. Y tenía razón, aunque el no poder despedirme de él se me ha quedado atravesado como una astilla que duele siempre que lo recuerdo. Para cuando fui a verlo ya lo habían sumido en el pozo de la morfina. Respiraba pesadamente, entre ronquidos, y cuando le besé en la frente se la noté ardiendo de fiebre, o eso me pareció. P., su mujer, tan bondadosa, comprendió mi zozobra por no poder llegar a él de ningún modo, y me dijo: “Háblale, seguro que oye”. Y le dije adiós, hasta pronto, amigo mío, no tardaré mucho en seguir tus pasos. Yo no creía que me oyera, pero me esforcé en creerlo y tal vez lo conseguí un poco.

El autor de la carta al director tenía razón: aquella anciana anónima hubiese merecido no terminar sola. “Nacemos solos y morimos solos”, afirma el dicho popular, y, puestos a ser tan estrictos, sin duda habría que añadir que también nos pasamos la vida solos, puesto que existe una soledad esencial que es infranqueable, incluso para el amor: siempre queda la distancia de los cuerpos y de las identidades. Pero eso es precisamente lo que le da al amor tanta valía: el hecho de que, aunque estemos irremediablemente separados, el milagro del afecto nos une de algún modo recóndito y misterioso. La distancia inabarcable se ve de repente superada por una mirada, por una sonrisa, por una caricia; el corazón, que sabemos recluido en su prisión del pecho, se recuesta en el abrazo y salta al lugar de los encuentros. Así que podemos replicar: morimos solos, pero no tanto, cuando nos acompaña la ternura. Todos hemos sido buenos y malos, pero en ese momento tenemos derecho a que se nos considere buenos; lo mismo que al nacer, nadie debería fallecer solo. Aquella viejecita resume en su muerte todo el desamparo del mundo.
O quizá sea peor el desamparo que, unas páginas más adelante,  encuentro en el mismo diario, en la foto del cadáver de un hombre tendido en una playa (viviremos para siempre resquebrajados por la de aquel niño sirio, Aylan, cuya inocencia truncada es nuestra pesadilla). El horrible drama del éxodo masivo de personas que, huyendo de la guerra o la miseria, intentan alcanzar las orillas ¡tan inciertas! de la esperanza. Los malos barcos y la mala mar acaban con muchos de ellos, y así nuestras costas se llenan de esos testigos de una sociedad fallida y cruel. Cada uno de esos cadáveres nos azota en el rostro y debería remorder la conciencia y agitar la indignación.

Y, sin embargo, nos hemos acostumbrado a ellos, pasamos la página sin apenas inmutarnos, en busca de la siguiente noticia. La foto del náufrago vencido me estremece, pero no me hace saltar las lágrimas como la historia de la viejecita que murió sola en el hospital. Ambos son víctimas, pero de algún modo me he inmunizado contra el primero. Eso me hace pensar que yo no soy menos víctima que ellos. He llegado a olvidar que ese náufrago podría haber sido yo, que en cierto modo lo soy, puesto que con él naufraga también mi dignidad, y se agrieta mi entereza. La dignidad es algo que hay que reconstruir una y otra vez a fuerza de empeño y memoria. Tengo que insistirme en la vergüenza que me la rescata. Tengo que recordarme sin cesar que, como dijo el poeta inglés John Donne, “la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad”; que, sea en un lecho de hospital o en una playa, las campanas doblan por mí.

viernes, 17 de noviembre de 2017

Me mezclo con la gente del mundo

Nuestra vida se escribe en una sucesión de encuentros con los otros. Por solitarios que seamos, más allá de ese encuentro no hay nada, porque solos no somos nada, o no podemos saber qué somos. Incluso en nuestra soledad dialogamos permanentemente con otros interiorizados: nuestros padres, nuestros amigos, las diversas facetas de nuestro Yo. Nuestra identidad es dialéctica, una polifonía a veces armónica como un coro y otras veces caótica y violenta como un tumulto. Por eso nos cuesta tanto conocernos a nosotros mismos
cosa que, como instaba el Oráculo de Delfos, es nuestra principal tarea, y de hecho nunca dejamos de hacerlo. Somos multitud, y además una multitud contradictoria y cambiante. Quizá lo que llamamos la identidad, esa imagen con la que nos identificamos, no exista en absoluto, y consista en una pauta que le atribuimos a un proceso, y que solo nuestra mente construya como algo consistente.
Así lo han percibido desde antiguo el budismo y otras filosofías orientales, que cuentan con la sabiduría de haber encarado el Yo, o Ego, no como un mero fenómeno, sino como un verdadero problema. Problema por partida doble, ya que, por una parte, consiste en una mera ilusión; pero por otro lado, esa ilusión es necesaria puesto que así es como funciona nuestra mente y fuente de numerosos sinsabores ya que es una ilusión poderosa que rige nuestros sentimientos y nuestros comportamientos, que lo hace de un modo implacable, y que se nos escapa precisamente por su carácter perentorio e inconsciente. Aprender a capear hábilmente con el Yo, manejándolo con destreza en lo que tiene de instrumento; y a la vez librarse de su tiranía, denunciar su naturaleza irreal y arbitraria ”Señor de la confusión”, lo llaman los budistas y no permitir que nos arrastre por su cuenta: estos son los principios que fundamentan un comienzo de sabiduría, de ética, de felicidad.
Lo más sugestivo de esta tarea, en la que están seriamente comprometidas todas las disciplinas orientales, del yoga a la meditación, del budismo al taoísmo, es que resulta paradójica. Por un lado, necesitamos un Yo fuerte y estable para afrontar la vida y sus desafíos, para sentirnos seguros y alimentar esa fuente interna de energía que es la autoestima; un Yo raquítico, agrietado, inestable, nos deja sin suelo y sin hogar, nos convierte en seres reticentes y frágiles. Todos hemos conocido la devastación que puede provocar en una persona la falta de autoestima. El psicoanálisis acertó al centrar sus esfuerzos en la reconstrucción de un Yo en el que la persona pudiera asentarse y parapetarse. Sin embargo, a la vez, debemos mantenernos conscientes de que el Yo es un mero constructo mental, para no permitir que su cosificación convierta al instrumento en dueño, el medio en fin. El diálogo con el Yo debe ser permanente; hay que seguirlo de cerca, a la vez apuntalándolo y relativizándolo. Solo los más sabios, o los más viejos, o los que ya están de vuelta de la vida y no tienen nada más que conquistar, pueden liberarse del Yo por completo, dejándolo fluir como las nubes, sin implicarse en él. Pero incluso ellos, que han llegado más allá del Yo, saben que siguen haciéndolo, inevitablemente, desde el Yo.
La fábula zen del campesino y el buey, que el maestro Kakuan escribió en el siglo XII, lo ilustra con viveza. Un campesino anda angustiado por los campos en busca del buey perdido, del mismo modo que los caballeros del Rey Arturo galopaban por el mundo en pos del Grial:

Siguiendo ríos sin nombre, perdido entre los confusos senderos de lejanas montañas,
desesperado y exhausto, no puedo encontrar al buey.

Después de innumerables penalidades, sucede el hallazgo: Junto a la orilla del río, bajo los árboles, ¡descubro sus huellas! Han aparecido las primeras pistas, el esfuerzo no fue en vano. ¿Será que el buey, en el fondo, quiere ser encontrado? Nuestro boyero sigue adelante con perseverancia, y al final da con él. Pero no se trata de un manso animal, sino de un toro bravo, que no se dejará apresar con facilidad; es un animal poderoso, resuelto, fiel, pero a la vez terco y salvaje.

Lo atrapo tras una implacable lucha.
Su ruda voluntad y su fuerza son inagotables.
Y se lanza hacia la colina distante, tras las lejanas brumas.
O se dirige hacia un barranco impenetrable.

Si el buey es ese Ego en que consiste lo que somos, la aventura comienza en la necesidad de domesticarlo, luchando con él, recibiendo sus embestidas y respondiendo a ellas con nuestra entereza. Si lo hacemos bien con pericia, con inteligencia, con la firme determinación que nos hace persistir a pesar de las heridas, tal vez, solo tal vez, lleguemos a domesticarlo:

Necesito del látigo y la soga.
De lo contrario podría escapar en los polvorientos caminos.
Bien adiestrado, es de espíritu dócil.
Entonces, sin dogal, obedece a su dueño.

Al fin, domesticado el animal, el pastor regresa a casa a sus lomos, tocando la flauta y celebrando la existencia. Es la felicidad de estar al fin en uno mismo, de haberse encontrado y haberse asumido. Caminan felices por los caminos polvorientos, uno junto a otro. Se retiran al final de la jornada. Seguramente no harán nada distinto de lo cotidiano: el animal quedará recogido en su recinto, comiendo hierba seca; el campesino entrará en su choza, donde le esperan un viejo cuenco y un plato de sopa; dormirán, con la perspectiva de madrugar para la jornada siguiente. ¿Entonces no ha cambiado nada? ¿Han sido en vano tantos caminos, tantos combates, tanto esfuerzo y tanta felicidad? Sí y no, y esa es la paradoja de los viajes iniciáticos. Todo sigue siendo lo mismo la dureza de la vida, el desgaste y la perspectiva del final, la seguridad de tener que seguir lidiando, y todo es diferente. Porque ahora el campesino sabe. Comprende. Ha interiorizado la verdad de sí mismo y de su destino. El campesino es parte del buey, y el buey lo es del campesino. Y podrá recordarlo cuando, al día siguiente, tenga que volver, seguramente, a un nuevo pulso con el buey. Con esa verdad impregnada en el fondo de su alma, el campesino se dormirá tranquilo en un sueño reparador.
En este dulce reposo, en mi cabaña, dejo a un lado el látigo y la soga. Momento maravilloso, donde el pastor y el buey logran la armonía y se hacen uno, y en el que se concentra todo el sentido de la aventura humana, toda su intensidad, y probablemente toda su felicidad. Es la gran meta: el samadhi, el nirvana, la iluminación. Las contradicciones persisten, pero se articulan en un conjunto mayor que les confiere un nuevo significado podríamos pensar en una gestalt. Ahí todo se detiene, y a la vez fluye con más naturalidad y más energía que nunca. Se difumina la idea y emerge el sentido. En las viñetas de la historia del campesino y el buey, ese instante está representado por un círculo vacío, un lugar en el que todo está cumplido pero a la vez todo se dispone a acontecer.
Podríamos esperar que la historia terminara aquí, en la conquista de esa paz personal donde el Yo deja de forcejear consigo mismo. Sin embargo, para nuestro asombro, aún queda una tarea, y tal vez sea la principal:

Descalzo y con el pecho desnudo, me mezclo con la gente del mundo.
Mi ropa está remendada y cubierta de polvo, y soy más dichoso que nunca.
No uso magia para alargar mi vida,
pero ahora, ante mí, los árboles marchitos se cubren de flores.

“Se mezcla con la gente del mundo”. Ese es el verdadero regreso, el que cierra el círculo: ninguna proeza de la aventura humana tiene sentido si no desemboca en los otros, si no nos lleva a mezclarnos con los otros. Los budistas elogian al bodhisattva, el maestro que, después de iluminado, decide permanecer en el mundo por compasión, para ayudar a los demás a liberarse del sufrimiento. Nosotros, que no somos maestros ni hemos alcanzado la iluminación, quizá podamos volver, una y otra vez, a quienes nos rodean, para entregarles lo mejor que tenemos. Con toda la humildad, recordando que seguimos siendo peregrinos, que cada día tendremos que reanudar nuestra búsqueda del buey y la lucha por domarlo, y que si tenemos la suerte de conseguirlo regresaremos felices y exhaustos al hogar y luego iremos a “mezclarnos con la gente del mundo”. Y solo en esa entrega completaremos el sentido. Porque, como decía Pablo de Tarso en la Carta a los Corintios:


Aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada.

martes, 7 de noviembre de 2017

Tristeza

Uno siente la vida más difícil y más triste al asistir a esta demolición de la convivencia y la sensatez que ha desatado la soberbia nacionalista en mi país, obligándonos a vivir en una tensión sin tregua, a tambalearnos como quien da torpes pasos al borde de precipicios insondables, abrumado de temor y temblor. Con tajante escoplo y brutal maza han arremetido contra los muros de la patria mía, ciegos de no sé qué delirio que urdieron a fuerza de rencores y avaricias.
Han quebrado sin piedad todos los diques de la cordura, y por las aguas cargadas de ruido y furia de su río revuelto bajan pedazos de tejados de lo que fueron casas donde se podía habitar, anaqueles desvencijados donde se guardaban fotos de familia, sueños y esperanzas compartidos, y retorcidos harapos de lo que un día fueron hermosos lienzos de esperanza.
Lo han demolido todo sin miramiento, eso que era tuyo y mío y que se apropiaron con nocturnidad y alevosía, obcecados en convertirlo en ruinas antes que devolvérnoslo. Y cuando, a veces, las aguas se calman lo bastante para traslucir el fondo, vislumbramos el lodo de amargura, el fango de angustia y de pesadumbre que nos están dejando por legado.

“¡Qué día más triste!” se lamentaba una conocida al saber la noticia de que algunos de los responsables de esta tropelía estaban entre rejas. Ella es de los que creen, o dicen creer, o se empeñan en creer que se trata de víctimas o mártires, de héroes de una contienda que a ella le parece, o dice que le parece, o se empeña en que le parezca por la libertad y la justicia.
“¡Qué día más triste!”, dijo, y yo me quedé conmovido por su sincero lamento, por su dolor incuestionablemente verdadero ante la desgracia de quienes le parecen héroes. Y yo que no los veo a través del mito o del ensueño, yo que distingo claramente sus rostros diabólicos y perversos, pensé en la exclamación de mi conocida y no logré sentirme contento, también me traspasó la congoja. Pero no por ellos, no por su suerte de tiranos sometidos, no por el castigo que puedan haberse ganado a pulso, haciendo tanto daño; sino por esta miseria violenta a la que nos han traído, esta tierra que nos han dejado yerma, esta atmósfera asfixiante de pesar y humo, esta ordalía de desencuentro y rabia, esta pobreza tan hundida en la carne del espíritu.

No nos lo merecíamos. La mayoría pasamos la vida trabajando y procurando querer bien. No es que corran tiempos buenos ni justos, en los que recostarse plácidamente; hay mucho trabajo que hacer y muchos pulsos que encarar, pero parecía posible vivir y dejar vivir.
Ya sabíamos de la meticulosa, empecinada, intrigante tarea de los insolidarios y los fanáticos forjadores de patrias. Ya sufríamos sus atropellos y sus arbitrariedades, en nombre de una justicia inventada por ellos y aplicada a su medida, que proclamaba, como los cerdos de Rebelión en la granja, una igualdad en la que algunos son más iguales que otros. En fin, aprendimos a callar y a ceder, pensando que ya habría oportunidad de rectificar, y que mientras tanto podíamos contar, al menos, con un cierto respeto elemental.
Cada cual defendía sus diferencias, sus nostalgias, sus más dolorosas cicatrices, pero las sobrellevábamos a golpes de esperanza. ¿O acaso nos engañábamos? ¿Quizá, mientras unos lo querían todo y otros se sentían cada vez más arrinconados, se estaban ensanchando las fisuras que acabarían abriendo abismos entre nosotros? Hay avances que, si no se frenan a tiempo, se vuelven, de pura prepotencia, imparables. No teníamos que haber vendido nuestra dignidad por un plato de lentejas: los que se apropian nunca tienen bastante.

Así que los que avasallaban tienen la culpa, pero hicimos mal en transigir con su injusta arrogancia. Preferíamos callar para tener la fiesta en paz, sin darnos cuenta, o sin querer ver, que la guerra había empezado y ya había marcas en nuestras puertas. Pero yo creo que la mayoría de unos y otros sosteníamos que no se llegaría demasiado lejos. Irrumpió entonces quien no tuvo reparos para hacerlo. Reclutó a los que salieron entusiastas a recibirle, y arrinconó a los que ya solían quedarse a un lado, los que, amedrentados o indignados, habían aprendido bien la indefensión.
Todos, en fin, fuimos uncidos y arrastrados por la arena. La quimera de algunos acabó en desengaño; el sometimiento de otros, en mayor humillación. Cada cual quiso rebelarse a su manera, pero nadie llegó muy lejos y, en fin, todos perdimos. Perdimos la oportunidad de entendernos, de dialogar, de reinventar una justicia que no dejara a nadie fuera. Tanta ruina solo puede complacer a los oportunistas y a los exaltados.

¿Cómo, pues, no estar triste? Triste con la tristeza de Spinoza, que la entendía como una pérdida de vitalidad, de ímpetu, de vigor. “La tristeza es una pasión que conduce al alma a una perfección menor”. ¿Y no es eso lo que nos ha sucedido, lo que aún nos sucede? ¿Qué grandeza hay en este carnaval del despropósito? Perfección menor: sin duda, y labrada a fondo, y por tanto tiempo que quién sabe qué quedará de nosotros cuando volvamos a levantar cabeza.  
¿Cómo, pues, no estar triste? Triste de pena negra, como cantarían los trágicos gitanos de Federico García Lorca. Hoy todos somos gitanos: tan tristes, tan bravos, tan desgarrados.

No me recuerdes el mar,
que la pena negra brota
en las tierras de aceituna
bajo el rumor de las hojas.
¡Soledad, qué pena tienes!
¡Qué pena tan lastimosa!


Yo no lamento lo mismo que mi conocida, sino más bien lo contrario; pero me pone triste su tristeza. Porque sé que es la mía. Y porque sé que nunca podré decírselo. A esto nos han reducido. Nadie de bien puede quererlo. ¡Qué pena tan lastimosa!

martes, 24 de octubre de 2017

"No nos toquéis... la educación"

Ese chusco juego de palabras, que combina el guiño y el clamor a la indignación, es el lema que ha elegido el secesionismo, a través de unos sindicatos abducidos por el entramado nacionalista cuando no directamente vinculados a él, para movilizar al poderoso lobby de la enseñanza. Una reacción de indignación exagerada e hipócrita, en respuesta a declaraciones que algunos políticos, de muy poco tacto y menos luces, han ido haciendo últimamente sobre lo que ellos han llamado burdamente “el adoctrinamiento” en las escuelas catalanas en contra de España y lo español (lo que pueda haber de verdad tras esa afirmación, que lo hay pero demasiado sutil para resolverlo con una expresión tan simplona como “adoctrinamiento”, no es objeto de este escrito). “No nos toquéis…”, además de parafrasear una exclamación de indignada hartura, pero en chocarrero, evoca esa constelación emocional de rechazos, ascos y prevenciones que precisamente se quiere despertar, algo así como un “No pongáis vuestras sucias manos…”
Todo esto es bastante obvio y previsible. Más preocupantes me parecen otros matices de fondo que insinúa la consigna. Lo de “no nos toquéis…” nos traslada inmediatamente al inquietante imaginario de las agresiones y las perversiones, que queda a un paso del ominoso delito de los abusos y los malos tratos. Así, la impresión es que la queja no es contra una opinión más o menos desafortunada o injusta, sino contra una verdadera confabulación de enemigos de algo tan preciado, tan delicado, tan costosamente levantado como el sistema educativo de la “patria”.
El símil belicista, en efecto, también se percibe desazonadoramente cercano, y ese es justo el estado de ánimo que se quiere promover: las críticas al sistema educativo se presentan como ataques al país mismo, como cargas que pretenden dinamitar el fruto de un largo y duro esfuerzo por dotarse de una educación de calidad (por más que esa calidad quede bastante en entredicho cuando se la evalúa, sobre todo si se la compara con otros países del entorno). El nacionalismo toma la parte por el todo y siente como agresión a la nación entera lo que es solo un cuestionamiento de aspectos muy concretos de un sector específico.
Pero hay más y peor. “No nos toquéis…”, con ese énfasis en el pronombre, suena claramente a la expresión de un propietario que reclama ante la violación de sus posesiones. ¿Quiénes son esos que protestan contra los que “les” están tocando lo suyo? ¿Y qué les están vulnerando exactamente? Creo que en estos matices la obsesión nacionalista se muestra en todo su dramático y siniestro esplendor. Porque el nacionalismo consiste precisamente en esa voluntad de apropiación, concretamente de usurpación de lo público, de lo colectivo, de esa arena social donde los individuos enfrentamos opiniones a veces infaustas, a veces rudimentarias o incluso arbitrarias, pero en definitiva opiniones, ideas que tenemos el derecho de expresar y el deber de permitir que sean replicadas. Esa contraposición de diferencias, ese juego de disensiones y discusiones, es lo que el nacionalista no tolera, puesto que para él solo una postura es legítima, solo una (la suya) cuenta con el derecho a ser expresada y defendida.
El nacionalista se siente propietario de todo lo que para él implica la patria: el territorio, la gente, la educación y la opinión. Todo forma parte de su patrimonio, heredado de los antepasados como se heredaron su lengua o sus danzas. Un patrimonio suyo en exclusiva, una posesión que ningún extraño, esto es, extranjero, tiene derecho a “tocarle”. Allá donde el demócrata celebra la diferencia, aunque le resulte despreciable, el nacionalista se indigna y eleva al cielo su grito de guerra; allá donde el demócrata ve un territorio común que debe ser cuidado pero también hollado por cualquiera, puesto que es de todos, el nacionalista ve un coto privado que seres ajenos se atreven a “tocar”.
Toquemos, pues. Llevémosle la contraria a quienes nos salen al paso negándonos el derecho a tocar lo que es de todos; defendamos el derecho de que lo toque todo el mundo, incluso los que podrían ensuciarlo. La verdad no tiene miedo de exponerse y ser manoseada. Llevémosles la contraria, sobre todo, a quienes preferirían silenciar a todo aquel que les lleve la contraria. Eso se llama libertad, y sí que debería ser intocable.

sábado, 21 de octubre de 2017

Abducidos

Hay vida más allá del órdago secesionista, y algún día, esperemos que no muy lejano, podremos dejar de pensar a todas horas en el tema, podremos superar esta conmoción por lo sucedido y esta ansiedad por lo que puede suceder. Tal vez un día, esperemos que próximo, la política deje de ser una tensión y una coacción, y volvamos a preocuparnos por lo realmente preocupante, que son el trabajo y la educación y la pobreza de dos tercios del mundo y el imperio del capital y la devastación de la naturaleza, y tantas cosas que estamos descuidando aplastadas bajo los escombros de esta febril demolición.
Quizá, también, podamos regresar a la construcción de la vida personal, a nuestras viejas inquietudes existenciales y nuestras aspiraciones a la vida buena y pacífica que buscaban Epicuro, Séneca, Montaigne o Spinoza, al amor al conocimiento que animaba la pasión de Tales, Aristóteles, Leonardo, Hume, Newton o Marx, al esfuerzo por concebir una ética coherente y fundamentada al que dedicaron su obra Kant, Schopenhauer, Nietzsche, Sartre o Foucault.

Tal vez suceda un día, pero de momento estamos aquí, abducidos por el delirio nacionalista, que es el monstruo producido por el sueño de la razón, un monstruo que incubaron y alimentaron las élites burocráticas tradicionalistas y que fue clavando sus tentáculos, cada vez más hondo, en algo tan sencillo como el apego al terruño, obnubilando a tantas personas de buena fe que llegaron a creer que un himno o una bandera están por encima de la gente porque son anteriores a ella, como los dioses y los mitos, y por tanto hay que defenderlos de ella e imponérselos si es preciso.
Ente esas multitudes exaltadas por el espejismo patriótico se colaron, como sucede siempre, montones de resentidos, frustrados, oportunistas y corruptos, no pocos ingenuos neorrománticos, jóvenes insatisfechos que confundieron el sueño de las patrias con el de un mundo mejor.
Y temerosos, muchos temerosos, porque la fuerza persuasora de los movimientos colectivos sobre ese miedo atávico del individuo a la exclusión es implacable. Nada alivia más el miedo solitario que el enardecimiento de la masa, nada nos inspira más seguridad que comulgar con mucha gente, aunque sea a través de una alucinación colectiva; uno se siente protegido en el abrazo de la multitud, y entregarse a la abducción es un recurso para descansar de esa tarea tan ardua e insegura que es mantener el propio criterio mientras los que te rodean entre ellos muchos de los que te quieren o a los que quieres te lo están reclamando sin cesar. ¡Ven con nosotros! ¡Deja de resistirte! No importa que tengamos o no la razón, no importa que en nombre de nuestras reivindicaciones disparatadas se cometan atropellos o se quiebren cosas valiosas. ¡Qué bonito es estar juntos, apretados en torno a sueños y nostalgias, entusiasmados por destinos luminosos que parecen al alcance de la mano! ¡Qué bonito es creer a pies juntillas que somos los buenos, que tenemos la razón, que hay un villano contra el cual conjurarse, y sustentar todas esas convicciones sin tener que someterlas al fastidioso rigor del análisis, al juicio de esos aguafiestas que son el sentido común y el razonamiento!
En medio de ese clima de exaltación colectiva, el escéptico y el sereno, el dialogante y el independiente, no solo resultan extraños, sino que sobre todo, para su mal, causan una profunda molestia; son reducidos a la categoría de blandos o traidores. Serán perseguidos y arrinconados, corren el peligro de perder afectos en el vendaval de ceguera que les rodea, podrían ser señalados como traidores y tratados como chivos expiatorios: si no se convierten, aprenden pronto a callar, y procuran moverse en un limbo de indefinición que les proteja.

Pero no se puede vivir toda la vida en el limbo. O sí, pero al precio de renunciar a uno mismo, que a veces no es más llevadero que la amenaza de los demás. Para el lúcido no existe un suplicio peor que el del delirio colectivo, cuando tiene que callar ante él y sobrellevarlo desde la clandestinidad. Si la locura masiva llega muy lejos, más tarde o más temprano hay que significarse contra ella y sucumbir a su violencia, o sucumbir a ella y renunciar a las propias convicciones, es decir, a la lucidez y al respeto a uno mismo (aunque después de una conversión se construye fácilmente el nuevo respeto desde el abrazo de la masa de fieles).
¿Podría ser que la realidad se apaciguara lo suficiente para que no hiciera falta llegar a esos extremos? ¿Podríamos volver a discrepar en paz, recuperando para el espacio público el sabio territorio del matiz en medio del maniqueísmo fanático? ¿Podríamos descansar de una vez de esta permanente tensión a la que nos obligan la cerrilidad y la incertidumbre?
Tal vez un día los abducidos despierten; tal vez esté sucediendo ya y aún no se note mucho. Tal vez el monstruo esté dando sus últimos coletazos de bestia atroz y moribunda. Si es así, podríamos volver a pensar en otras cosas, a hacer otras cosas; a unirnos en torno a lo fundamental solidaridad que jamás teníamos que haber perdido para dedicarle nuestra energía, nuestra atención y nuestro trabajo; para que nuestro esfuerzo sirva, al fin, y la construcción de una vida mejor.
Ese es el deseo, esa es la esperanza: que el secesionismo se retire de una vez a sus rancios feudos, que deje de agitarnos y amenazarnos, que nos devuelva la vida y la complicidad y los afectos. Que se lleve sus banderas y sus cuentos a casa, devolviéndonos el espacio público, y no los saque más que por los cauces políticos legítimos o para pasearlos en procesiones sentimentales de sus acólitos, entonando sus cánticos y agitando sus estandartes todo lo que quiera, mientras nos permita a los demás cerrar las ventanas y seguir con lo nuestro.

Cuando lo haga, y aún tenemos ese deseo y esa esperanza, dejará tras de sí campos quemados y praderas pisoteadas. Su órdago nos habrá hecho perder mucho. Necesitaremos tiempo para restaurar los foros, para mirarnos unos a otros sin vergüenza ni resentimiento, para querernos desde la diferencia y volver a vivir y dejar vivir. Pero la hierba y los bosques volverán a crecer si todos nos ponemos a ello, si los saqueadores van retirándose y cada cual regresa a sus campos y a sus plazas.
Y podremos mirar alrededor, atónitos por cómo habíamos podido estar tan ciegos, cómo habían logrado abducirnos hasta tal punto. Volveremos a discutir y a reír, a pelear sin que la sangre llegue al río, y sobre todo a levantar entre todos lo valioso, donde tiene que caber una diferencia que no nos devaste y un acuerdo que nos engarce hacia el futuro. Y podremos, atención, podremos al fin recuperar la noción de quiénes son los verdaderos enemigos de la paz y de la vida, esos a los que sí que hay que rechazar, y contra quienes sí tenemos que luchar todo lo que haga falta. ¡Qué ganas de que de toda esta amargura no quede más que un mal recuerdo!