sábado, 24 de diciembre de 2016

A vueltas conmigo mismo

Soy perezoso, sí, ¿para qué me voy a engañar?
Soy tan perezoso que ponerme a escribir ahora, y sobre todo a pensar, resulta para mí un esfuerzo, y a cada momento tengo que luchar con la tentación de abandonar.
¿Por qué sigo? Seguramente por la pereza de plantearme qué hacer si no hago esto.

A veces me vienen a la mente tales borbotones de ideas —algunas aceptables y otras decididamente estúpidas— que me siento inundado, abrumado. Quizá, si tuviera la fortaleza de ánimo de intentar recogerlas, y la constancia posterior de organizarlas, quedaría algo bueno después de pasar unos cuantos cedazos. Pero me puede la molicie. Y creo que ahí hay también algo sabio. ¿Realmente vale la pena escribirlo todo? ¿No es mejor vivir? Aunque, ¿qué pasa cuando la vida da más pereza que escribir sobre la vida?
Bien, en cualquier caso, suelo perder el hilo de mis ocurrencias, sea por desbordamiento o por mera desidia. Debo alegar también mi mala memoria.
Sobre la mala memoria sólo diré que si lograra recordar todo lo que he leído y estudiado, si consiguiera articular ese caudal de informaciones e integrarlas en mi conocimiento, sabría muchísimas cosas. Es más: las he sabido, sólo que por poco tiempo. Es aún más: las he descubierto varias veces, porque, al no recordarlas, volvían a ser una novedad espléndida. En fin, se trata de un verdadero desperdicio, que he intentado compensar con técnicas diversas: apuntes, resúmenes, copias, notas… No hay caso. Podría hacer un gráfico como los de Ebbinghaus (he tenido que consultar la Wikipedia para recordar su nombre) representando la progresión de esa pérdida: la caída de la recuperación de datos es bastante rápida, la de conceptos no tanto. Por lo visto, es algo normal que le pasa a todo el mundo, pero, por lo que llevo comprobado, en mi caso constituye un verdadero problema. Supongo que mi tendencia a vivir en estado de ansiedad hace que preste menos atención, que registre menos y que tenga más dificultad para concentrarme a la hora de elaborar los recuerdos (dicen que la memoria funciona más como una reconstrucción que como un archivo, tanto una cosa como la otra se me dan mal). Según los neurocientíficos, el estrés incluso provoca la pérdida de neuronas en el hipocampo, que es una estructura cerebral clave en la memoria. No quiero imaginar en cómo debo tener el hipocampo.
Puntualicemos, no obstante, que la mala memoria tiene sus ventajas. Para empezar, ayuda a vivir: los malos recuerdos son como trastos viejos que nos aplastarían si no fuéramos aligerándolos. Cicerón ya lo señaló: recordar, a menudo, es solo un modo de acrecentar los sufrimientos, y por eso dijo Cervantes: “¡Oh, memoria, enemiga mortal de mi descanso!” Nietzsche menciona un don aun más sutil: el olvido permite disfrutar más veces las mismas cosas. Pero algunos señalan una posibilidad muy interesante: tal vez la falta de memoria nos obligue a ser más reflexivos, o incluso nos favorezca captar lo esencial al librarnos de un exceso de detalles. No deja de ser un consuelo.
Así que nunca he sido bueno manejando datos, y por eso se me silencia fácilmente (o me silencio yo mismo, atascado en la punta de la lengua) en la mayoría de las discusiones. Por brillante o justa que sea mi postura, se queda en nada ante un aluvión de datos por parte de mi oponente.
Esto me hace pensar en las amargas disputas de pareja. La mayoría consisten en un fuego cruzado de reproches: tú me hiciste, yo te pedí… Pocas veces uno escucha al otro para ver si tiene razón, porque en este caso no importa la razón, sino el poder. Por eso, se trata de no admitir ninguna acusación y de que nuestras acusaciones sean más graves que las del otro. En conjunto resulta un comportamiento bastante inmaduro, se diría infantil, lo cual demuestra lo poco que evolucionamos a lo largo de la vida, o lo poco que han cambiado los conflictos humanos a lo largo de la historia.
He conocido a personas que eran verdaderas virtuosas del reproche, gracias a su capacidad para recordar hasta el último detalle de lo que les ofendió, o al menos para inventarlo de forma convincente. Frente a ellas, yo no tenía nada que hacer. Lo más inteligente por mi parte habría sido callarme y evitar una reyerta de la que casi seguro que saldría malparado, pero soy demasiado susceptible. Me enfado y me resiento con facilidad. Esto hace que mis relaciones íntimas acaben convirtiéndose en calvarios de discusiones que llevan a otras porque nunca me salgo con la mía. De todas mis estupideces, tal vez esta sea la peor, y desde luego la que me ha traído más problemas.

Volviendo a mis apuros a la hora de escribir, tengo otra dificultad: las estructuras. Mi pensamiento es arbóreo, se bifurca una y otra vez y se va cargando de vías secundarias que llevan a nuevas vías secundarias y así sucesivamente… hasta que pierdo la noción del tronco esencial. Pero eso no es lo peor: con tantas ramas y ramificaciones llega un momento en que el edificio se me desploma, como un castillo de naipes demasiado temerario (esta comparación resulta bastante tópica), se me cae por su propio peso. A veces tengo la impresión de que pienso con frases que no terminan nunca, porque en un momento dado aparece un largo paréntesis, en medio del cual surge otro paréntesis, y así hasta el infinito. Así que cuando empiezo un proyecto me encuentro en seguida con que no sé hacia dónde voy; entonces vuelvo atrás y se me ocurre una nueva manera de empezar, sin duda mejor, pero que me obliga a recomponerlo todo, como si al perder el hilo tuviera que rehacer la madeja y luego deshacerla de nuevo, yendo a parar a un lugar completamente distinto.
He intentado resolver esta “fractalidad del pensamiento” mediante esquemas previos, pero cuando lo hago descubro que, en realidad, tengo muy pocas ideas previas, que la mayoría se me ocurren precisamente en el desarrollo, y que para entonces ya es tarde para recuperar la coherencia… El recurso que me ayuda más, y que incluso a veces funciona de verdad, es abrir armarios conceptuales en los que ir clasificando las ideas a medida que vienen: esta idea va aquí, esa otra va allá… Así, los armarios van creciendo (¡pero también aparecen nuevos apartados y subapartados!), como me ha sucedido con El buen vivir, una especie de manual para la vida buena que he ido escribiendo por apartados según se me ocurrían, y que, para cuando he querido darme cuenta, había alcanzado más de 400 páginas. Ahora lo difícil será estructurar todo ese material, imponerle un sentido, armarlo con coherencia. Suceden cosas gravísimas, como la duplicación fortuita de subapartados, aunque en distintos apartados y por tanto con la dificultad de decidir a cuál corresponden mejor. Soy perfectamente capaz de escribir lo mismo varias veces (en esto me ayuda la mala memoria), clasificándolo luego con distintos criterios; entonces me enredo en la meditación de cuál sería la clasificación más adecuada...

Escribiendo sobre las dificultades para escribir, he concluido el artículo. Lo dejo tal cual ha ido saliendo, con su caos originario, a modo de ejemplo de lo que comentaba, y porque, por una vez, tiene su gracia.

sábado, 17 de diciembre de 2016

Los dones de la noche oscura

Mirarse demasiado a uno mismo conduce casi siempre a la tristeza. Porque estamos hechos para mirar hacia fuera, para proyectarnos en el mundo. Y porque el espectáculo de nosotros mismos suele ser triste; o mejor dicho: solemos enfatizar lo triste cuando nos convertimos en espectáculo.
Yo he mirado en mi interior muchas veces, como indagando una pauta perdida, un hilo de Ariadna que me condujera a la salida del laberinto. He escudriñado porque, como Narciso, estaba prisionero del asombro o de la fascinación. He observado con tristeza y a veces con angustia, porque al mirar me extraviaba aún más, me hundía como en un pantano de cieno, donde no me ahogaba pero tampoco podía respirar.
Y de ahí solo sacaba una congoja abstracta, existencial, que emanaba de los mismos cimientos recónditos del ser. La confusión del ser desconcertado. Ni siquiera podía pensar en ella con claridad: me engullía como una nebulosa. No era más que miedo y angustia en estado puro. Intentar descifrarla nunca me llevaba a ningún sitio. Y solo se aliviaba cuando la vida, con sus reclamos, me obligaba a dejar de pensar.
El problema de la rabia y la tristeza es que si no se resuelven y se expresan en cuanto aparecen, se cuelan por todos los rincones del alma, acaban inundándolo todo e inmovilizándonos, y uno acaba sin saber por qué está deprimido, estando triste porque está triste. Allá donde te vuelves solo encuentras el reflejo de tu propia cara acongojada, tus ojos que inquieren y que no encuentran respuesta. La rabia y la tristeza, cuando no salen para que se las lleve el viento, se apelmazan en las tramas del ánimo y atascan nuestras aguas estancadas.
Y cada movimiento no hace sino hundirnos más en el pantano.
Las tinieblas del alma no son deseables, y el ensañamiento morboso con el que a veces nos revolcamos en ellas aún lo es menos. Sin embargo, quizá haya que respetar algo en ambas cosas cuando se presentan.
En la noche oscura, quizá debamos reconocer, como aconseja Thomas Moore, uno de los lenguajes del alma, un modo de caminar o de buscar, de recogerse y tantearse, que hemos de aceptar y honrar. En la testarudez depresiva y sus espantos quizá debamos ver, también, un esfuerzo por salvarse: como Jacob, algo en nosotros lucha cuerpo a cuerpo con el ángel, decidido a no soltarlo hasta que nos bendiga y nos dé un nuevo nombre.
No puede ser bueno quedarse en la tristeza, porque la mayor parte de su sufrimiento es baldío. Sin embargo, si la dejamos hablar, si la aprovechamos para mirarnos en un espejo distinto, puede que salgamos de ella con algún nuevo don, con una pista, con una bendición. Aunque solo sea el cansancio que nos redime y deja ir los empeños obcecados, o bien al contrario, la determinación más firme de vencer nuestra pereza y no volver a caer en ese agujero.
Porque los seres humanos somos cómodos y nos apegamos a lo conocido, aunque nos perjudique. Y solo un empujón nos obliga a salir de la modorra y cambiar de dirección.
Por mi parte, creo que les debo algunos dones a mis tristezas, y que si regresé tantas veces a ellas no fue porque no me bendijeran, sino porque al salir fui perezoso y poco constante y olvidé en seguida la lección. Algo continúa pendiente de solución. Por eso vuelve, una y otra vez, y como un alma en pena insiste y me mantiene encadenado. ¿Qué pasará si, como sospecho, no puedo resolverlo? ¿Me consumiré, o aprenderé a caminar aunque con ese lastre no pueda llegar tan lejos como soñaba?
En primer lugar debería hacer las paces con los límites de mi vida. Luego, preguntarme qué es lo que realmente puede darle sentido dentro de esos límites: no simplemente lo que deseo, sino lo que puede y debe ser hecho. Y usar la inteligencia y lo aprendido para avanzar en esa dirección, nos lleve a donde nos lleve.
Es así de simple y de difícil: delimitación de lo posible, definición de lo correcto, resolución para cumplirlo. Hace falta lucidez y coraje: a qué debo renunciar aunque me pese, a qué no debo renunciar aunque me cueste. A veces la línea que separa lo impropio de lo imprescindible es sutil. Es hora de renunciar a que en la convivencia se me ofrezca la comprensión y el cuidado que se otorgaría a un niño; porque ya no soy un niño, porque ya es tiempo de envolver en un hato y echar al hombro los temores y las decepciones, y caminar por propio pie y hacerme cargo de mí mismo. En cambio, no debo renunciar a que se me escuche con respeto, es decir, tomando en serio mis reclamos con ánimo abierto, dándoles al menos la oportunidad de responderles no. Para lo primero necesito el coraje de la resignación y la renuncia; para lo segundo, el coraje de franqueza, la mía y la de los otros. Y, para ambas cosas, discernimiento, serenidad, madurez.
Cuando uno se siente mejor —un día claro, regresar del trabajo, una hora de libertad arrancada a los deberes…—, es fácil olvidar las tempestades a las que sobrevivimos. Uno tiene, o quiere tener, la impresión de que los nubarrones de congoja, cuando se disipan, lo hacen para siempre. Pero las borrascas se quedaron cerca, porque no salieron del alma, porque las cosas no cambian si uno no cambia; y volverán.
No deberíamos olvidar demasiado aprisa, por fatigados que estemos, por mucho que el ansia de luz y de calor quiera apresurarse a dejar atrás el dolor. Si hemos empezado a desbrozar el camino correcto, hay que seguir por él para que no lo vuelva a borrar la hierba. “Cuando llegues a la cima, sigue subiendo”, anima la sabia divisa budista. Porque quizá no lo sea esta vez, porque es probable que no lo sea nunca.
Hace falta coraje para afrontar los deseos: para renunciar a ellos y también para aceptarlos. Hace falta fortaleza para aceptar que lo perdido está perdido, y también para estar a la altura de lo que aún es posible. Hace falta valentía para plegarse a los guiones de la vida, sin entenderlos y hasta sin apreciarlos, y pensar que están siempre por encima de los nuestros: los que escribiría nuestro limitado capricho. Hace falta entereza para defender la alegría, para levantarla piedra a piedra por más veces que nos la desmoronen. Todo esto nos lo enseña la tristeza si sabemos mirarla a los ojos sin quedarnos atrapados en ella.

sábado, 10 de diciembre de 2016

Encarar el dolor

La vida está jalonada de dolores, y nuestro modo de encararlos es una de las claves de que la existencia resulte o no satisfactoria.
El sufrimiento, como dijo Buda, está por todas partes y tiene muchas caras. Hay sufrimientos brutos, espesos, contundentes como un golpe en una roca; hay sufrimientos líquidos que caen lentamente sobre nuestra piel y nos impregnan como una lluvia fina. Hay sufrimientos que se nos echan encima y nos arrastran en su avalancha; y sufrimientos que llevamos puestos, clavándose igual que una piedra que se coló en el zapato. Hay sufrimientos que quitan la respiración y otros que hacen el aire irrespirable. También hay sufrimientos que nos ganamos a pulso, tejiéndolos hebra a hebra, moliéndolos grano a grano, para ceñírnoslos como cilicios. Los hay buscados, encontrados, impuestos, merecidos, frustrados, incompletos, preparados, perdidos, imaginarios. Hay sufrimientos sin sentido y otros a los que se lo inventamos. Los hay que danzan y revolotean a nuestro alrededor, y otros que nos empujan y nos tumban como un mandoble certero.
Se cuenta la anécdota de que una mujer, desesperada por haber perdido a su hijo, acudió al Sakyamuni para pedirle un remedio. Este le contestó que solo necesitaba un puñado de semillas de mostaza, pero que tenían que ser de una casa en la que nadie hubiese perdido a algún ser querido. Después de mucho buscar, la mujer comprendió que el sufrimiento y la muerte forman parte de la condición humana, aceptó el dolor de haber perdido a su hijo y pudo enterrarlo en paz.
Esta historia es la descripción precisa del trabajo de duelo, cuyo momento clave está en la aceptación de la pérdida con todo lo que implica. Pero su intención es invitarnos a una reflexión más profunda: si nos quedamos sin algo es porque lo teníamos, y lo que se posee está llamado a perderse en algún momento. Para morir hay que haber vivido, y no se puede vivir más que a condición de morir un día. La muerte es la condición de la vida; es, como dijo Heidegger, esa posibilidad que aguarda siempre detrás de todas las posibilidades, y que se convertirá en hecho si se le da el tiempo suficiente. La pérdida es la condición de la posesión, la frustración es la premisa del deseo, el sufrimiento es el precio de la satisfacción…
Dime qué haces con tu sufrimiento y te diré quién eres, incluso te diré quién serás o al menos quién, probablemente, no podrás ser, tal vez porque estés empeñado en ello. ¿Ayuda ser consciente de lo inevitable del padecimiento para sufrir menos? Sí. Pero no necesariamente porque nos permita hacernos fuertes y prevenirnos de algún modo: podemos apuntalar nuestras fuerzas hasta cierto punto (ese era el proyecto de los estoicos), pero nadie sabe de dónde llegará el dolor ni hasta dónde será capaz de aguantarlo.
Otra historia clásica, creo que zen, nos habla de la decepción de un discípulo cuando vio a su maestro gritar al ser vapuleado por unos ladrones: ¿cómo era posible que el maestro, un ser iluminado, se deshiciera en la indignidad de proferir lamentos y súplicas? Sin embargo, pasado el tiempo, unos ladrones sorprendieron al discípulo y lo apalearon. Mientras gritaba y suplicaba, el discípulo tuvo la iluminación. La conciencia de que la vida es pérdida y dolor no nos evitará tener que pasar por ellos, pero puede ayudarnos, quizás, a afrontarlo con más serenidad, a dejarlo doler sin rebelarnos contra él, lo cual es otro dolor y a veces mayor que el propio padecimiento original. Este era el camino de serenidad que proponían los estoicos.
A menudo intentamos esquivar el dolor que nos corresponde sustituyéndolo por otros que nos parecen más llevaderos. Así concebía Freud la neurosis: en el esfuerzo por eludir el dolor real, nos empantanamos en sufrimientos imaginarios, que acaban por convertirse en un problema mucho peor (entre otras cosas, porque los sufrimientos reales suelen permanecer esperando su momento como perros fieles, y no hay nada que nos ahorre su mordedura). Es como si para no pagar de una vez nos endeudáramos en préstamos sobre préstamos, hasta que nuestra deuda resultara impagable. Para no tener que admitir que no somos amados, salimos al paso odiando o evitando a todo el mundo, incluido quien nos podría amar; para no tener que reconocer un error, le reprochamos la culpabilidad a otro. Para no tener que ser consecuentes con el naufragio de nuestro matrimonio, le hacemos la vida imposible al cónyuge, hasta hartarlo; o nos enfermamos, para que se sienta culpable; o soportamos sumisos sus abusos, asegurándonos de que el malvado siempre es él. Son ejemplos de la diferencia entre un dolor legítimo y un dolor embustero, o al menos disfrazado; de cómo el dolor también puede ser una liberación, a condición de que lo afrontemos de cara y estemos dispuestos a atravesarlo cuando hay que hacerlo.
La cuestión, por tanto, no es sufrir o no, puesto que sufrir es inevitable. La cuestión es si podemos sufrir solo lo justo, y con la mejor actitud posible. 

domingo, 4 de diciembre de 2016

Aprender a desesperar

A Jesús

Solo esperamos lo que no es; y solo amamos lo que es. A. Comte-Sponville.


André Comte-Sponville habla de la necesidad de desesperar, esto es, de renunciar a la esperanza. Esperar es, en efecto, proyectar en el futuro (lo imaginario) una tierra prometida donde vivir, y por tanto dejar de hacerlo en el presente (lo real). Para regresar a la única vida que tenemos, cruda y doliente, pero también gozosa; para renunciar a vivir entre espectros, hay que desesperar, hay que consentir en que el futuro, con su racimo de posibilidades, deje de ser la coartada para no habitar el presente.
Comte-Sponville señala el camino del silencio. Si pudiésemos retirarnos, aunque solo fuese por unos días, por unas horas, a un rincón de silencio puro en el que pudiésemos resguardarnos de los ruidos del mundo, tal vez regresar a la vida sería menos agotador y más interesante. Habría que poder desnudarse de todo eso con lo que hemos aprendido a identificarnos: desistir de ser nosotros, adentrarse en un baño de olvido que nos dejara en estado de gracia. Porque sobrellevar los días con el pesado fardo de nuestra identidad —recuerdos, deseos, rabias y tristezas, también esperanzas— es lo agotador. Nada de eso es verdad, o casi nada, y sin embargo no podemos dejar de creerlo, porque, sea por falta de imaginación o de valentía, no podemos concebir otra cosa más allá. Hay que atreverse a dejar ir todas esas fantasías, al menos en parte, al menos de vez en cuando. Puede que el único valor que se nos pida sea atrevernos a renunciar a las mentiras aunque no podamos conocer las verdades.
Casi siempre he sufrido con la secreta esperanza de que cada día el dolor iría a menos, como si se tratara de un depósito que se vacía y no se renueva (o lo hace más lentamente). Presentía que detrás del sufrimiento habría otra cosa, y el mero hecho de transitarlo bastaría para acercarse a esa región prometida. También se me ocurría —en aras de la promesa cristiana, como la de tantas religiones— que sufrir podía ser la cuota con la que iba saldando una misteriosa deuda primigenia, inexplicable pero implacable, y que ningún dolor quedaría sin ser anotado en el debe y el haber del universo.
Así eran mis fantasías cuando aún era inexperto y fácilmente seducible por la esperanza. Envejecer, supongo, es en definitiva ir renunciando a las esperanzas. Y he envejecido. El tiempo ha hecho amarillear las vívidas perspectivas, y el paisaje ha quedado encogido y lechoso. ¿Es esto la sabiduría? Claro que no, es solo cansancio. Es tener cada día menos fuerzas para inventar el futuro, y para confiar en que nuestros inventos se realicen. Admito que los sueños son hermosos, y a veces añoro aquella expectación emocionada que me hacía más alegre y vivaz. Pero doy la bienvenida a ese agotamiento de la voluntad ilusa, porque me da la posibilidad de mirar el mundo con ojos limpios, porque me libera de la esclavitud de las esperanzas.
¿Se puede vivir sin esperar nada? Creo que sí, a condición de que tampoco añoremos ni huyamos de nada. Hay que equilibrar los platillos del futuro y del pasado, retirando paralelamente peso de ambos. Somos plantas que han crecido enfermas y enfermas han pasado la vida. La herida era demasiado profunda para tener cura; todo lo más, se podía aprender a sobrellevarla mejor. ¿Por qué no nos lo dijeron? Yo creí sinceramente en la redención del progreso y la mejora. Creí en los dones absolutos de la experiencia. Luché: casi siempre mal, pero luché. Tenía que bastar con la fe y la insistencia para que un día me levantara capaz, por ejemplo, del amor. Y, sin embargo, hoy me doy cuenta de que no he hecho mucho más que caminar en círculo; supongo que, secretamente, me resistía a alejarme de la turbia patria originaria; supongo que era yo el que, como Penélope, desbarataba de noche las buenas intenciones de quienes me quisieron de día. ¿Por qué? Por miedo, por pereza; porque, sencillamente, no podía salir de mí para volver a mí. Desesperar es renunciar a nuestra aspiración heroica a reconstruir todas nuestras ruinas.
El pasado no debería hacernos felices, ni tampoco desdichados. El pasado, aunque no podamos evitar llevarlo puesto, tendría que languidecer poco a poco en nuestra mente, como hacen los muertos plácidos en la memoria. El tiempo nos roba la alegría de los espectros y, no obstante, los sufrimos con el dolor intacto. Hay que cansarse de sufrir. Hay que desengañarse del pasado, y aceptar que no hay nada más allá de este presente, por árido que pueda parecerles a nuestras ilusiones.
Hacen falta mucha honestidad y mucho coraje para renunciar a ese poder amargo y caliente que nos da ensañarnos con nosotros mismos, reprocharnos no haber estado a la altura de nuestros anhelos; para dedicarse a uno mismo la misma comprensión tibia que se otorgaría a cualquiera. Hace falta una ecuanimidad muy firme para tratarnos con justicia y deponer nuestro poder autodestructivo para internarnos en la larga, incierta y trabajosa aceptación. Un humilde desnudarse de disfraces, enterrar uno a uno los pedazos de nuestras máscaras fallidas. Ese acto de entrega quizá le quede corto a nuestras fantasías grandilocuentes, pero nos regalará el único escenario agridulce en el que es posible vivir. Que tal vez no sea más que sobrevivir, y muy a menudo transigir con lo doloroso y aceptar que siempre habitaremos más o menos lejos de nuestros sueños. Es inútil resistirnos a ese exilio, y patético empeñarnos en no admitirlo.
Para el que opta por la vida, no hay otro camino que transigir. Algunos entusiastas dicen que se trata de aceptar, pero no de resignarse. No acabo de entender la diferencia. Resignación: a que la vida no sea una aventura tan bella como ansiábamos, y a que nosotros tampoco seamos héroes. Resignarse a lo poco que se nos ha querido, y a los muchos que no nos querrán. Resignarse a que no hay más paraísos que los perdidos ni más logros que los modestos goces tras un largo esfuerzo jalonado de fracasos. Resignarse a que más pronto que tarde desapareceremos y se nos olvidará, y el mundo seguirá tan indiferente como cuando lo habitábamos. Desesperar.