sábado, 29 de octubre de 2016

La volatilidad de los afectos

Es un asombro advertir lo fácilmente que me he desprendido de amigos y amores. Durante un tiempo fue la intensa proximidad, y un día, casi de repente, cayeron en la insignificancia y el olvido. A veces distanciarse era algo necesario, o al menos deseado: cuando se había perdido el aliciente, o las promesas, o la conmoción, o simplemente la alegría. Había en el olvido, en el pasar página, algo de requerimiento o de apremio; la vida ya no era grata junto a ellos (ni para ellos junto a mí, supongo, porque estas cosas suelen transitar en las dos direcciones), se había impuesto la decepción o la rabia, o sencillamente el cansancio; el olvido era cuestión de salud o de renovación.
En otros casos, el desafecto fue avanzando casi en silencio, por agotamiento, y un día ya no quedaba nada que hacer juntos, o al menos la extrañeza había ganado al gozo y hacía preferible —natural— que la distancia ganara a la querencia. Uno se puede reprochar a sí mismo el descuido, la indolencia, el no haber reaccionado cuando era tiempo y dejar que se marchitara lo valioso. Pero a veces incluso el descuido es justificable: la vida nos arrastra con demasiada fuerza y, sencillamente, ya no tenemos sitio para algunas personas. Su estatus había cambiado, su amistad tenía más de tarea que de promesa, ya no quedaba mucho que hacer juntos. Algunos olvidos fueron la cristalización deliberada de una necesidad. Otros, sí, sucedieron por desidia, por permitir que creciera la hierba en el camino del amigo.
Lo increíble es cómo, habiendo sido importantes y casi imprescindibles, un buen día se los llevó el alud del tiempo y no quedó de ellos más que, a lo sumo, un buen recuerdo y alguna foto. Esa pasmosa volatilidad de los afectos es una muestra más de lo inconsistente de nuestra presencia; levedad necesaria —¿quién podría vivir cargado de bártulos del pasado?—, pero en definitiva triste, porque nos recuerda que el devenir nos engulle a todos. También demuestra que la mayoría de las relaciones tienen menos calado del que creemos en su momento, y que toda amistad —como el amor— tiene su reclamo de esfuerzo y cuidado. La profundidad de una relación debe labrarse a lo largo del tiempo, de hecho debe ir contra el tiempo, renovando permanentemente el mutuo reconocimiento. Solo así ganará un significado más allá de lo ocasional. Está claro que la amistad requiere su trabajo, como la jardinería, y que no basta con el afecto, en el fondo tan inconstante. La amistad es también decisión y voluntad: el arte del que hablaba Erich Fromm.
La mayoría de la gente con la que nos cruzamos está tan incrustada en un determinado escenario que viene y se va arrastrada por los vientos de las circunstancias. Cambia el contexto y ya no tienen cabida, o se ven relegados a una indefinición en la que languidecen y acaban por difuminarse. Una nueva actividad, un cambio de casa, el comienzo o la ruptura de una pareja siempre traen o se llevan su constelación de vínculos; lo que parecía intenso, profundo, devoto, dotado de una trascendencia permanente, resultó ser más ocasional de lo que creíamos; de pronto vemos que ya no vale la pena, o no lo vale tanto, que pertenece al pasado o así lo preferimos. Solo sobreviven al paso del tiempo aquellos con los que logramos construir significados más profundos, hundir sus raíces en complicidades más perennes.
Debemos ser justos con nuestras limitaciones. El tiempo es escaso, los requerimientos muchos; es natural que la distancia o un cambio de prioridades imponga sus restricciones. Actualmente, además, conocemos a mucha más gente que nuestros bisabuelos, que vivían en comunidades pequeñas de las que apenas salían en su vida. El ser humano, a lo largo de casi toda su historia, convivió en hordas o en pequeñas colectividades aisladas. Hoy hacemos muchas cosas, nos desplazamos más lejos, nos comunicamos hasta con desconocidos. Las relaciones son más variadas, pero también más inestables, y probablemente la mayoría son superficiales. Tal vez el ritmo frenético de nuestro tiempo nos haya acostumbrado al rápido paso de oleadas de gente por nuestra vida. Y no es eso, en realidad, lo sorprendente: lo más impactante es que la mayoría de nuestros conocidos salten con tanta facilidad del anonimato a la amistad y de la amistad al anonimato, sin apenas dejar huella. Se diría que nuestro mundo ha debilitado los vínculos.
Y, en fin, hay que admitir que algunos somos, por talante, más desapegados que otros: mis parejas trajeron las podas más implacables de amistades, como si el deslumbramiento del amor velara los modestos centelleos de los amigos, o más bien como si hubiera que escatimar atenciones para reservárselas a la pareja. Cuando se acaba el amor y recuperamos la mirada descubrimos hasta qué punto su fuego dejó nuestro paisaje hecho un erial.
También he dejado por el camino mucha gente buena a la que quería de veras, simplemente porque estaba demasiado sumido en la existencia, aunque creo que eso solo ratifica lo endeble de los lazos que nos unían. Al final (con suerte y cuidado) solo quedan los vínculos más sólidos, los que nos definen: la familia y un puñado escaso de viejos amigos con los que nos llamamos de vez en cuando. Quizá sea justo y algunos no podamos pedir (ni pedirnos) más.

sábado, 22 de octubre de 2016

Eudemonía y voluntad


A mi amigo Julián, filósofo a ras de tierra.



Eudemonía (con acento en la i, antes me sonaba fatal, pero ya me he acostumbrado): felicidad apacible y recóndita como las aguas de un remanso. Una felicidad tan discreta, tan sutil, que a nuestros ojos sedientos de fuegos artificiales no lo parece; y, sin embargo, tal vez sea la única que vale la pena, porque nace con vocación de durar, de impregnarlo todo como un aroma, un modo de mirar y de hacer, un presente mansamente activo que se sostiene por sí mismo y no necesita aludir a nada más allá de él.
Eudemonía: la dicha realista que está siempre a mano para quien quiere verla, la vida que se deja iluminar por el sol de media tarde. Los griegos la inventaron y buscaron con denuedo su vereda. Aristóteles le dio su definición más bella: vivir acorde al propio proyecto, convertir la fidelidad a los principios en virtud, que es la práctica del equilibrio, el camino medio entre tendencias extremas. “El bien del hombre es una actividad del alma de acuerdo con la virtud, y si las virtudes son varias, de acuerdo con la mejor y más perfecta, y además en una vida entera”. Epicuro, sin contradecirle, procuró ser más pragmático y se centró en la alegría del disfrute sereno, que convirtió en forma de vida en su Jardín de Atenas: “El estado de felicidad lo alcanzan la alegría y suavidad de sentimientos y la disposición del alma que dispensan los propios bienes de la Naturaleza”. Los estoicos profundizaron sobre todo en el desarrollo de un estado de ánimo firme e imperturbable. Séneca lo resume así: “La vida feliz es la que está conforme con su naturaleza... Es feliz el que está contento con las circunstancias presentes, sean las que quieran... El sumo bien es la firmeza y previsión y agudeza y cordura y libertad y armonía y compostura de un alma inquebrantable... Obedecer a la Vida es libertad.”

Eudemonía es phrónesis (prudencia, equilibrio, sentido común), es la ecuanimidad que restaura la verdadera medida de las cosas; es ataraxia (liberación de todo lo prescindible, y en especial de lo que nos perturba). Es, también, cumplir el deber y la norma, tal como los entendemos o los establece nuestra naturaleza, como postulaban los estoicos. Es autarkéia (no depender de nada, algo así como el desapego budista). Buda, desde otra tradición, nos dejó buenas pautas para atajar el sufrimiento y promover la plenitud, y sus consejos no están tan lejos de los hallazgos de los maestros griegos; tiene la virtud de preferir la práctica a la palabra, el hábito a la razón: no parece mala estrategia reflexionar con los filósofos griegos y ejercitarse con las prácticas orientales.
La prudencia reclama una gran lucidez si no queremos que se convierta en apocamiento; lucidez y valor, o valor para mantenerse lúcido. Esa lucidez implica distinguir lo secundario y no sufrir por ello ni dedicarle más energía de la que merece: ¡cuántas veces padecemos sin necesidad, por el puro hábito de sufrir, tal vez por hinchar nuestra vida de importancia! Y, si somos consecuentes, al final llega quizá lo más difícil, al menos para los perezosos como yo: hacer lo que debe ser hecho, ni más ni menos. Si uno está en un bello paraje de montaña, lo que debe ser hecho es disfrutarlo y no abrumarse con preocupaciones remotas (¡y tan a menudo irrelevantes!). Y a la hora de volver a los deberes cotidianos, será mejor hacerlo con alegría, dispuestos a afrontarlos pero sin dejar que dependa de ellos nuestra paz interior.

La mayoría de las tradiciones están de acuerdo en considerar la plenitud interior al alcance de todos: aprendiendo a pensar bien y a actuar bien. Pero también todas ellas consideran que se trata de una senda ardua que requiere nuestro empeño, nuestro esfuerzo, nuestro tesón. En definitiva, la voluntad. Porque la plenitud debe ser conquistada, la felicidad es el resultado de una tarea, como nos decía Ortega. Construir lo deseable cuesta, hay que llevarle la contraria a las muchas inercias que integran la facticidad, hay que apañárselas con esa maraña de impulsos contradictorios que nos constituyen, y entre los cuales la voluntad no suele ser el más fuerte. Y por eso el proyecto humano es una historia de intentos y recaídas, de valor y vulnerabilidad. No basta con querer: hay que seguir queriendo, hay que querer cada vez mejor; hay que fortalecer la voluntad y apuntalarla cuando flaquea.

El entrenamiento de la voluntad es lo que más me asombra del método que un amigo describe sobre el Proyecto Hombre. Se trata de una institución que atiende a personas que se hallan envueltas en situaciones autodestructivas (por ejemplo dependencias) y procura dotarlas de los instrumentos para salir del caos y recuperar el timón de su propia vida. Según me cuentan, por ejemplo, uno se hace por escrito una distribución del tiempo y se compromete a cumplirla. El apoyo terapéutico consiste en revisar hasta qué punto se está cumpliendo con ese compromiso. Ese ejercicio diario es una gimnasia del dominio de uno mismo: al principio, mediado por un terapeuta a modo de tutor; luego, cada vez más autónomo. Se podría pensar que es lo contrario del budismo, que propone el desapego. Sin embargo, para alcanzar el desapego hay que seguir una rigurosa disciplina. Y no hay progreso sin disciplina: las buenas intenciones solo nos sirven si las transformamos en hábitos. “Estos consejos –le escribe Epicuro a un discípulo-, pues, y los afines a ellos medítalos en tu interior día y noche, contigo mismo y con alguien semejante a ti”.
Así es como en Proyecto Hombre refuerzan la voluntad. Pero también el sentido común ¿serviría de algo la una sin el otro?. Utilizan el método socrático: hablan y hablan analizando, para aprender a distinguir lo esencial de lo secundario, para establecer cuáles son las actitudes y las formas de actuar que nos ayudan frente a las que nos socavan. “La gente es infeliz o por miedo o por apetencia infinita y vana –escribe Epicuro-. Si la gente refrena esos impulsos está en disposición de conseguir para sí el bendito raciocinio”. Hablan porque hay que actuar, y el objetivo es hacerlo bien, y actuar es salir de la impotencia, como señalaba Spinoza, para quien la alegría era, precisamente, experimentar la potencia personal. El puente entre las buenas ideas y los buenos actos es la voluntad puesta al servicio de moldearnos. Y si lo hacemos bien, encontraremos la eudemonía por el camino. Es un buen camino. 

viernes, 14 de octubre de 2016

El silencio

Y todo el campo un momento
 se queda, mudo y sombrío,
 meditando. Suena el viento
 en los álamos del río.
Antonio Machado


Hablar sobre el silencio ya es romperlo. Pensar sobre el silencio es vulnerarlo. Y, sin embargo, sentir no es suficiente: pensar y hablar es nuestro modo de apropiarnos de las cosas, de compartirlas, de recrearlas. Atrevámonos, pues, a traicionar al silencio por un rato.
Somos seres gregarios y ruidosos. Nuestra reunión consiste siempre en una algarabía. ¿Por qué no? También las cataratas y los truenos son belleza resonante. Y las estrellas mueren con un ruido mudo que sería mortal si no las envolviera el vacío.
Pero a veces el ruido nos embota. El ruido omnipresente de las palabras, de las máquinas, de las emociones, del formidable teatro de nuestra vida en común, llega a colmar nuestro espacio. Demasiada exigencia, demasiado trasiego que nos ofusca. Entonces, alejarnos de esa nube zumbadora y recogernos en una isla puede reavivar nuestro ánimo aturdido.
La penumbra de una tarde otoñal, aún no rasgada por el frío; el paseo invernal por una playa poco concurrida, latiendo con las olas; un recodo del bosque donde los árboles nos guarecen y atisbamos indicios de antiguas guaridas del misterio. No se puede glosar cuánto de reparador, de reconciliador, de restituidor llega a haber en estos ámbitos.
En el silencio, es cierto, vendrán a nuestro encuentro otras agitaciones: los ruidos de dentro, a veces más importunos, más abrumadores. En el silencio encuentran su oportunidad los rumores de nuestros arroyos subterráneos: un temor contenido, una vieja deuda que pasa cuentas, un anhelo que pide ser escuchado. También es sanador dejar expresarse a nuestros sueños. ¡Bastante los acallamos en la confusión cotidiana! El alma tiene que contarnos sus secretos.
Así, yo creo que en el silencio hay más presencia que ausencia. El silencio es una oportunidad para la atención, el reencuentro con la mirada interior, el brote de la ocurrencia creativa. Hace falta espacio para que surja lo nuevo, o para que lo viejo nos hable con palabras nuevas.
Puede que esa novedad nos dé miedo; así suele suceder con todo lo imprevisible, lo que amenaza con rasgar la apelmazada urdimbre de nuestra cotidianidad. Tal vez por eso el silencio nos cuesta tanto, y procuramos llenarlo de sonidos tranquilizadores. En cuanto llegamos a casa ponemos música o encendemos la televisión; en los bares nocturnos y en las discotecas, lugares adonde acudimos para relacionarnos, la música suele atronar de tal modo que apenas se puede conversar, o hay que hacerlo a gritos. Un súbito silencio en un encuentro nos resulta incómodo: parece que la compañía tiene que estar siempre llena de palabras. Y, sin embargo, ¿podría haber música o palabras sin un fondo de silencio?
Pero tenemos parte de razón en temer al silencio. Como todos los abismos, posee tanto de fascinante como de terrible. Hay silencios que nos aplastan como estallidos de vacío. Puede haber silencios excesivos y dañinos: los que solo abren abismos sin insinuar su fondo, los que no fructifican; los que, como los agujeros negros, se lo tragan todo y no dejan salir nada. El silencio viscoso, el de los tristes y los prisioneros, de los extraviados y los reticentes. Los silencios de las casas vacías y de los jardines abandonados. Hay que ser prudente con ellos.
De joven viajé a Ibiza en solitario, buscando diversión; creía que la aventura (lo que yo entendía, de manera más bien confusa y atolondrada, por aventura) llega por sí misma, y que, como los autobuses, basta con ir a esperarla. Pero yo era demasiado cándido y apocado, me faltaban temeridad y atrevimiento… y también dinero. Además, la mayoría de la gente que me rodeaba eran extranjeros, y yo no tenía ni idea de inglés. Al cabo de unos días de vagar por calles y tomar copas solitarias me parecía notar la boca aturdida de no hablar. Me sentía enterrado bajo una losa de silencio y desamparo. He estado solo a menudo, a veces a gusto y otras no tanto, pero nunca he sentido una soledad tan parecida al naufragio. Creí estar atrapado en un silencio del que no lograría salir.      
Por suerte, he conocido otros silencios fecundos y reconfortantes. Por ejemplo, practicando meditación. La meditación es la búsqueda deliberada de un estado de silencio. Quiere llegar allí donde las ideas se detienen, el punto donde se disipan como una niebla vespertina, dejando el mundo desnudo, y nosotros en el mundo. Porque los pensamientos, los que nos fascinan y los que nos amedrentan, tampoco son toda la verdad, a veces solo son juegos de la imaginación, tanteos del presentimiento, páginas dobladas en el libro de la vida, esbozos de pasados o futuros extraviados. Salen de las simas de la mente y a ellas han de acabar volviendo; rompen en las costas de nuestra conciencia y deben tener su bajamar, su brisa esparcidora de la espuma. Lo que cuenta es la vida, porque, en definitiva, hay que vivir. 
Entonces viene el silencio genuino, el que aquieta el ánimo como un remanso, el que nos permite yacer sobre la tierra y, respirando hondo, nos consiente ser una dichosa nada. Llegar a ese lugar de simpleza absoluta es, simplemente, haber llegado.

viernes, 7 de octubre de 2016

Pinceladas sobre la seducción

La seducción amorosa es un arte que los años enseñan a medida que nos cansan y la hacen innecesaria. Alguien dijo ya que la vida nos hace expertos cuando menguan las fuerzas para que nos sirva de algo, lo cual sugiere que la sabiduría, si existe, no le interesa lo más mínimo a la naturaleza. De todos modos, siempre nos quedan los agridulces vagabundeos por la nostalgia: el gusto de recordar los años mozos, su angustiosa urgencia, y comprender que si hubiésemos tenido algo menos de prisa y algo más de paciencia tal vez nuestros deseos habrían avanzado hacia buen puerto sin tantos tropiezos.
Para adentrarse con bien en la jungla de Eros, hay que hacerlo con ímpetu, pero sin que este nos arrastre. Al amor le repelen, sobre todo, dos cosas: la falta de convencimiento y la solicitud desesperada. A todos nos gusta sentirnos valorados, pero no perseguidos; preferimos que se nos acerquen poco a poco, con decisión, pero sin ansia; queremos ser importantes, pero no necesarios; esenciales, pero no imprescindibles. Tienen que verse avivar las llamas de nuestro deseo, pero, al mismo tiempo, mostrar que arden con su propia madera, y que no nos hundiríamos si fuéramos rechazados.
Quien nos atribuye valor nos hace sentir valiosos con la condición de que mantenga al margen de nosotros su propio valor. A todos nos complace ser queridos, pero nos molesta ser necesitados: la necesidad ajena nos cosifica, porque solo tiene en cuenta al sujeto que demanda, reduciendo a objeto al otro. Y también porque implica una debilidad, y la debilidad puede inspirar compasión, pero no amor.
El tempo del deseo seductor debe ser brioso, pero dilatado. No hay que irrumpir como elefantes, sino deslizarse como linces. Conviene acercarse poco a poco para no asustar, hasta convertir nuestra presencia en una grata costumbre, superada la barrera de la indiferencia. Saint-Exupéry lo retrata con precisa poesía en El principito: “Hay que ser muy paciente —respondió el zorro—. Primero te sentarás en la hierba, un poco retirado de mí, yo te miraré de reojo y tú no dirás nada. Las palabras son fuente de malentendidos. Pero cada día te podrás sentar un poco más cerca…” Para cuando tenemos un lugar en la cotidianidad del otro, hemos conseguido un puesto en su vida. No es que seamos imprescindibles —nadie lo es, y probablemente tampoco nadie quiere serlo—, pero sí significativos, es decir, ungidos de significado.
También hay veces en que la seducción tiene que maniobrar deprisa, aprovechando una oportunidad al vuelo. Entonces se trata de actuar con presteza, pero sin avasallamiento. Invitar sin reclamar. Sugerir sin afirmar, alimentando una ambigüedad calculada. Un punto de picardía insinúa al otro que ambos seguimos siendo libres, que nos gusta, sí, pero sin desesperación. Nos atrae de un modo que no está acabado, donde todo está aún por inventar. Hay que hacerse ver un poco, luego alejarse otro poco; ir y venir, como en una danza. Ya se sabe que seducir es danzar, y muchos bailes fueron inventados para la seducción. Recordemos, sin ir más lejos, las célebres contorsiones de Salomé, que, al hipnotizar a Herodes, le costaron la cabeza a Juan el Bautista. Y de eso se trata: de hacer perder la cabeza.
Un corazón se abre cuando tocan a su puerta con alegría pero sin apremio; cuando oye un canto lejano que se acerca a merced de las olas, como el de Tristán mientras navega, tocando el arpa, hacia Isolda. Si vienen a llamarnos sin avasallarnos, y nuestro corazón no está demasiado ocupado, herido o cansado, seguramente abriremos la puerta y nos dejaremos acompañar de paseo. Eso aún no es amor. Pero tal vez el amor o la fascinación que le precede asome cuando los paseos se conviertan en costumbre, cuando la repetición acabe por hacerlos importantes. “Los ritos son necesarios”, le explica el zorro al Principito; cada día, a la misma hora, pasar un rato juntos, e ir acercándose poco a poco: eso es “domesticar”. La seducción consiste en hacerse presente: invita una y otra vez, y espera.